La conversación
—Yo lo maté —dijo con voz opaca el hombre de los ojos muertos.
Y añadió, desviando su cara hacia la penumbra:
—Hace muchos años.
Marta Vives notó que se quedaba sin respiración, que el aliento se le iba con un silbido y le dejaba vacío el cuerpo. Todo contribuía a aquella especie de pesadilla en que se encontraba hundida ahora: el piso del que apenas vislumbraba los contornos, el rostro tan blanco del aparecido, su misma voz, que parecía llegar desde más allá del tiempo.
Además, como modesta pasante de abogado, Marta no había oído jamás una confesión como aquélla.
Lo más increíble era que aquel hombre sonreía.
No era una sonrisa cínica, como podía corresponder a un criminal que sabe que su delito ya ha prescrito. Era una sonrisa lejana, casi triste.
—¿Asustada? —preguntó la voz.
—No estoy asustada —musitó ella deseando serenarse—. Si hubiese querido causarme un mal, ya lo habría hecho. Digamos que estoy sorprendida y que no puedo creerlo.
—¿Por qué?
La voz seguía siendo convincente, suave.
—Nadie confiesa un asesinato y la ocultación del cadáver. Quiero decir que… nadie lo hace voluntariamente.
—¿Y por qué no? Tenga en cuenta que han pasado muchos años desde esa muerte, muchos. Ningún tribunal me condenaría ya por eso.
—Pero ¿por qué me lo cuenta a mí?
—Primero, porque sé que usted me entiende. Sabe lo que es la prescripción de los delitos y todos esos detalles. Segundo, porque me ha dado su nombre.
Marta Vives estaba cada vez más asombrada, más sin aliento.
Pero no era miedo lo que sentía, sino asombro; a cada segundo que pasaba, el miedo disminuía y aumentaba la desorientación.
—¿Qué pasa con mi nombre?
—Su nombre es muy hermoso y su apellido es… notable. Hay sabios que lo llevan o lo han llevado. No tiene la vulgaridad de otros, y hasta le diría que es un apellido respetable. Pero no lo tome como un elogio: me limito a constatar un hecho, puesto que conozco todos los apellidos del país.
—¿Y qué?…
—Digamos que hay linajes. Cada apellido los tiene, incluso el más vulgar. Y en su familia, desde la más lejana, hay un linaje de personas inquietas y que tal vez pensaron más que las otras. O que se sintieron preocupadas por el sentido de la vida. Eso no es bueno, y a veces merece un castigo.
Marta abrió mucho la boca, pero no supo qué decir. El miedo volvió como una mano fría. Porque lo que le estaba diciendo aquel hombre era lo mismo que cien veces había pensado ella misma.
La voz prosiguió:
—Por supuesto, un linaje no tiene por qué ser siempre igual. Los padres y los hijos no tienen por qué parecerse, aunque a veces se dan obligaciones morales. Por ejemplo, a un padre juez o militar es fácil que lo sustituya un hijo juez o militar. Pero en su caso es distinto: se trata de un linaje endogámico, en el que los Vives varones se han unido a Vives hembras, superando en ocasiones grandes obstáculos. De esa forma se crea un linaje cerrado en el que las ideas de las generaciones se transmiten de unas a otras como se transmiten los genes, creando así una especie de destino, o quizá de religión. No sé si usted lo habrá notado, pero eso marca.
La muchacha veía cada vez menos. Le parecía que sólo existía en el mundo aquella cara tan blanca.
Pero aun así susurró:
—Lo he notado.
—Es natural, puesto que usted ha estudiado mucho y se ha preocupado por los que vivieron antes.
—Pero aun así no lo entiendo…
—¿Qué no entiende?
—Por ejemplo, cómo sabe usted todo eso. Yo puedo haber estudiado mi linaje porque soy parte afectada, pero usted… ¿por qué?
—Por los años.
—¿Qué?
—Digamos que soy muy viejo, pero no me haga caso… Digamos que conozco mejor que usted la historia de esta ciudad y de sus gentes. Y sé que su familia, desde hace muchos años, digamos que desde la Edad Media, fue tentada por la duda.
—¿Qué duda?…
—Vamos a ampliar nuestra perspectiva —repuso el hombre con la misma voz tranquila—. No diré que fue tentada por la duda, sino por las dudas: la religión, el sentido de la eternidad, la bondad de Dios, que a veces no aparecía por ninguna parte, o la existencia del diablo.
