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El encuentro

Marta Vives pasaba muchas veces por allí.

En la que fue la cárcel de las grandes ejecuciones hay ahora una gran plaza que nació en los días revolucionarios de 1936. Por entonces, en la vieja prisión ya no se ejecutaba a nadie, sino que se fusilaba en el castillo de Montjuïc o se aplicaba el garrote vil en un patio de la cárcel Modelo, de tal manera que era ya solamente un lugar donde estaban recluidas las presas femeninas. Era una cárcel de mujeres. Pero para el pueblo, los recuerdos vivían y estaban tan llenos de amargura que se decidió que del edificio no quedara piedra sobre piedra.

Marta Vives, historiadora de las calles, las recorría no sólo con los pies, sino también con la memoria. Casi enfrente de la cárcel estuvo el Circo Olimpia, quizá el mayor de Europa, derribado para construir unas viviendas sin alma y sin gracia donde los niños conocían la vida a través de la televisión, y los matrimonios, con la monotonía del que recorta el cupón, follaban los sábados por la noche. A menos de cien metros había funcionado El Molino, habían estado el Bataclán, el café Sevilla, el teatro Español, el Nuevo, todo un mundo convertido ahora en solares, hoteles para turistas de medio pelo o reductos para inmigrantes. Marta habría sido capaz de escribir la historia de cada sitio, cada escaparate que ya no existía y cada mujer que había puesto allí en venta su última esperanza.

Procuraba hacer todas las gestiones externas del despacho, que eran muchas, para no encerrarse con Marcos Solana. Aún siendo más observadora del ayer que del hoy, se había dado cuenta ya de que le gustaba a Solana y de que éste era desgraciado con su mujer, una mujer que sólo se preocupaba de las tertulias con las amigas, los últimos estrenos, los seriales de televisión y los desfiles de modas. Marcos Solana trabajaba sin descanso y ganaba dinero, pero Marta sabía que, si las cosas seguían así, se arruinaría por completo.

Sabía también que él la admiraba a ella, la mujer culta, silenciosa, que lo sabía todo y era capaz de dar compañía con una sola mirada. Pero no quería provocar el momento, quizá inevitable, en que la soledad los rodease, los pensamientos les hicieran daño y él le acercara los labios a la boca.

Esos pensamientos la turbaban y daban a su rostro una melancolía que los hombres encontraban interesante, como una mirada que acompaña una perversión. También había otros pensamientos más intensos y que llegaban a hacerle daño. Por ejemplo, el fondo secreto de su familia, que estaba sumergido en oscuras historias; Marta Vives sabía que nunca las podría llegar a conocer del todo, porque sólo parecían estar escritas en los cementerios.

Por eso decidió volver sola a la casa de la calle Baja de San Pedro, donde quizá estaba oculto el cadáver de un obispo y donde el padre Olavide le había pedido que no volviera a entrar sola jamás. Puede que en aquel lugar no encontrara nada, como la primera vez, pero la casa la fascinaba.

De modo que una tarde, después de la última gestión, se dirigió hacia ella. Ya conocía la manera de entrar, o por lo menos tenía la primera experiencia, así que se hundió otra vez en aquel mundo de sombras y en la escalera que parecía no llevar a ninguna parte.

Subía temblorosamente, sintiendo el miedo y la emoción del que viola una tumba egipcia. Su razón le decía que no iba a encontrar nada, pero su instinto le hacía buscar en aquel mundo de sombras. Al fin y al cabo, era un mundo ya suyo.

Distinguió los restos de los viejos muebles: la mesa de caoba, las butacas isabelinas, la cama catafalco, los visillos que ya no eran más que el recuerdo de una telaraña.

Vio todo eso.

Y las manchas de humedad en las paredes.

Y la noche que avanzaba como una mano por los patios de atrás.

Vio en un instante todo eso.

Y la cara.

Curiosamente, la cara no le inspiró ningún miedo. Debía haberlo sentido, pero tuvo la extraña sensación de que aquella cara vivía, de que siempre estuvo allí y formaba parte de la casa. Marta se llevó instintivamente la mano a la boca, aunque no lanzó ningún grito.

Le parecía no ver el cuerpo. Sólo la cara. Y se dio cuenta entonces, entre el silencio, de que era la cara de un hombre sin edad. Su rostro era muy blanco, sus labios muy finos. Nada en aquel hombre llamaba poderosamente la atención: sólo sus ojos, unos ojos grandes e inmóviles en los que parecía descansar el fondo del tiempo, la llama de la vida eterna.

Recordó el encuentro con el padre Olavide.

Al parecer, aquella casa nunca estaba tan sola como ella había creído.

La muchacha apenas encontró fuerzas para barbotar:

—¿Quién es usted?…

El cuerpo del hombre estaba hundido en las sombras y parecía formar parte de ellas, pero los ojos de Marta se estaban habituando a la penumbra y se fijó en que el desconocido era de talla normal, hombros más bien anchos, fuertes, con una esbeltez que incluso ocultaba una cierta elegancia decadente.

Marta repitió la pregunta, en vista del silencio.

—¿Quién es usted?

—No se asuste.

—No me he asustado.

—Digamos —concretó él en voz muy baja— que soy un investigador.

—¿De dónde?

—Pertenezco a un grupo de investigación clásica de la Universidad de Atenas.

—Me extraña que esté aquí, porque esto no tiene nada que ver con el mundo clásico. ¿Cómo sé que es verdad?

El hombre le habló entonces en griego clásico, antiguo, que Marta entendía perfectamente. Sintió una especie de vergüenza al pensar que un conocimiento tan intenso nunca le serviría para ganarse la vida.

