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El verdugo de Barcelona

Como es natural, tuve que dejar El Brusi, donde había adquirido una cierta notoriedad, y me hundí en otro mundo que hasta entonces no había sido el mío. La necesidad me obligaba. Incluso pensé en cambiar de ciudad, marcharme a otro lugar grande y donde nadie me conociese, por ejemplo Madrid, pero Barcelona era mi ciudad y me sentía ligado a ella por la fuerza de mis propios secretos. Aunque mi rostro me delataba, decidí que cambiando por completo de ambiente pasaría desapercibido y nadie me buscaría. Y, por lo tanto, de la calle Fernando, donde había alternado con los burgueses, me fui a vivir a la Brecha de San Pablo, donde alterné con los parias.

En realidad, bastaba con cruzar las Ramblas y hundirse en las calles del Raval, que yo conocía tan bien, ya que la distancia física entre uno y otro mundo resultaba mínima; pero con aquel cambio parecía haberme ido a vivir a otro planeta.

El Ensanche iba creciendo para albergar a todos los barceloneses que hasta entonces habían vivido al pie de las murallas. Si en 1818, después de las «guerras del francés», Barcelona tenía sólo 83 000 habitantes, en 1821, debido a la paz y la riqueza, eran ya 140 000, y 187 000 en 1850. El perímetro amurallado de 1719, tras la ocupación por Felipe V, era de 6051 metros, y tenía que dar albergue a 860 habitantes por hectárea, es decir, cada persona disponía sólo de 11,44 metros, la cuarta parte de lo necesario para una vida relativamente digna. El índice de mortalidad era superior al de París y hasta al del miserable Londres de la época, y la esperanza de vida de los barceloneses quedaba establecida en treinta y seis años para un rico y veintitrés para un jornalero.

Cuando pienso en esto, aún me parece que no puede ser verdad. Pero yo lo he vivido.

La densidad humana, que alcanzaba los límites de las peores ciudades asiáticas, estaba marcada no sólo por el escaso perímetro de Barcelona, sino por su utilización. Dentro del recinto amurallado había cuarenta conventos, veintisiete iglesias y otros tantos edificios públicos, once hospitales y casas de beneficencia y siete cuarteles. Puesto que no quedaba ya ni un mínimo espacio para edificar más viviendas, la ciudad se las ingenió para seguir construyendo sobre el vacío. Cuando ya se habían ocupado los patios y los jardines de las casas, cuando las habitaciones ya no podían ser más exiguas, se comenzaron a hacer arcos en las calles para edificar encima. Algunas calles barcelonesas se convirtieron en túneles.

Por eso no es extraño que, cambiando sencillamente de barrio, me introdujese en un mundo distinto donde nadie me reconocería. Además, allí no se necesitaba ninguna documentación: cualquier nombre, cualquier apodo, valía.

Mi refugio fue, por el momento, el Bar del Centro.

El Bar del Centro fue, en palabras de un historiador, «el último reducto de la bohemia barcelonesa triste y amarga». Estaba situado, curiosamente, cerca del lugar del que yo huía, pero insisto en que era otro mundo. Un río de pobreza, de misterio, de recelo y de peligro separaba las dos ciudades.

El local estaba en la Rambla del Centro número doce, entre las calles Unión y San Pablo, casi al lado de la portería por la que los artistas llegaban al escenario del Liceo. Quizá por eso, todo el recinto emanaba un aroma rabiosamente literario y despreocupado; imagino que por ese motivo nadie se preocupaba del confort.

Las mesas y sillas de madera estaban cojas; los mármoles y espejos, gloriosamente sucios; las botellas de los anaqueles, cargadas de polvo. Detrás del mostrador había una trastienda de reducidas dimensiones donde estaba la mesa de juego. A la mesa, sobre la que circulaban pequeñas fortunas, la llamaban «la pastera».

Su dueño se llamaba Esteve.

Las mujeres le volvían loco.

A mí no.

Pero llegamos a hacernos amigos.

Yo conocía muy bien el barrio, que en realidad había sido mi reino. Pero desde los tiempos de «la carassa» había cambiado mucho.

No sé si para bien.