El hombre de los ojos quietos hablaba con una sonrisa cada vez más tranquilizadora, aunque acabase de mencionar al diablo. Marta Vives sintió que la curiosidad —quizá la angustia— superaba definitivamente al miedo. Y así, sin mover un solo dedo, le oyó proseguir:
—Durante siglos, hombres y mujeres fueron enviados a la hoguera porque se hacían preguntas como las que se hicieron los antepasados de usted. Por hacerse preguntas de la misma clase surgieron las terribles guerras de religión. El caso de su estirpe, Marta Vives, no es un caso tan aislado.
Marta cerró los ojos. Recordaba en este momento muchas cosas, demasiadas cosas.
La violación de una sepultura en Sant Pau del Camp. La cruz de bronce.
Las sucesivas mujeres asesinadas, como si las hubiese perseguido un poder diabólico.
La misma antepasada que ya no estaba en su tumba del cementerio de Pueblo Nuevo, aunque alguien pagó por ella.
Y la voz pausada preguntó:
—Adivino que usted está repasando episodios que la han asustado, ¿no?
Ella asintió.
De repente no le extrañaba que aquel desconocido lo adivinase todo.
—No sé si usted será capaz de escucharme —dijo él—. Tal vez la canso o tal vez me hago incomprensible. O quizá usted no quiera permanecer aquí. En ese caso, la acompañaré hasta la puerta para que no tropiece en la oscuridad.
Marta negó:
—Me… me encuentro bien —dijo.
—Entonces permítame hacerle una pregunta que seguramente se hicieron muchos de sus antepasados, especialmente las mujeres, que supongo que eran las más sensibles y por eso se convirtieron en las víctimas.
—Ha… hágala.
—Usted habrá pensado en el diablo.
Marta sentía dolor en los dedos de tanto apretar los bordes de la mesa.
—Por supuesto que sí…
—No diga por supuesto, como si fuera algo natural… Hay mucha gente que piensa en Dios, aunque sea a veces, pero en el diablo casi nadie. Resulta molesto y casi absurdo en estos tiempos en que las personas viven relativamente bien, después de siglos en los que fueron tratadas peor que a animales. Hoy han desaparecido muchas y malditas miserias que hacían que la gente invocase a Dios como su última esperanza. De hecho, pueblos oprimidos o engañados de hoy siguen invocando a Dios y se convierten en sus fanáticos porque no tienen nada más. Pero usted, en cambio, tiene otras opciones.
Marta asintió en silencio sin saber qué pensar.
La voz continuó:
—Una de esas opciones es una cierta justicia social, todo lo relativa que quiera, pero que antes no se había conocido. A lo largo de los siglos, un pueblo del que no se guarda ninguna memoria ha llenado con su sangre las calles para lograr esa cierta justicia social. Hoy existen unas condiciones de vida relativamente dignas, y hasta los más pobres tienen esperanzas porque el propio sistema capitalista ha inventado el mayor de los milagros. Ese milagro se llama el crédito. Gracias al crédito, la gente puede llegar a los pisos, acercarse a las buenas cocinas o conducir automóviles. El pueblo occidental, que es el gran depósito de la civilización cristiana, comprende que puede tener hoy lo que pagará mañana, y en consecuencia está tan lleno de esperanzas como de deudas. Vive entre realidades materiales, comprobables y ciertas, y por ello no necesita pensar en Dios como en épocas pasadas. Dios ha muerto entre hipotecas y créditos bancarios, y por supuesto mucho más ha muerto el diablo.
La voz guardó silencio durante largos instantes, aunque Marta Vives no supo sí eran largos o no porque había perdido el sentido del tiempo. La oscuridad era en esos momentos casi absoluta, pero ella aún veía con claridad la cara blanca, cuya piel parecía dotada de luz propia.
—Quizá la estoy cansando —dijo aquella especie de aparecido—, y en ese caso insisto en acompañarla a la puerta. Pero creo que usted tiene interés en lo que le voy a decir.
—¿Porqué?…
—Porque usted misma lo ha estado buscando durante largo tiempo.
