La cama de hierro
Me parece haber dicho que hubo dos circunstancias que lo cambiaron todo entre la calma y el olvido de Nuestra Señora del Coll: mi visita al Tribunal de la Inquisición y el conocimiento de una niña que quería morir.
No sé decir cuál de las dos fue más importante, pero empezaré por la visita a la Inquisición porque fue lo que sucedió antes. La visita me la exigió el párroco, dado que necesitaba completar sus archivos y yo era el único que sabía leer, y además conocía todos los hechos históricos que me plantearan. De modo que me dio una carta de recomendación, un pedazo de pan, unos gramos de tocino y me despachó con estas palabras:
—Tú comes poco, así que no te vas a morir de hambre. En cuanto a agua, por el camino encontrarás toda la que quieras.
En efecto, la llanura barcelonesa estaba surcada de regueros y torrentes que bajaban de la montaña, y muchas veces se construían casas y calles sobre los cursos de agua. Más tarde, en la lejanía de un tiempo que aún estaba perdido en las brumas, yo asistiría, por ejemplo, a la construcción de la Rambla de Cataluña sobre la riera de Malla. Pero entonces era algo que no podía ni imaginar.
Era un riesgo introducirme de nuevo en la Barcelona amurallada con un rostro que no había cambiado en absoluto, mas necesitaba obedecer para no ganarme la desconfianza del párroco. Y no me quedó más remedio que andar por un larguísimo camino hacia la calle de los Condes, donde estaba el Tribunal de la Inquisición. O mejor dicho, aún no estaba oficialmente allí. Una de las sedes más siniestras que se han dado en la Historia no tuvo como centro las dependencias del Palacio Real hasta el siglo siguiente, pero entonces se hacían ya allí muchos interrogatorios. Los locales estaban junto al salón del Tinell y destacaban en ellos unos arcos semicirculares que con los años fueron de los pocos elementos arquitectónicos que se conservaron. Toda la parte del palacio asignada a la Inquisición era lóbrega y siniestra, y tenía entrada directa por la calle de los Condes mediante una puerta que luego, con los años, vi sustituir por una sólida reja. Lo que no ha cambiado es el escudo que está sobre esa puerta y que ahora distingue el Museo Mares. Con el transcurrir de los siglos he vuelto allí para disfrutar de las obras de arte, y al observar las caras de los otros visitantes veo que no saben que entre las mismas piedras se escucharon acusaciones atroces, gritos de dolor y condenas a la hoguera. Me maravilla encontrarme en el museo con damas de la buena sociedad que necesitan una ración de cultura para sus tertulias y con viejecitas que hablan entre susurros, como si no se atrevieran a perturbar la paz secreta de los muertos.
Bien, pues por aquel entonces el Santo Oficio aún no tenía la sede oficial en aquel lugar, pero funcionaba. Me introduje en la ciudad por la Puerta del Ángel, donde antes tenía lugar el mercado de esclavos, y vi el de la plaza del Pino, que estaba tan vivo como antes de que yo abandonase Barcelona y en cuyas cercanías había bebido la sangre de las reses. Me di cuenta de que ahora estaba en una ciudad más rica, con más comercios y con los talleres de los gremios mucho mejor instalados, aunque se seguía trabajando en la calle. Había gentes mejor vestidas, pero el aire seguía siendo espeso y maloliente porque las calles eran tan estrechas como antes, y encima había aumentado la población. Barcelona se ahogaba, y empezaba a hablarse de construir pisos por encima de las calles, de forma que éstas se convirtieran en una especie de túnel. Al mismo tiempo se iban alzando nuevas edificaciones por la parte del Riego Condal, de modo que dudo que alguien supiera la cantidad de habitantes que entonces tenía Barcelona. Más allá de las murallas, en el Raval, donde yo había vivido, ya se amontonaba una verdadera multitud.
Pero el miedo que yo tenía era a que me reconociesen, por lo cual llevaba un sombrero que me tapaba en parte la cara, vana precaución, porque cada uno iba a lo suyo y, como seguiría sucediendo siglos más tarde, nadie se fijaba en nadie.
