26

El conde de España

—Yo soy Carlos de España, señor del castillo de Ramefort, capitán general de Cataluña. Exijo que mis órdenes sean cumplidas de inmediato, y todo aquel que se retrase deberá atenerse a las consecuencias. Quiero tener aquí, en mi mesa, dentro de cinco minutos, los documentos necesarios para que se ejecuten esta misma mañana las penas de muerte.

Oí perfectamente las palabras de aquella especie de Ser Supremo que cada día necesitaba su ración de sangre.

Yo, el hijo de un prostíbulo, el que no moría nunca, veía morir a los otros.

Y además lo sabía todo sobre aquel capitán general absolutista. Carlos José de España y Couserans había nacido en Foix, Francia, en 1775, y estaba destinado a morir en Organyá, Lérida, en 1839, estrangulado por sus propios hombres. Al iniciarse la Revolución francesa huyó al Reino Unido, y después a Mallorca. En 1792 se puso al servicio de la Corona española y luchó contra sus propios compatriotas franceses. En 1811 había alcanzado el grado (a mí me era imposible saber con qué méritos) de mariscal de campo. Fernando VII, hombre de fino instinto, lo nombró capitán general de Cataluña en 1818.

Yo lo recordaba todo por la sencilla razón de que lo había vivido. El conde de España reprimió con extrema dureza la sublevación «deis agraviats», mandando incluso ahorcar a los que habían sido indultados. Era normal que exhibiera sus cuerpos en los patíbulos de la Ciudadela y bailara ante los muertos.

Y todo esto lo sabía yo muy bien porque había llegado a ser nada menos que su secretario. Yo, el hombre sin muerte, estaba hundido en un mundo de muertos.

A veces me costaba soportar mis recuerdos.

Pensaba que es justo que los recuerdos —y la vida— tengan la palabra «Fin».

Pero yo no la tenía. Yo estaba obligado a vivirlo y recordarlo todo. A veces, me parecía estar de nuevo en las murallas de Barcelona, o bajo la «Tomasa» de la catedral, que manché con mi propia sangre, cuando las tropas de Felipe V entraron al asalto y delante de mí una mujer paría a una hija soñando que sería libre en la ciudad libre. ¿Libre…?

Barcelona, ante mis ojos, ya no había vuelto a serlo.

Yo cerraba esos ojos.

Y me acordaba de que, desde entonces, en la maltratada ciudad, habían ocurrido una multitud de hechos: la relativa prosperidad del comercio, la entronización de Carlos IV, la época del gran Goya, la guerra de la Independencia, que abarcaba dos reyes, la entronización de Fernando VII y el absolutismo más despiadado, del que en Barcelona era legítimo representante el conde de España.

Él hundió en aquel mundo de muertos a la Barcelona que había querido ser libre.

Después de las palabras del capitán general consulté mi reloj, una preciosa pieza de oro que uno de los ahorcados me confió para que la hiciera llegar a su hijo. Nunca pude hacerlo, porque su hijo había sido ahorcado también.

Calculé el tiempo que me quedaba. Menos de cinco minutos… Yo, el hombre sin edad, era, por ironía del destino, uno de los secretarios del capitán general, justamente el que contabilizaba los muertos en la Ciudadela. Me había recomendado el obispo de Barcelona antes de morir: «Es un santo varón —había dicho el prelado—, porque desde que lo conozco no ha hecho otra cosa que repartir viáticos y buscar sepultura a los muertos». Lo curioso es que eso era verdad: nada había logrado aprender tan bien como todo lo que estaba relacionado con la muerte de los hombres.

Cinco minutos…

Si no me daba prisa habría de «atenerme a las consecuencias».

Así que salí corriendo de allí, en busca de la lista de los condenados a muerte.

El palacio de los capitanes generales estaba entonces junto al mar y se comunicaba con un sector de la muralla costera. Se extendía sobre una gran explanada que recibía el nombre de Pía del Palau, y que era una especie de milagro en una ciudad tan apretada que apenas tenía plazas, porque Barcelona seguía siendo estrecha y pegada a las murallas. Allí, en el Pía del Palau, ejercía sus facultades omnímodas el sicario de Fernando VII, un español tan español que había nacido en Francia.