Y otra vez se hizo el silencio, aquel silencio cargado de presagios. La voz añadió:
—Le he hablado de que soy muy viejo, y eso me permite conocer hechos que otros ya no recuerdan. Le he hablado de que maté al hombre que vivía en esta casa y sé dónde está su cadáver, algo que los demás ignoran. Pero quizá sea inútil hablarle de eso si no empiezo desde el principio, porque en este caso todo tiene un principio muy lejano.
Marta Vives asintió.
Tenía la boca cada vez más seca, pero aun así logró preguntar:
—¿Cuál es ese principio?
—Digamos que el principio está en los grandes desconocidos de hoy, que son Dios y por supuesto el diablo.
—¿Por qué desconocidos?…
—Porque hoy nadie necesita pensar en ellos dentro del mundo en que nos movemos usted y yo. He conocido épocas en que Dios era lo único que la gente tenía. Y quizá también el diablo. Hoy tenemos otras opciones, y por lo tanto no nos preocupamos de conocerlos.
—¿Sólo por eso?
—Y también por la oscuridad de que se rodean. Dios no ha explicado jamás cómo es. Nunca ha querido mostrarnos su cara. O mejor dicho, para aumentar nuestra confusión, nos muestra tres caras. En esa niebla entre la que se mueve figura también el diablo, del que aún tenemos menos referencias. La Biblia no revela cómo es ni tampoco lo que piensa, aunque la Patrística y los pensadores cristianos han dado vueltas al misterio. Pero en realidad no se sabe nada con certeza. Vivimos en una gran incógnita.
Marta Vives seguía sintiendo dolor en los dedos al aferrarse con tanta fuerza a la mesa. Quizá era lo único que le permitía estar sujeta al mundo, pero no lo pensaba.
—Usted es una estudiosa —dijo la voz con creciente suavidad—. Por eso le ahorraré algunos detalles e iré a lo más importante. Sé que lo es porque muchas generaciones de su familia pensaron en eso.
La muchacha bisbiseó:
—Le ruego que siga.
—Entonces permita que le hable de la Historia Sagrada que a usted le enseñaron de niña, pero que hoy no se enseña prácticamente a nadie, excepto en las catequesis. Allí se habla de la creación del universo.
—Al menos a mí me hablaron de eso —dijo Marta—. Y no me diga que no se sigue hablando.
—No tanto como antes, Marta, no tanto como antes… Pero es igual. A usted le hablaron de una lucha entre el Creador y unos ángeles malignos que se le opusieron. Un llamado Ángel Malo se rebela contra el Creador, lo cual quiere decir, de entrada, que también había sido creado por éste. Si usted afirma que el Ángel Malo es una criatura de Dios no creo que nadie pueda negárselo.
Marta negó con un movimiento de cabeza, lo que significaba una afirmación.
—La Biblia no habla de eso —susurró la voz—. Hablaron de ello los pensadores, siglos después. Y se simplificó todo llegando a dos polos opuestos, que son el Bien y el Mal. Esos dos polos quizá se encuentren mejor definidos en las filosofías orientales que en las nuestras, pero si quiero seguir resumiendo le diré algo que usted ya sabe: el llamado Ángel Malo se rebeló contra el Creador y hubo entre ambos una cruenta lucha, es decir, una guerra.
—Pues claro: es lo que todos sabemos.
—Y sabemos también, porque nos lo han dicho, que el Creador ganó esa guerra y que Luzifer, el ángel caído, o como se le quiera llamar, fue reducido para siempre al infierno y las tinieblas. O sea que vivimos en el reino de Dios.
Marta Vives se mordió el labio inferior.
Sabía que mujeres de su familia muertas antes que ella habían sido atormentadas por aquel mismo pensamiento.
—Bueno… sí —dijo.
—¿Usted lo cree?
—Una persona que piensa —dijo Marta— es una persona que duda.
—Entonces permita que yo, lleno de dudas, le hable sencillamente de la Gran Verdad. Y la Gran Verdad es que la guerra la ganó Luzifer, lo cual nos ha sido ocultado siempre.
Marta Vives sintió unas gotitas de sudor en su frente. Los ojos de las generaciones pasadas, los ojos de los muertos, desfilaron ante sus ojos vivos.
—No me diga que no lo ha pensado alguna vez —susurró la voz.
—Claro que… que sí. Pero pienso al mismo tiempo que el Creador nos hubiese explicado su derrota.
