24

La última carga

La República declaró la iglesia de Santa María del Mar monumento de interés nacional el 3 de junio de 1931, sin provocar por ello un alzamiento de la derecha. Fue una prueba de que a la República los temas culturales le interesaban tanto como los agrarios, pero no debió ir más lejos, según los entendidos. Ya había bastante limitando el interés cultural a las iglesias.

Conozco el debate porque yo entonces trabajaba de reportero en El Diluvio, el diario anticlerical, y aun así tenía muchos amigos en los diarios de la derecha, como La Veu de Catalunya. Allí me apreciaban porque les resolvía cualquier duda. «¿Quién era presidente de las Cortes cuando se decidió acabar con el cantón de Cartagena?» Y yo lo sabía. Creo que por eso entré en El Diluvio y por eso me consentían que tuviese amigos del otro bando.

Por otra parte, trabajar en El Diluvio cuando se instauró la Segunda República no era tan difícil. Cualquier ciudadano podía entrar en la redacción, escribir lo que le diera la gana y entregarlo para su publicación, naturalmente sin cobrar. La mitad de las veces, el artículo aparecía.

Me aficioné a la calle Argentería, en cuyo final está Santa María del Mar, por el Fossar de les Moreres, que el gobierno catalán consideraba un lugar de honor. Hoy sigue siendo considerado lugar de honor —después de numerosos gobiernos catalanes en el exilio—, pero la calle Argentería es un lugar típico y rico, con numerosos restaurantes donde se sigue cultivando el honor del país. Pocos se fijan en el Fossar de les Moreres, donde están sepultados los héroes —o los locos— de 1714.

Yo voy muchas veces a visitarlo, porque habría debido ser uno de los sepultados en el osario y conmigo tenía que haber estado El Otro.

Después de la muerte de la niña comprendí que no podía seguir entre aquellas colinas. Me perseguirían como responsable de aquella muerte, que desataría todas las leyendas, y lo peor es que era responsable.

Notaba sobre mí como una maldición.

Miraba mi rostro en el espejo de la sacristía y veía siempre la misma cara: la de un hombre que no llegaba a los treinta años, que no variaba de expresión, de estatura, de gestos. A mi alrededor todo cambiaba, incluso iban elevándose casas nuevas por las colinas, pero el tiempo parecía haberse detenido en mí. Como ya había ocurrido en otros lugares, era inevitable que la gente se diese cuenta de algo extraño, que acabara pensando «esto no puede ser».

Y además estaba la muerte de la niña.

Pero en este caso yo había sido el instrumento. ¿Instrumento de quién? ¿Y por qué? ¿Cuál era mi misión, si es que la tenía? ¿Cuál era el sentido de mi culpa? ¿Había irremediablemente algo que me impulsaba hacia el mal?

Tenía que huir.

No podía permanecer tanto tiempo en el mismo sitio.

El cura me dejó marchar, pese a que sospechaba algo extraño. Antes de eso, tuvo a bien informarme de que este mundo estaba perfectamente determinado por la mano de Dios, que los papeles estaban ya distribuidos y cada uno conocía el suyo. De un lado los dueños de la tierra, que habían sido distinguidos por el Señor gracias a sus virtudes y que eran los encargados, no sólo de mantener la Verdad, sino también de la distribución de los bienes. De otro, la chusma, a la que había que redimir cultivando la augusta virtud de la caridad. El sentimiento caritativo era el más noble que Dios nos había dado, porque gracias a él se distribuía la justicia en el mundo. Todo lo que fuera perturbar el orden natural de Dios era pecado, y si además se usaba la violencia, el pecado era gravísimo, digno del mayor castigo. Por eso debía estar agradecido el que no había recibido nada de Dios, ya que entraba de lleno en el terreno de las bienaventuranzas. ¿No me daba cuenta yo de que todo estaba previsto? Esto me lo dijo porque notaba que yo no era lo suficientemente pío, pese a haber trabajado tantos años en el templo.

El párroco sospechaba que, de algún modo, yo estaba destinado al mal.