«La historia es una farsa —solía decirme Espagnac después de unos cuantos tragos—. Fernando VII, que antes pedía a los españoles que mataran a los franceses, pide ahora a los franceses que maten a los españoles. Entonces, ¿cómo me voy a tomar yo en serio la Historia? Los que se la toman en serio mueren inútilmente por ella. Porque los muy imbéciles no saben que la Historia la escribirán quienes les han matado.»

—Pues ésta es una ciudad donde la gente muere por ser libre —le había contestado yo una vez.

—Exacto… Y lo importante es que muere.

No me atreví a decirle que sin duda la Historia la escriben los que han sobrevivido, pero la leyenda —que siempre acaba siendo más importante— la escriben, aunque sea a través del viento, los que han sabido morir, y yo sabía, por mi experiencia, que las leyendas acaban siendo más importantes que las historias.

No me atreví a decírselo porque, en teoría, yo tenía que alegrarme de las ejecuciones.

Pero mi mano temblaba cuando le presenté la lista.

Esta vez eran tres.

Tres hombres jóvenes que se habían atrevido a gritar a favor de la Constitución. Como si la Constitución —decía el conde de España— sirviese para enseñarle algo al rey.

Aquella noche, tras haber asistido en persona a las ejecuciones en la horca —Fernando VII, llevado de su piedad, había ideado un procedimiento al parecer menos doloroso, que era el garrote vil, pero al capitán general le parecía demasiado complicado usarlo—, el señor d’Espagnac nos pidió a su mayordomo y a mí, como uno de sus secretarios, que le preparásemos ropa civil adecuada a sus propósitos. Esa ropa civil tenía que ser la de un burgués que no llamara la atención, o sea, la de un ciudadano acomodado cualquiera.

El señor capitán general llevaba una vida nocturna muy intensa. En algunas ocasiones, alguien le decía —no yo— que podía ser peligroso salir de noche y de incógnito, pero siempre contestaba, con su forma peculiar de hablar:

—¡Coxones! ¡Voy de muxeres!

Ir de «muxeres» podía ser más peligroso para los otros que para él, si bien se miraba, porque todas las mancebías estaban llenas de espías: delatores, traidores y, en general, personas de ancho culo que cobraban de Su Majestad. También estaban llenos de mujeres chivatas que, a cambio de protección, pasaban continuamente informes a los sicarios del conde de España. Por descontado que por las «casas llanas», verdaderos templos de la convivencia civil, deambulaban también falsos ciegos, guitarristas limosneros, escribientes en busca de su primer empleo y hasta toreros en busca de una oportunidad. Porque Fernando VII defendía las corridas de toros como si ahí estuviera el verdadero espíritu de la patria. A veces, en las plazas pequeñas, el público estaba autorizado, ya agonizante el toro, a saltar al ruedo y apuñalarlo con saña. Fue una de las épocas más repugnantes que me ha tocado vivir. Y yo estaba en su centro.

Se había fundado una escuela de Tauromaquia, la Universidad de Barcelona estaba cerrada a causa de su espíritu levantisco y los estudios habían sido trasladados a Cervera, que era ciudad tradicional, pequeña y fácil de controlar. Los pocos que se atrevían a hablar conmigo se quejaban de que en este país no hacía maldita falta pensar y que era mejor así porque Dios nos miraba como a hijos predilectos. Los que intentaban pensar, por el contrario, se daban cuenta de que la verdad no estaba en su país y que debían ir a buscarla al extranjero. Estaban naciendo las dos Españas.

Aquella noche el capitán general quiso mezclarse con el pueblo llano, es decir, visitar sus cuadras, como dijo textualmente. Y así, me hizo entrar —con dos pistolas cargadas por si pasaba algo— en una casa contigua a la plaza del Regomir, donde el olor a tabaco sin refinar, a vino espeso, a habitaciones sin ventilar y, sobre todo, a aguas sucias, nos hizo retroceder lanzando maldiciones. En efecto, era un burdel más sucio que aquel de la Edad Media en el que había trabajado mi madre.

—Ahí tienes el refinamiento del pueblo que me critica —gruñó—. En el fondo, ese ambiente les gusta.