—Por un lado le diría, Marta, que no puede. Los vencidos no son los que hablan, aunque en este caso no es así. El Creador, a través de las religiones cristianas, se ha hartado de decirnos que fue Él quien perdió la lucha.
—¿Decirlo?… ¿Cómo?…
—Marta, le pido que examine los símbolos con un poco de atención. En primer lugar, Dios, o el Creador, se presenta con tres caras, ninguna de las cuales encaja. No acierto a ver qué relación lógica existe entre un Padre cruel y vengativo y un Hijo sufrido y castigado. Ni qué relación tienen ambos con un Espíritu Santo del que nadie sabe nada y que se presenta a sí mismo como un misterio. Una cierta lógica humana me hace pensar que un vencedor no se escondería, sino que se manifestaría con absoluta claridad. Pero esas tres personas han hecho nacer un símbolo que puede aclararnos algo.
—¿Qué?…
—Me refiero al triángulo con el que se representa al Creador, el cual está encerrado dentro. Puede tener muchas interpretaciones, pero una de ellas, para mí muy clara, es que quiere hacernos entender que está prisionero.
Marta dijo confusamente:
—La gente no suele fijarse en eso. Yo sí.
—Y las mujeres de su familia también se fijaron.
—Supongo… que sí.
—En muchos casos, eso marcó trágicamente su destino.
Marta Vives hundió la cabeza.
La voz continuó:
—Supongo que ésa le parece, al menos, una interpretación razonable.
—Sigo suponiendo que sí.
—Pues hay más.
—¿Qué?
—Marta, no me diga que usted no lo ha pensado. Me refiero al martirio del Gólgota: si usted no piensa en que el triángulo puede significar que el Creador está prisionero, piense al menos en el Cristo crucificado al que ve continuamente. Si Cristo se presenta como hijo de Dios y compone con ello su historia creíble, a la fuerza se debe creer también el resto de esa historia. ¿Y qué nos dice? Pues que fue condenado, azotado, escarnecido y al final clavado en una cruz. La sucesión de imágenes es clara.
—Al menos creo que eso lo hemos visto todos perfectamente —dijo la muchacha.
—¿Y eso es lo que les ocurre a los triunfadores? ¿A los que triunfan los condenan, los torturan y los sacrifican?… No, Marta, eso no se hace con los que ganan, sino con los que pierden. La crucifixión es el símbolo más claro que nos ha dejado el Creador para indicarnos que perdió la lucha.
—Pero…
—Si después de una batalla ve usted a un prisionero sucio y herido y a su lado un soldado bien vestido que lo vigila con su arma, ¿quién pensará usted que ha ganado la batalla?
—Pues el del arma, claro —susurró Marta—, pero no es ésa la interpretación que le damos.
—O al menos no es la interpretación que le da la Iglesia —dijo su interlocutor—. Nos han hablado siempre de la Redención, pero nunca nos han hablado de la Derrota.
Se hizo más opresivo, más intenso y más denso el silencio en la habitación que ya no veían. Marta se dio cuenta de que volvía a faltarle la respiración.
—Es el símbolo más claro que el Creador pudo dejarnos —concluyó la voz—, el símbolo de que aquella batalla la ganó el diablo.
Marta Vives intentaba reunir sus pensamientos. Siempre había sabido hacerlo, y su mente ordenada lo concretaba todo, pero esta vez no podía. Se sentía desbordada, tal como se habían visto muchas mujeres con su apellido que ahora quizá la estaban mirando desde el aire.
—Usted me está hablando de la religión cristiana —musitó al fin—, pero hay otras, y no todas dicen lo mismo.
—Cierto —reconoció el ser que estaba al otro lado de la mesa—. Cierto… Hay otras religiones, pero fíjese en la más próxima a la Creación y de la cual arrancan las convicciones cristianas. Fíjese, por ejemplo, en la otra gran religión monoteísta, el judaísmo.
—¿Qué pasa con el judaísmo?
—Pues que también tiene un demonio, en este caso femenino: se llama Lilith. Lilith era la hipotética esposa de Adán, a la que Eva suplantó ocupando su lugar. O sea que la gran madre de la Humanidad no es Eva, como creemos, sino otra. Hay que suponer que hubo una lucha entre las dos, entre la demonio Lilith (a la cual los judíos aún atribuyen poderes maléficos) y Eva, que se supone que era la favorita del Creador.