Seguía siendo un lugar de hacinamiento donde las normas de Cerda y su Ensanche no se aplicarían jamás. Los bares miserables, las habitaciones como celdas y los prostíbulos baratos abundaban, como en los lejanos tiempos de mi madre. Con los años, hubo alguno que anunció las especialidades que allí se practicaban. Uno se llamaba «La mamada».

Con la industrialización y el proletariado proliferaron los lugares de piojo veterano, colchoneta podrida y ratas de buena familia vacunadas contra las mordeduras de los hombres. No parecía haber esperanza allí, en el lugar al que después de tantos años había vuelto.

Algunas cosas habían cambiado a peor en la época de mi regreso. Por ejemplo estaba la cárcel, que entonces me parecía eterna, pero que vi destruir en 1936 por los revolucionarios barceloneses. Junto a la Brecha de San Pablo, en el Patio de los Cordeleros, se reunía la miseria más acreditada de Europa.

La enorme cárcel parecía taponar las calles. Siempre acababas encontrándote con ella.

Yo había visto muchas ejecuciones públicas, entre ellas la de mi propia madre, pero allí, junto al Patio de los Cordeleros, se vivieron las últimas. El lugar adquirió por ello una fama entre fascinante y siniestra. La gente acudía desde todos los rincones de la ciudad cuando, de tarde en tarde, actuaba el verdugo. Era el centro de la muerte.

Los padres llevaban allí a sus hijos para que aprendieran lo que es la vida, y a más de un niño le vi recibir una bofetada ante el cadalso, para que no olvidara nunca adonde lleva el crimen. Algunas personas sensibles se desmayaban, pero otras sufrían una especie de frenesí erótico y entraban en una forma de éxtasis. Pese a lo temprano de la hora, las casas de mujeres que estaban por allí cerca se llenaban de clientes.

En aquel lugar que luego Barcelona olvidaría, y donde ahora hay una plaza desnuda (cerca de la cual hubo unos baños públicos y un baile barato de donde las chicas ya salían embarazadas de seis meses), se habían desarrollado escenas horribles. Alguien, en los cafetuchos de la zona, hablaba de una ejecución pública y múltiple a causa de un crimen cometido en Vilafranca del Panadés. Varios campesinos, entre ellos una mujer, mataron a un cura para robarle. Los hombres condenados a muerte fueron trasladados a Barcelona, al Patio de los Cordeleros, de donde salieron hacia el cercano patíbulo para morir serenamente. Pero la mujer, una analfabeta aterrorizada y gorda, fue arrastrada materialmente hasta el garrote mientras aullaba: «¡No me matéis! ¡No me matéis!». Y aulló, decían los testigos, hasta el último momento. A veces, de las bocas de los reos —aseguraban los expertos— saltaba sangre. Luego la gente se iba a desayunar, las tabernas se llenaban, la luz oblicua del nuevo día resbalaba por las calles y se metía en los ojos de las mujeres como si fuera uno de sus secretos.

Era un lugar cargado de eternidad, que además coincidía con la línea de las últimas murallas; no hay ni que decir que era un paraje que me repelía y que al mismo tiempo amaba. Más allá de la cárcel estaban las calles proletarias, las casas de pisos con un solo retrete en la escalera, los talleres donde los obreros se ahogaban y los cafés donde se incubaban desde años atrás todas las revoluciones de Barcelona. De vez en cuando, en esas calles penetraba la caballería, los vecinos tiroteaban a la tropa desde los tejados, un par de cañones tronaban en las esquinas y al día siguiente eran retirados los cadáveres de los obreros y unas cuantas mujeres sin edad se vestían de negro.

Pero aquél, como siglos antes, era también lugar de juerga, es decir, de lágrimas secretas ahogadas por una carcajada. Seguían estando allí las barracas de feria, los tenderetes de libros viejos, los cafés danzantes y los pisos donde se alquilaban habitaciones a parejas. En las aceras palpitaba una vida sincera, caliente y viscosa. La actividad sexual más barata de Barcelona también había instalado allí su mundo de sueños y miasmas. La única novedad en relación con los viejos tiempos eran los bares donde los anarquistas soñaban en la revolución y preparaban sus atentados. En uno de esos bares, muy cerca de donde yo vivía, los libertarios coleccionaban bombas. Curiosamente, el bar se llamaba La Tranquilidad.

