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La ciudad del dinero

Toda sociedad bien organizada está basada en la aceptación del crimen como parte de sí misma. En las dictaduras mucho más que en las sociedades libres, aunque ninguna de ellas está exenta. Unas veces el crimen yace en la corrupción. Otras, en la falta de libertad. Otras, en la mentira. Otras, en la sangre.

El hombre al que conocí en la cima de Montjuïc, antes de llegar a la estructura del castillo cargado de muertes y leyendas, era simplemente un visionario. Se llamaba Ildefons Cerda y quería cambiar Barcelona.

No era muy corpulento, y en cualquier otro lugar podía haber parecido incluso insignificante; pero allí, gesticulando, hablando con entusiasmo de la ciudad que tenía a sus pies, llegaba a parecerme un gigante.

—Le hablo así porque necesito ayuda —me dijo—, y usted puede dármela. Algo me dice que usted es sabio y conoce muchas cosas que los demás ignoran. Además, trabaja en el diario más antiguo del continente.

En efecto, yo era entonces redactor —y redactor acreditado— del Diario de Barcelona, que era el más antiguo de los que se publicaban en la Europa continental. Más antiguo que él lo era solamente The Times, pero The Times se publicaba en las Islas Británicas.

—Todos los que han mandado en Barcelona la han considerado básicamente una plaza militar esencial —dijo Cerda mientras caminaba nerviosamente ante mí por el camino de tierra—, y de ahí sus grandes murallas. Sus grandes y triples murallas que se han perpetuado a lo largo de los siglos. Puede usted darse cuenta de que esa gran llanura que se extiende desde Canaletas hasta la villa de Gracia tiene algo en común: en ella está prohibido edificar para que ninguna fuerza invasora encuentre refugio o pueda ocultarse mientras planta sus cañones o avanza. Es decir, toda la gran llanura ha de quedar limpia y sometida al fuego de los defensores. Ninguna autoridad parece haber comprendido que Barcelona es una gran ciudad comercial y cultural, y por lo tanto algo más que una simple plaza fuerte. Esas gentes no ven que, con las murallas, Barcelona está condenada a morir. Encerrada en ellas, se pudre una gran masa de obreros que no tiene aire, ni limpieza, ni siquiera agua potable, y ya no digamos espacio para moverse. ¿Y sabe usted, señor periodista —me preguntó aquella especie de apóstol— cuántos de esos obreros tienen trabajo todo el año? La estadística me dice que un diez por ciento de los obreros especializados son buscados por los patronos, mientras que el otro noventa por ciento sólo consigue trabajo entre seis y ocho meses al año. ¿No es suficiente ese sufrimiento? ¿Hay que aumentarlo con unas viviendas y unas calles que todavía son de la Edad Media?

—Claro que no —dije mientras tomaba notas apresuradamente.

—Usted es uno de los redactores más influyentes de El Brusi —añadió Cerda— y, por tanto, lo que escribe sienta cátedra. Le ruego que no me considere un iluminado.

—Nunca lo haría —dije en parte por cortesía y en parte porque Cerda era un ingeniero de renombre. Aunque muchos lo consideraban simplemente un iluminado, como él decía.

A continuación, sus manos se abrieron hacia el aire, como si quisiera abarcar con ellas toda la llanura.

—Una gran serie de cuadrículas se extenderá desde el principio de las Ramblas hasta la mismísima villa independiente de Gracia. Las manzanas de casas tendrán todas las mismas dimensiones, pero no se parecerán del todo, porque estarán edificadas sólo por dos lados, muchas en forma de «L», y el interior de esas manzanas consistirá en jardines y espacios libres. Además, la parte edificada de una manzana se enfrentará a la parte libre de otra, lo que en la mayoría de los casos permitirá la vista directa sobre un jardín o un bosque. Y le diré algo más: esas manzanas no acabaran en ángulo recto, sino formando un chaflán, lo que aumentará la belleza y la visibilidad. La visibilidad será de la mayor importancia, porque así los vehículos particulares a vapor que circulen por las calles serán advertidos en los cruces y no se producirán accidentes.

