El señor de los muertos
El secretario de la Inquisición había decidido ya que no se iba a perder más tiempo conmigo. Hizo una seña al verdugo para que me atasen a la cama de púas. Noté el horror de los pinchos en mi espalda desnuda, pero todavía no se me clavaron porque yo podía evitarlo con la relajación de mi cuerpo. Todo sería distinto con la primera vuelta de la rueda, porque entonces me clavaría materialmente en ellas.
El secretario ordenó:
—Comience.
En aquel terrible momento me di cuenta de una serie de circunstancias. En primer lugar, la sala de piedra olía a sudor y a sangre, como si de pronto se hubiera exhalado sobre ella el último aliento de los muertos. La rueda era tan grande que a la segunda vuelta quedaría completamente hundido en las púas. La única luz que iluminaba la tortura era la que procedía de dos grandes hachones. Y lo más asombroso para mí: el hombre vestido de negro, el que ocultaba la fina cadenita de oro, ya no estaba en la sala.
Había salido diciendo:
—La Iglesia no es responsable de esto.
Sus manos no se mancharían con mi sangre.
Pero sabía que iba a morir.
Noté que la cuerda de mis pies se tensaba, mi cuerpo era impulsado hacia el final de la cama y las púas de hierro, orientadas hacia arriba, se empezaban a clavar en toda mi espalda, desde los hombros hasta las nalgas y el mismísimo sexo. Era la primera vez que yo notaba que tenía sexo: dos testículos jóvenes y un pene que se había empequeñecido por el horror. A todos los efectos era un hombre, pero nunca me había sentido como tal. Era como si mi cuerpo no existiese, como si fuera una coraza traída desde el otro mundo. Mi madre jamás me había hablado de mi cuerpo. Y yo no era consciente de él.
De pronto lo fui.
Hice un esfuerzo espantoso para no gritar, para no regalar a los torturadores la sensación de que su obra estaba bien hecha. Noté el gotear de la sangre por debajo de la cama. La sensación de la muerte, que hasta entonces me había sido ajena, entró en mí. Me di cuenta de que jamás había pensado en la muerte, como si yo no fuera como los otros. Y es que quizá no era como los otros. Las púas se clavaron un poco más, y entonces pensé que aquello era el fin. Cuando se hundieran entre mis costillas y las separaran, todo mi cuerpo quedaría dislocado. Cuando se hundieran en mis riñones y en mi hígado, ya no me quedaría la menor posibilidad de vivir.
Los torturadores conocían bien ese instante.
Fue entonces cuando lo comprendí.
Hacían una pausa y me daban la última posibilidad de confesar. Luego sería demasiado tarde.
El secretario dijo:
—Habla ahora.
Ahogué otro grito de dolor mientras mis ojos se ponían en blanco. ¿De qué podía hablar? ¿De que había nacido así? ¿De que no conocía mi destino? ¿De que había sido perseguido desde el mismo instante en que vi la luz?
Las alimañas, que tampoco se conocen a sí mismas, mueren sin saber por qué las matan.
Yo no sabía lo que era.
Sólo sabía que iba a morir, y que el hombre vestido de negro, El Otro, aguardaba la noticia detrás de la puerta.
Seguramente él sí que sabía por qué yo tenía que morir.
El secretario dijo:
—Es increíble lo que aguanta.
Con todas las púas clavadas, con la espalda destrozada, era imposible que yo no aullase de dolor, y eso aumentó sus sospechas. Si yo tenía la resistencia del diablo, a la fuerza tenía que ser un diablo.
El torturador propuso:
—Esto acabará con media vuelta más.
Y se dispuso a darla. Pero el secretario, movido por la curiosidad, ordenó:
—Espera.
Quería que alguien más presenciase aquello. Si yo no era un hereje como los otros, merecía la atención de los altos guardianes de la fe. Anotó algo en sus legajos y oyó con indiferencia el lento gotear de mi sangre.
—Déjalo un momento así.
—Se desangrará.
