Las casas que no existen
A Marta Vives le daban miedo las casas viejas, a pesar de ser una arqueóloga; le daban miedo los patios sin luz, las rejas carcomidas, las ventanas que no encajaban y batían con el aire. Le daban miedo sobre todo las camas, en las que siempre había muerto alguien. Marta era de las que pensaban que, de algún modo, los muertos permanecen en las casas.
Estuvo a punto de gritar: lo que se movía al fondo de la casa abandonada parecía un muerto.
Pero se avergonzó de sí misma. Llevaba ya demasiados años viendo tumbas.
Sus firmes piernas dieron un paso de costado, buscando una zona de luz. Relativa luz en aquel mundo que ya no existía. Y pudo ver que la sombra, que de pronto se había movido y ahora avanzaba hacia ella, era la de un hombre vivo. Un hombre alto, delgado, y además vestido con corrección.
No podía tener ningún miedo de él. Era un sacerdote.
Y además conocido.
—Padre Olavide… —susurró.
El hombre que tantas veces estuvo en el despacho de Marcos Solana, su amigo y colaborador, quizá el sacerdote más culto de la ciudad, avanzó hacia ella tendiéndole la mano.
—Tengo la sensación de que la he asustado, Marta —dijo él con una sonrisa.
—Padre Olavide, no entiendo cómo está usted aquí. Es verdad que me ha asustado. Soy una idiota.
—Tampoco yo acabo de entender por qué está usted aquí, Marta.
Y se sentó frente a ella. En el que durante años debió de ser el salón de la casa, escenario de viejas recepciones, aún quedaban unas destartaladas butacas isabelinas, dos lámparas de gas destrozadas y los restos de una mesa de caoba. Pero allí no había gas ni modo alguno de alumbrarse, sólo la luz del exterior, que ya apenas existía, aunque las ventanas del otro lado del patio enviaban una leve claridad. Existía vida al otro lado del patio de la casa muerta.
Por educación, Marta había apagado su linterna; no quería que Olavide tuviera la sensación de estar sometido a un interrogatorio. Y además era mejor así, porque desde las casas del lado opuesto se podría ver el foco de la linterna y levantar sospechas.
Marta susurró:
—Creo que lo mío es un acto ilegal.
—No lo entiendo.
—Reconozco que es vergonzoso para una mujer que trabaja en uno de los mejores bufetes de abogados de la ciudad.
—Si usted quiere, no le pregunto más —dijo Olavide cortésmente.
Sus ropas de sacerdote se hundían en la oscuridad; sólo su rostro muy blanco destacaba en aquella especie de niebla.
—Al contrario, padre Olavide, puede usted preguntar lo que quiera.
—Pues dígame por qué ha venido aquí, si no le molesta.
—No pretendo hacer daño a nadie, y eso me disculpa en cierto modo; sólo intento seguir una investigación de la que mi jefe no sabe nada, y que es algo puramente privado. Ya sabe que yo soy una mujer rara.
—¿En qué sentido?
—He estudiado arqueología, historia, heráldica y otras disciplinas dudosamente útiles. Ya sabe que conozco a todas las antiguas familias de esta ciudad.
—Que cada vez está más mezclada. La antigüedad ya no existe o ya no tiene importancia.
Y el padre Olavide sonrió mientras añadía:
—Yo estudio lo mismo que usted, Marta, así que no puedo criticarla. En el Colegio de Roma he dado clases sobre estirpes que se remontan a los primeros apóstoles, lo cual significa, supongo, que he dicho muchas mentiras. Pero lo que usted sabe, en cambio, es verdad, y a su jefe le resulta muy útil; para un abogado aún existen las viejas familias por la sencilla razón de que existen las viejas herencias.
Marta Vives trató de sonreír.
—Supongo que el jefe me aguanta por eso.
—¿Y qué buscaba usted en esta casa, si es que buscaba algo? Pertenece al municipio, aunque me temo que el municipio no hará nunca lo que el último testador quería.
—Precisamente he entrado aquí sin permiso para buscar indicios sobre el último testador.
—¿Sabe quién era?
—Un sacerdote llamado Masdéu.
—Un sacerdote relativamente rico, como muchos de la época. Por eso pretendía que esto fuera una biblioteca pública.
—¿Sabe usted eso?
—Pues claro, querida amiga. Los libros de propiedades del Ayuntamiento no son secretos. Los protocolos notariales tampoco. Un viejo profesor como yo tiene que saber, al menos, unas cuantas cosas sobre su ciudad.
—Bien… —Marta reconocía que el padre Olavide era de los pocos que le podían dar lecciones—. Una antepasada mía murió sin que se registrara su defunción, pero en cambio he averiguado el lugar donde estuvo enterrada. Digo «estuvo» porque ya no lo está: hace muchos años sacaron sus restos del cementerio de Pueblo Nuevo. Mi antepasada murió en circunstancias muy extrañas… y como si estuviese marcada por el diablo. No sé cómo decirlo.
—Lo ha dicho muy bien, aunque me temo que eso no es todo.
—No, no es todo. Mientras hacía las investigaciones supe algo más extraño todavía: los Masdéu estuvieron pagando su nicho, aunque la época de desorden de la guerra hizo, supongo yo, que dejaran de pagarlo. Eso significó que desaparecieran los restos.
—Ésa era una situación muy frecuente —dijo el padre Olavide clavando sus ojos en Marta—. ¿Y qué más?
—No entiendo por qué durante años hicieron ese gasto. No debían ni conocerse.
—¿Y eso le interesa?
—Sí, porque ya le he dicho que mi antepasada murió en circunstancias extrañas, y como si estuviera marcada por el diablo. Y no sólo ella: en mi familia remota se han dado casos que no podré explicarme jamás.
Y añadió con un hilo de voz:
—Perdone, me parece que estoy haciendo el ridículo al hablarle de esto.
—Nadie hace el ridículo cuando habla de temas que le asustan. Porque supongo que usted, Marta, está asustada.
Ella dijo francamente:
—Sí.
—En ese caso no debe avergonzarse de contar las cosas con toda franqueza. Pero no entiendo por qué ha entrado usted aquí. En primer lugar, ¿cómo lo ha hecho?
—Con una ganzúa.
—Extraño modo de comportarse la pasante de un abogado. Pero no se preocupe: yo he oído en confesión revelaciones mucho más asombrosas. ¿Y dice que busca indicios sobre el último habitante de la casa? ¿Por qué?
Marta se mordió el labio inferior.
—Vuelvo a pensar que todo esto es ridículo. Imaginaba que hallaría algún indicio sobre la muerte de mi antepasada.
—Se nota que es usted historiadora.
—Se nota que tengo muchas dudas. Y miedo.
—Bueno… Una cosa son las dudas y otra es el miedo. No debe tener miedo jamás; lo que es natural, como el diablo, no debería darle miedo.
La muchacha vaciló.
—¿El diablo es algo natural? —preguntó con una voz que no parecía la suya.
—Pues claro que sí: se lo digo yo, que durante años he enseñado Patrología en el Colegio de Roma. El diablo es uno de los elementos naturales de la Biblia, si bien con diversos nombres y con características que mueven a la duda. El demonio es uno de los personajes más confusos de la religión, pero sin duda tiene presencia en ella. Debería usted ver su figura como algo muy habitual.
Marta Vives confesó:
—No acabo de entender la idea.
—Porque tal vez esa idea merezca una explicación más larga. Pero contésteme antes a una pregunta: tengo la sensación de que esta casa la asusta, de que estaba asustada antes de verme aquí, junto a la ventana. ¿Por qué?
—Me dijo un historiador que el cadáver del sacerdote aún no había salido de la casa.
La voz de Marta sonó temblorosa al susurrar esas palabras.
A veces, tenía la sensación de ser todavía una niña con los miedos que llegan desde el pasillo, con los crujidos de las maderas y la luz que entra por los resquicios de las puertas. Todo aquello era ridículo —pensaba—, pero sabía que, de no haber encontrado al padre Olavide allí, se habría puesto a chillar.
Al otro lado del patio nacieron de pronto unas luces más intensas. Las sombras que había más allá de la ventana cobraron vida… Algo tembló en el aire y en las cornisas se organizaron matrimonios de gatos.
El padre Olavide susurró:
—¿Eso significa que murió aquí y nadie lo supo?
—No lo sé. Aquel historiador me dijo que no constaba su entierro en ninguna parte, y que su cuerpo no parece estar en ningún sitio.
—En las grandes ciudades hay muchos hechos que no constan en los registros, o que tal vez no se saben encontrar. También es cierto que muchas personas mueren en sus casas y nadie se entera hasta que, de pronto, en una habitación aparece una momia. Cuando yo era un joven sacerdote, en ocasiones me llamaban para bendecir restos de cuerpos que quizá llevaban años en el infierno. Bueno, reconozco que ésta no es una frase muy piadosa… Pero al tratarse de un sacerdote, el obispado habría hecho algo. O el ayuntamiento, al aceptar el legado y hacerse cargo de la casa. Eso es lo que dice la razón, aunque de todos modos…
Marta notó que alguna palabra había quedado colgada en el aire. Con un leve temblor en los labios preguntó:
—De todos modos ¿qué?
—El cadáver podría haber quedado en alguna habitación recóndita… Por ejemplo, una habitación del sótano.
Estas casas centenarias tienen rincones donde durante años y años no ha entrado nadie, y que llegan a quedar en el olvido. Hay falsos tabiques, hay puertas clausuradas. Y además esta casa tiene… ¿cómo le diría yo? Mala fama. Por eso estoy aquí.
Otra vez las luces se apagaron al otro lado del patio, otra vez temblaron los labios de Marta.
—¿Qué quiere decir?
