La fiesta del patíbulo
Debo confesar que yo, el ayudante del verdugo, terminé como pude mi trabajo porque, aun después de haber visto tantos muertos, me repugnaba aquella lengua que parecía llenarlo todo. Luego Nicomedes Méndez, hombre cuidadoso donde los hubiera, me pasó un paño impregnado en alcohol para que me limpiase las manos. Hizo entonces una seña para que descendiésemos del patíbulo mientras pronunciaba la frase sacramental de todos los obreros de la ciudad apenas amanecía el sábado:
—Y ahora a cobrar.
—¿Es que hay paga extra?
—Pues claro que hay paga extra. Pero ¿tú qué te has creído? ¿Que se ejecuta gente cada día? El sueldo de un verdugo es corto y hay que buscar algún incentivo. Por cada muerto, hay una paga extra de cien pesetas.
En aquellos años, cien pesetas representaban una pequeña fortuna.
De modo que el verdugo y yo quedamos integrados por completo en el sistema capitalista.
Descendimos del patíbulo entre lo que parecía la admiración del público. Era increíble pero la gente… ¡quería tocarnos! Me di cuenta entonces, por si no lo supiera ya, de que siempre ha existido y existirá la ingenuidad del pueblo. Creo que, en aquel momento, el verdugo y yo estábamos a punto de ser aclamados.
Pero había que volver a la cárcel, porque así lo mandaba la ley. Para lavar la conciencia pública, el verdugo, que al fin y al cabo había matado a un ser humano, tenía que sufrir arresto durante toda una noche. Y yo pasaría la noche con él.
Nicomedes Méndez se percató enseguida de que yo estaba impresionado por lo que acababa de hacer. Porque no es lo mismo asistir a una ejecución que participar en ella. Así que pensó que iba a dejarle y me soltó un discurso entusiástico, como si fueran a proclamarnos alcaldes de Barcelona.
—Se acerca a esta ciudad una época de gran gloria, es decir, de riqueza y respeto a la ley. Se habla de que Barcelona va a celebrar nuevas exposiciones, amparar grandes industrias, crecer y convertirse poco menos que en el ombligo del mundo, aunque eso, como es lógico, aumentará el vicio: juego por doquier, prostíbulos internacionales y grandes avenidas por donde desfilarán landos llenos de mujeres descocadas.
Por lo visto, Nicomedes Méndez ya no se acordaba de que veníamos de una ejecución, y lleno de entusiasmo continuó:
—Por supuesto, habrá escándalos bancarios, escándalos tan grandes que tal vez acaben a puñaladas en los consejos de administración. Habrá atracos y crímenes, y por lo tanto grandes delitos y grandes ejecuciones por cada una de las cuales cobraremos dinero. No te conviene abandonarme ahora, amigo Blay, cuando grandes personajes pasarán por el patíbulo. Quién sabe si, con un poco de suerte, ejecutaremos al alcalde.
Eso no llegó a suceder, pero en Barcelona hubo luego tantos muertos que faltó poco.
No sé cómo Nicomedes Méndez logró convencerme, el caso es que me quedé. Quizá influyó el hecho de que me permitía dormir en su casa y en el lejano barrio de La Salud, donde nadie me conocía. La casa del verdugo era agradable y tranquila, y además estaba rodeada de un huerto. Los vecinos eran amables y silenciosos. El barrio era tan apacible que sólo se oía aullar por la noche a los perros.
Nicomedes Méndez no quería ser un verdugo cualquiera: pretendía pasar a la historia presentando en público su nuevo sistema de garrote vil, y nada menos que en el Salón de Inventores de Ginebra. O tal vez de París, no lo recuerdo bien. Pero de ningún modo quería ser un hombre cualquiera.
Además, el muy maldito resultó ser un profeta. Tuvo razón en lo del crecimiento de la ciudad, su riqueza y sus delitos. Después de tantos años de no ser ejecutado nadie, al año siguiente dimos garrote a Aniceto Peinador, un asesino que supo morir con gran dignidad y entereza. Pese a todo, y aunque la ejecución no resultó demasiado macabra, la situación me parecía insoportable. Era la segunda lengua que enrollaba dentro de la boca: el verdugo era un señor, pero yo parecía un carnicero.
Me despedí de Nicomedes Méndez.
