La tumba en la colina
La gran llanura de Barcelona se extendía hasta el infinito. Daba la sensación de que la ciudad no ocuparía nunca aquel terreno, igual que hoy tenemos la falsa sensación de que los humanos nunca ocuparemos el mundo entero; pero desde la iglesia del Coll se empezaba a ver ya que Barcelona tenía sus límites. Por un lado la cerraba el mar, por el otro las montañas, a la izquierda un río, y a la derecha, un segundo curso de agua que marcaba una frontera. Y era fácil ver, ya entonces, que pequeñas poblaciones independientes como Gracia, Horta, Sarria o Pedralbes iban llenando la tierra que luego la gran ciudad se acabaría tragando. Más allá del Raval se distinguían entre la bruma algunas casas del Pueblo Seco, que no crecía porque estaba prohibido edificar a menor distancia del alcance de los cañones de Montjuïc. Desde el Coll, en las tardes que no terminaban nunca, se distinguían unas colinas que no ocupaba nadie. El sol se vaciaba sobre unos campos donde aún imperaba el silencio de los siglos.
Todo estaba igual.
El párroco supo que me había torturado la Inquisición, pero no por eso dejó de admitirme en el templo; sabía que el Santo Oficio detenía a muchas personas sólo por una sospecha. Los demás seguían allí: los pastores, los propietarios, unas mujeres perdidas que trabajaban como esclavas y sobre todo la niña.
En ella nada había cambiado, excepto sus ojos perdidos y su mueca de sufrimiento. Las señoras de la casa la trataban cada vez peor y con más desprecio, porque para ellas era solamente una aprendiza de puta; en cambio, para sus maestros, el amo y el «hereu», no hubo un solo reproche. La niña, como los animales, formaba parte de lo que les había dado la tierra.
—No soy una aprendiza de puta, soy una puta completa —me dijo una tarde con la vergüenza reflejada en sus ojos—. Ya me lo han hecho todo.
Se confiaba a mí porque notaba de una manera misteriosa que yo no tenía sexo y que estaba por encima de mi edad. Ella se confiaba a mí porque necesitaba confesar su vergüenza, porque así aceptaba el mundo y se justificaba para morir.
Le habían hecho de todo y estaba embarazada, pero no sabía si del padre o del hijo: en esas condiciones no le quedaba más que parir en el campo, como los animales, coger a la criatura y huir. Nadie iba a ayudarla, y menos la Iglesia. Como propagadora del pecado tal vez sería acogida en un centro de mujeres arrepentidas, donde se la acusaría toda la vida no de lo que había hecho sino de lo que le habían hecho, como si la culpa fuera de ella. Y ella no quería que su criatura conociera eso: ella quería morir.
La sociedad era santa y justa.
Ella no podría cambiarla.
Me lo confesó una tarde, cuando le ofrecí refugio en una gruta después de que varios vecinos la persiguieran a pedradas. Enternecedor y terrible: sólo su perro la acompañó y lamió sus heridas. Su perro, y yo mismo, yo, el que no tenía nombre ni amaría ni sería arrastrado por la edad.
Me sentía terriblemente débil. La pérdida de sangre me había dejado tan exhausto que apenas me podía mover, y un oscuro instinto me llevaba a buscarla. La pequeña no me ofreció sus labios porque sus labios no tenían ningún valor: me ofreció confiadamente su cuello.
No sé si lo sabía.
O si su instinto se lo dijo.
Su instinto de mujer que quería morir.
Quedó quieta mientras yo mordía su cuello, sin causarle ningún dolor. Quedó quieta mientras yo sorbía su vida. No se alteraron sus hermosos ojos al notar que los objetos se borraban para siempre. No sé si se dio cuenta de que moría, como no me di cuenta yo. O quizá sí que lo supo. Quizá, porque su última palabra fue:
—Gracias.
Yo fui quien la mató sin llegar a comprenderlo.
Yo fui quien mintió y dijo haber hallado su cadáver, pidiendo que le dieran sepultura junto a la iglesia.
El párroco se negó.
Toda la gente honesta y bienpensante que iba a misa se negó. Por ejemplo, el dueño de la masía más importante del entorno. Y el joven «hereu», que merecía no ser corrompido en esta vida. Y también las señoras de la casa, quienes no la querían junto a las tumbas de sus padres pero prometieron rezar a Dios para que perdonara a aquella puta.
Fue enterrada sola en la cima de la colina desde la que se divisaba toda la llanura, desde las montañas hasta el mar.
La enterramos en solitario el párroco y yo.
El párroco me pidió que no se lo contase a nadie.
Pero sí lo contó el perro aullador, que estuvo gimiendo junto a la tumba.
Lo contó tres días y tres noches.