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La casa de las niñas perdidas

Yo, el hombre sin edad, parecía inmune al asombro, pero esta vez lo sentí, porque conocí a Juan Rull en el lugar más insospechado y aparentemente absurdo del mundo: el despacho del gobernador civil. El gobernador civil de Barcelona era entonces el señor Ossorio y Gallardo, hombre ameno y culto, entendido en las artes de la política y el Derecho Civil. Ignoro si era también un entendido en el difícil arte de las mujeres, pero se decía que muchas de ellas lo admiraban. El señor Ossorio y Gallardo había prometido acabar con las bombas que convertían Barcelona en la primera ciudad del mundo sometida al terrorismo. Ahora son muchas las ciudades que comparten ese dudoso privilegio, pero puedo dar fe de que Barcelona fue la primera.

Cuando yo intervine, por cuenta de una agencia inglesa (nadie parecía fiarse de los policías españoles), acababa de estallar una: fue la de la calle Boquería, que mató a una florista de la Rambla e hirió a otras, conmocionando a toda la población. Porque la gente quizá podría llegar a olvidar la muerte de una marquesa en el Liceo, que era lugar de pocos, pero jamás olvidaría la muerte de una florista de las Ramblas, que era lugar de todos.

Entre los comisionados de los barrios me encontraba yo mismo bajo la identidad de Temple, de nacionalidad inglesa, acento impecable, ropa de primera clase y documentos tan bien falsificados que nunca los podrían descubrir. Además, nadie investigaba a un detective de nacionalidad británica.

Ossorio y Gallardo pronunció —lo recuerdo perfectamente— un discurso tranquilizador, en el sentido que siempre han tenido los discursos tranquilizadores: la Patria estaba en peligro, pero sus enemigos seculares jamás acabarían con ella. Para eso estaban las leyes, que inexorablemente había que cumplir, y asimismo disponía de un arma secreta para detener y hacer ajusticiar a los perversos criminales de las bombas. En resumidas cuentas, un discurso que podría ser repetido cien años después sin que pasase nada.

Me enteré más tarde de que el arma secreta del gobernador era un individuo llamado Juan Rull.

Por supuesto, el señor Ossorio y Gallardo no lo dijo. Terminó su discurso diciendo literalmente: «Yo soy un convencido de que el Estado, en funciones que le son propias, acierte o se equivoque si afectan a la libertad, la tranquilidad y la honra de los ciudadanos, no puede de ellas despojarse. Todo lo que sea oficina de investigación, datos, archivos, secundará la acción con todas mis fuerzas, llevando adelante el proyecto de policía especial, que es muy plausible, aunque no sea nuevo. He dicho, señores».

Bueno, la verdad es que no había dicho nada, pero la gente ya está acostumbrada a eso.

El propio Juan Rull estaba entre los reunidos y, al salir, clavé en él aquella mirada que me habían dicho que parecía la de la vida eterna. Pero él ni lo notó.

Basándome en lo que había averiguado, me propuse seguir hasta el final las huellas de aquel extraño hombre.

Y lo hice.

Y así fue cómo me metí en el infierno.

Yo sabía que Juan Rull era un confidente del gobernador civil, y que por eso cobraba como tantos otros. Los pagos a confidentes espías y agentes provocadores son tan habituales que hasta tienen una partida clasificada como «fondos reservados» en los ministerios. Pero el dinero que aquel tipo cobraba no se correspondía con su vida.

Rull gastaba mucho dinero —demasiado dinero— en La Criolla, una mezcla de «dancing» y cabaret que estaba en el corazón del Barrio Chino, en calles que me eran conocidas desde siglos atrás. Claro que la calle donde se encontraba, en concreto, era nueva para mí. La Criolla estaba en Cid número 10, en un lugar que antes había sido almacén de tejidos. Por eso conservaba una estructura de vigas de hierro, que habían sido adornadas como si fuesen palmeras. En las paredes había grandes espejos, que no transparentaban ni reflejaban nada a causa del humo de los cigarrillos. Casi todo ese humo procedía de las gargantas de los homosexuales, que habían desplazado a las mujeres de su lugar de trabajo. Ése era el lugar donde Rull gastaba su dinero cada noche.