Me pidió entonces que le acompañara a otro prostíbulo mucho más limpio y distinguido, y donde una dama de alta alcurnia se dedicaba a proteger doncellas. Pero tuvimos mala suerte. La ilustre dama estaba enferma de viruelas y su marido, que también cuidaba del negocio, sufría un ataque de la llamada «gota remontada», o ascendente, lo cual quería decir que le había empezado en los pies mas luego le inmovilizaba las piernas y las caderas entre terribles dolores. Cuando la dolencia llegaba al corazón y la vida se extinguía, era conveniente dar gracias a Dios por su misericordia. Como es natural en tales circunstancias, las castas doncellas no trabajaban con sus sexos, aunque sí con sus labios para rezar por la salvación de las almas.

Al conde de España le gustaban precisamente las doncellas piadosas, y se le daba una higa que el dueño se muriese de gota; pero la viruela era demasiado contagiosa, y eso le asustó. Nos fuimos de allí mientras juraba que al día siguiente enviaría hombres para quemar el ajuar entero de la casa.

—Tendría que quemar también toda esta ciudad de perros —barbotó—, menos sus cuarteles y sus iglesias, que son lo único sano que hay en ella. Porque en esta tierra de mal nacidos no admiten la autoridad; sólo admiten el pacto.

Llegar a esta convicción le sacaba de quicio, porque el capitán general estaba convencido —y lo había proclamado muchas veces— de que el poder no puede pactar. Jamás debe pactar. El poder no está para ser entendido, sino para ser respetado. Yo habría podido decirle, dada mi experiencia, que en Barcelona un poder que se entiende es un poder que se respeta, pero era difícil que un pensamiento tan complicado entrase en la cabeza del señor d’Espagnac, como no había entrado en la cabeza de su dueño y señor, el rey Fernando VII Por eso callé y por eso nos dirigimos bajo la noche a la calle Monteada, donde se alzaban los palacios de la vieja burguesía ya en decadencia. Aquellos palacios solían tener una amplia entrada donde cabían los carruajes y una rica escalera lateral (en la escalera solía estar la distinción de la casa) que llevaba a un primer piso dedicado, normalmente, a los negocios del señor, quien a veces lo alquilaba. El resto eran habitaciones para la familia, tan nobles como se quiera pero carentes de luz. Me he preguntado muchas veces si por eso las damas de la época tenían la piel tan blanca.

En la calle Monteada vivía una dama que ocasionalmente recibía visitas de alto origen, pero la dama no estaba. Seguro que alguna persona virtuosa se la había llevado a dormir a otro sitio. «El señor tenía que haber avisado…», se excusó la doncella.

Y entonces el capitán general, a quien todo salía mal esa noche, me dio otra orden odiosa. El contacto con una mujer sosiega a los tiranos, y ésa suele ser una de las grandes virtudes del sexo. Aunque maldito si yo podía saber eso… Pero como Espagnac no había encontrado ninguna hembra que lo aplacase, su rabia era incontrolable. Me mandó comprobar si estaban a punto las listas con los ahorcamientos del día siguiente. Lo hice, y fue cuando me di cuenta de que en los primeros lugares estaba una casi niña, Elisenda, que sólo tenía quince años.

Yo había visto antes su nombre, pero confiaba en ir escamoteando la lista, o al menos retrasar su turno, y poder salvarla.

Ya no me iba a ser posible, porque había sido pillado por sorpresa.

Y aquí entraba mi mundo de confusiones, la contradicción de mi vida. ¿Qué me importaba a mí una niña ahorcada? ¿No debía sentir, por el contrario, alegría al ver balancearse sus piernas? ¿No representaba yo al Mal?

Yo mismo me hacía muchas preguntas que no tenían respuesta.

O quizá hallaba dos respuestas, aunque me cargaban de dudas: con el Mal se puede pactar, porque no es un valor absoluto, mientras que con el Bien absoluto no se puede pactar. Sólo cabe ponerse de rodillas y pedir perdón. Y la segunda posible respuesta estaba en la idea de la libertad. Yo siempre había querido ser libre, sin conseguirlo, y no podía odiar a las personas que también ansiaban ser libres.

Nadie podía entenderme.

Y menos una bestia como Espagnac, que representaba la Verdad y el Bien absolutos.

Habíamos regresado de nuevo a la fortaleza y fuimos en línea recta a la prisión. Noté que el señor de nuestros destinos estaba muy excitado ante la idea de ahorcar a una niña, ya que no podía poseerla. Preguntó al guardián quién era Elisenda.

