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La mujer que creía en el tiempo

—Las actas están aquí —dijo Marta Vives mientras se estiraba suavemente la falda sobre sus sólidas rodillas de atleta—; son copias autentificadas de los archivos de la Inquisición. Las obtuve cuando fui la semana pasada a Madrid, a hacer aquel informe en la Dirección General de Registros.

Marcos Solana no les prestó atención. Las copias estaban allí ocupando parte de la mesa —demasiada parte de la mesa, pensaba— cuando otros temas más urgentes necesitaban aquel espacio. El interés de Marta Vives por la Edad Media empezaba a hacerse ridículo.

Claro que muchas veces los conocimientos de Marta le eran de utilidad. