La casa de las sombras
En la calle Baja de San Pedro se acumula la historia de la ciudad, de sus pequeños comerciantes, sus patios sin luz y los matrimonios que dejaron toda su ternura en un libro de contabilidad, entre un debe y un haber. Las novias se hacen viejas ante una ventana de la que conocen todos los rayos de sol, y a los niños se les enseña que el gris también puede ser el color de la esperanza.
Marta Vives miró la casa.
Era estrecha y de piedra, pero había sido rebozada, seguramente a principios del siglo XX, con una capa que ya era casi negra. La piedra original se notaba entre los desconchados, y en dos o tres de sus resquicios había nacido el milagro de la hierba.
Otras casas más modernas, y en cierto modo más solemnes, la flanqueaban, y en ellas se advertían signos de vida: algún tiesto en los balcones, alguna cortina que se mecía al viento, alguna ropa tendida. Los portales eran oscuros, pozos sin fondo que llegaban hasta el misterio de los años. Ocasionalmente, el gris era alegrado por el rótulo de un bar; quizá los jóvenes los descubrirían una noche, como habían descubierto los del Borne, pero ahora los clientes miraban al vacío y no parecían haber descubierto nada, ni sus propias vidas.
Se notaba a primer golpe de vista que todo el edificio, de sólo dos pisos, estaba entrando en la fase de ruina, y por eso los okupas no se habían atrevido con él. Nadie parecía haber atravesado en muchos años la viejísima puerta, aunque era evidente que algún técnico municipal la revisaba de vez en cuando sólo para certificar que las propiedades de la ciudad aún no se habían hundido en el subsuelo de ésta.
Tenía que entrar, pero no sabía cómo. Y comprendía que lo primero que tenía que hacer era aparentar naturalidad, como si fuera uno de los empleados del ayuntamiento.
Llevaba una ganzúa que sólo sabía manejar a medias. Uno de los desheredados del Raval a quienes ella atendía en la Asociación de Vecinos le había dado dos clases prácticas, aunque ella no le dijo para qué. Y ahora probaba su pericia, fingiendo que lo que hacía era un acto legal. Quizá tendría suerte.
La tuvo.
Al segundo intento, la puerta cedió. La cerradura era antigua, pero estaba bien engrasada porque de vez en cuando algún agente municipal la supervisaba. Marta se enfrentó a una oscuridad que era como la garganta de un animal dormido.
Y recordó lo que no quería recordar, que era la historia de la casa y la del sacerdote cuyo cadáver aún debía de estar allí. Quizá no tendría que hacer caso de lo que le había contado un viejo sabio loco.
¿O tal vez sí?… En ocasiones, personas que viven solas aparecen momificadas en habitaciones donde ya no entra nadie, porque son seres de los que no se guarda memoria. Las grandes ciudades ocultan secretos así, o tienen en su subsuelo tumbas de las que se ignora todo. Si el sacerdote había muerto en las profundidades de la casa —que sin duda tenía sótanos—, era posible que ningún técnico municipal hubiese notado nada cuando se hizo el acta de ocupación, apresurada y rutinaria. Sin embargo, en las habitaciones del interior, más allá de las angostas escaleras, había detalles que denotaban una pasada grandeza.
Por ejemplo, los restos de dos mesas de caoba, los de una cama que parecía un catafalco y unas viejas estanterías con lo que un día fueron libros y hoy eran apenas unas páginas apergaminadas esparcidas por doquier. Toda la vida de una ciudad que ya no existía estaba envuelta en aquella crisálida de muerte.
Nadie se había vuelto a preocupar de nada más: los ayuntamientos administran bienes, pero no el tiempo que huye. Un día aquello se hundiría y los periódicos —no todos— acusarían de desidia a la administración de la ciudad. Y luego nada. O quizá dentro de unos años habría allí unos apartamentos y un loft.
Vio los despojos de dos gatos también momificados. Sólo el diablo sabía cómo habían podido penetrar allí. El aire, como el de una vieja tumba, no tenía olor.
Todo eso vio Marta Vives gracias a una linterna, pues la casa, obviamente, no tenía agua ni luz. Por la parte de atrás, una claridad lechosa llegaba desde los angostos patios. Las voces de un serial de televisión daban vida a aquel templo del pasado, pero era una vida absurda.
¿Podía interesarle algo de aquel último rincón de los Masdéu? Marta pensó que no, que allí no encontraría nada. Además, empezaba a sentir miedo, pese a que ella era experta en habitaciones abandonadas, olvidos y tumbas.
Mejor salir de allí. Incluso no llegaba a entender por qué había venido.
Y entonces le pareció ver una sombra sobre una silla, al lado de la ventana más oscura, la que daba a un ángulo del patio interior. Se detuvo con todos los sentidos alerta, aunque también con la sensación de haberse equivocado; al fin y al cabo todo eran sombras en la casa.
Pero la que estaba en la silla… ¡tenía forma humana!
Marta sintió que se le cortaba la respiración.
La sombra se movió. Se puso en pie poco a poco.
Avanzó hacia ella.