Me fui de allí lleno de dudas sobre mi identidad y mi destino, pero no me marché demasiado lejos. En las profundidades de Vallcarca se había constituido un grupo de eremitas que parecían vivir exclusivamente del agua de las numerosas fuentes y que me acogieron pensando que lo que yo quería era meditar. Y no andaban desencaminados, puesto que la incertidumbre me ahogaba, me cuestionaba a mí mismo y dudaba de que la creación del mundo hubiera finalizado; a lo sumo, estaba a medias. Supongo que esto me convertía en un revolucionario y, lo que era peor, en un hereje, pero ninguno de los anacoretas pareció notarlo. Luego supe que todos pensaban más o menos igual que yo, que algunos eran fugitivos de la ley o buscados por haber huido de sus señores. No se mezclaban con los anacoretas de Penitentes, pese a tenerlos tan cerca, porque éstos parecían pensar que el mundo estaba tan bien hecho que encima no lo merecían.

Aquella especie de fraternidad del agua —ya que no de la comida— duró poco, porque fuimos detenidos como sospechosos de robo y bandidaje, aunque allí nadie había robado nada. Yo mismo, el más miserable, no había hecho más que aprovechar la sangre de un perro que de todos modos iba a morir. Yo creo que el perro me agradeció que aliviara su sufrimiento: encadenado a la puerta de una masía, había soportado desde siempre el sol implacable y el frío glacial, la soledad y los palos con que le entrenaban para aumentar su fiereza. Yo fui el único a quien dejó acercarse, al amanecer, quizá porque en mis ojos había visto algo que sólo veían los que conocían la verdad elemental del mundo.

Casi todos los eremitas fueron encarcelados, pero conmigo fueron piadosos porque, al fin y al cabo, yo era un recién llegado. Sólo me tuvieron entre rejas dos meses, que pasé junto a uno de los ancianos más extraños con que me había encontrado en la vida. Era casi ciego, y a pesar de ello parecía conocer por instinto todas las proporciones del mundo. En su juventud había sido discípulo de los geómetras griegos y los matemáticos árabes, por lo cual su mundo era un simple conjunto de números que armonizaban entre sí. Con el borde de una piedra escribía incansablemente en el suelo de tierra de la cárcel, y de su boca aprendí saberes que jamás creí que pudieran existir. Entre ellos, toda la geometría de Euclides, las perfectas proporciones de Fidias y las ecuaciones ideadas por los árabes y muchas veces transmitidas por los judíos. Me di cuenta entonces de que yo, pequeño monstruo, era un sabio.

Pero no me serviría de nada. Mi liberación significó que debía trabajar en las numerosas zanjas que se abrían en el Raval para construir casas sobre los antiguos cementerios. Aprendí allí que las ciudades se construyen sobre restos humanos y sobre objetos (un anillo, un ánfora, un pedazo de gasa, un pañuelo corrompido por los años), y que los cadáveres pasan por sucesivos estadios de gusanos, larvas, moscas, escarabajos y polvo, polvo de siglos que yo respiraba cuando los cuerpos eran desenterrados para abrir las zanjas. Adquirí más conocimientos sobre anatomía y sobre huesos que cualquier físico de los que visitaban al rey, pero eso nadie lo supo jamás.

Tres veces cambié de sitio para no llamar la atención de nadie. Mi primer nuevo destino estuvo en las canteras de Montjuïc, tan explotadas desde antiguo y con tantos sufrimientos encima que cada roca parecía contener el alma de un picapedrero muerto. Luego fui destinado a contable de un importador de sedas y, por fin, a algo mejor: a escribiente de una notaría que estaba en la plaza del Aceite —más tarde desaparecida y en la que existía una taberna donde siglos después conocería a Picasso—, en la que se anotaban todos los actos jurídicos de una ciudad que ya era la más importante del Mediterráneo. Porque en tantos años yo no había cambiado, pero Barcelona era un gigante desconocido, un gigante que había inventado algo que ha sabido conservar siempre: la convivencia. La convivencia y el espíritu de acogida. Nadie que venga a trabajar es extraño en la ciudad de todos, aunque tenga que sufrir como sufrió mi madre. Los que no nacen barceloneses acaban muriendo barceloneses. Por eso yo me di cuenta de que amaba mi tierra, a pesar de su insensatez.

Pero son los insensatos los que hacen la Historia, mientras que los cuerdos sólo hacen los calendarios.

A veces, me deslizo como una sombra hacia Santa María del Mar, hacia el Fossar de les Moreres. Dicen que allí «no s’enterra cap traidor», porque todos los que yacen en su suelo son héroes. Los héroes —ahora lo sé— creen que cumplen una misión ética, pero en realidad están cumpliendo una misión estética. Sin ellos, la Humanidad no pasaría de la categoría de rebaño.