Una vez en el Tribunal, me presenté ante el secretario, que no mostró el menor interés por mí a pesar de que yo le hablaba en correcto latín. Me dijo que me esperara y fui recluido en una sala donde había dos largos bancos de piedra y más de diez personas en mi misma situación. Por el momento no supe qué hacían allí, pero pronto me di cuenta, con temor, de que estaban todos citados para sufrir un primer interrogatorio. Ante la Inquisición se presentaban muchos casos dudosos, generalmente por denuncias, y no era extraño que hubiese un interrogatorio preliminar sin la presencia de los verdugos y los expertos en tortura. Todo tenía un cierto aire civilizado, incluso culto, porque enseguida me percaté de que los reunidos allí eran gentes de una cierta enjundia. La Inquisición nunca interrogaba a los simples, a los que se limitaban a repetir la palabra de Dios, sino a los que juzgaban esa palabra. En mi país, ésa ha sido siempre una constante, sin que nada la haya hecho variar: todo aquel que piensa es sospechoso. Lo mejor es decir a todo que sí y aclamar al que manda.
Uno de los que se encontraban a la espera, por ejemplo, era cirujano, pero había estado años en las galeras del Rey como sospechoso de pirata sarraceno. Relataba con voz triste y monótona la suerte de los remeros, que estaban encadenados a los bancos y tenían que hacer sus necesidades en ellos, de manera que el fondo de cada buque destilaba podredumbre y era reconocido por el olor a millas de distancia. No había nada más sucio en el mundo, decía aquel hombre, que una galera, ni nada más dado a infecciones, por pequeñas que fuesen las heridas. En éstas llegaban a nacer gusanos, pero lo asombroso, decía el cirujano, era que las heridas con gusanos se curaban más que las otras, porque éstos se comían la parte podrida y dejaban la parte sana. Yo me sentía mareado sólo oyendo sus palabras. Y además, cuando había un incendio, los remeros no eran liberados, sino que morían abrasados vivos. Otras veces, si caían prisioneros, se les eliminaba de una forma rápida e higiénica: atados en masa en la playa, de modo que no pudieran nadar, eran arrastrados mar adentro por la galera vencedora hasta que se ahogaban en el fondo de las aguas.
Las personas que han recorrido el mundo necesitan ser escuchadas, y aquel antiguo cirujano no hacía más que hablar. Pero lo más horrible para mí fue cuando empezó a narrar operaciones en el cráneo. Decía que en la trepanación estaba la cirugía más ejemplar, pues ya los antiguos egipcios la practicaban, y que él sabía dónde horadar exactamente sin necesidad de alzar toda la tapa de los sesos. Con un solo golpe o un agujero, en los casos más rebeldes, descubría dónde estaban los humores maléficos, arrancaba o limpiaba una pequeña parte de los sesos y luego la volvía a tapar. El único inconveniente —reconocía— era que a veces los operados olvidaban su nombre, no conocían a sus compañeros o, sencillamente, se volvían locos. Yo no tenía idea entonces de que cada parte del cerebro regula una facultad distinta, mas aquel hombre las recitaba con una precisión absoluta, como yo mucho más tarde descubriría oyendo a otros médicos. Puedo jurar que desde entonces han mejorado los instrumentos y los métodos, pero que todas las ideas madre están ya en la medicina antigua, aunque los libros se han perdido y han muerto las voces de los que sabían explicarla.
Sin embargo, la brutalidad de aquellos relatos, las grandes carnicerías, las agonías interminables que fluían de la boca de aquel médico me producían a la vez náusea y horror. Él no sabía por qué iban a interrogarle, aunque parece ser que había hecho unas cuantas curaciones milagrosas y, por lo tanto, empezaba a tener fama de brujo. Mal asunto si ante la Inquisición demostrabas saber más de lo que sabía ella.
Otro de los citados era alquimista. Hoy se le llamaría químico con toda la amplitud de la palabra. Conocía las propiedades de la materia, sobre todo la orgánica, la que estaba relacionada con el carbono, de un modo que yo no podía ni imaginar. Tomé conciencia de que con aquellos hombres aprendía en pocas horas más que en toda mi vida, aunque yo no era consciente de lo que mi vida había durado.
Todo terminó de pronto.
En la sala entró un hombre vestido severamente y nos miró uno a uno con unos ojos helados y profundos que cortaban hasta los pensamientos. Naturalmente me miró a mí también, y me di cuenta de que me había reconocido al instante.
A la fuerza tenía que ser así.
El hombre que acababa de entrar era El Otro.
Ahora estaba en sus manos.
Supe en aquel instante que allí, en el palacio de la Inquisición, mi vida iba a terminar.
Habría podido decirse que El Otro iba vestido como un sacerdote, aunque no llevaba sotana. Aquella apariencia se la daban las ropas negras y cerradas hasta el cuello, el aire severo y su mirada glacial, que parecía la imagen de un Dios vengador. Iba peinado con el pelo muy corto, sin tonsura, y su rostro no había variado desde la primera vez que le vi. Al igual que yo mismo, El Otro tampoco parecía tener edad.
Se me quedó mirando un largo rato, como sorprendiéndose de que yo hubiera tenido la osadía de llegar hasta allí. Luego sonrió torcidamente, dándose cuenta de que me tenía en su poder. Y ante mi mirada interrogante susurró:
—Yo trabajo aquí.
Era lógico. ¿Dónde, sino en la Inquisición, iba a trabajar un individuo como él, cuya vocación era la muerte? Comprendí enseguida que me haría arrestar, me sometería al tormento en una de las salas interiores y reservaría lo que quedara de mi cuerpo para la hoguera del primer auto de fe.
Por primera vez en muchos años sentí miedo. Recordé que aquel tipo era el que había ahorcado a mi madre.
Pero en lugar de eso murmuró:
—Ven conmigo.
En algunas estancias el palacio de la Inquisición era incluso elegante, sobre todo el despacho al que fui conducido. Tenía muebles de sólida madera, sillones frailunos y, para evitar la desnudez de la piedra, unos tapices que a mí me parecieron de Flandes. Naturalmente, sobre la mesa había un gran crucifijo de marfil, que ya no me impresionaba —antes las cruces me daban miedo— porque estaba harto de verlos en las tumbas.
Se sentó al otro lado de la mesa y dijo con una calma gélida:
—Soy uno de los secretarios de la Inquisición, el más importante. No pronuncio condenas, pero soy el que decide en los interrogatorios hasta dónde llega la fe de las personas sospechosas.
Y añadió con la misma voz helada:
—Contigo no hay nada que decidir.
Esperé unos segundos sin saber qué pensar, consciente de que estaba perdido. Jamás saldría vivo de uno de los edificios más siniestros de Barcelona, y si salía vivo sería para ser transportado a la hoguera. El frío que reinaba en aquella estancia era espantoso, como si las piedras de las paredes hubieran sido arrancadas de los panteones una a una. El Otro volvió un poco la cabeza, dejando a la vista parte de su cuello, y me di cuenta de que algo brillaba sobre su piel. La finísima cadena que mi madre había llevado hasta el momento mismo de morir aún existía.
En sus ojos helados apareció el odio, pero tuve la extraña sensación de que le disgustaba ese sentimiento. De que estaba harto de tener que odiar. De que esperaba algo así como que yo me postrara y le besara los pies. Que gritara mi arrepentimiento desde el fondo de los siglos.
Porque dijo con voz opaca:
—Tú vienes desde el fondo de los siglos.
Noté de forma confusa que él había adivinado lo que quizá ni yo mismo sabía. Pregunté con una voz que no parecía la mía:
—¿Vengo del fondo de los siglos? ¿Por qué?
—Porque la Creación no ha terminado todavía.
La niña que quería morir tenía apenas once años; era pequeña, rubia, frágil, pero con las sugerentes formas de alguien que pronto será mujer. Tenía una cintura muy fina, unos senos ya insinuados pero duros —«será mamelluda», decían los entendidos del remoto barrio— y, sobre todo, unos labios carnosos y como dibujados a pincel tras los que asomaban unos dientes enteros y blanquísimos. «Eso —decía hasta el párroco— es un milagro de Dios», porque incluso las dentaduras jóvenes solían estar incompletas, eran oscuras y muchas veces cargadas de podredumbre. Los hombres la miraban y creían entonces en el milagro de Dios.
Aquella huérfana, recogida por caridad en la única casa rica del entorno, era la criada más insignificante de un hogar lleno de mujeres recelosas, altivas, orgullosas de su dinero ya que no podían sentir orgullo de nada más, mandonas y convencidas de que Dios da a cada uno su papel en la vida. Sólo dos hombres, el padre y el hijo, componían el personal masculino. El padre, el amo, propietario de grandes tierras pero también de un solo diente, entró una noche en el cubículo donde dormía la niña.
Le abrió las piernas con el gesto despectivo del que examina una pieza de ganado.
Ella gimió.
Un revés en la cara acabó con sus gemidos y le cubrió la boca de sangre.
Luego el hombre la penetró hondamente, todo lo hondamente que pudo, mientras ella contenía sus gritos y se estremecía de dolor.
El hombre se vació en ella con un grito de placer.
—Si quedas preñada del amo no esperes que yo reconozca al hijo, puerca —le advirtió él mientras recobraba la vertical apoyándose en los pechos de la niña.
La peor humillación para ella no fue la pérdida de su virginidad, el dolor, la sumisión, sino la sensación de que aquel hombre no daba la menor importancia a lo que acababa de hacer.
Como si acabara de vaciarse en una ternera.
—Sobre todo —dijo el amo mientras se abrochaba— no se lo cuentes a mi hijo.
El hombre que no sabía lo que era la muerte se retrepó en el sillón frailuno y dijo:
—No, la Creación no ha terminado todavía.
Permanecí en silencio.
Ignoraba lo que El Otro quería, aunque jamás podría ser bueno para mí.
Apreté los labios.
—El principio del Bien siempre luchará contra el principio del Mal —susurró El Otro—, y eso será así desde el principio hasta el final de los tiempos.
No me atreví a decirle que tal vez no existía la Creación, sino una serie de fuerzas cósmicas que habían evolucionado a través de los siglos y nos habían hecho evolucionar con ellas. No me atreví, sobre todo porque decir eso en el palacio de la Inquisición significaba la pena de muerte.
Existían en Barcelona algunas personas que creían en la evolución más que en la Creación, pero la mayor parte de esas personas estaban ya muertas. Es decir, no existían, sino que habían existido.
Me encogí de hombros. Al fin y al cabo, ¿podía soñar en salir vivo de allí?
—Dios —me dijo la persona que tenía sentada enfrente— completa la Creación mediante el Espíritu Santo, que no descansa jamás en su lucha contra el Mal, y que tiene un solo intérprete: el papado. Claro que, al mismo tiempo, el Mal, el Diablo, tampoco descansa nunca.
—Y ¿cómo lo hace? —me atreví a preguntar.
—Por medio de seres como tú. De auxiliares del Diablo. De hijos nacidos de su simiente secreta. De pequeños monstruos contra los que habrá que luchar hasta el último día del último Juicio. De seres que habrá que eliminar para que no difundan su semilla. No sé si has pensado alguna vez que siempre he tenido la sagrada obligación de matarte.
Me estremecí de nuevo, en mi pequeñez, ante El Otro, que en el fondo —ahora me daba cuenta— pertenecía a la misma especie que yo: la especie de los inmortales. Yo era un inmortal que muy pronto dejaría de serlo.
—Tengo que hacerlo —añadió con una sonrisa helada—, tengo que hacerlo para que en el mundo siga rigiendo el Bien.
La niña que quería morir supo que tenía el vientre ya maltrecho, pero seguía teniendo los dientes blancos. Su vientre estaba cada vez más maltrecho porque el amo la visitaba noche a noche, con creciente deseo, mientras presumía de que la Providencia le había dado la verga más poderosa de toda la comarca. Y debía de ser verdad, porque los dolores de la niña eran cada vez más atroces. Y el hombre repetía cada vez al descabalgarla:
—No se lo cuentes a mi hijo.
Podía habérselo contado a las mujeres de la familia, que eran legión —y todas propietarias de un modo u otro—, pero la niña que ansiaba morir sabía que habría acumulado el desprecio al dolor y la vergüenza. Lo único al parecer importante era que no lo supiese el heredero, es decir, el hijo.
Claro que todo lo malo puede empeorar, dice un viejo proverbio que luego aclamaron los científicos. El amo se cansó pronto del vientre de la niña, que había aprendido a no llorar y que con eso quizá causaba una decepción secreta al amo, así que buscó otra vía. Aunque la sodomía era pecado nefando y podía ser castigada con la muerte, nunca era tan mal vista si se ejercía discretamente de amo sobre esclava (no esclavo) y de amo sobre sirvienta (no sirviente). Y así fue como el hombre de un solo diente aprendió que la niña podía volver a llorar, lo que daba a las noches la emoción necesaria. A veces, el amo incluso tenía que taparle la boca.
La niña que quería morir volvió a sangrar.
Y el amo le hizo otra paternal advertencia:
—No se lo cuentes a mi hijo.
El Otro decidió que me encarcelasen en el propio palacio de la Inquisición, en el cual había yo entrado por donde hoy existe una verja. Era evidente que no tenía autoridad para hacer que me quemasen, puesto que para ello hacían falta todas las solemnidades de un proceso y un auto de fe, pero podía morir «accidentalmente» en el tormento. Y eso fue lo que decidió sin perder un minuto.
—Lo siento —dijo—, a mí me gustan las muertes rápidas.
No era una muerte rápida la que me esperaba, aunque tuviese que parecer accidental. Mientras yo era obligado a esperar en una de las dependencias del palacio, El Otro buscó dos testigos que me denunciaran por haberme visto efectuar ritos diabólicos. Con ese requisito ya tenía suficiente para interrogarme y para someterme al tormento.
Claro que él no iba a estar presente, no iba a rebajarse a eso. Él pertenecía a los cuerpos celestes de la doctrina, que mantienen siempre su dignidad porque no ven lo que la doctrina hace sufrir a los seres humanos. Los Papas no asisten a las torturas y las muertes, Dios no asiste a las torturas y las muertes, Dios sólo ES.
Uno de los verdugos me condujo al lecho de hierro, que consistía en un somier con púas de metal sobre las cuales era atado el ser humano que iba a lavar su conciencia. Pero éstas estaban colocadas en sentido ascendente, hacia la cabecera de la cama, de modo que no se te clavaban inmediatamente cuando eras tendido sobre ellas. El suplicio empezaba al funcionar la rueda.
Los pies del torturado estaban atados al eje de una rueda situada a los pies de la cama, que el ayudante del verdugo hacía girar hacia abajo. Como la víctima estaba también atada a la cabecera de la cama no sólo sufría la tortura del estiramiento de los músculos, sino que al deslizarse el cuerpo hacia abajo las púas de hierro se le clavaban hasta el fondo. Era casi imposible salir vivo de aquella máquina de torturar por muy poco tiempo que te tuviesen en ella.
Mientras me ataba por las muñecas y los tobillos el verdugo dijo:
—Más vale que confieses ahora.
El hombre del falo erecto, orgullo de la comarca, tuvo que ir a una feria de caballos que se celebraba en Vic, de forma que dejó sola a la huérfana que quería morir. Los caballos eran de gran clase, machos araneses que los tratantes traían a pie desde el Valle, sin montarlos, y a veces terminaban su ruta en la que había sido la Imperial Tarraco. Días y días a pie, procurando que el mejor aspecto correspondiera siempre a las bestias. El hombre del falo erecto no se esforzó tanto: fue a Vic en carro, aunque tardó dos días enteros, dos días con sus noches.
Ya la primera noche, la niña que quería morir fue visitada por el hijo, el heredero, orgullo y prez de todos los falos extramuros. Claro que la niña que quería morir no pudo compararlo con el del padre hasta que lo vio. El heredero, que ya tenía veinte años y conservaba al menos media dentadura, empezó por quejarse. Dijo que ser «hereu», la institución típica de la tierra catalana según la cual el hijo mayor se lo quedaba todo, era un auténtico castigo, y hasta la niña que quería morir lo entendió. Estaba obligado a vivir en la casa del padre llevando con su esfuerzo todas las propiedades, lo cual le convertía, al fin y al cabo, en un esclavo de la tierra. Pero no sólo eso: tendría que dotar a todas las hermanas cuando se casasen, y si llega a tener hermanos les habría tenido que dar profesión u oficio. Claro que el hijo del dueño no se quejaba de eso, sino de lo peor: tener que estar sometido siempre a su padre y su madre, hasta que murieran. Ellos eran los verdaderos amos, ellos ejercían una tiranía discreta y constante, de sumisión y besamanos, de verdaderos reyes. Claro que gracias al hereu, las propiedades catalanas no se fragmentaban y eran rentables, mientras que en algunos reinos como el de Galicia (había oído decir a los segadores de temporada) todo se repartía y era improductivo, de tal modo —ilustró a la niña— que si había una vaca y cinco hermanos, a cada uno de ellos le correspondía, por decirlo así, un quinto de vaca. Cada pueblo tiene su lógica, pero —añadía— la lógica no siempre es buena.
La niña que quería morir aprendía rápidamente.
La lógica era mala, por ejemplo, cuando el padre tenía derecho a ejercer su poder sobre todas las personas del servicio olvidando a los demás, que también tenían necesidades y deseos. A la niña no se la consideraba una mujer, sino un objeto. Y con los objetos no se peca. Así que él procuraría hacer algo distinto para no imitar en todo al padre, y se mostró maravillado —lo estaba ya antes— de que la niña que ansiaba morir tuviera todos los dientes: era preciso buscar la fuerza de la vida en ese espacio providencial de los dientes. Y entonces le mostró que la familia podía estar contenta de sus atributos, no sólo de sus tierras, y la niña que quería morir se sintió ahogada. Y volvió a llorar y a escupir. Semen, dolor e impotencia.
—Más vale que confieses ahora. Y lo hice. ¿Por qué negar que adoraba al diablo si, según El Otro, el poderoso, el sabio, yo era hijo del diablo? Pedí que se tomara nota de mi confesión, lo cual no estaba previsto por El Otro, quien contaba con que yo iba a morir en el tormento. La confesión requería unas ciertas solemnidades, entre ellas un escribano para anotar que mis palabras eran voluntarias y que no se me había torturado, lo cual significaba de momento una garantía para mi vida. De forma que confesé, y además lo hice con una cierta solvencia moral, puesto que sabía que no iba a perjudicar a nadie.
Lo primero que tenía que hacer era examinarme a mí mismo. ¿Madre? Una esclava prostituta. ¿Circunstancias de mi nacimiento? Era posible que hubiese intervenido alguien que estaba por encima de las leyes del mundo. ¿Mi edad? No la sabía, aunque tal vez me aproximara a los treinta años: de hecho, como apenas había cambiado físicamente, no tenía nada que me sirviera de referencia. Si asegurara tener veinte años, iban a creerme; según como me vestía, parecía más joven o más viejo, y eso lo utilizaba a veces para que no me reconocieran. En los sitios que yo frecuentaba no había espejos ni nada donde se reflejara mi imagen: a duras penas la veía reflejada en las charcas. Pero me daba cuenta de que podía parecer atractivo, y de que mi cultura, muy superior a la normal, podía convertirme incluso en un hombre deseable. Y nada más. Yo apenas podía contar nada de mí mismo.
Eso era suficiente para que me sometieran al tormento (si no tenía una historia lógica, podía tener una historia sobrenatural), así que me inventé una biografía: criado de prostíbulo, hijo de una prostituta y un desconocido. De hecho, había centenares como yo, y además, en cierta forma, estaba diciendo la verdad. Otra cosa era mi dimensión moral.
¿Cuál era mi dimensión moral?
Quizá no me lo había preguntado nunca. Yo era un perseguido, y como tal tenía derecho a acumular odio, aunque fue en aquel momento cuando me di cuenta de que nunca había analizado mis estados de conciencia. ¿Estaba destinado al Mal? ¿Era justamente como había dicho El Otro? ¿Era un engendro del diablo?
¿Me obligaba eso a no tener conciencia?
Me di cuenta de que no era así. Me di cuenta de que conocía el Bien y conocía el Mal. Si el Diablo estaba en mi origen, el Diablo conocía el Bien y conocía el Mal. En realidad, con el Mal dignificaba el Bien, como el Bien no lo sería si no existiera el Mal. Llegué a la conclusión —en la que hasta entonces no había pensado— de que el Diablo es un sabio creador de ambigüedades, y por tanto es también un creador de hombres. De que la Creación es una obra conjunta que no ha terminado (El Otro mismo me lo había dicho) y en la que cada hombre sigue participando con su granito de sal.
Yo mismo no sabía qué estaba pensando.
Pero no era tan sencillo.
Del mismo modo en que contribuimos a formar una ciudad, contribuimos a formar una conciencia.
Me pregunté si esa conciencia me había sido obligatoriamente dada.
Llegué a la conclusión de que no. De que yo mismo podía contribuir a fabricarla. Y de que quizá el Diablo, al fin y al cabo otro perseguido, era más tolerante conmigo de lo que podía serlo Dios.
Pero eso no podía decirlo en confesión.
—En realidad no confiesa nada —dijo el escribano—. Nos hace perder el tiempo.
Era la señal para que me forzasen a hablar, y yo sabía muy bien lo que eso significaba.
Bastó una orden seca para que me atasen desnudo sobre la cama de hierro.