Pero como la gente acaba sospechando de un hombre que gasta y no trabaja (aunque nuestra cultura social da muchas explicaciones para eso), Rull se volvió más precavido y trasladó su lugar de diversión a un prostíbulo de la calle Roca, subiendo a mano izquierda, en un primer piso, casi a la sombra de la Iglesia del Pino.

Voy a describir aquella casa de mujeres exactamente, porque la conocí muy bien.

Se entraba y, casi enfrente de la puerta, aparecía un salón con un balcón a la calle (siempre velado por una persiana) en el cual esperaban las mujeres. Éstas se exhibían en un largo banco color marrón pegado a la pared, donde también se sentaban los posibles clientes. Saliendo de ese salón, un poco a la derecha, aparecía un pasillo que daba a las habitaciones. Recuerdo que eran cuatro, una de las cuales también tenía balcón a la calle. Pero allí nunca entraba el sol, y las sombras se hacían compactas.

Yo creo que esas sombras respiraban, conocían a las mujeres y se burlaban de sus falsos gemidos de placer. Por supuesto, se burlaban también de las maldiciones de algunos clientes. Reconozco que aquel lugar era uno de los más vivos que había visto, a excepción del prostíbulo en que nací.

Juan Rull organizaba en aquella casa fiestas de mujerío y vino, es decir, fiestas de cuaresma. Hacía traer bandejas de comida desde un restaurante próximo, ordenaba a las meretrices que se desnudasen y luego venía todo lo demás. Yo había logrado a veces esconderme en la casa, porque tenía la virtud de parecer una sombra. Más de una mujer pasó rozándome, sin notar para nada mi presencia.

Y allí oí cosas que me permitieron atar cabos, pues no en vano yo era el único que podía conocer a todos los barceloneses, empezando por los muertos.

Supe entonces que Rull practicaba un perverso doble juego, tan audaz como horrible y macabro. Cobraba para evitar que alguien pusiese las bombas, pero si nadie las ponía y reinaba la tranquilidad, a él dejaban de pagarle, esto es, lo despedían. De modo que las bombas las ponía él mismo. A su manera, era un hombre de negocios, un hombre de empresa.

También iba siguiéndole la pista un policía rutinario pero astuto llamado Tressols. En una taberna más bien mortuoria de la calle Guardia me dijo que a él Rull no le engañaba, aunque nadie le creía cuando trataba de denunciarle.

Sin embargo, ni Tressols ni yo estábamos solos en nuestras sospechas. En el Café Español, en el Paralelo, a tiro de piedra del cuartel de Atarazanas, conocí a Alejandro Lerroux, que entonces lanzaba discursos incendiarios pidiendo que el pueblo ocupara los conventos e hiciera madres a las monjas, con todo el trabajo que eso debía de significar. Pues bien, Lerroux, a quien llamaban entonces «el emperador del Paralelo», me confió su pensamiento una noche de lluvia y adoquines brillantes. Me dijo que todas las bombas habían sido colocadas en un perímetro de cien metros a lo largo de las Ramblas. Desde una que estalló en un urinario de la Rambla de las Flores hasta la que hizo explosión en una barbería de la Rambla del Centro, no se contaban ni cien metros de callejuelas. ¿Cómo era posible que las autoridades no las tuvieran bien controladas, a menos que las bombas las pusieran los propios vigilantes?

Uno de los vigilantes era Juan Rull.

Siguiendo su pista, fui conociendo rincones que antes no habían existido, rincones de aquella Barcelona amarga y a la vez prodigiosa que de repente parecía haber perdido la esperanza. Las calles bullían, las desigualdades aumentaban y en el ambiente parecía insinuarse la que más tarde sería la Semana Trágica. Rull, según supe, estaba bien protegido, porque jugaba muchas cartas al mismo tiempo. Conocía a muchos ricos comerciantes a los que proporcionaba informes secretos, porque la verdad es que lo sabía todo. Buscando extorsionar a uno de ellos, se enteró de que conseguía niñas en una red de corrupción de menores que funcionaba entonces en uno de los límites más inabordables de la ciudad, la calle Alfonso XII, y cuya dirigente era una virtuosa viuda llamada señora Blajot. Con el temor de que usara ese dato, mucha gente rica no se atrevía a atacarlo de frente.

Y así Rull tenía cada vez más fuerza.

Por supuesto, aquel tipo era también cliente de la casa cuyos secretos conocía tan perfectamente. Lo seguí hasta ese lugar e incluso en una ocasión me colé dentro, usando mi privilegio de ser lo que siempre había sido: una sombra.

Había allí habitaciones que daban a un jardín melancólico. Pasillos con cortinas rojas y puertas muy blancas. Dos jaulas con dos pájaros que se amaban a distancia. Unas niñas que lloraban junto a los cristales opacos. Conocí a una de ellas, Anita. Fue en el jardín interior, cuando nadie la vigilaba, cuando no se oía más que el rumor de una fuente y el leve temblor de las hojas de los sauces.

Anita me dijo que estaba allí con conocimiento de sus padres, porque querían que ganase lo suficiente para poder pagar la redención de su hermano. Redención no significaba sacarle de presidio, sino librarle del cuartel.

Entonces, en nuestro igualitario país, los ricos podían librarse del servicio militar obligatorio —y por lo tanto de la guerra— pagando al Estado una cuota. Muchos padres ahorraban toda su vida para eso, para que sus hijos varones no murieran, y había incluso compañías de seguros que tenían pólizas especiales para tal fin. Cobraban la cuota y un plus que era su beneficio, pero si el hijo moría antes de la edad militar, devolvían el dinero. En resumen, que en las gloriosas guerras coloniales del país sólo luchaban los pobres.

No me extrañó nada, porque durante siglos lo había visto: los nobles formaban mesnadas con sus siervos y los enviaban a la muerte. Si llegaba la victoria, era la victoria del noble. Si llegaba la derrota, era que los siervos no habían luchado bien. Y si llegaba la muerte, los siervos se convertían en polvo de los caminos.

No era sólo eso lo que había visto. En la organización social que me rodeaba, el hijo varón era el único seguro de subsistencia de sus padres viejos, sin que las mujeres contasen apenas. Lo curioso era que la pobre Anita ganaba el dinero sin que su hermano hiciese nada, pero no creo que la niña —la de las cortinas rojas y las puertas tan blancas— recibiese gratitud alguna.

Bueno, pues los últimos días de Juan Rull concluyeron allí, en aquella casa de los amores prohibidos. Yo le había seguido una vez más y estaba oculto en un solar contiguo. Era una tarde tranquila, sosegada, entregada a los sueños que se iban, una de esas tardes que el poeta Joan Maragall, vecino del barrio, dedicaba a escribir sus versos.

Fue esa tarde cuando estalló la bomba.

La explosión hizo temblar la casa. Los cristales se rompieron, las paredes vacilaron y las puertas se abrieron de golpe. Niñas asustadas y desnudas llamaron a sus padres, y sesudos varones desnudos llamaron a sus abogados. La señora Blajot se puso a gritar.

Y ante mi sorpresa —muy relativa— vi que uno de los hombres que trataban de huir era Juan Rull.

Juan Rull, el que colocaba las bombas.

Pero ésta no podía haberla colocado él, porque habría sido una de las víctimas, y además yo le había visto entrar en la casa sin ningún bulto sospechoso. Fue uno de los atentados sobre los que menos habló la prensa de Barcelona. Y era natural, porque había demasiados intereses y demasiada plata en juego.

Ésa fue la razón de que la verdad sólo la supiera más tarde. Una de las chicas de placer de la calle Roca se había enamorado perdidamente de él, de Rull, hasta el extremo de ser su cómplice y guardarle las bombas. Y esa mujer había acudido con una de ellas a la mancebía de San Gervasio porque no podía soportar que Rull tuviese amoríos con otras. Pero el artefacto que había querido lanzar contra el criminal le explotó en los dedos.

Los pedazos de la mujer, su sangre, sus entrañas, sus pensamientos perdidos, tapizaron las paredes de aquella maldita casa. Y Anita cayó de rodillas en el umbral, Anita, que ya había sido devorada por la ciudad, cerró los ojos y se puso a rezar con la esperanza de que alguien llegase a oírla desde el otro mundo.

Y quizá alguien la oyó, porque ése fue el final de Juan Rull. Se descubrió todo, se habló de todo en el juicio (excepto, claro, de las niñas perdidas), y el gobernador civil y la policía pusieron los resortes para que el fiscal pidiera lo lógico: la pena de muerte.

Esta vez fue la única que lamenté no ser el ayudante del verdugo.

La Audiencia de Barcelona estaba entonces situada en el Palacio de la Diputación Provincial, que más tarde sería el edificio de la Generalitat de Cataluña. Ambas instituciones, la Audiencia y la Diputación, compartían el edificio.

A la Diputación se entraba por la puerta principal, abierta a la plaza de San Jaime, y a la Audiencia por las puertas de la calle del Obispo y de San Honorato, que están en los lados opuestos del palacio y por las que se podía llegar al admirable patio gótico.

En la época en que todo esto sucedía, en la Barcelona de las bombas, la Audiencia constaba solamente de dos secciones, primera y segunda, que era la más pequeña. Eso no planteaba problemas cuando a la sección segunda iban a parar procesos de gran envergadura, como el de Rull, procesos que atraían a toda la prensa y a verdaderas multitudes que tenían que esperar en la calle. Entonces se intercambiaban las salas.

Todo allí era viejo, además de «antiguo», en aquellos espacios con muebles tapizados de rojo, con un terciopelo devorado por los años, ajado y sucio, y paredes cubiertas por tapices que —eso sí— eran valiosos y que pasaron luego al Palacio de Justicia. Quizá la propia vejez del ambiente, sin embargo, daba a la Justicia una máscara que infundía a la vez terror y respeto.

La mesa presidencial, para dar mayor majestad a los actos, estaba situada bajo un dosel. De los magistrados sólo se veían las cabezas, porque los sillones se hundían. La luz que entraba por las ventanas era una luz plúmbea, muerta, digerida por las callejas de Barcelona.

Juan Rull, por supuesto, fue condenado a la última pena. No hubo discusión.

Y le dieron garrote vil, un arte de matar en el que yo había llegado a ser un experto, aunque de eso no podía presumir ante nadie. Pero la ejecución no se hizo en público, porque las autoridades consideraron que aquellos espectáculos eran demasiado macabros. Se habían terminado las ejecuciones multitudinarias que durante un tiempo formaron parte de mi vida, se había terminado el Patio de los Cordeleros, la exposición del cadáver, se habían terminado también los cuadros de Ramón Casas.

Juan Rull fue el primer hombre ejecutado en un patio de la cárcel Modelo, la nueva prisión de la calle Entenza, que entonces era casi primorosa, recién estrenada, y que los años han transformado en un pudridero. Con la muerte de Rull y el final de las bombas, la Barcelona de mis secretos termina una de sus épocas.

Para mí, era algo así como el final de un infierno, el final de todas las sorpresas que se habían ido sucediendo en mi existencia y de las que no podía hablar a nadie.

Pero aquello no era un final, sino un principio.

Yo aún no lo sabía.