Lo de los vehículos particulares a vapor era algo que no acababa de entender nadie, y menos cuando Cerda decía que cada familia tendría el suyo.

Ildefons Cerda continuó, sin importarle demasiado lo que yo pudiera estar pensando:

—Las calles serán anchas y permitirán la circulación de esos vehículos que, de momento, veo propulsados a vapor, y que se estacionarán ante las viviendas donde sus dueños habiten. Dígame usted, amigo mío: ¿quién va a renunciar a ese adelanto? ¿Qué ciudad quiere usted más perfecta que la que le estoy describiendo?

—Pero señor Cerda —me permití oponerle—, ¿qué sucederá cuando todos los vecinos tengan vehículos de ésos que usted dice? Nadie sabrá dónde dejarlos. No cabrán delante de las casas.

El apóstol me miró casi indignado.

—¿Qué suposición es ésa? —barbotó—. Yo tengo fama de visionario, pero usted me supera. Sepa usted que, con mi proyecto, la ciudad será inmensa y sus calles amplísimas, de modo que los vehículos jamás las llenarán. Piense usted que en cada cuadrícula sólo la mitad se aprovechará para pisos habitables, así que la congestión de que me habla no se producirá nunca.

Y volvió a señalar el enorme espacio que tenía ante sí, como planchado ante las faldas de Montjuïc. Era imposible que aquello se llenase de vehículos, siguiendo su idea de edificar sólo una parte de cada manzana.

Me rogó por fin:

—Por favor, no olvide escribirlo tal como se lo he contado, porque comprendo que no es tan fácil. Y, sobre todo, explíqueselo a su director. Verá cómo queda convencido.

—Ese tal Ildefons Cerda está loco —dijo el señor Rovira i Trias, penetrando como un caballo desbocado en la hasta entonces silenciosa redacción de El Brusi—. Oigan bien esto, señores informadores, ciudadanos bienpensantes que aman su ciudad. El señor Ildefons Cerda, cuyo plan viene patrocinado por Madrid en contra de los legítimos deseos de Barcelona, ha dicho nada menos:

Y citó.

«Tal vez no se encontraría un solo hombre urbano que no quisiera ver la locomotora funcionando por el interior de la urbe, por todas las calles, por enfrente de su casa, para tenerla enteramente a su disposición.»

El señor Rovira i Trias añadió:

—Ustedes, señores redactores del Diario de Barcelona, conocen Barcelona. E imaginen lo que el señor Cerda ha concebido. Impulsado por la idea de que cada vecino tendrá el vehículo a su disposición, ha imaginado una calle, la de Aragón, nada menos que con cincuenta metros de anchura, para que por allí puedan circular a la vez todos esos vehículos… ¡Cincuenta metros! Y eso no lo decidimos en Barcelona, todo eso nos va a venir impuesto desde Madrid.

Los redactores habíamos dejado de trabajar para escuchar atentamente al patricio. El señor Rovira, junto con el señor Molina, había sido premiado en el concurso convocado por el Ayuntamiento para elegir el mejor proyecto del Ensanche, concurso abierto al público a partir del 27 de octubre de 1859. Pero el premio, al parecer, no servía de nada. Madrid quería imponer el proyecto de Cerda, con el que yo había hablado no mucho antes en la montaña de Montjuïc.

Grandes sectores de la población lo consideraban una injusticia y un atentado contra los sentimientos barceloneses, aunque yo sabía que en el fondo había algo más. Los propietarios del suelo del futuro Ensanche veían perjudicados sus intereses.

¡Edificar sólo un cincuenta por ciento de sus solares y despreciar la otra mitad!…

—Hay que explicar bien todo esto —ordenó el redactor jefe—. Hemos dado cabida a otras opiniones, y por lo tanto también hay que dar cabida a ésta.

