La última casa de la muralla
Marta Vives seguía las huellas de un fantasma que era ella misma.
No sabía de dónde sacaba el tiempo. No entendía cómo era capaz de compaginar sus investigaciones con el trabajo del despacho que le encargaba Marcos Solana, donde cada vez se amontonaban más riñas entre familias, más arrendamientos anteriores a la ley Boyer, más lejanísimas herencias. Pero era tal vez porque Solana creía ciegamente en ella. Ninguna de sus pasantes era tan capaz de obtener una historia a partir de un simple apellido o de establecer un linaje a partir de un documento que, al parecer, no decía nada. Marta Vives conocía toda la historia del país, sus pequeños secretos, sus combinaciones familiares, sus desventuras, sus riquezas y sus cuernos. Y sin embargo se iba dejando en los papeles la alegría de sus ojos y caminaba cada vez con pasos más lentos y cansados, sin que ello —decían los entendidos— afectase a la belleza de sus piernas. Al contrario, decían los doctorados: es más fácil perseguir hasta la cama a una mujer que tiene los pasos cortos.
Aprovechaba las gestiones fuera del despacho para visitar edificios, penetrar en archivos y hurgar en las viejas notarías de Barcelona, donde todo el mundo cree que se conservan sólo papeles pero en realidad se embalsaman pedacitos de almas.
Su única base de partida era una cruz robada de una tumba medieval. Allí, en aquel pedazo de muerte, empezaba la historia de sus antepasados. A partir de ahí, papel a papel y registro a registro, la muchacha había podido seguir la corta vida de la hija de aquella mujer que había sido asesinada. Los retazos de su historia aparecían en un registro eclesiástico del año 1493, muy poco después del descubrimiento de América, donde se detallaban las víctimas barcelonesas a causa de una infección de las aguas. Gran número de personas habían sido enterradas en una fosa común, pero en algunas de ellas se señalaba la causa particular de la muerte: puñalada en reyerta, rabia transmitida por un perro, envenenamiento por hierbas tóxicas, asesinato ritual. Ése era el único caso. Su lejana antepasada había muerto en un asesinato ritual.
Ello indicaba misteriosas relaciones venidas desde el fondo del tiempo, pero que no tenían sentido. Y estaba el robo de la única foto de su madre, y estaba el joyero Masdéu buscando una cadenita de oro que él no habría diseñado jamás. Marta Vives seguía buscando incansablemente, aunque a veces no sabía qué y sentía miedo de su propia vida.
Claro que lo primero era encontrar los sitios donde habían vivido sus antepasados. Adentrarse en la vieja Barcelona, una Barcelona que ya no existía: la Vía Layetana se llevó cientos de casas que nadie recordaba, la nueva plaza de la Catedral estaba construida sobre las ruinas de calles que ahora eran sólo pedacitos de papel, y el viejo barrio de la Ribera estaba tan en ruinas que cuando éstas fueron desenterradas en las obras del mercado del Borne nadie las reconoció al principio. Allí podían haber vivido —y muerto quién sabe cómo— los que llevaban su apellido, pero era imposible seguir las huellas en una ciudad que se devoraba a sí misma.
Por fin encontró una pista de la que podía haber sido su bisabuela, o tal vez la madre de su bisabuela. Lo primero que vio fue que la familia seguía siendo endogámica, pues las mujeres Vives se casaban con hombres Vives, para lo cual tenían que pedir muchas veces licencia de parentesco, una traba difícil de superar. ¿Qué llamada secreta, qué tendencia había obligado a aquellos seres a buscarse una y otra vez, como si obedecieran un mandato remoto? ¿Había degenerado la especie con tanta consanguinidad? Parecía que no: Marta Vives estaba muy sana, y al parecer su madre también lo había sido. No había llegado a conocer ni a su padre ni a su abuelo.
La pista la llevaba a la última casa que había existido sobre la muralla de las Rondas, el tercer y último baluarte de Barcelona, después de la muralla romana y de la gótica. Abarcaba principalmente las que hoy son las rondas de San Antonio y San Pablo, enlazando con la fortaleza de Atarazanas. La vieja muralla de la Rambla había dejado fuera el Raval con sus miserias (y también la grandeza de sus conventos y la maravilla del Liceo), pero la nueva muralla de las Rondas había encerrado todo aquello dentro de un anillo militar. En el Raval las calles se habían ido haciendo más y más angostas, como antes sucediera en Ciutat Vella, el hacinamiento más cruel y las casas más inhabitables. Los industriales establecidos en aquel perímetro desde el siglo XVI habían construido al lado viviendas para sus obreros, pero cuanto más pequeñas mejor, de modo que pronto no quedaron ni una higuera, ni un jardín, ni un pájaro. Las tabernas que necesitaba aquella nueva masa obrera eran cada vez más insanas y embrutecedoras (hasta que un ciudadano llamado Anselmo Clavé fundó los coros con los que intentaba sacar a los obreros de aquella especie de tumbas) y los prostíbulos más sórdidos y angostos. Ya no existía en ellos «la carassa», como en la Edad Media, y lo más sincero habría sido sustituir aquella vieja alegría por la cara de una mujer llorando. Ahora, en los prostíbulos no había apenas conversaciones, los clientes no se conocían ni los frecuentaban los clérigos. Eran simples depósitos de semen con cuyos hilillos las prisioneras parecían ir construyendo la telaraña de sus vidas.