Yo casi no necesitaba dinero para vivir: apenas comía, aunque de vez en cuando los vagabundos que dormían en la calle me proporcionaban involuntariamente mi indispensable ración de sangre. Sin embargo, sufría otras limitaciones que marcaban mi existencia: no podía vivir en la promiscuidad, no podía resistir de lleno la luz, no admitía la brutalidad de la ignorancia. Por eso, ya que había decidido ocultarme en aquel barrio durante varios años, necesitaba encontrar algo distinto. Y lo encontré el día que conocí a Nicomedes Méndez.

Nicomedes Méndez era el verdugo de Barcelona.

Como todos los verdugos, tenía una fama siniestra. Además, había perfeccionado el garrote vil.

Pero Méndez, como si deseara vivir lejos del ambiente y que no lo conociera nadie, habitaba lejos de allí, en el hermoso barrio de La Salud, entonces formado por huertecitos y casas aisladas cuyos dueños criaban conejos y hablaban, no de sus mujeres, sino del instinto cazador de sus perros. Llegar hasta la Brecha de Sant Pau, donde yo vivía, significaba para el verdugo atravesar toda la ciudad, pero entre sus obligaciones figuraba visitar la cárcel, sobre todo si tenía que echar un vistazo a un condenado a muerte. «Matar es más difícil de lo que parece —decía—. Es un arte.»

Cuando hacía sus rondas de trabajo, nadie se fijaba en él. El verdugo de Barcelona era pequeño, de apariencia frágil, y cuando acudía a un café era un cliente amable y con aspecto de pequeño rentista. De hecho, nadie se fijaba en él ni lo reconocía, porque en las ejecuciones llevaba sombrero y además se le veía de lejos.

Yo estaba de noche en un café de la Ronda hablando de viejas ejecuciones que había visto, algunas de ellas tan delicadas como ir arrancando los miembros del condenado con unas tenazas. Entonces el verdugo se acercó y pidió permiso para sentarse. Parecía hechizado por lo que acababa de oír. Nicomedes Méndez me miraba a los ojos y bebía materialmente de mis palabras.

Adivinó que había algo especial en mi manera de contar aquellos horrores.

—Parece como si usted hubiera visto todo eso —dijo de pronto.

—Claro que no —exclamé dándome cuenta de que había cometido un error—, comprenderá que por mi edad es imposible que lo haya vivido.

—Claro, claro… Usted no puede tener más allá de cuarenta años… Pero habla con tal realismo que parece un testigo directo.

—No me haga caso. Son historias que uno ha leído; porque, eso sí, soy un ratón de biblioteca que acumula la experiencia de muchos hombres.

—Pues oriénteme, porque yo no recuerdo que haya libros sobre el tema, al menos en esta ciudad.

—Tal vez yo tenga algo en alguna edición antigua. ¿Le interesa el tema?

—En cierto modo sí, aunque sólo por motivos… profesionales. Yo intento hacer bien mi trabajo, aunque la gente no lo imagina. Oiga, ¿usted a qué se dedica?

—De momento a nada. Me quedan unos pocos ahorros y con ellos voy viviendo.

—¿Busca empleo?

—No se qué decirle… Me interesaría trabajar, pero preferiblemente de noche.

Sus ojos brillaron extrañamente. Nunca los olvidaré. Puso sobre mis manos una de las suyas, que quería ser afable, aunque me pareció fría y sarmentosa, y sin dejar de mirarme a los ojos me preguntó directamente:

—Yo soy el verdugo de Barcelona. ¿Quiere ayudarme a ejecutar a un hombre?

Miré con asombro a Nicomedes Méndez. Me di cuenta, por si no lo hubiera advertido ya antes, de que era un hombre de apariencia frágil y modales suaves, bien educado, pero con una gran fuerza en sus manos y un extraño fulgor en los ojos. Me sentía incómodo ante él, a pesar de mi experiencia de la muerte, una experiencia que era muy superior a la suya, muy superior a la de cualquier otro ser vivo. Pero al mismo tiempo había en aquel hombre algo que me atraía de una forma irresistible, que casi me fascinaba.

El verdugo susurró:

—No me gusta llamar la atención ni que la gente me reconozca, y por eso apenas rondo por los cafés. También entro en la cárcel de la forma más discreta posible, porque la presencia del verdugo siempre es conocida y sume en horror a los condenados a muerte. Ni siquiera a los funcionarios les gusta verme. Pero es mi deber, y lo cumplo escrupulosamente, evitando cualquier sufrimiento inútil.

—Lo sé —murmuré—. Yo trabajaba antes en un… Bueno, quiero decir que tengo muchos amigos en los periódicos, y ellos me hablaban del verdugo de Barcelona.

—Otra cosa que debo decirle, para que aprecie el trabajo que le ofrezco, es que soy el hombre que mejor vive de España.

—¿No bromea?

—Por supuesto que no. La ayudantía que le estoy ofreciendo es una ganga, y mi empleo fijo es ganga y media. En Francia al verdugo se le llama «el ejecutor de las altas obras» como muestra de respeto. Cobro todos los meses y no tengo absolutamente ningún trabajo que hacer. Tengo que ir a la cárcel de vez en cuando, porque mi espíritu profesional me exige echar un vistazo a los condenados al patíbulo. Cada hombre, según la medida de su cuello, pide una muerte distinta, una muerte a medida por decirlo así, y mi obligación de funcionario es dársela… He ideado un nuevo sistema de argolla que hace el garrote mucho más eficaz, rápido y confortable.

¿Confortable?

—Sí, ya le explicaré. Todo esto viene de que soy un verdugo que se preocupa por los demás y hace que la muerte en el garrote dure sólo lo justo: no crea que lo consigue todo el mundo, porque si colocas mal la argolla asfixias al reo poco a poco. Ha habido fallos inenarrables en los patíbulos de Barcelona.

Y dándome un golpecito afable añadió:

—Mire: todos los condenados a los que hasta hoy he tomado medidas a ojo han sido indultados en el último minuto, de modo que, a pesar de mi siniestra fama, todavía no he matado a un solo reo. Estamos en 1892, y en Barcelona no se ha ejecutado a nadie desde 1875. Así que ya ve: paz y tranquilidad para el espíritu. Yo antes tenía un ayudante, ya que la ejecución no puede hacerla un hombre solo con la necesaria rapidez, pero murió de una apoplejía porque estaba demasiado gordo.

—Y ahora… —susurré— necesita usted otro.

—Sí —me contestó el verdugo—, porque parece que después de tanto descanso se aproxima una gran época llena de normalidad ciudadana. Hay en marcha varios procesos que ya, ya… Habrá trabajo en el patíbulo, y necesito a una persona que no se arrugue en los momentos decisivos, porque hay mucha responsabilidad. Le confesaré que hay algo en usted que me ha llamado la atención y que resumiré en una frase sin sentido: me parece como si usted estuviera más allá de la muerte. No puedo decirle si es el color de su piel, tan blanco, o la luz inquietante de sus ojos. Aunque yo diría que es su sonrisa… No se ofenda, amigo, pero tiene usted algo que hiela la sangre.

No me ofendí.

Sabía que la gente notaba eso.

—Tendremos que hacer unos pequeños trámites para el empleo —dijo Nicomedes Méndez—, porque en gran parte depende del ministerio de Gracia y Justicia. En primer lugar, ¿cómo se llama?

—Blay —dije pronunciando el primer nombre que se me ocurrió en ese instante.

—¿Tiene papeles?

—Me temo que no. Ya sabe usted que la gente que se reúne en estos cafés no da importancia a los papeles.

—Es verdad: sólo los ricos se sacan la cédula personal, por la que hay que pagar dinero. En fin, que en el fondo viene a ser como un impuesto… Pero no se preocupe. Yo soy algo así como «un funcionario distinguido» y puedo responder por usted si hace falta. Supongo que le interesará saber a quién tenemos que ejecutar, porque la sentencia ya está confirmada.

—Imagino que a Isidro Mompart —contesté—. Leo los periódicos y oigo lo que la gente dice en los cafés.

—Efectivamente —musitó el verdugo con los ojos cerrados—. A ése no van a indultarlo, de modo que lo tendré que matar. Acaba de cumplir veintidós años, pero tiene mal instinto, muy mal instinto, nunca se redimirá. La gente lo piensa: muerto el peligroso, muerto el peligro. Ya debe de saber lo que hizo Mompart.

Asentí.