Si algún historiador me consultase, yo le daría algunos nombres de los que yacen allí, porque los conocí y estuve junto a ellos. Conocí su miedo, su decisión, su fe en la muerte porque no tenían fe en la victoria. Sólo ésos son los verdaderos héroes.

Todo empezó por una cuestión que los catalanes hicieron suya y en la que empeñaron su palabra, pero que en realidad debería haberles importado bien poco porque era una cuestión europea, una de esas cuestiones de ricos por las que mueren los pobres.

Yo ya sabía —desde mi puesto de escribiente mayor del notario— que esta ciudad tiene una característica: no quiere vivir del Estado, pero tampoco quiere que el Estado viva de ella. Por eso fue siempre muy celosa de sus fueros y privilegios, que los reyes de España tenían que jurar. Y cuando los reyes de España pedían dinero a las Cortes catalanas para financiar alguna de sus guerras, solían marcharse sin sacar en limpio más que cuatro cuartos. La verdad es que, en consecuencia, tampoco los reyes concedían a los catalanes gran cosa.

Mis conciudadanos —si así los puedo llamar sin que monten en cólera— eran por tanto muy celosos de sus leyes, que habían tenido que defender frente a las tropas de nuestro señor Felipe IV, rey que aprovechó muy bien su vida, pues la dedicó a cazar faisanes y fecundar mujeres dignas de elogio. Pero peor les fue cuando su heredero, Carlos II, murió sin descendencia, sin haber aprendido de sus antepasados el arte de la fecundación, y ello despertó los apetitos de los grandes de Europa. Los grandes de Europa siempre han sabido muy bien lo que tienen que hacer, algo que los pueblos no han aprendido nunca.

Los que hemos vivido demasiado, como yo, tenemos cierta tendencia a la mala baba. No creo que los que murieron defendiendo las murallas de Barcelona supieran lo que yo sabía sobre las dinastías europeas, pero eso les importaba poco: a su lado, supe que estaban allí por puro orgullo. El notario, que sí lo sabía, no sintió deseos de tener orgullo alguno.

—Luis XIV de Francia —me dijo, como si yo necesitara saberlo— ve vacante el trono de España y quiere imponer un rey francés con el nombre de Felipe V, lo que le convertiría en el más poderoso de Europa, sin rival alguno. Porque ya debes de saber que se empieza a hablar del equilibrio de Europa, y el que domine Europa dominará el mundo.

El notario, sin saber que había vivido más historias que las de todos sus antepasados juntos, me siguió diciendo:

—El equilibrio europeo se habrá roto si Francia y España se unen, y por ello los estados centrales quieren imponer un rey austriaco. Carlos. Eso, a los trabajadores catalanes, que siempre estarán abajo, debería importarles poco, pero Carlos de Austria ha prometido respetar sus Fueros, y Felipe no se ha arriesgado a tanto. Tienes que saber que Francia es un país centralista, aunque dudo que entiendas eso del centralismo.

Hice un gesto de ignorancia, como si no supiera bien de qué hablábamos, mientras apilaba las escrituras en que estaban distribuidos los bienes de la tierra. Conocía la historia de cada papel. La historia de cada gran familia. La historia de cada vida y, sobre todo, de cada muerte.

Y conocí bien lo que pasó después. Barcelona mantuvo su palabra a favor del austriaco, y las potencias europeas llegaron a pactos entre sí sin mantener palabra alguna. Los catalanes, y en especial los barceloneses, quedaron en la guerra absolutamente solos.

Y parecían contentos de estarlo.

Ésta había sido una ciudad sensata. El notario era sensato. Los comerciantes lo eran. Los que morían en las canteras y las cuadras lo eran. Jamás habían aspirado a otra cosa que a ganarse un pedazo de pan.

Esta ciudad había creado los gremios más honrados y severos. Había establecido las primeras normas mercantiles con la «taula de canvi». Mejorado las cartas de crédito de los lombardos. Establecido las normas del derecho marítimo. Definido para siempre las normas urbanísticas con las «Ordinacions de Sanctacilia». Había hecho honor a los seguros de transporte. Establecido en los matrimonios la separación de bienes. Creado el testamento recíproco. Mantenido la libertad para testar en la mayor parte de la herencia. Evitado la dispersión de las tierras. Cataluña, y sobre todo Barcelona, parecían haber nacido para ser razonables.