Todos los redactores trabajábamos en una mesa muy larga, juntos casi codo con codo. La mesa estaba iluminada por dos lámparas, y normalmente sólo se oía en la redacción, aquel templo de la verdad, el sonido de nuestras toses y el roce de nuestras plumillas, ya que jamás se habían oído nuestras voces pidiendo una paga mejor. Pero esa noche, con la entrada del señor Rovira, los redactores se habían alborotado, y existían serias razones para pensar que aquél era el principio de la descomposición social que amenazaba a la ciudad. Incluso uno de ellos, el señor Pedemonte, quien jamás movía la cabeza (entre otras cosas porque habría podido cornear a alguien), se atrevió a decir:

—Serias razones administrativas han torcido la voluntad de nuestros ediles, señor Rovira, y han violentado la que en otro tiempo fue sagrada voz del pueblo. El Ayuntamiento opina, con razón, que todo el terreno que se extiende más allá de las murallas, y fundamentalmente las zonas que llevan al camino de Gracia y la Riera de Malla, corresponden a Barcelona, y no a la jurisdicción militar. ¿Y quién mejor que el Ayuntamiento de Barcelona para trazar los planes de un Ensanche que ha de ser asombro de forasteros?

—Por eso se ha convocado un concurso de proyectos —exclamó el señor Rovira— en el que modestamente hemos sido premiados el señor Molina y yo.

Otro redactor llamado Recolons, cuyo nombre había de ser escrito con muchísimo cuidado, dijo:

—Es que aquí se ha cometido un error histórico que sin duda los siglos futuros se encargarán de vengar. El señor Pedemonte, a quien tanto aprecio, ha dado en la diana. Los militares creen que la zona donde se ha de alzar el Ensanche es suya, y han trasferido su dominio al Ministerio de Fomento, evidentemente centralista, que ha aceptado el proyecto del señor Cerda, ingeniero de Caminos. O sea que lo que los catalanes deseamos será realizado por un madrileño, aunque en este caso también sea catalán. Con todas nuestras fuerzas hemos de oponernos a ese proyecto que nos margina.

Y como conclusión proclamó:

—En fin, que debemos oponernos a la espada y al carajo centralistas.

Oídos aquellos brillantes discursos, el redactor jefe se dirigió a mí:

—Escriba todo esto, para que el pueblo lo sepa y pueda opinar.

—¿Puedo escribir también lo de la espada centralista?

—Sí, aunque mire, lo del carajo centralista no lo ponga.

—No, señor.

Empecé a escribir, pero el señor Recolons quiso dar nuevas muestras de su elocuencia:

—Señores, ¿y qué decir de los problemas médicos que sin duda originará el plan del señor Cerda? Sí, amigos míos, he dicho «problemas médicos» y nunca mejor empleada la expresión. En el Ensanche, el señor Cerda, ingeniero de Caminos, no ha proyectado calles, sino carreteras. Unas rectas larguísimas se cruzarán con otras rectas larguísimas, lo cual originará vientos huracanados que, cual en un túnel, se prolongarán a lo largo sin obstáculo ni límite. No hallando obstáculo de ningún tipo, los vientos barrerán en su camino transeúntes, toldos y carruajes. Incluso los vehículos funerarios besarán el polvo. Yo afirmo, caballeros, que con ese plan, Barcelona va a quedar a merced de los elementos.

Entusiasmado por el parlamento, el señor Pedemonte fue a abrazar al señor Recolons, pero éste supo apartarse a tiempo para no ser víctima de una cornada. Y en aquel momento entró el administrador, que también era accionista del diario y además dueño de grandes terrenos en el camino a Gracia, y gritó:

—El señor Cerda, puesto que los terrenos no son suyos, propone nada menos que construir sólo la mitad de cada manzana, dejando la otra mitad para el esparcimiento de las masas. Como si no supiéramos ya que, en esta ciudad, los esparcimientos de las masas suelen acabar en reuniones obreras, en intentos de sabotaje y hasta en embarazos que nadie había previsto. De todo ello está claro que no se obtiene ningún beneficio público.