—Violó y mató a una mujer indefensa —aclaró el verdugo, aunque no me hacía falta oírlo otra vez—, lo cual, por sí sólo, ya le hace digno de conocer el garrote vil. Pero a Mompart no se le ha condenado sólo por eso: se le ha condenado también porque entró a robar en una fábrica cerca de la carretera de Mataró, y de paso asesinó a una criatura de cinco años y a una muchachita que hacía de criada. Ya desde el principio del proceso lo vi claro: se le aisló y se escribieron en la puerta de su celda la fatídicas letras PFM, que significan «Petición Fiscal Muerte». Mompart pasea solo por el patio y tiene prohibido hablar con nadie. En uno de sus paseos le eché un vistazo, digamos que por instinto profesional.

—Es usted un enamorado de su oficio —dije sin ningún ánimo de elogio.

—No, enamorado no, sólo trato de hacerlo bien. Un hombre puede ser ejecutado, pero no necesariamente maltratado. ¿Le he dicho ya que he inventado un sistema para que el garrote sea más rápido?

—Sí que me lo ha dicho, pero quizá yo no conozca el método.

—Pues es muy sencillo. El garrote consta de un poste vertical algo grueso, porque tiene que soportar mucha presión, y una silla, una silla cualquiera que a veces se trae de la barbería de la cárcel. O a veces de la propia capilla, lo que a mí me parece un recochineo. A ese poste se ajusta por detrás el «aparato», exactamente a la altura de las vértebras cervicales del condenado: pocas bromas, porque la disposición de esas vértebras, amigo mío, es muy importante. ¿Y en qué consiste el «aparato»? ¿Eh? ¿En qué consiste? —Nicomedes Méndez alzó un dedo, como el profesor que da una lección—. Pues la base es una argolla delantera que se cierra en torno al cuello del aspirante a difunto. Esa argolla va fijada a unas guías que tiran de ella hacia atrás, haciendo que se comprima el cuello. ¿Y cómo tiran hacia atrás? Pues por medio de un tornillo sin fin, de manejo muy rápido, que está detrás del poste, o sea que el reo no lo ve. Y el verdugo lo hace funcionar dando vueltas a una gran rueda, porque si la rueda fuese pequeña el suplicio no se terminaría nunca. Pero ¿por qué estoy hablando de dar vueltas en plural? En realidad basta con menos de una, mi distinguido amigo, o a veces basta con un simple cuarto de vuelta, según el arte del verdugo. Lo que pasa es que hay verdugos que no tienen arte.

Fingí asombrarme.

Yo había visto demasiados verdugos sin arte.

—No me diga —musité.

—Sí lo digo: no tienen arte. Porque la argolla aprieta el cuello del condenado contra el poste que tiene detrás. ¿Y qué pasa? Pues que lo ahoga. Valiente manera de morir. ¿Para eso se tuvo que inventar algo que fuera mejor que la horca? No, amigo mío. Por ello he ideado una pieza posterior que va unida al aparato y que debe encajar bien en la nuca del reo, de forma que la argolla empuja el cuello no contra el poste, sino contra la pieza, que en un santiamén se encarga de romper las vértebras. El dolor que se siente debe de ser cuestión de décimas de segundo, digo yo. Pero algo de vida queda, algo de vida queda.

Me estremecí.

Oí.

—¿Cómo lo sabe?…

—Porque el corazón sigue latiendo un rato. Me lo han dicho los médicos, que son los que tienen que certificar la muerte. Y también me han hablado de verdugos sin amor al oficio que han tardado casi media hora en matar a un hombre. Hace falta ser un hijo de la gran puta.

Hablábamos en voz baja, sin llamar la atención de nadie, viendo a través de los cristales empañados la vida que pasaba por las callejas, la vida que eternamente se iba. Aunque yo no sabía qué es eso de irse la vida. Yo sólo sabía lo que es el irse de los hombres y mujeres que había conocido. Los soldados volvían al cuartel de Atarazanas arrastrando los pies, los trileros se dirigían al mercado de la pulga, las parejas proletarias llegaban abrazadas hasta el puerto, jurándose una felicidad de ocho duros al mes. También había maricas desesperados que a esa hora se dirigían a un par de locales de la calle de San Pablo, esperando que alguien descubriese que tenían corazón de mujer solitaria. Aquella parte de Barcelona era un grito, una canción, una lágrima, era la gran mentira donde yacen las verdades de la calle. Yo sabía ahora que siempre amaría la calle, que necesitaba su oropel de trapo, su virtud vendida cada noche y su carcajada de difuntos.