Bueno, pues no lo eran.

Barcelona vive de mitos.

Lo que ocurre es que no se ha dado cuenta.

El notario dejó de trabajar en septiembre de 1714. Yo dejé de trabajar. Los menestrales de los gremios dejaron las herramientas y tomaron las armas. Los que tenían brazos se plantaron en las murallas. Los físicos subieron a éstas para atender a los heridos. Las mujeres se olvidaron de que tenían hijos para recordar que tenían una bandera.

Y todo por un rey lejano del que ni siquiera sabían bien dónde había nacido.

Todo por una palabra.

Las campanas tocaron a rebato.

Las campanas no entienden de sensateces. Son siempre la última voz que dejan los muertos, pero entonces fueron la última voz de los que iban a morir.

Yo me preguntaba por qué. Ella me lo dijo.

Eva procedía de la Cataluña interior, que ya estaba sometida por las tropas borbónicas llegadas de toda Europa. Un doble círculo de cañones, torres de asalto, coraceros, montados, mercenarios a pie y minadores convertidos en topos rodeaba la ciudad sin esperanza, pero las campanas seguían siendo la última voz de los que iban a morir.

Yo no tengo sexo. Yo no tenía sexo. Las mujeres, al mirarme, sabían que no iban a perpetuar la especie, y por eso no entiendo lo que Eva vio en mí. Quizá, como el perro encadenado, adivinó en mí la verdad elemental del mundo. Además, ella no necesitaba perpetuar la especie, porque ya llevaba la especie dentro. Estaba embarazada de nueve meses.

Al igual que la niña que anhelaba morir, su señor la había poseído cuando acababa de cumplir quince años, dejando bien sentado que son los señores, y no los siervos, los que dominan las fuerzas de la Tierra. Eso sí, no había sido usada tantas veces como la niña que anhelaba morir, y además el señor le había prometido mantener al hijo con dos condiciones: que no pidiera nunca ser reconocido y que, como todos sus antepasados, permaneciera atado a la propiedad y fuera para siempre un pedazo más del campo.

Eva me hizo dar cuenta de que la ciudad luchaba por una promesa, pero ella lucharía por una parte de su ser.

La historia de Barcelona está llena de mujeres que lucharon por una parte de su ser. Pero de ellas no se habla nunca.

Y ella intuía que lo que llevaba en sus entrañas era una niña. El instinto de las mujeres nunca las engaña. Eva sabía que su hija nacería pegada a la tierra, que se haría mayor, vería nacer sus pechos y crecer sus caderas. Y que el amo también la vería crecer y querría hacer suyas esas caderas. Y esos pechos.

Y al fin otra cama.

Y otro señor que mediría con ella su virilidad. No, Eva no quería eso.

Me lo dijo:

—Quiero que mi hija nazca libre.

Desde los tiempos que guardaba mi memoria, Barcelona siempre había sido identificada con la libertad. Los siervos que lograban afincarse en ella pasaban a ser libres. Los que tenían una hoz luchaban para no ser esclavos. Los que iban a morir imaginaban que los fueros los hacían distintos de los otros y les daban un futuro.

Soy demasiado viejo.

Oí ese deseo ancestral en una canción revolucionaria, durante la guerra civil:

«Si yo muero, mis hijos vivirán.»

Eva decidió que su hija viviría.

La conocí en las murallas, cuando a pesar de su gravidez empuñaba una alabarda. Yo estaba a su lado porque quería vivir aquel momento de locura y sabía que sólo las locuras hacen la Historia. Cuando vi que las granadas destrozaban la muralla la llevé a una de las torres de la catedral, que me parecía un lugar más seguro.

La vieja «Tomasa» tocaba a rebato.

Los que morían por un rey lejano no sabían que estaban muriendo sólo por su honor.

Eva sabía algo más.

Eva sabía que moriría, pero no por su vientre, sino por el vientre de su hija.

Sabía más que yo.

Cuando la acogí en mis brazos no pensé en ella, sino en mi madre. Mi madre no había podido nacer libre. Y cuando las murallas ya cedían hechas pedazos, cuando las tropas borbónicas ya entraban a sangre y fuego en la ciudad, Eva me dijo llorando que quería hacer una última cosa en su vida: lograr que su hija naciera en una tierra libre. Le dije que Barcelona ya no lo era, que sólo le quedaban unos cuantos brazos y apenas media legua de libertad, si es que la libertad existía. Pero eso fue lo que forzó a Eva y a su maravillosa juventud, que sólo oye una voz y un latido: casi oculta bajo la campana, se subió la falda y se acuclilló como las bestias del campo, como las primeras mujeres. Noté sus senos hinchados, oí su estertor y el crujido de sus dientes. Balbució mirándome:

—La ciudad la acogerá.