Hizo una pausa dramática y, en su calidad de propietario, añadió:

—En cambio, si las manzanas fueran edificadas por los cuatro costados, o sea en su totalidad, se obtendrían cuatro beneficios. Primero, el propietario de los bienes raíces obtendría una ganancia doble, es decir, mucho más razonable. Segundo, hallarían acomodo muchas más familias y habría muchos más alquileres. Tercero, los albañiles tendrían exactamente el doble de trabajo y sueldos. Y por último, qué voy a decirles de las plantas bajas de las susodichas manzanas. El señor Cerda, habituado al despilfarro madrileño, propone que el cincuenta por ciento del suelo sea público, ignorando que, edificada toda la manzana, en las plantas bajas podrían instalarse con comodidad los almacenes textiles, los despachos al mayor y al detall, los comercios de indianas y los talleres que producirán al capital un beneficio razonable. Y digo más, señores: bajo las casas podría pensarse en construir subterráneos donde guardar los vehículos movidos con vapor, alcohol y otras sustancias inclasificables. Y esas zonas subterráneas podrían ser vendidas al público por los mismos propietarios. Porque vamos a ver: ¿a santo de qué los vehículos privados van a invadir las calles? ¿No son las calles del municipio? Y por lo tanto el municipio, en legítima defensa, ¿no tendría derecho a cobrar una tasa por estacionamiento y circulación?

El señor Pedemonte, entusiasmado, comprendiendo que aquello era el futuro, movía varías veces la cabeza en cariñosa embestida, aunque por suerte no pilló a nadie descuidado. Y el redactor jefe volvió a ordenarme:

—Escriba.

Debo añadir algunos detalles más, puesto que yo lo vi y lo viví todo.

En primer lugar, se había acabado el señor Ponte, banquero, a pesar de que más adelante me convendría resucitarlo. Ahora yo era el señor Temple, de nacionalidad británica y doctorado en Oxford, aunque mi documentación la había robado de un inglés auténtico ahogado en la playa y cuyo cadáver había aparecido irreconocible una semana más tarde. El señor Temple estaba separado, y su ex mujer jamás se interesó por él.

En segundo lugar, tuve motivos para saber que el primer edificio que se construyó en el Ensanche fue la Casa Gisbert, en la esquina de Puerta del Ángel con la destartalada plaza de Cataluña, plaza que, por cierto, no estaba prevista en el plan Cerda. La primera piedra de esa casa la puso Isabel II en otoño de 1860, cuando visitaba la ciudad: con ese real gesto, el Ensanche quedaba inaugurado. Poco después se alzaba la Casa Estruch, al otro lado de la plaza, como segundo edificio de la ampliación de la ciudad.

Aunque los años me permitieron conocer otras versiones: por ejemplo, que el primer edificio del Ensanche, fuera de las murallas, fue el de la Ronda de San Pedro número tres, el cual, con su hermosa fachada de piedra, sobrevivió hasta los años cuarenta del siglo XX. Curiosamente, la primicia de las edificaciones la tiene el propio Cerda, como director de la empresa Fomento del Ensanche de Barcelona. En el cruce de las calles Roger de Llúria y Consejo de Ciento se creó una llamada «Plaza Cerda», que no tuvo continuidad. En cambio, sí que tuvieron continuidad las plazas de los señores Trias y Molina.

Barcelona no suele ser una ciudad agradecida, aunque los ayuntamientos lo niegan.

Pero antes hubo un enigma que yo no expliqué a nadie.

Antes hubo quien se dio cuenta de algo, pese a que yo tomaba todas las precauciones: se dio cuenta de que yo no cambiaba nunca de aspecto ni de edad aparente. De que me había movido por la ciudad con diversos nombres. Y de que llevaba una vida nocturna incontrolable, relacionada a veces con personas que habían desaparecido.