—Usted me ha dicho por qué está en la casa, Marta, y yo en cambio no le he dicho nada. Bueno, pues estoy aquí porque tengo las llaves: en la administración de la biblioteca que tenía que crearse aquí interviene la Iglesia. Y además, soy exorcista desde hace muchos años, y una de las autoridades más reconocidas acerca del diablo. Sé que mucha gente se lo tomaría a broma, pero usted no; el diablo es un personaje habitual en la Patrística, o sea, las obras de los antiguos que crearon doctrina sobre las figuras de los Evangelios y la Biblia.
Marta no manifestó ninguna sorpresa, y mucho menos se tomó aquello a broma. También los libros de la Patrística formaban parte de su mundo.
—Me dice usted algo inquietante —susurró al cabo de algunos segundos.
—Supongo que se refiere a que estoy relacionando al diablo con esta casa.
—¿Y lo hace?
—La verdad, sí —dijo el padre Olavide—. Hay lugares que tienen espíritus escondidos, en concreto las casas antiguas y en las que ha muerto mucha gente. En las casas nuevas, pequeñas y sin historia, que acaban oliendo a pipí de gato, eso no me parece posible. Pero hay sitios que están marcados, y uno de ellos es éste. No creo que sea casualidad el que, sin saberlo, hayamos coincidido aquí. Los dos hemos captado un aire que los demás no notan.
Y se puso en pie, delante de la ventana, cortando el paso de las remotas luces que llegaban desde el otro lado. A Marta le pareció más alto, más delgado y al mismo tiempo más importante. Sentía un inmenso alivio al no encontrarse allí sola. Olavide no sólo le hacía compañía, sino que le daba fuerza.
—En estas calles —siguió él— los secretos parecen acechar en las sombras. Perdone que hable así, pero no sé decirlo de otro modo. Bajo cada casa que existe hay otra casa que existió un día. Si usted hiciese un agujero en una de las cloacas que pasan por aquí debajo, probablemente se encontraría en lo que fue el salón donde se reunía una familia ya muerta. ¿Queda algo de sus espíritus? No lo sé, pero en todo caso la creencia me merece un respeto. Y algo de verdad puede haber, porque ya le he dicho que esta casa tiene leyenda.
Volvió a sentarse. Un rayo de luz se proyectó entonces sobre lo que fuera una mesa de caoba, y esa luz quedó ahogada inmediatamente por una capa de polvo.
Marta susurró:
—¿Qué leyenda?
—Primero está el hecho de que aquí, bajo nuestros pies, podría existir una momia. No es una historia nueva, Marta, no crea que es una historia nueva, y si usted la conoce, también la conozco yo y la conoce otra gente. Quizá, debido a esa razón, sé que aquí han tenido lugar ritos satánicos. Hay gente que ha entrado aquí, ha visto las sombras y ha captado los espíritus. De eso a invocar al diablo hay un paso. ¿No le sorprende que nadie haga nada con esta casa? A veces, puede existir hasta en los lugares más serios, como los despachos municipales, un cierto temor. Aunque no debe hacerme caso. Los sacerdotes sabemos que hay secretos incluso debajo de la basílica de San Pedro, y por eso parece rodearnos un aire de siglos. Algunos indagamos en cosas que parecen no tener sentido.
—Pero usted viene por algo…
—Porque sé que se han celebrado ritos satánicos, aunque sin ninguna víctima. De lo contrario, habría intervenido la policía. Se trata de invocaciones que quizá están cargadas de miedo, como el que ahora mismo siente usted. Y yo vengo, veo si hay algo que me llame la atención y capto lo que queda de los espíritus. Si es que queda algo. Pero también vengo por una razón más prosaica.
—¿Cuál?
—Todas estas viejas propiedades que han ido pasando a manos de la ciudad son administradas en parte por una especie de patronato, que decide sobre su utilización. Aunque generalmente no decide nada. Yo formo parte de ese patronato, y de vez en cuando tengo que hacer un informe.
Tendió la mano a Marta Vives porque ya casi no se veían. Igual que una sombra protectora, la fue conduciendo hacia la puerta.
—¿Quiere que encienda la linterna? —preguntó ella.
—Oh, no… Conozco la casa como si hubiera vivido aquí: no olvide que vengo con cierta frecuencia. Y como ahora tengo que irme, no quiero dejarla sola. Nunca la dejaría sola en un sitio como éste.
Y le estrechó la mano con más fuerza. La muchacha se sintió confortada, apoyada por aquella sombra que parecía dominarlo todo. Vio confusamente la puerta, más allá de la cual yacía otro mundo de sombras.
—Pero usted ha venido para averiguar algo —dijo el padre Olavide— y yo la ayudaré. Todo lo que pueda haber sucedido con esa antepasada suya llegará a sus oídos, se lo prometo, porque quizá yo tenga medios para averiguarlo. Pero no vuelva aquí sola… No vuelva.
Y abrió la puerta para sacarla de allí. Marta Vives se sintió salvada al contacto de aquella mano, notó una nueva fuerza en todos los músculos de su cuerpo. Tuvo la sensación de que se había salvado de algo, le parecía que dejaba atrás un mundo muy real, pero que estaba hecho de tinieblas.