—Supongo que sí —murmuró la muchacha—, pero aquí la teoría se hunde: Eva venció.
La cabeza blanca se movió negativamente.
—Se equivoca, amiga mía: Eva fue castigada. Fue realmente la primera persona castigada de la Creación, y además con el castigo más cruel y más duro: se atribuye a Eva la pérdida del Paraíso, el engaño, la mentira y hasta la estupidez. Ninguna condena parecida ha caído sobre un ser pensante, porque además abarca sin razón a todas sus descendientes, es decir, las mujeres. El pecado original se lo cargó la pobre Eva, maldita por los siglos de los siglos. Y ahora dígame si yo debo pensar que Eva, deliciosa criatura del Señor, fue una triunfadora.
Marta Vives tenía el cerebro en blanco. Quizá la oscuridad le empezaba a producir vértigo.
La voz remachó:
—La pelea entre las dos, porque la hay cuando dos mujeres se disputan al mismo hombre, la ganó Lilith.
De pronto a Marta la habitación le parecía inmensa, quizá porque no veía sus contornos. Y la voz prosiguió insinuante:
—Hay más.
—¿Más?…
—Bueno… El Creador, si es que vamos a seguir llamándolo así, intentó hacer algo. Todos los derrotados intentan hacer algo y seguir luchando.
—¿Y qué le parece que hizo el Creador? —preguntó Marta, esta vez con voz de desafío.
—Hizo algo lógico para intentar seguir mandando, o al menos para dar fe de sí mismo. Los derrotados que intentan volver al poder hacen un manifiesto: el Creador promulgó las Tablas de la Ley en el monte Sinaí. Quiso demostrar que no estaba muerto, ni siquiera derrotado del todo, y mostró un cuerpo de doctrina. Eligió a un hombre, Moisés, y a un pueblo, el judío, para que divulgaran esa doctrina por el mundo entero. Quizá se dijo —es una hipótesis propia de mi mala fe— que la ira del diablo no podría nada contra todo un pueblo.
—La verdad es que se trataba de un pueblo muy pequeño —opinó Marta—. Siempre me ha sorprendido que Dios eligiera precisamente al pueblo judío.
—Eso no lo podemos juzgar nosotros. Quizá el pueblo judío era el más receptivo de todos. El caso es que le fueron entregadas las Tablas de la Ley.
—Eso no lo discute nadie.
—Cierto, por eso lo digo. Estoy hablando de hechos que nadie discute, no de suposiciones. Pues bien, sobre ello quiero decir dos cosas.
—Dígalas.
—Primera: ni siquiera puede imaginarse un pueblo que lo haya pagado tan caro. Nadie ha sido tan castigado por el vencedor, o sea, por el diablo, como lo ha sido el pueblo judío. Nadie ha sufrido tanto por haber aceptado el testamento del perdedor, ningún pueblo ha sufrido tantas calamidades a lo largo de su historia. Y no sólo por parte del vencedor, sino también del perdedor, porque el pueblo judío cometió el error, más tarde, de matar al mensajero.
Marta Vives continuaba en silencio. No le costaba seguir las palabras de su interlocutor, pero jamás había pensado en ellas antes de ahora. Quizá se sentía avergonzada por no haberlo hecho.
—Pero eso no es todo —siguió la voz—: le he dicho que había dos cosas, y por lo tanto voy con la segunda. Las Tablas de la Ley enumeran una serie de preceptos que resumen la doctrina del Creador: no matarás, no mentirás, no fornicarás, honrarás padre y madre.
—Creo que a ese nivel llego —dijo Marta, ligeramente ofendida—. Lo conozco.
—Ahora imagine por un momento lo que el diablo hubiera escrito en las Tablas de la Ley.
—Pues…
—Dígalo.
—Matarás, mentirás, fornicarás, no honrarás a tu padre ni a tu madre.
—Justo.
—Y eso ¿qué quiere decir? Aclárelo usted mismo —desafió Marta.
—Sólo le pido que observe imparcialmente el mundo que nos rodea. No hemos acabado con las guerras ni con el hombre verdugo del hombre. En ninguna parte se sigue el precepto de «No matarás». Al contrario, el acto de matar nos parece cada vez más lógico y razonable.
—Cierto… Nadie puede desmentir eso.