Y el guardián dijo:

—Es ésta.

Yo la miré a la luz de la lámpara de aceite, y vi en su cara la dulzura de una muerte aceptada.

Era como un perrillo que sabe que va a ser sacrificado. Miraba al vacío sin pena y sin odio, porque Elisenda debía de tener la virtud de los animales: no entendía el mal. Su tez demasiado blanca y sus ojos cargados de fiebre indicaban que padecía una enfermedad muy común en la Barcelona de las murallas, donde no había casas ventiladas ni agua limpia: la tuberculosis. Su expresión avergonzada y sus ropas medio rotas me indicaron a su vez otra cosa: el carcelero la había violado.

Y fue el propio carcelero el que me lo explicó con toda la claridad del mundo mientras el capitán general revisaba por sorpresa la guardia, algo que hacía con frecuencia:

—Yo creo que ella es inocente y ha querido cargar con las culpas de todo un grupo que quiso asesinar al señor d’Espagnac. Yo me la he follado antes para que se vaya entrenando. Aunque no va a tener mucho tiempo para aprender, porque está en el grupo de mañana.

«En el grupo de ahora mismo», pensé.

El capitán general estaba rabioso.

Pocas iras superan a las iras de la gente mal follada.

Pero al mismo tiempo, al mirar a la chiquilla, recordé algo más. A falta de otras dotes, yo tenía una memoria visual prodigiosa, y jamás olvidaba los rasgos de una cara. Y los rasgos de aquella cara ¿dónde los había visto?

De pronto lo recordé.

La torre de la catedral.

1714.

La mujer que quería ver nacer una niña libre en la ciudad libre.

Claro que habían pasado más de cien años. Lo que para otros era una eternidad.

Y para mí nada.

Pregunté:

—¿Qué recuerdas de tu familia?

Me miró con desconfianza, pero ya nada importaba. Encogiéndose de hombros susurró:

—¿Vale la pena recordar?

—Tal vez no, pero ¿qué sabes de tu madre?

—Trabajaba en una fabrica de hilados. Catorce horas diarias, menos los domingos por la tarde. Los domingos por la mañana había que repasar las máquinas. Murió un día en el mismo telar, yo creo que de agotamiento, aunque al menos sin darse cuenta. ¿Qué? ¿Es eso lo que quería saber?

—¿Por eso eres una revolucionaria? ¿Qué crees que vas a cambiar?

Elisenda cerró los ojos.

—Mi madre me enseñó a ser una revolucionaria. Sé que no sirve de nada, pero ella me lo enseñó.

—¿Y tu padre?

—Murió en un penal de Mahón.

El guardián me miró con suspicacia. No entendía nada de aquel interrogatorio. Casi dio un empujón a la chica mientras gruñía:

—Me han dicho que se va a adelantar la ejecución.

—Entonces, ¿qué coño esperamos? ¿A qué viene tanta charla?

Ni siquiera le miré.

—Elisenda, ¿recuerdas algo de tu abuela?

—No la llegué a conocer, pero sé dónde nació.

—¿Dónde?

—En una de las torres de la catedral, en septiembre de 1714.

Ahora el que cerró los ojos fui yo.

En el nombre de Satanás…

Más de cien años desde el nacimiento de aquella niña de la que se iba a perder la memoria…

Más de cien años de una niña nacida libre…

¿Y qué se había hecho de aquella ansia de libertad? ¿Qué?

Elisenda debió de notar algo raro en mí, porque susurró:

—Y todo esto ¿qué le importa?

—Quizá no me importe nada. ¿Qué sabes de la vida de tu abuela?

—Sólo eso: que nació durante el asalto a Barcelona.

—¿Nada más?

—Bueno… Lo que a veces me contaba mi madre.

—¿Y qué te contaba?

—Que tuvo una hemorragia terrible y que la atendieron unas religiosas… Claro que los primeros auxilios se los tuvo que dar un médico militar: un médico militar de los vencedores, por si faltaba algo… Eran las fiebres de después del parto. Casi todas las mujeres morían.

Apreté los labios. Recordaba la terrible suciedad, el polvo, la metralla, las manos grasientas, la orina… Aquella niña nacida libre necesitaba haber sido de hierro para lograr vivir mientras su madre se desangraba.