Me sorprendía que durante un tiempo yo sólo hubiese frecuentado el Ensanche que crecía, sin necesidad de más, convirtiéndome en el redactor de un diario respetable y en defensor de los intereses de la parte alta de la ciudad. Quizá fue la necesidad de volver a las viejas calles lo que me había impulsado, más que el espíritu de defensa.

Comprendí que, puesto que necesitaba un trabajo, el que me estaba ofreciendo Nicomedes Méndez significaba la entrada en un mundo fascinante, aunque fuese un mundo de sombras.

—¿Seguro que me necesita? —pregunté—. ¿Seguro que habrá ejecución?

—Pues claro que sí. Ya hace tiempo que a Mompart lo condenaron en la calle de San Honorato, en la Audiencia, y es seguro que el rey rechazará el último recurso.

—¿Dónde estará instalado el patíbulo?

—Junto al Patio de los Cordeleros, naturalmente. Es un sitio céntrico, bien custodiado y con excelentes condiciones sanitarias. No siempre esta ciudad ha dispuesto de sitios así, tan bien preparados para un trabajo decente. Antiguamente muchas ejecuciones tenían lugar en… en…

—En la Plaza del Rey —le interrumpí—. La cárcel ocupaba parte del antiguo palacio.

Nicomedes Méndez me miró con suspicacia.

—Eso no lo sabe cualquiera —murmuró—. Nadie lee. Y los recuerdos de la gente no llegan a tanto.

—Me… me lo contaron.

—Ha llegado a ejecutarse gente en el Llano de la Boquería.

Mis ojos se nublaron un momento.

Musité:

—También me lo han contado.

—La ley tiene que ser inflexible —murmuró el verdugo con auténtico orgullo profesional—. Igualmente se había ejecutado en la Cruz Cubierta, aunque eso lo sabe aún menos gente. Yo sé el nombre del último que fue ejecutado allí.

—Yo también. Se llamaba José Escola —dije velozmente.

—Coño… ¿Y sabes qué apodo tenía?

—El «Sang i Fetge».

La admiración de Nicomedes Méndez se le leía en la cara.

Seguro que nunca se había encontrado con un tipo como yo. Casi extasiado, me pasó la mano por la espalda.

—Tú vas a ser el mejor ayudante que podía soñar —dijo—, y yo soy el único hombre que puede llevarte en línea recta hasta el nido de ratas de la cárcel. Quiero que esta misma noche conozcas al condenado a muerte.

Y añadió:

—Yo sé que antes de la ejecución el reo es visitado por un médico. Me han contado que el último que vio al verdugo le tendió la mano y le saludó diciendo:

—¿Qué tal, colega?…

Fue así, de la mano de Nicomedes Méndez, como penetré de soslayo en los entresijos de la muerte. Lo primero que noté es que, ante la inminencia de una ejecución, la gente tenía unos deseos enormes de conocer al verdugo de Barcelona. ¿Qué cara tendría? ¿Su aspecto seguiría siendo el de un ser humano? Pero nadie conocía de verdad a Nicomedes Méndez, excepto el funcionario del Tesoro Público que le pagaba su sueldo. Esa curiosidad popular fue la razón de que un periódico, El Noticiero Universal, deseando satisfacer a sus lectores, publicara un dibujo con su cara. Pero el dibujante se equivocó. Fue un error impagable que ha quedado para siempre en los recuerdos de la prensa. En lugar de la cara del verdugo hizo aparecer… ¡la del famoso novelista Narcís Oller!… que además acababa de ganar los Juegos Florales de la ciudad. Las maldiciones de Oller y sus invocaciones al Dios Todopoderoso, señor de los Ejércitos, llenaron durante semanas los cafés, las mesas familiares, las casas de préstamos y los bancos de una ciudad tan ilustre como Barcelona.