—Usted acaba de pronunciar la palabra «desmentir». Deje que yo use la palabra «mentir».
Marta hizo una leve inclinación de cabeza.
La voz siguió:
—La mentira es el eje de los negocios, de las relaciones internacionales (la mentira fue elevada por Maquiavelo casi al nivel de la santidad), impera en las relaciones conyugales, en las relaciones comerciales, en las relaciones amistosas y hasta las piadosas. La mentira alivia, la verdad no. La mentira no sólo está considerada como una auténtica necesidad social, sino todo un símbolo de la convivencia. Por otra parte, sin la mentira (y la publicidad es una mentira) no harías negocios. Sin capacidad para mentir, nadie se presentaría a unas elecciones políticas. Usted trabaja en un bufete de abogados: dígame cuántas veces ha necesitado mentir ante los tribunales.
Marta Vives volvió a inclinar la cabeza, pero esta vez con humillación.
—Y vamos con el «no fornicarás» —prosiguió la voz—. Amiga mía, ése es el precepto de las Tablas más vulnerado de todos, e incluso consideramos, en general, que es el más estúpido. En primer lugar, todas las especies vivas fornican… ¿Por qué la humana no? Y es que sin fornicación no hay descendencia. Sin fornicación no se explica la existencia de dos sexos, ni es posible siquiera una relación entre ellos. Y sin la relación entre macho y hembra ni siquiera se llega a entender el mundo. Por no hablar del éxito sentimental e incluso social que lleva implícito.
Añadió con voz opaca:
—Sin sexo no se explican los más profundos sentimientos humanos.
—De modo que las Tablas de la Ley nunca han servido para gran cosa —dijo Marta mordiéndose el labio inferior.
—Digamos que son más sensatas las que habría escrito el diablo, que al final ha impuesto su criterio.
Hubo otro denso silencio en aquella habitación donde Marta Vives ya apenas veía nada.
—No quiero seguir con todos los preceptos —dijo la voz desde el otro lado de la mesa—, porque usted se dormiría, Marta, pero deje que recuerde alguno más, como por ejemplo «No tendrás a más Dios que a mí». La Humanidad ha fabricado tantos dioses que ya no puede ni enumerarlos: el éxito, el trabajo, el dinero, la familia, el mando, incluso la bandera de la Patria. La Humanidad ha fabricado el becerro de oro. Pero lo cierto es que el éxito, el trabajo, el dinero, el mando, la familia y la bandera que defiendes son cuestiones perfectamente legítimas y forman la madera de la que están compuestos los grandes personajes. Yo no veo por ninguna parte el triunfo de las Tablas de la Ley.
Y siguió:
—¿Me permite que le hable de la honra al padre y a la madre? Dígame si la sociedad la tiene hoy en cuenta, aunque reconozco que ese precepto es el que más tarde ha visto la imposición del diablo, el vencedor. Porque antes aún existían los Consejos de Ancianos, la autoridad del paterfamilias y otros signos de respeto. Existía, sobre todo, la familia nuclear, tradicional, que reunía bajo el mismo techo a varias generaciones bajo la autoridad del más viejo. Pero ¿y ahora? El padre y la madre son simples figuras pasadas de moda a las que por supuesto no se honra, sino que en todo caso se utiliza. Y lo peor es que, al final de la vida, esas figuras insignificantes molestan. La organización de la sociedad y la moral aceptada han dispuesto que estarán mejor en residencias especiales, verdaderas antesalas del laboratorio de autopsias, donde al menos dejarán de fastidiar. Y ellos mismos aceptan socialmente esa reclusión y esa muerte prematura porque piensan —o dicen pensar— que así su cuerpo durará más. La prolongación de la vida les interesa más que la vida.
La cara muy blanca se movía al otro lado de la mesa. Era lo único que Marta seguía viendo: la nitidez de su piel, aquella especie de fosforescencia.
La muchacha no quiso contestar.