Esa retirada a tiempo me salvó de participar en otra ejecución que me habría marcado definitivamente. Me refiero a la de Silvestre Luis, al que se condenó a muerte por el llamado crimen de la calle Parlamento, en el que asesinó, según la sentencia, a su mujer y sus dos hijas. Pero Silvestre Luis siempre proclamó su inocencia.
Lo incomprensible del caso fue que se le condenó sin pruebas y sin testigos, basándose el jurado simplemente en la declaración, del todo ilegal, de su hijo de dos años, que apenas sabía hablar. Era el único superviviente de la masacre, y pronunció la frase: «Papá ta col mama», o sea «Papá corta el cuello de mamá». El jurado decidió que un niño de esa edad no miente.
Menos mal que la ejecución fue rápida.
También Nicomedes Méndez tuvo razón en lo del crecimiento imparable de Barcelona. La ciudad ya había cambiado de forma radical en los años de la Exposición Universal, con el Parque de la Ciudadela (donde antes había imperado la odiosa fortaleza), el Arco de Triunfo y la amplia avenida que lo bordeaba. Pero además surgían espacios llenos de fábricas, como Pueblo Nuevo, cuyo paisaje estaba materialmente tapizado de chimeneas. O el Clot, que también era barrio de obrero sufrido, capataz y sirena al amanecer. Y se extendían al pie de la montaña barrios como el Pueblo Seco, donde antes estuvo prohibido edificar a causa de los cañones de Montjuïc. Mientras tanto, el Barrio Chino era ya el nuevo nombre del Raval, donde la imaginación popular había creído que eran chinos los filipinos refugiados en Barcelona después de la última guerra colonial.
Y me libré también de participar en la ejecución de Santiago Salvador, un anarquista solitario en una ciudad donde los anarquistas se unían para no ser solitarios. Santiago Salvador lanzó desde el último piso del Liceo (el piso de los pobres, desde el que apenas se veía nada pero al que iban los fanáticos de la música) dos bombas a la platea, causando veinte muertos. Y quizá el número habría aumentado en otros veinte si hubiera explotado la segunda bomba, que cayó blandamente sobre la falda de una mujer. Luego Santiago Salvador se fue tranquilamente a pie, porque ninguno de sus vecinos del piso había notado nada.
Más tarde se dio el gusto de asistir al solemne entierro de sus víctimas desde el lugar más alto de la ciudad, el nuevo monumento a Cristóbal Colón. Cuando le vi poco después en la cárcel —pues mis relaciones me seguían permitiendo la entrada en ella— me explicó tranquilamente:
—Perdí una gran ocasión. Fue una lástima.
—¿Una lástima por qué?
—Porque no disponía de otra bomba. Estaban abajo todas las autoridades, toda la aristocracia, los fabricantes, la chusma, y una bomba más me habría permitido acabar con ellos. Habría sido un final magnífico.
Después de haber visto a tantos locos llegué a la conclusión de que Santiago Salvador era uno de ellos, pero eso sí, un loco hecho de una pieza.
Aquellos trágicos sucesos de Barcelona (la ópera Guillermo Tell, representada esa noche en el Liceo, no se volvería a representar allí durante un siglo) no fueron hechos aislados. Barcelona seguía siendo una ciudad revolucionaria y donde todo parecía posible, y yo estaba sin quererlo en el ojo del huracán, puesto que ahora trabajaba de detective privado por cuenta de una agencia inglesa, y la agencia inglesa estaba investigando, por encargo de la ciudad, el caso de las bombas que estaban matando a muchos inocentes, entre ellos las floristas de las Ramblas. Se rumoreaba, se sospechaba de todo el mundo y eran detenidos los anarquistas, como de costumbre, pero yo tenía otro punto de vista.
Yo, el detective sin nombre, había asistido con varios disfraces a las reuniones libertarias del Paralelo y el Raval. Y recordaba a un tipo que, mientras los demás hablaban de libertad, solía hablar de dinero. Aquel tipo… ¿no se llamaba Rull? ¿No era el más joven de aquellas reuniones?
Tenía que seguirlo, aunque para eso hacía falta encontrarlo. Porque Rull desaparecía con frecuencia. Y lo encontré.
Pero en el último sitio del mundo donde habría esperado dar con él.
En el despacho del gobernador civil de Barcelona.