—Quiero informar directamente al obispo.
Yo debía de ser un caso tan especial que valía la pena mostrarme, aprovechar mi muerte. Valía la pena cualquier cosa con tal de que el Bien quedase proclamado.
—No aflojes la rueda. Quiero que lo vean.
Y salió. Supe, con la poca consciencia que me quedaba, que a continuación iba a entrar El Otro. Pero no entró. Casi me partí la lengua para evitar un alarido mientras notaba el lento fluir de la sangre.
De pronto tuve una sensación increíble.
Me había quedado solo.
La sala que ahora me parecía enorme, cuyas piedras conservarían para siempre el olor de los muertos.
Los hachones que apenas disipaban las sombras.
Aquel lento tictac, tictac, que no era más que el gotear de mi propia sangre.
Y el dolor, el dolor imposible que me impedía hasta respirar porque las púas se me clavaban más y más con cada temblor de la piel.
La rueda estaba fija. Yo no podía moverme ni una décima de pulgada. Seguramente me encontrarían muerto cuando decidieran volver.
Pero no.
Me querían vivo.
Querían que el obispo en persona viera a aquel hijo de Satanás.
Cerré los ojos.
¿Yo era hijo de Satanás?
¿Había conocido mi destino alguna vez? ¿Llegaría a conocerlo?
¿Tenía un destino? ¿O era el de las alimañas, que han nacido solamente para ser exterminadas?
¿Por qué me perseguía El Otro?
La mente es prodigiosa, la mente se aísla, se hace preguntas, se da respuestas para huir de la realidad, para no sentir el dolor. La mente es nuestro propio misterio interior, y no lo desvelaremos nunca. Yo estaba muy lejos de mí mismo, de mi carne sangrante y mis articulaciones rotas. Mi mente se preguntaba quién era yo, sin darse cuenta de que yo no era nada porque iba a morir.
Y de pronto oí muy cerca una respiración.
Un olor a podrido.
Abrí los ojos y vi un rostro junto al mío. Un rostro que parecía comido por la lepra, lleno de arrugas, cargado de siglos, con unos ojos que me estaban mirando desde más allá del tiempo.
No era uno de los inquisidores.
Yo no sabía quién era.
No podía saber aún que el que me estaba mirando era el señor de los Muertos.
Hay lugares que están marcados por el destino, pero entonces yo aún no lo sabía. No sabía tampoco que en 1761 vería alzarse el Colegio de Cirugía, según un proyecto de Ventura Rodríguez que se debía a Carlos III y a Pere Virgili, el médico personal de Fernando VI. No podía saber que más tarde estaría allí la Real Academia de Medicina y Cirugía. No sabía aún —ni podía saberlo— que los barceloneses de hoy pasarían tantas veces ante sus puertas, frente a la entrada de la vieja biblioteca Central, en el que fue Hospital de la Santa Cruz.
No, yo entonces no podía saber eso.
Sólo sabía que me estaba muriendo. Y que me miraba una cara sin tiempo, venida del otro mundo.
Una voz casi inaudible susurró:
—Van a volver pronto.
No contesté. ¿Para qué? Lo sabía.
—Han ido a buscar al obispo, pero luego dejarán que mueras.
También lo sabía. ¿Por qué me lo contaba aquel fantasma? Su cabellera blanca le llegaba hasta los hombros, y sus ropas negras, manchadas de no sabía qué, exhalaban un olor insoportable, más insoportable que todos los hedores de las fosas de la ciudad. Su aliento también apestaba. Pese a la atrocidad de mi dolor, que hacía que me olvidara de todo, tuve en aquel momento una sensación de pesadilla.
Musitó:
—¿Sabes quién soy?
No me molesté en negar. No hice un movimiento. En aquel momento no podía importarme quién era.
—¿Sabes qué hacen con los muertos?
Negué por primera vez.
—Comprenderás que aquí muere gente. O quedan restos descuartizados. Aquí hay cadáveres. ¿Y qué hacen con ellos?
Tampoco me moví. Nada me importaba.
—Yo me los llevo —murmuró.
Ahora entendía su hedor, ahora entendía las manchas casi podridas de sus ropas.
—Alguien tiene que hacerlo —me atreví a susurrar.
—Pero es que a mí me pagan.
—A los sepultureros se les paga —musité, intentando pensar en algo que no fuera mi terrible dolor.
—No es eso. La Inquisición no me paga nada. Son los físicos del Hospital de la Santa Cruz.
—¿Por qué?
—Para estudiar los cadáveres. Los diseccionan. Por cada cuerpo nuevo me dan algo, y así el Tribunal no tiene que preocuparse de sepultarlos. Los muertos también dan dinero, aunque tú no lo imagines. Tú eres demasiado joven para saberlo.
Hice una mueca.
¿Demasiado joven?
¿Quién podía conocer mi edad? ¿La sabía yo mismo? ¿Sabía en qué año llegué desde el fondo del tiempo?
El hombre se acercó un poco más.
Su hedor se hacía insoportable, y eso que yo estaba en una habitación creada para los muertos.
—Te he dicho que me pagan dinero.
—¿Y qué tienen los cadáveres que salen de aquí? ¿Son distintos de los otros?
—Claro que son distintos. Los que mueren en el tormento están descoyuntados, y eso permite a los físicos estudiar los casos más extraños. Yo me ocupo de cargarlos en mi carreta y llevarlos al pudridero del Hospital de la Santa Cruz. Allí acaban enterrándolos, pero antes se estudia con ellos. Si yo no hiciera este sucio trabajo, los físicos no aprenderían.
—Pero yo todavía no estoy muerto. No sirvo.
La propia debilidad que sentía al haber perdido tanta sangre me sumía en una inconsciencia casi total. Mi mente estaba paralizada. El dolor, a pesar de lo terrible que era, se estaba diluyendo en el aire.
Entonces el fantasma susurró:
—Los físicos me pagarán mucho más por un torturado que todavía esté vivo. Quieren ensayar sistemas de curación que en el hospital no les permiten. De ese modo, si el torturado muere, nadie les pide cuentas.
Cerré los ojos sin entender nada. A cada momento me sentía más débil y más fuera de mí mismo. No comprendía qué había venido a buscar el señor de los Muertos.
—No te creas que me gusta ser sepulturero —dijo—, lo hago para ayudar a los físicos. Me ocupo de hacer desaparecer los miembros amputados del hospital y lo que queda de los cuerpos después de diseccionarlos. Ya podrás imaginar que junto al Hospital de la Santa Cruz hay un cementerio.
Lo sabía. Claro que sí. Había vivido lo bastante cerca para saberlo.
Pero no estaba preparado para oír lo que el otro musitó.
—Claro que junto al cementerio conocido hay un cementerio secreto. En realidad, toda Barcelona está repleta de tumbas de las que acaba no acordándose nadie. A veces, cuando hay epidemias, las casas se queman con los muertos dentro. Luego se edifica encima y nadie recuerda nada. Hay noches de bodas que se pasan a sólo cinco metros de un muerto.
Volví a cerrar los ojos.
—¿Y qué?…
—Voy a sacarte de aquí —susurró la voz—. Puede que no logre hacerlo porque tienes las púas clavadas en la espalda, pero si aflojo la rueda tal vez te será posible moverte. Claro que puedes morir en el camino. Puedes morir.
Le miré con repentina esperanza, aunque sin acabar de creer. Quizá lo que quería era someterme a un nuevo tormento que yo ignoraba, pero eso ya no tenía importancia. Cualquier cosa era mejor que el dolor insoportable al que estaba sometido, cualquier cosa era mejor que aquel gotear de mi sangre y aquella sensación de que mis huesos iban a estallar.
—¿Crees que me importa morir?
—Debes saber algo. Si nos atrapan, seremos ahorcados los dos por burlarnos de la Inquisición.
—La horca será un alivio.
—Me darán mucho dinero por tu cuerpo si logro llevarte al hospital. Nunca han tenido para sus ensayos a un torturado como tú.
Supuse que los físicos me torturarían todavía más, si lograba llegar vivo.
¿Pero qué importaba ya?
—No podrás conseguirlo —logré susurrar—. Éste es un Tribunal cerrado y guardado. Tiene que haber vigilantes al otro lado de la puerta.
—Claro que los hay, si lo sabré yo… Pero el torturador está ahora ocupado con otro detenido, y el secretario que lo anotaba todo ha ido en busca del obispo. No sé qué han pensado al verte así… Debes de ser un personaje importante para que se hayan molestado tanto.
—No soy un personaje importante. Sólo soy…
El dolor fue tan insoportable que lancé un grito y una imprecación. Hasta entonces habíamos hablado en catalán, en la lengua común, pero el fantasma me miró con asombro.
—Eso es hebreo —dijo.
—¿Qué…?
—Has dicho algo en hebreo: lo reconozco porque hay físicos y alquimistas que lo utilizan.
—Yo no sé nada de hebreo.
—Lo que no sabes es ni quién eres.
—¡Pues claro que no lo sabía ni lo había sabido nunca! ¿Qué conocía en realidad de mí? ¿De qué clase de mundo había venido?
Pero el otro continuó en voz muy baja:
—Los que realmente mandan aquí han ido en busca del obispo, y por eso tardarán en volver. Los guardianes que hay en el camino nos dejarán pasar si digo que estás muerto y tú logras parecerlo del todo.
—Pero…
—Para mí este trabajo es el más habitual del mundo, y todos están acostumbrados a verme por aquí. En el patio tengo el carro con los muertos. Si tú logras fingir bien, serás uno más camino del cementerio.
Soltó el seguro de la rueda, la aflojó y casi inmediatamente todo mi cuerpo se encogió como si lo hubiera movido un resorte, pero eso hizo aumentar el dolor y los hilillos de sangre. El señor de los Muertos, el que trataba con carroña cada día, se dio cuenta de que tenía que darse prisa porque yo estaba a punto de morir. Si alguien en Barcelona entendía de eso, era precisamente él.
—Tú no te muevas.
Me dejé llevar. Parecía mentira la fuerza sobrehumana que tenía aquel hombre con aspecto de haber cumplido los cien años. Me desclavó de las púas, y eso hizo aumentar el dolor de tal manera que lancé otra imprecación. El señor de los Muertos me miró con asombro mientras me sostenía.
—Eso es arameo.
Pero ¿qué sabía yo de arameo? ¿Y qué podía saber él? Para aumentar mi dolor, el tipo se estaba burlando.
No pude seguir pensando en eso.
Un terrible desgarro me hizo perder el sentido.
Quizá era lo que esperaba el fantasma, porque así podía manejarme mejor. Me sacó de la cama de hierro dejando tras de sí un río de sangre y me sujetó por los pelos, arrastrándome sobre el vientre. De ese modo se veía toda mi espalda y las horribles heridas, que seguían sangrando. Cualquiera que me viese así, arrastrado como una res acabada de sacrificar, se jugaría el alma a que yo estaba muerto. Mi falta de conciencia ayudó, porque no me daba cuenta de lo que estaban haciendo conmigo. En caso contrario, habría sido incapaz de fingir.
Detrás de la puerta había dos guardianes, pero estaban medio borrachos. Más tarde aprendería que la borrachera es el único remedio que permite a ciertas personas estar en contacto directo con el horror.
—¿Ya te llevas a los muertos, hijo de la gran puta?
—Hoy vienes antes.
Sin dejar de arrastrarme por el pelo, ahora con una sola mano, aquel personaje del otro mundo entregó una moneda a cada uno de los guardianes, que la aceptaron con la mayor naturalidad. Deduje que yo no era el primer muerto-vivo que el fantasma se llevaba de allí. Lo que no sabía era lo que iba a suceder cuando los torturadores me echasen en falta, pero comprendí que no me encontrarían aunque fuesen en busca del señor de los Muertos. El Hospital de la Santa Cruz debía de albergar tantos rincones ocultos que ni los de la Inquisición lograrían dominarlos.
Comprendí también por qué nos dejaban pasar rápido.
El hedor que se desprendía de aquel individuo era el de una auténtica fosa.
El viejo palacio tenía, y tiene, un patio, en cuyo centro se hallaba un carro con tres cadáveres. El «mío» iba a hacer cuatro. De los extremos de aquel carro se deslizaba tanta sangre que hasta empapaba el rabo del pobre asno que tiraba del vehículo. Fui materialmente arrojado sobre los otros muertos, pero siempre con la espalda al aire, porque de lo contrario el contacto con aquella podredumbre me habría matado antes de llegar al hospital. En el aire del patio, que hoy es lugar de cultura y recogimiento, flotaban miles de moscas cebadas como lechones.
Por suerte, seguía casi inconsciente.
Apenas me daba cuenta de nada.
—Sal pronto de aquí, rata asquerosa.
Estaban abriendo la puerta. Sobre los cuerpos fue posada entonces una lona, para que los ciudadanos libres de Barcelona no viesen tanta podredumbre, pero ese disimulo no servía para nada. Un hilillo de sangre marcaba la ruta del carro, del que todo el mundo se apartaba debido a su siniestro olor.
Y así llegamos, después de atravesar la muralla de la Rambla, al Hospital de la Santa Cruz.
En aquel tiempo era el más hermoso y moderno de Barcelona.
El hospital había empezado a levantarse en 1401, iniciándose por la nave de levante. Hasta entonces, los hospitales barceloneses habían dependido de la caridad pública, en parte de la municipal y en parte de la de la Iglesia, lo que planteaba frecuentes conflictos de competencias. Durante esos conflictos, supongo, nadie se molestaba en contar los muertos. Fue en 1401 cuando el Consejo de Ciento nombró una comisión para negociar con la Iglesia, y se decidió unificar los diversos hospitales en uno solo, que estaría instalado en la Casa deis Malalts d’en Colom, lo cual no era ninguna garantía, pues la Casa deis Malalts había sido antes un centro de leprosos.
Cuando yo fui ingresado en el hospital —que no estaba lejos del prostíbulo donde había nacido— el edificio distaba mucho de ofrecer un aspecto respetable. Todo estaba en obras, puesto que no se unificarían las fachadas hasta el siglo XVIII, y por lo tanto aquel antro aparecía por el momento cargado de rincones, no todos los cuales eran conocidos. Existía un cementerio de pequeñas dimensiones, unas salas de reposo —donde siglos más tarde se instalaría la mejor biblioteca de la ciudad— y otros departamentos más pequeños donde no imperaba más que la muerte. Al ser un hospital gratuito se admitían toda clase de experimentos, pero no de una manera legal. La medicina oficial, al contrario —y por lo que yo sabía— estaba muy reglada. Pócimas preparadas en la gran farmacia —y que en principio servían para todo—, sangrías, ayuno, sanguijuelas, oración y reposo. Esos eran los grandes remedios. Las naves donde luego se amontonarían los libros estaban llenas de camas desde las que se contemplaba el Más Allá. Había una parte visible del hospital que era rutinaria, esperanzadora y sobre todo santa.
Pero la gran cantidad de despojos humanos que producía aquel sitio había atraído a sepultureros, ladrones, alquimistas y físicos no reconocidos que llegaban desde todos los rincones de Europa. Allí, en las dependencias contiguas a las fosas, y que escapaban al control del hospital, se troceaban cadáveres, se diseccionaban tejidos y se arrancaban los fetos de las madres muertas sin que nadie se preocupase de si el feto estaba vivo o no. Todo servía para los experimentos, efectuados a veces por auténticos rufianes y a veces por los científicos más importantes de Europa, fugitivos de sus países en guerra y a los que nadie daba plaza en el hospital. Los muertos de esos arrabales no eran contados en ninguna parte, y por eso existían unas enormes sentinas donde eran lanzados los cadáveres. Cuerpos enteros —que quizá no habían exhalado aún su último suspiro— eran también arrojados allí.
La ciencia avanzaba entre podredumbre, sangre, aullidos de dolor, gusanos y oraciones al Altísimo. Era el único medio de que la ciencia medieval avanzase, porque cada muerto dejaba una lección que al muerto no le servía de nada, pero que alguien, quizá un físico francés, un judío o un eslavo, aprendía para siempre.
Puesto que yo era un cuerpo ilegal obtenido mediante soborno, fui entregado enseguida a un grupo de cirujanos militares que habían logrado salvar sus vidas en lejanas batallas contra los serbios, los vikingos o los turcos. Toda una chusma internacional se había congregado allí, al amparo del dinero de la gran ciudad, queriendo dejar de ser chusma. El «equipo» que me compró constaba de tres cirujanos daneses, que eran en realidad tres amputadores. Siguiendo la norma sagrada de las batallas, cada miembro infectado o cuyo olor delatase ya la podredumbre era separado del resto del cuerpo mediante una sierra, conteniendo la hemorragia con un torniquete. Aquellos físicos mejoraban su técnica cortando los miembros de los muertos, pero de vez en cuando necesitaban un vivo, que les era negado sistemáticamente. En este caso el vivo era yo, y querían probar si podían salvarme.
La suciedad era espantosa y la única medida higiénica consistía en baldes de agua lanzados sobre las mesas llenas de vísceras y sangre. Pero aquellos médicos extranjeros estaban descubriendo algo asombroso, y era que en los miembros donde anidaban gusanos y se criaban ciertos hongos se daban a veces curaciones inexplicables. Los cirujanos hablaban de esos hongos con una especie de respeto, aunque no había base científica que avalase nada, y por eso la suciedad no les repelía. Sobre las mesas, entre la sangre y el agua, había a veces excrementos humanos.
Todo aquel mundo anexo al hospital, pero oficialmente desconocido —y al cual eran entregados los cadáveres—, fue mi mundo durante dos semanas, las que necesité para volver a caminar encorvado como un mono. Tuve la inmensa suerte de que me tomase a su cargo un cirujano de guerra judío, quien había desobedecido la orden de expulsión y por tanto vivía escondido, aunque a veces, de noche, se aventuraba por los callejones del Cali. Él comprendió enseguida dos cosas: que yo era un joven fundamentalmente sano y que las salvajes heridas de mi espalda se llenarían enseguida de gusanos. Había aprendido esa técnica en las galeras, donde las marcas de los latigazos eran muy parecidas a las mías.
Lo primero que hizo fue comprobar que mis articulaciones, más o menos, estaban en su sitio, y que la rueda no me había destrozado por completo. Luego se ocupó de las heridas de mi espalda, advirtiéndome que sufriría mucho y que no tenía la menor garantía de curación. «Claro —añadió, señalándome con el mentón las naves del hospital— que tampoco la tienes aquí dentro.» Su técnica consistía en quemar azufre directamente sobre las heridas, aplicando más tarde una pomada que, al parecer, era de su invención. Yo no tenía la menor idea de que aquella pomada estaba hecha con grasa de cadáveres, preferentemente femeninos porque despedían una cremosidad más suave. «De la mujer se aprovecha todo —me llegó a decir más adelante—, en especial de la matriz que ha contenido hace poco un feto.»
Aquel hombre no había oído hablar jamás de las células-madre y murió sin sospechar que, de algún modo, estaba en el buen camino. Lo que sabía con certeza era que la medicina no avanza si no es sobre los cuerpos de las víctimas.
Varias veces me desmayé en las curas. El azufre ardiendo sobre las heridas era mucho peor que los tormentos de la Inquisición. No entiendo cómo pude resistirlo, porque otros dos que estaban a mi lado en parecida situación murieron, uno de ellos completamente loco. Suerte tuve de que la crema de cadáver femenino que me aplicaron luego resultó ser casi refrescante, y más todavía la capa de barro que me añadieron encima.
Durante días me mantuvieron en secreto en el depósito de cadáveres, que olía horriblemente y del cual la administración del hospital se desentendía. Sólo unos sacerdotes se ocupaban de los cuerpos que eran reclamados por las familias, siempre y cuando quisieran enterrarlos por el rito católico. Los demás, entre ellos los musulmanes y judíos, no merecían la menor atención.
Cada día me repetían el tratamiento.
Eran arrojados sobre mi espalda algunos baldes de agua, se me limpiaba el ungüento y a continuación el azufre era vuelto a quemar sobre las heridas, produciéndome un dolor que estaba más allá de la muerte. Esa operación se repitió tres veces, y luego volví a ser depositado con la espalda al aire, bañado en grasa animal y en barro. Se me alimentaba con sorbos de agua y una escudilla de sopa que el físico me tenía que dar cucharada a cucharada, pues no podía incorporarme ni mover los brazos.
Durante todo ese tiempo horrible supe que me buscaban. Supe que El Otro investigaría en burdeles, chamizos, leproserías e incluso fosas de muertos. Y fue admitido en las dependencias del Hospital de la Santa Cruz. En las dependencias oficiales, pero no en las secretas. Aquél era otro mundo, un mundo infernal y remoto. Las leyes que regían para los vivos no regían para los muertos.
En mis delirios pensé que tanto sufrimiento no me serviría de nada. Que El Otro me capturaría y me enviaría de nuevo al Tribunal de la Inquisición. Pero tuve suerte en eso y en otra cosa.
El físico, tras ver mi heridas en carne viva, susurró:
—Están naciendo hongos en tu carne. Los físicos del hospital dirían que estás perdido, pero yo digo que tal vez puedas salvarte. He visto muchos casos en que los hongos regeneran los tejidos. Aunque no quiero decir eso en público, porque tal vez me acusarían de hereje y me enviarían a la hoguera.
Tuvo razón.
Fue acusado de hereje por explicar sus creencias a uno de los jefes del hospital y tuvo que huir de Barcelona. Y mis heridas cicatrizaron. Aunque con el cuerpo encorvado, sin poder mover todavía las articulaciones bien, se me dijo que podía irme. Los anatomistas destructores de cadáveres me habían comprado, pero no querían hacer más experimentos conmigo. Y encima vi que en sus rostros había satisfacción y hasta bondad. Mil veces he pensado luego que lo que de verdad une a los humanos es el orgullo por el trabajo bien hecho, y que ese orgullo puede santificar a un médico.
De todos modos, el judío que luego sería un fugitivo más me dijo:
—Yo apenas he hecho nada. Lo increíble es la reserva de vida que tienes; no entiendo de qué estas construido ni cómo puedes seguir viviendo. Si llego a viejo, tal vez lo pueda averiguar.
No sé si llegó a viejo.
Y no creo que lo averiguara nunca.
Pero yo volví a pie al único sitio donde me podía considerar razonablemente seguro: la viejísima iglesia románica del Coll. Caminando de noche para que nadie me llegase a ver, inicié la ascensión de los campos yermos que empezaban a poca distancia de la puerta de Canaletas, llegué hasta aquella población llamada Gracia, tan celosa de su territorio, y la dejé atrás. Otra vez los caminos entre las suaves colinas, otra vez la hondonada llamada Vallcarca, otra vez las sendas que conducían por un lado a la iglesia del Coll y por otro a Penitentes, a las cuevas de los eremitas.
Me parecía que el mundo había girado cien veces desde mi partida.
Pero allí todo estaba igual.
La iglesia donde apenas cabían los fieles. Los montes donde se perdían las cabras. La visión remota de Barcelona en sus murallas. Los amos de la tierra. Y la niña, la niña de ojos perdidos que no podía decir las cosas del hijo al padre ni al padre las cosas del hijo.
Fue allí donde cometí mi crimen.