La casa que Marta Vives buscaba era la última que había estado en pie de las que se construyeron directamente sobre la nueva muralla, cuando ésta dejó de ser útil y el espacio faltó más que nunca, propiciando su derribo en 1854. Las casas eran ilegales, y lo fueron durante siglos, como las que hasta 1946 taparon nada menos que la vieja muralla romana. En sus investigaciones, Marta Vives había averiguado incluso quién fue el último inquilino expulsado de aquellas casas de la ciudad antigua: se llamaba Robusté.
Pero la casa ya existía. Se había alzado al borde de la calle Riera Alta y duró casi hasta los años ochenta del siglo XX, o sea, que era un edificio memorable. Tan memorable que durante los últimos cincuenta años había sido un hotel para parejas, siempre compuestas por una mujer profesional y un hombre que casi llegaba a serlo. Durante los más variados regímenes políticos se perpetuaron allí las artes del beso furtivo, la felación, el amor para toda la vida, la cortina y el espejo.
Marta miró el nuevo edificio actual. Una casa de apartamentos, acristalada y vulgar, construida simplemente para la vida eficaz, la que solamente pasa, sin ninguna relación con la vida que se sueña. Claro que los edificios nuevos están construidos sobre el alma de los viejos. O al menos ella deseaba creerlo.
Examinó en los archivos las fotos de lo que había sido el barrio. Todo estaba prácticamente igual, excepto la plaza del Peso de la Paja, ahora cerrada por una casa de sanitarios y antes cerrada por un bar de putas melancólicas. Tampoco existía el cine Rondas, una fábrica de sueños barata para familias que habían decidido creer en algo, ni por supuesto la última casa de la muralla. Antes hubo allí un edificio de ventanas pequeñas, con un bar en la planta baja —el Bar Picón, según mostraban las fotos— en cuyas habitaciones de alquiler las mujeres contaban monedas y los hombres contaban polvos. Debió de haber sido un edificio de escaleras estrechas, puertas que no encajaban, camas de anticuario, cortinas de sacristía y espejos en el techo. Cuando el edificio fue destruido no cayeron al suelo los ladrillos, sino las palabras secretas.
Pero el edificio, según las investigaciones de Marta, no había sido siempre un hotel para parejas. Antes fue una casa de vecinos y en él habitó la bisabuela de Marta, o quién sabe si la madre de su bisabuela. Las pistas se perdían en las nubes de la historia anónima… Marta avanzaba por las viejas calles y sentía que el tiempo estaba entrando en ella.
Se atrevió a buscar en la sección de Estadística, donde constaban los vecinos de cada casa de la ciudad para la confección del censo electoral. Pero fue inútil, porque las mujeres no habían tenido derecho a voto hasta después de la Dictadura de Primo de Rivera: ninguna dama llamada Vives figuraba en el censo. Por suerte para ella, encontró la ayuda del padre Olavide, que frecuentaba el despacho (era especialista en testamentos canónicos), y que la orientó hacia la Cámara de la Propiedad Urbana. Allí quizá se diera el milagro de que existieran archivos de viejos contratos de inquilinato que tal vez nadie había consultado jamás. El padre Olavide sabía buscar aún mejor que ella. En realidad, el padre Olavide parecía saberlo todo.
Y halló el contrato: Elisa Vives, piso tercero izquierda, dos pesetas al mes. Con esos datos consiguió investigar en el Registro Civil, pero no constaba aquel nombre; quizá el Registro había sufrido daños durante la guerra civil, quizá la gente pobre de dos siglos atrás no se molestaba en hacer constar que se había ido de este mundo.
Fue el padre Olavide quien le aconsejó de nuevo:
—Mire en el cementerio Nuevo, que por supuesto es el viejo. Es muy anterior al de Montjuïc, inaugurado a finales del XIX. Como conozco al administrador, le telefonearé para pedirle que le dé facilidades. Y es que las va a necesitar: no sé si existen archivos de entierros que correspondan a la época de las guerras carlistas. Si fueran personas ricas sí, porque se conservan los panteones, pero personas pobres… En fin, puede intentarlo.
Marta Vives lo intentó. Se sumergió en un mundo de amor convertido en mármol. Lápidas de letras borradas por el tiempo, figuras aladas de bordes devorados, poesías esculpidas a mano para recordar el amor de una tarde. Y gatos, muchos gatos que se perpetuaban en el silencio de las horas. Marta se adentró en aquel mundo y en los más antiguos registros tuvo la suerte de hallar el nombre: Elisa Vives. Un nicho que había sido vaciado por falta de pago al menos cincuenta años atrás. «Aunque hubo una familia que pagó incluso después de la guerra civil», informaron a Marta. «Debían de ser amigos, porque por el apellido no tienen nada que ver. La familia se llamaba Masdéu.»
Y el administrador añadió:
—Precisamente un señor llamado Masdéu vino a preguntar lo mismo que usted hace poco. Le atendí bien porque le conocía. Una vez mi mujer le compró una joya.