Eso dio motivos para pensar que yo me movía en zonas tenebrosas.

Y era cierto.

Alguien que sabía todo eso me coaccionó. Alguien me dijo que podía someterme a investigación, y que de ella saldrían algunas cosas que ni esa misma persona entendía. En Barcelona —dijo— había demasiadas sombras flotando en las cloacas.

Y yo formaba parte de ellas.

Para que nadie se metiese en mi vida, yo tenía que hacer sólo dos cosas. La primera, proporcionar documentos falsos a un profesional que vendría a la ciudad a cometer un asesinato. La segunda, ocultarle en mi casa durante menos de una semana, hasta que saliera del país. Era posible que la opinión pública se conmocionase con el entierro de la víctima, pero duraría poco. Al fin y al cabo, la víctima no era tan importante.

La persona que debía morir era un ingeniero de Caminos llamado Ildefons Cerda.

La ciudad —me dijeron con cierta solemnidad— necesitaba su eliminación porque las fuerzas del capital estaban indignadas con él. En primer lugar, si se aceptaba su plan en lugar del de los señores Molina y Trias, los terrenos que llevaban a Gracia valdrían mucho, y los que llevaban a poniente muy poco. Y aquí había ya grandes intereses de que hablar. Pero aun dando por sentado que se aceptaría el plan Cerda, ¿qué significaba eso de edificar sólo la mitad de las manzanas? En esta ciudad —me dijo mi interlocutor, se puede jugar con todo e incluso con el patriotismo, pero con el valor de los terrenos no se juega.

En resumen, que si el señor Cerda moría, se acababan todos los problemas.

Los años me enseñarían más tarde —quizá no mucho más tarde— que hay crímenes que no se resuelven jamás. Aún no se sabe quién estaba detrás del asesinato del general Prim, quién estaba tras los cartuchos de dinamita puestos en la escopeta de caza de Franco, quién respiraba en el complot contra Kennedy. Todo eso me lo enseñarían los años, en efecto, pero hay verdades que no necesitas que te enseñen. Éste era un crimen político y nada más, un crimen político movido sencillamente por el dinero.

Mi interlocutor era un intermediario que iba a ganar una fortuna con aquella muerte: no me dijo quién estaba detrás, naturalmente, pero resultaba muy fácil adivinarlo. Estaban detrás los grandes propietarios, los explotadores de terrenos, los que cambian la faz de las ciudades con un talonario y una sonrisa.

No me quedó más remedio que aceptar, y no sólo porque la coacción era importante. No me quedó más remedio porque no hablaba con un intermediario, sino con una intermediaria, y las mujeres, cuando amenazan, son mucho más peligrosas y sutiles que los hombres.

Además, era la querida de un banquero.

Se llamaba Serena.

Era la más bonita de todas las mantenidas de la ciudad, la más lista, la más ambiciosa. Para hacerse respetar, mantenía en su casa de la calle Canuda una tertulia literaria. Conocía el castellano, el catalán y el francés: lo mismo recordaba unos viejos versos de Francois Villon que unas frases de Rabelais, una cita de Ramón Llull que unas palabras del Arcipreste de Hita. Todo esto sabía acompañarlo con unos escotes profundísimos y unas piernas admirables que ella se preocupaba siempre de insinuar, pese a la longitud de su falda.

Las mantenidas suelen ser siempre más listas que los tipos que las mantienen.

Supe que ella ganaría muchísimo dinero por su trabajo, que era sólo el de asegurar el paso del asesino, y que además guardaba la fortuna que se le había de pagar al autor del crimen. El único que no ganaba nada era yo.

Bueno, guardaba mi paz y evitaba que El Otro me descubriese. Hacía muchos años que no lo veía. Sin duda estaba en el extranjero, pero seguía existiendo, seguía existiendo. El Otro era el único capaz de acabar conmigo.

De modo que acepté.