Mientras las balas silbaban a nuestro alrededor, e incluso rebotaban en la campana, intenté ayudarla porque sabía; en los hospitales, mientras la sangre manchaba las paredes, había visto trabajar a los físicos.

Y entonces aquel joven intentó ayudarla también. Soltó su bandera al darse cuenta, quizá, de que el vientre de una mujer contiene más verdades que todas las banderas del mundo. Se acercó a Eva, la tendió en el suelo y le abrió las piernas, entre las que ya coronaba una cabeza. La sangre lo salpicó todo. Ella ni siquiera gritó porque era consciente de que no estaba pariendo una hija, sino una esperanza.

—Soy ayudante en el hospital —dijo aquel joven—. Algo sé de esto.

Yo sabía bastante más, pero noté que hacía las cosas bien, de modo que me limité a ayudarlo. Mientras veía apretar los dientes a Eva pensé que ni ella ni la niña tenían apenas posibilidades de vivir, no ya por las balas, sino por la suciedad. Lo lógico era que al cabo de unos días murieran las dos a causa de las fiebres.

El joven casi gritó:

—Ya ha nacido. Es una niña.

Y noté humedad en sus ojos.

Seguro que era de los que piensan que la vida siempre vencerá a la muerte.

Pero el asalto estaba ya en la fase final. Los barceloneses morían tras las últimas piedras de la muralla. Desde la altura, vi a uno de los representantes de la ciudad, Casanova, que caía abrazado a la bandera. Los extranjeros avanzaban triunfales a redoble de tambor mientras los últimos defensores intentaban detenerlos, no ya con sus armas, sino con sus gritos. Tomé a la niña ensangrentada y la dejé bajo la campana, junto a su madre, que había perdido el conocimiento.

Fue entonces cuando la bala me rozó el cuello; pudo haberme penetrado de lleno, pero sólo me acarició. Mi sangre salpicó la «Tomasa» y dejó impregnados sus bordes. Como suele ocurrir en esos casos, no sentí el menor dolor y casi no me di ni cuenta.

Me di cuenta, en cambio, de que aquélla era la última embestida y de que las tropas borbónicas ya estaban allí. Barcelona entera estaba muriendo, pero no sería la primera vez. Y de repente apareció El Otro, moviéndose entre las ruinas. Iba vestido de negro, como siempre, impecable, severo… No llevaba armas y parecía estar allí sólo para contar los muertos.

Qué gran alegría para él, pensé.

Los muertos no pecan.

El ataque final estaba llegando a los últimos rincones de Barcelona. Todo a mi alrededor se derrumbaba y los gritos de triunfo de los vencedores ahogaban los alaridos de los moribundos. Desde abajo, varios soldados me apuntaban, y entonces fui consciente de que podía morir.

Mi cabeza, fue durante segundos un torbellino. Necesitaba vivir. Y allí tenía un auténtico festín de sangre.

Y triunfó el Mal.

Triunfó mi cobardía.

Puse delante de mí al joven, que ya se había puesto en pie y recobrado la bandera. Las dos balas que iban a mi pecho fueron al suyo. Le vi caer y yo me seguí protegiendo con su cuerpo, cayendo al mismo tiempo que él.

Me salvé.

Los gritos iban cesando.

Los asaltantes remataban a la bayoneta a los heridos.

Pero la bandera seguía en pie.

Me deslicé entre los tejados de la catedral pisando los últimos cadáveres, y entonces cayó la bandera.

Lo que viví en esos días me enseñó que la gente sencilla, el pueblo, acaba siempre cumpliendo su destino, que es trabajar para sus hijos y morir para sus amos. Queda el honor, pero el honor no alcanza a los desconocidos del Fossar de les Moreres, ya que se lo reservan los que no están enterrados allí. Ningún hombre o mujer que aspire a la eternidad querrá ser pueblo.

Y me di cuenta de algo que ya sabía: Barcelona sigue viviendo de mitos.

