Lo siento por el muerto
El cadáver estaba en la Morgue, y ni siquiera lo habían cubierto con una sábana. La forense, que curiosamente era una mujer joven y guapa, llena de vida, lo miró con atención. Había señales en aquel cuerpo que no entendía de ninguna manera, aunque pensaba entenderlas después de la autopsia.
El padre del muerto estaba también ante los restos, pero sostenido por dos enfermeros. No se tenía en pie. No sólo era un anciano: la visión del cadáver lo había hundido por completo; ni siquiera se fiaba ya de sus recuerdos, de sus palabras o su mente que, de pronto, se había cubierto de niebla. Por eso había venido con su abogado, por si le hacían alguna pregunta.
El abogado era Marcos Solana.
Con los ojos entrecerrados, éste recordaba la noche en que allí mismo veló el cuerpo de Guillermito Clavé, un cuerpo en el que no parecía quedar ni una gota de sangre. Pero ahora, a pesar del poco tiempo transcurrido, todo le parecía distinto. En el Clínico se estaban haciendo obras, cada vez quedaban menos rincones de piedra sombría y habían desaparecido las viejas fotos de las paredes, las fotos de los médicos muertos.
Fue la joven forense la que murmuró:
—No entiendo lo de las marcas en la piel, que a la fuerza han de tener algún significado. Parecen un ritual. Perdone, pero ¿usted sabía si su hijo llevaba en vida esa especie de tatuajes? ¿O si los había dibujado por algún motivo?
—No son tatuajes —contestó Solana en lugar de su cliente—, y seguro que esas marcas han sido causadas después de la muerte.
La joven forense le miró con una expresión helada.
—He preguntado al padre.
—Perdone —musitó Solana.
—No —dijo el anciano antes de derrumbarse—, mi hijo no tenía en el cuerpo ninguna marca.
Y eso fue lo que recordó Marcos Solana en su despacho, ante las ventanas desde las que se divisaba la parte vieja de la ciudad. Eso fue lo que le hizo preguntar a Marta Vives:
—Marta, ¿tú crees en la eternidad?
—La eternidad puede estar en las bibliotecas —dijo— porque siempre habrá alguien que las consulte y rescate un nombre del olvido. Pero las bibliotecas no serán eternas, y los hombres tampoco. En cambio, quizá la eternidad esté en nuestros genes: los trasladamos de una generación a otra y forman la entraña de nuestra vida. Sí, quizá los genes sean la eternidad: si un día los seres humanos desaparecemos, de nuestros genes saldrá algo nuevo, pero seguirán viviendo.
—Sin memoria del pasado…
—Sin memoria del pasado —contestó Marta.
—Quizá por eso la eternidad la basamos en Dios, que tiene memoria. ¿Tú crees en Dios, Marta?
—Si no hubiera nada más allá, toda la riqueza de la vida me parecería grotesca. Ésa puede ser una razón.
—¿Y en el diablo? ¿Crees en el diablo?
Por el lado del mar, la ciudad se iba oscureciendo. Se aproximaba una tormenta de levante que pronto haría brillar las cercanas torres de la catedral, llenaría de reflejos la Vía Layetana y haría que en las calles estrechas sólo se escuchara el ruido de las gotas.
Marta Vives no se sorprendió ante la pregunta.
Parecía como si llevara pensando en ella mucho tiempo.
—En los libros santos se habla mucho de Dios, pero no se aclara quién es —murmuró—, y aún menos quién es el diablo, el cual aparece citado muy marginalmente y con personalidades distintas. La Biblia no dice que el diablo se rebelara contra Dios: sólo dice que lo tentó. Si se dice que Dios está en todas partes, el diablo también tendría que estarlo, pero no llego a discernir más allá. Lo que sí creo, curiosamente, es que el diablo es más humano que Dios.
Y a continuación musitó:
—¿Por qué lo preguntas?
—Uno de mis clientes ha perdido a su hijo. Lo han asesinado, lo cual sitúa el hecho en quince líneas de los periódicos; en las grandes ciudades hay asesinatos casi cada día. Pero en esta ocasión había unas marcas extrañas sobre el cadáver: todo hacía pensar en un ritual.
—¿Diabólico?…
—Eso es lo que me pregunto, aunque también me pregunto por qué llamamos diabólico a todo lo que es extraño. Quizá es que necesitamos personificar el mal. Si ahora estuviese aquí el padre Olavide se lo preguntaría.
—Él no presume nunca, pero es doctor por varias universidades —elogió Marta.
—Porque ha vivido en muchos lugares. Pero después de lo que he visto hoy, no sé qué pensar: lo que estaba marcado a punzón en el cadáver eran cifras. Se trataba de algo así como una cábala. Me cuesta creer que en este siglo del progreso y el materialismo constantes existan todavía creencias que vienen del fondo del tiempo. O quizá sea lógico, después de todo: cuanto más avanzan la técnica y el materialismo, más nos damos cuenta de que hay algo que hemos dejado atrás sin comprenderlo. De que hemos dejado atrás cosas que no hemos visto, pero que nos marcan. Es decir, que existe el fondo del tiempo.
Captó en los ojos de ella un brillo de inteligencia; Marta se interesaba por aquello, pero no sólo por aquello: también por la arqueología, el urbanismo, la historia, el derecho… Marta Vives —pensó amargamente el abogado— no era como su mujer, que sólo se interesaba por el dinero, el lujo y los programas del Liceo. A su lado, Marcos Solana se daba cuenta de que su existencia había sido absolutamente inútil, de que sólo se basaba en un Debe y un Haber, pero en cambio, junto a Marta, le parecía que la vida volvía a tener sentido.
No sólo por las piernas de Marta. Por sus labios, por el cuerpo flexible y duro que ocultaba bajo los vestidos baratos.
En Marta amaba la curiosidad por la vida, el ansia de comprenderlo todo, aquella especie de plenitud que él sabía ver hasta en un parpadeo de sus ojos.
Pero intentó apartar de él esos pensamientos. Jamás daría motivo para que ella, una simple pasante, creyera que él trataba de abusar de su poder.