Mas pasaron muchos meses y el asesino no llegó. Serena no volvió a hablar conmigo, quizá porque era cada vez más influyente y más rica. Pero los dos compartíamos un secreto que podía destruirnos, así que fui a verla.

Pese a mi trabajo como redactor en el Diario de Barcelona, yo ignoraba aún muchas cosas sobre aquella mujer, y las ignoraba porque el auténtico dinero es discreto, es un valor que no necesita palabras. Sólo sabía que Serena había roto con el banquero, su protector, y que ahora no era querida de nadie. Seguía dando fiestas en sus salones, pero los negocios los manejaba ella sola.

¿Con qué dinero?

¿Y qué iba a ser de mí y del trabajo que me había encargado? ¿Cómo iba a quedar en suspenso lo que los dos sabíamos?

Se lo pregunté.

Y obtuve una carcajada.

—No se preocupe —contestó—, no era una broma.

—Pues entonces ¿qué?…

—No sé exactamente quién es usted, pero me inspira un cierto miedo. Las mujeres siempre sentimos algo de miedo ante los hombres a los que no podemos conquistar. Siempre que usted sea un hombre, claro…

Me estremecí.

Era mucho más lista de lo que parecía.

—Olvide que un día vine a verle —dijo Serena con una nueva sonrisa— y, sobre todo, olvide nuestra conversación. Ya ve que Cerda sigue viviendo, y le aseguro que no va a correr peligro. Todo lo que le dije ya no tiene la menor importancia.

—Pues entonces la tenía —susurré.

—Claro que la tenía. El plan de ese advenedizo iba a ser aceptado y representaba un auténtico peligro para los intereses de la ciudad.

—Los intereses de algunos propietarios —concreté.

—Oh, claro que sí… ¿Y es que hay algo más legítimo que los intereses? ¿Qué es más legítimo? ¿Las banderas? Muchos propietarios se asustaron porque si el plan de Cerda se respetaba, sus solares valdrían mucho menos de lo que ellos pensaban. Y usted ya imaginará que algunos, pensando en las nuevas edificaciones, ya habían pedido créditos.

—Llevo demasiados años conociendo los negocios —musité—. Sí… Tal vez demasiados años.

—Entonces comprenderá que un grupo de personas se asustara —concretó—, entre ellas el distinguido caballero que me compartía con su mujer. Por cierto, no puede usted ni imaginar lo aburrido que era en la cama y la fantasía que tenía que poner yo para que algo valiese la pena. Fui yo la que le dije que eliminaría el problema, dando para ello los pasos que hiciesen falta, dejando a salvo su buen nombre. Yo me ocuparía de todo, pero eso significaba poner en mis manos una bonita suma. O tres bonitas sumas: la que le iba a pagar a usted (aunque no pensaba pagarle nada), la que ganaría por mi trabajo de intermediaria y la que debería entregar al asesino. Por cierto, al no hablarle en tanto tiempo, pensé que usted se habría dado cuenta de una cosa.

—¿De cuál?

—El asesino no existía.

Pese a mi experiencia, me quedé sin respiración. Era la primera vez que me daba lecciones una mujer.

—Pero entonces… —susurré.

—Entonces, entonces… En el fondo es muy sencillo, y me sorprende que no lo haya comprendido antes. Amigo mío, quizá haya que soportar muchos hombres encima para comprender lo que vale el dinero, y yo he soportado a algunos. No me cabía ninguna duda de que el dinero se impondría sobre el plan de Cerda y al final los solares serían edificados intensivamente. Como así ha sido. Y el pesado que lo financia todo ha salido ganando, pero nunca le he devuelto las cantidades que me entregó. Con ellas he hecho inversiones.

—¿Dónde?

—En la promotora para el Ensanche que tiene el propio señor Cerda —dijo.

Y me regaló otra encantadora sonrisa.

—Lo mejor de esta ciudad, amigo mío —añadió—, es que aquí, para hacer negocios, no hace falta matar a nadie.