Y la voz siguió, siempre con aquella calma que parecía estar por encima del tiempo:
—Así que ya ve usted, mujer estudiosa y sensata, quién ganó aquella pugna decisiva y quién gobierna hoy el mundo. Y le estoy hablando de lo más reciente, casi contemporáneo, le estoy hablando de la doctrina cristiana que ha ido formando la mentalidad oficial de Europa. Si echa usted un vistazo al pasado (y no dudo de que lo ha hecho), la situación es más clara aún. Piense en la doctrina de Zoroastro, que se desarrolla unos setecientos años antes de la vida de Cristo y que ya nos habla de dos divinidades que representan el Bien y el Mal, con la particularidad, parecida a la doctrina que nos han enseñado, de que el Bien es el creador del mundo. El Dios del Bien. Y su hermano gemelo se rebeló contra él, y a mi entender ganó la lucha, o al menos no la perdió. Piense que la religión de Zoroastro es la de los magos, y éstos tienen facultades que nadie tiene. Pero imagino, Marta Vives, que la estoy cansando con mis palabras, o que tal vez la estoy llenando de miedo y desesperanza: en ese caso destierre ambas cosas, la desesperanza y el miedo. Piense que el diablo, como todos los vencedores, quiere una paz estable.
Añadió:
—El que no quiere una paz estable es el derrotado, porque para sobrevivir necesita seguir luchando. El vencedor no.
Ella meneó la cabeza con un gesto de incomprensión.
—Me temo que no acabo de entenderle —dijo.
—Pues claro que sí, amiga mía. Creo que se me puede entender. El diablo ya intentó llegar con el Creador a una situación de compromiso que garantizase algo así como la marcha tranquila del mundo. Procuró hacer con el Creador un trato.
—Pero ¿qué trato?…
—Está tan claro que hasta figura en la doctrina cristiana. Ahí recibe el nombre de «las tentaciones del desierto». Nada menos que durante cuarenta días y cuarenta noches el diablo intentó dar al Creador algo a cambio de que se le diera algo también, para que aceptase al menos una especie de convivencia. No puedo saber qué habría surgido de aquello, pero el diablo fracasó. No hubo convivencia ni hubo acuerdo, así que el Creador debió seguir su lucha, imagino que cada vez con menos esperanza, aunque apoyándose en las iglesias y en un sólido cuerpo de creencias. El diablo, por el contrario, no se asienta sobre una base doctrinal que esté fuera y por encima de los humanos. Tengo la sensación de que no la necesita.
La voz terminó con una suposición piadosa:
—Imagino que ha desaparecido su miedo.
—Sí…
—Pero en cambio la he cansado.
—De ningún modo —musito Marta Vives—, no olvide que he estudiado acerca de ello y que hay una tradición familiar antes que yo misma, una tradición que ha creado grandes sufrimientos. Yo provengo de ella.
—Por eso he tenido interés en hablar con usted, ya que he tenido la suerte de encontrarla en esta casa.
—A la cual yo he venido por una razón —dijo ella tratando de serenarse.
—Lo sé. ¿Me permite que le dé el consejo más desinteresado del mundo?
—Démelo.
—No se avergüence de su belleza. No la esconda. Lilith puede ser el diablo femenino, pero ha llegado a ser la representación del feminismo. Y quizá la primera que luchó por él. No esconda lo que es suyo, Marta.
Marta intento reír.
—Ése parece un consejo del diablo —musitó—, que lleva en línea recta al pecado.
También se oyó una leve risita al otro lado de la mesa. La voz susurró:
—Es que tal vez yo represente al Mal.
Y la figura se puso en pie. La semioscuridad impedía casi distinguirla, pero se notaba que no tenía edad. Marta volvía a sentir una especie de miedo, porque lo que ahora tenía delante no era una voz, sino una figura que se movía, una figura que parecía llenar las tinieblas.
Y de repente sólo volvió a existir la voz, la voz que la calmaba porque parecía venir desde el fondo de ella misma, o quizá desde el fondo del tiempo:
—Usted ha venido porque lleva años intentando averiguar algo sobre su pasado, algo sobre su familia, y al final le ha parecido encontrar una pista en las tinieblas de esta casa. Aquí puede yacer un cadáver que no salió nunca de entre estas paredes, alguien que alcanzó un alto grado eclesiástico, aunque nunca mandó en esta diócesis. Perteneció a la familia Masdéu, la misma que, por razones que usted ignora, pagó el nicho de una de sus antepasadas.
A Marta Vives se le contrajo la garganta.
—He venido para eso —murmuró—, para llegar al fondo de lo que no sé.
—Pues yo he dicho que podía ayudarla, y voy a hacerlo. No tiene más que seguirme si quiere abrir la puerta del misterio. De modo que acompáñeme.