Cada once de septiembre se organiza un homenaje patrio a Rafael de Casanova, que cayó junto a la bandera pero que no murió: se retiró a sus propiedades e incluso aceptó una pensión del vencedor, muriendo de viejo como un hombre razonable. Y se olvida al general Moragas, que fue decapitado por los vencedores y cuya cabeza fue exhibida en una jaula.

Uno debería inclinar la cabeza ante el pueblo sin nombre.

Pero sólo la inclina ante los que dejan de ser pueblo. Bueno, aunque nadie tiene que hacerme caso. Yo no soy más que un proscrito.

Barcelona lo perdió todo, menos el deseo de seguir trabajando. Al día siguiente de la destrucción, la gente estaba en sus puestos y volvía a ser un pueblo dispuesto de nuevo a escribir la Historia. Felipe V —que no lo hizo tan mal, porque al menos introdujo ciertas normas civilizadas de los franceses— dictó el Decreto de Nueva Planta, que anulaba prácticamente todas las libertades catalanas, y destruyó el antiguo barrio de la Ribera, el de Santa María del Mar, para crear la Ciudadela. Entre ésta y los cañones de Montjuïc se tenía que dominar por entero la ciudad levantisca; así no habría hijo de madre que se atreviera a alzar la voz. Barcelona posiblemente sea la única ciudad del mundo que ha visto alinear sus calles para facilitar las cargas de la caballería.

En efecto, desde la Ciudadela, donde estaban las tropas, la calle Princesa lleva en línea recta a los ciudadanos (y a los jinetes armados) hasta los centros de poder que son el Ayuntamiento y la Generalitat, fácilmente dominables; desde allí, la calle Fernando sigue llevando en línea recta a las Ramblas, siempre agitadas, y también en línea recta, por la vieja calle Conde del Asalto, al Paralelo, última frontera del Raval, y a sus obreros hambrientos. Cualquier tropa que descienda desde Montjuïc enlazará con la que ha cabalgado desde la Ribera y convencerá al pueblo de que lo mejor es seguir siendo pueblo.

Encima el pueblo no suele saber lo que quiere. Y mi larga experiencia de malvado me dice que el pueblo siempre manda mal al pueblo.

Los desalojados del barrio de la Ribera fueron trasladados a una nueva Barcelona en minúscula que se llamó «la Barceloneta». El nuevo barrio fue diseñado, no sin falta de talento, por un ingeniero militar llamado Ceemeño, y allí los nuevos vecinos hicieron tres cosas: descubrir el mar, llenar los pisos de críos y soñar con la revolución pendiente, hasta que los fusilamientos en las playas les convencieron de que es mejor no soñar. Con los años, vi convertirse la Barceloneta en un barrio de restaurantes, cervecerías, refugios para calamares y plazas para yates, o sea, lo vi convertirse en un barrio del todo razonable.

Los que vagamos entre las sombras no olvidamos nada, pero los vecinos de las ciudades olvidan su propia historia. Cuando el Borne, el gran mercado central, quedó en desuso porque ya existía otro mercado mayor, se pensó hacer allí un centro cultural o una gran biblioteca, para lo cual hacía falta excavar en los cimientos que durante siglos habían soportado el paso de los faquines, los gritos de los vendedores y el peso de las carretas. El gran vientre de Barcelona estaba vacío y se pensó en llenarlo con pedazos de memoria. Pero al profundizar en la tierra aparecieron los restos de casas, calles, zanjas y conducciones de agua, es decir, una verdadera ciudad ignorada, una especie de ciudad egipcia. Nadie sabía bien lo que era aquello, hasta que por deducción lógica se llegó a la conclusión de que eran los restos del barrio de la Ribera, destruido por Felipe V y desde donde los barceloneses habían resistido la última carga. O sea, era un barrio de héroes que durante siglos había estado sepultado bajo toneladas de verduras y frutas que ni siquiera eran del país. Las autoridades se pusieron en posición de firmes ante aquel honor, derramaron lágrimas municipales y, por supuesto, llamaron a los fotógrafos. Se puso especial cuidado en localizar los posibles cadáveres para honrarlos debidamente.

Aparecieron algunos huesos, pero sólo dos esqueletos humanos que parecían recuperables. Uno pertenecía a un hombre joven que empuñaba los restos de una hoz y daba la mano a una mujer. La Vanguardia quiso hacer un gran reportaje sobre la posible relación sentimental entre los dos muertos, aunque de nada sirvió. Al tratar de separarlos, se convirtieron en polvo.