—¿Qué fue luego de ella? Me refiero a tu abuela. Lo que tú sepas.

—Una vez se curó, las religiosas pusieron a la madre en la puerta del convento.

—¿Y la hija?

—A la niña, la que sería mi abuela, se la quedaron como pupila y luego como sirvienta. No salió de allí hasta casi la madurez, cuando se casó con un pobre hombre que también había servido a las monjas. Tuvieron una hija, que fue mi madre, la que murió al pie de un telar. Pero me pregunto qué importa eso, qué le importa, sobre todo, a un hombre como usted.

Y me miró despectivamente, con rebeldía, clavándome unos ojos que, sin embargo, no habían dejado de ser de niña.

Ya debía de saber que yo era un secretario del tirano que la llevaba a la horca. Más o menos el jefe del carcelero que la acababa de violar. Y yo apenas pude preguntar:

—De manera que ni tu madre ni tu abuela fueron libres un solo día.

—No. ¿Por qué?

—Yo sé por qué lo pregunto.

Elisenda casi escupía sus palabras:

—No, no lo fueron, pero yo al menos moriré libre. Lo que yo pienso nadie me lo puede quitar. Nadie lo puede matar. Y dentro de cien años quizá alguien me recuerde.

—Dentro de cien años seguirán muriendo niñas como tú. Y es verdad; alguien las recordará en las calles.

El carcelero se interpuso entre los dos:

—Bueno, ¿a qué esperamos? El verdugo ya tiene la orden de ejecución. ¿Por qué habla con ella? Su vida de perra no le importa a nadie.

—Claro, y por eso tú te has aprovechado de la perra —musité.

Y sonreí. A mí la gente siempre me ha dicho que tengo una sonrisa siniestra, tal vez una sonrisa de otro mundo. Y quizá eso sea cierto, porque hay algo más terrorífico que la sonrisa de la muerte, y es la sonrisa de la vida eterna. En ocasiones incluso he pensado que por eso Dios, en los millones de imágenes que lo muestran, nunca sonríe. ¿Nadie se ha fijado en eso?

El carcelero insistió:

—Venga, no perdamos más tiempo.

—Ahora ella ya no te sirve, ¿verdad?

—No sé a qué viene eso.

—Viene a que yo conozco muy bien las costumbres del capitán general: quiere que todas las formalidades sean cumplidas, o sea, que la condenada sea sacada de la celda sólo cuando lleguen el verdugo y el piquete. Enciérrala y ven un momento conmigo. Quiero enseñarte las nuevas órdenes.

Aquel miserable no podía desconfiar de mí, yo era cien veces su superior. De modo que obedeció: dio la vuelta a la llave y me siguió hacia un pasillo interior donde estaban las oficinas de la tropa, pero donde a aquella hora de la madrugada no había nadie. El silencio era absoluto. Más allá de las ventanas de piedra no se veían más que jirones de niebla.

De pronto se volvió hacia mí.

—¿Qué estamos haciendo aquí? —farfulló.

Y se encontró con mis ojos quietos.

Y mi sonrisa.

La sonrisa de la vida eterna.

—Pero…

No tuvo tiempo de decir nada más.

Quizá tuvo tiempo de pensar, eso sí; pensar durante segundos en aquel mundo siniestro que nunca había conocido.

Su cuello. Su convulsión. Mi mordedura sabia.

Hasta un vampiro puede sentir asco. Hasta un enviado del Mal puede llegar a la náusea.

Me repugnó beber su sangre.

Pero la necesitaba. Llevaba demasiado tiempo sin saciar mi impulso secreto, el pozo sin fondo de mi sed. Dejé su cuerpo tan vacío que tuve que limpiarme la sangre de las comisuras de mi boca. Y escupí sangre sobre la piltrafa.

Luego tomé las llaves y volví sobre mis pasos.

Tenía un plan para salvar a la niña.

Aún era posible.

Cuando volví a la celda de Elisenda me sentía en paz conmigo mismo y con mi verdadero destino.

Quizá era la primera vez que me sentía realmente libre.

Ella seguía encerrada en la celda, como esperaba. No la habían venido a buscar aún. Me vio con las llaves y algo le hizo adivinar lo que había sucedido, algo hizo dar un salto de diez años a su corazón de niña.