—Puede llamarme Temple —dijo la voz—, y no le extrañe que esté aquí: Barcelona perteneció durante muchos siglos al mundo clásico, sobre todo al latino. Grecia y Roma eran las fuentes de la sabiduría.

Marta Vives se asustó ahora; no era miedo a que aquel hombre la atacase, era el miedo del que no comprende nada. De pronto le parecía como si el tiempo no tuviera sentido, como si no hubiera existido jamás.

Farfulló:

—¿Qué investiga en esta casa?

—Lo mismo que usted, supongo: su pasado. Las viejas casas, como ésta, están llenas de secretos y de recuerdos de los muertos. Hasta yo diría que están llenas de ojos que nos miran. Pero no me haga caso. Si le digo todo esto es porque adivino que usted y yo, en el fondo, pensamos lo mismo, y que por eso estamos aquí.

El hombre se acercó más y salió definitivamente de las sombras: en efecto, parecía no tener edad. Su piel era muy blanca, sus manos muy finas, y lo único que asustaba —volvió a pensar Marta— eran sus ojos.

—Reconozco que he entrado aquí clandestinamente —susurró ella—; será mejor que me vaya.

Temple, si es que se llamaba Temple, sonrió.

Tenía una sonrisa que quería ser cordial, pero que de pronto era tan inquietante como sus ojos.

—¿Por qué se ha de ir? Aquí no molesta a nadie, y tampoco comete ninguna ilegalidad. Esta casa es del ayuntamiento, creo, pero no la utiliza, de modo que me parece razonable entrar en ella para investigar. Por cierto, me ha parecido que entendía perfectamente cuando yo le hablaba en griego clásico.

—Claro que le he entendido, porque he estudiado lenguas muertas. Supongo que en esta ciudad debe de haber muchos muertos de hambre que le habrían entendido igualmente.

—Yo tengo facilidad para los idiomas —dijo Temple—, pero no es ningún mérito: es como si alguien me dictara lo que debo leer o decir. Bien… celebro haberla encontrado, porque uno de mis males es la soledad. Voy de un lado a otro de la ciudad, recuerdo las cosas y no se las puedo contar a nadie. Conozco muchas verdades que me gustaría explicar a los historiadores, pero me temo que no acabarían de creerme. Por eso no le contaré a usted nada, aunque me alegre su compañía. Usted es historiadora, supongo.

—Sí, y hasta escribo libros que no termino nunca. Soy una simple aficionada que nunca podrá vivir de eso.

—¿Pues en qué trabaja?

—Ahora soy pasante de un abogado, porque también he estudiado Derecho. Ya ve: soy como una enciclopedia de saldo, una enciclopedia inútil. Pero al menos es un empleo fijo y en el que me siento bien.

—¿Qué abogado? ¿Cuál es su jefe?

—Se llama Marcos Solana, y es especialista en herencias. Me parece que conoce a todas las viejas familias de la ciudad. Yo también las he estudiado, y por eso le soy útil.

—Conozco a Solana.

—¿De verdad? No le he visto a usted nunca por el despacho.

—Se sorprendería de la cantidad de gente a la que conozco, aunque no me relacione demasiado con ella. Por cierto, no me ha dicho usted su nombre.

—Marta Vives.

—Hay muchas viejas familias con ese apellido —susurró Temple—, y por tanto hay muchas historias.

Se alejó un poco de la ventana, con lo que volvía a entrar en el reino de las sombras. Marta observó que, al andar, no se oían sus pasos. Tampoco parecía necesitar la luz, y se movía como por instinto, pero todo eso —y el hecho de haberlo encontrado inesperadamente allí— siguió sin asustar a Marta.

—Hace bien —dijo Temple como si adivinara sus sentimientos—. Las viejas casas abandonadas tienden a asustar a la gente porque están llenas de historias desconocidas, pero el miedo desaparece cuando esas historias se conocen un poco. ¿Puedo preguntarle si esta casa tiene alguna relación con su familia?

—Aún no lo sé.

—Supongo que por eso está aquí: para saberlo. ¿Quién le dio la primera pista?

—Un joyero llamado Masdéu. Mejor dicho, es un diseñador de joyas.

—También lo conozco.

—¿Usted conoce a todo el mundo?

—Sólo a los miembros de algunas viejas familias… No es un gran mérito, créame. En Barcelona, a lo largo de los siglos, ha vivido mucha gente, pero sin dejar huella. Perdón… Realmente no es eso lo que creo. Todas las personas, por insignificantes que sean, dejan una huella. Para mí, Barcelona está llena de gentes que aún viven. Está llena de fantasmas.

—Es curioso que me diga eso.

—¿Por qué?

—A veces pienso lo mismo —confesó Marta.

Y pareció aliviada. De pronto, se sentía bien allí. Tenía la sensación de que, junto a aquel hombre, nada malo le podía pasar en la casa. Y que tal vez, incluso podría descubrir sus secretos.

—Quizá yo sea capaz de ayudarle —musitó él—. Pero para eso necesito que me diga qué busca.

—Un cadáver —contestó ella asombrándose de su propia sinceridad—. Reconozco que suena absurdo, pero busco un cadáver. Uno de los Masdéu era un religioso que murió y cuyo cuerpo no llegó a salir nunca de esta casa.

Temple la miró de soslayo.

Sus ojos estaban tranquilos y fríos.

—Puedo ayudarla —susurró con voz helada—. Yo sé dónde está el cadáver de ese religioso.

Marta sintió que sus piernas vacilaban un instante. Abrió la boca con asombro.

—¿Y por qué lo sabe? —balbució.

—Porque yo lo maté —dijo el hombre con la misma voz helada.