Pero debo insistir en que Nicomedes Méndez me permitía meterme en los entresijos de la muerte. Vi a través de la mirilla de la celda (el verdugo nunca se exhibía ante el condenado) la cara de Isidro Mompart, que reflejaba tres cosas: estupidez, esperanza y miedo. Mompart no creía en nada excepto en su propia vida y en su propio cuerpo, donde terminaban todas las dimensiones, de modo que quería vivir como fuese y todo el tiempo que fuese. Pero me impresionaron las palabras del verdugo:

—Tiene el cuello fuerte. Habrá que engrasar bien el tornillo, pero aun así hará falta una vuelta completa de rueda.

Yo ayudé al verdugo en aquella ejecución, y por lo tanto conozco perfectamente los detalles. Mompart fue el primer condenado al que anunciaron con tiempo su ejecución: unas doce horas. En otros casos se había dado al reo (quizá por humanidad) menos tiempo para pensar en su fin, pero a Mompart se le añadía ese sufrimiento. De todos modos tengo que decir que le consolaron y no lo dejaron solo ni un momento.

Los Hermanos de la Paz y la Caridad acompañaban al reo en sus últimas horas, trataban de complacer sus pequeños deseos y, si hacía falta, llamaban al notario para que el condenado testase, si es que tenía para dejar algo más que sus cenizas. Pero hasta en esta última caridad, la sociedad estaba cargada de detalles miserables: había periodistas que pagaban para infiltrarse en los Hermanos y así poder narrar en directo las últimas horas del reo. ¿O quizá, al fin y al cabo, trataban de cumplir bien con su deber? No lo sé. Lo que sí puedo decir es que a Isidro Mompart lo rodearon, lo atosigaron y no le dejaron pensar ni un instante. También le dieron una última cena bastante costosa, acompañada de café, licores, tabaco y otras sustancias que, a la larga, son tan malas para la salud. En la celda no había más que una mesa y una silla y el reo permaneció sentado, como ausente, y pensando que en cualquier momento iba a llegar el indulto.

En efecto, desde Telégrafos estuvieron llamando a Madrid toda la noche. Primero cada treinta minutos, luego cada cuarto de hora y al final cada cinco minutos. El mensaje contenía una sola pregunta: «¿Hay indulto?».

No lo hubo, como había adivinado el fino instinto de Nicomedes Méndez. Cuando entraron los jueces, el forense, los funcionarios de guardia y el defensor, que reglamentariamente debía asistir para confirmar la identidad del reo, Mompart se desmayó. Tuvimos que arrastrarle al patíbulo después de vestirlo con unas ropas grotescas, como de payaso, con las que se escarnecían los últimos restos de su dignidad. Y así llegó ante el patíbulo, mientras en la plaza sólo se escuchaba el acechar expectante de la multitud y el roce de los pies de Mompart al ser arrastrados por los peldaños. Nada más. Ni el rumor de un soplo de aire. Aquel silencio era espectral y agobiante.

Y de pronto el clamor.

Los insultos que parecían llegar desde todos los rincones de la urbe:

—¡Toma, desgraciado!

—¡Así aprenderás, hijo de puta!

El aire se había llenado de gritos, de insultos, de clamores de muerte.

Fui yo, el inmortal, quien sujetó al condenado al poste mientras Nicomedes Méndez ajustaba sabiamente la argolla. Fui yo quien puso sobre la cara del sentenciado el paño negro, para que no se viera su última y horrorosa mueca. El verdugo no dijo una palabra sobre la ceremonia, que duró menos de un minuto. Tal como había dicho, él mataría a un hombre, pero no lo torturaría más de lo estrictamente necesario.

Nicomedes Méndez dio una vuelta completa a la rueda, justo como había previsto al ver al reo, y lo hizo con precisión de relojero. Oí un estertor, parecido al de un globo que se vacía, y enseguida el crujido de los huesos. El cuello debió de quedar reducido al tamaño de una moneda: el último estertor del reo hizo temblar el paño sobre su cara, pero el público no pudo notarlo.

Todo el cuerpo de Mompart pareció querer salir despedido hacia adelante. Sus manos se abrieron y cerraron espasmódicamente dos veces.

Menos de cinco segundos.

Me di cuenta de que el verdugo, pese a ser novato, no se había equivocado en nada.

Hasta yo lo había hecho bien.

Pero me faltaba lo más desagradable. El verdugo, en el fondo, era un señor. Yo no era más que un vil ayudante, y por eso me tocaba hacerlo.

Me ordenó secamente:

—Ahora enróllale la lengua.