Pero era lo bastante inteligente para saber que hay cosas imposibles.

—Nadie ha podido hacerlo —murmuró—. Otros han intentado huir y no han llegado siquiera al segundo cuerpo de guardia.

Yo barboté:

—Podemos intentarlo.

Y fui a introducir la llave en la cerradura. Pero no pude ni hacerla girar, porque en aquel momento llegó el verdugo con el piquete. Eran cinco contra mí, y yo no tenía más armas que mis dientes. Eso y mi mirada.

No sirvió. El verdugo dijo con naturalidad:

—Ha llegado la hora.

Los soldados del piquete formaron una barrera entre la condenada y yo, haciendo imposible cualquier gesto para salvarla. El verdugo le ató las manos a la espalda meticulosamente. Yo sentí que el suelo vacilaba bajo mi pies cuando noté clavada en mí la mirada de resignación de la niña.

Elisenda fue sacada al patio principal de la Ciudadela, donde tanta gente honrada había muerto y donde el patíbulo estaba instalado de forma permanente; raro era el día en que no funcionaba más de una vez.

Con ojos que no parecían los míos, vi cómo el verdugo subía de espaldas por la escalera de mano, izando a Elisenda por medio de la cuerda con que la tenía atada. La habilidad y la fuerza del sujeto me parecieron increíbles. Cuando tuvo a su víctima a la altura suficiente, la tomó por la cintura y la colocó bajo la soga, ciñéndosela al lado izquierdo del cuello, justo debajo de la oreja, porque así se garantizaba la rotura de las vértebras. Lo que me hizo estremecer fue que la soga quedó enseguida cubierta por el pelo de la niña.

Sonó un tambor, uno solo. Era una muerte barata.

Todo era espantoso incluso para alguien como yo, pero además ocurrió algo con lo que no había contado.

Y es que Elisenda pesaba poco, y su simple caída al abrirse la trampilla no le habría provocado la muerte. Hacía falta algo más.

Por eso el verdugo se lanzó sobre su cuerpo en el momento en que se abría la trampilla, cayendo con Elisenda y balanceándose con ella. Fueron dos cuerpos en uno, fueron dos horrores y para mí dos muertes.

Sin embargo, era de justicia reconocer que aquel acto repugnante era profesional, por decirlo de algún modo. Así se garantizaba que, con el peso añadido, el cuello de la víctima se rompería instantáneamente. Pero no quise reconocerlo. No podía. Quedé doblado sobre mí mismo, sintiendo en la boca una saliva amarga.

Y todavía me doblé más, bajo el peso de todo el dolor acumulado en mi vida, cuando vi al conde de España, vestido con sus mejores galas, iniciar unos pasos de baile junto al patíbulo. Me habían hablado de aquella horrible ceremonia, de aquel paroxismo de la crueldad, pero lo cierto es que hasta entonces no lo había visto nunca. Por primera vez estuvieron a punto de fallarme las fuerzas.

Y aquella noche me despedí de la Ciudadela, me despedí de un cargo que muchos habrían querido tener y que me daba poder y riqueza. Como secretario del conde de España, yo era envidiado y envidiable, pero no podía seguir más tiempo como lacayo de un poder que anulaba no sólo cualquier libertad, sino cualquier pensamiento. Tenía que empezar de nuevo, tenía que volver a hundirme como una sombra en la ciudad que para mí era eterna.

En el largo camino, aquel camino que a nadie podía confesar, había sido testigo de la búsqueda de la libertad, incluso a costa de la vida. Pero la libertad era un sueño que no se conseguiría jamás.

Recordé a la mujer que había visto dar a luz en 1714, bajo una campana manchada de sangre, y me acordé de que había una luz especial en sus ojos, a pesar del dolor. Ella había querido que su hija naciera libre en una ciudad libre, mas ni su hija ni su nieta lo habían conseguido; lo único que lograron fue una esperanza que estaba en la historia de la ciudad. Y ahora esa esperanza se extinguía para siempre.

Además, dejaba nuevamente un muerto a mis espaldas. Tenía que huir…

Y aquella noche me convertí otra vez en el gran desconocido, me hundí de nuevo en la niebla de los siglos.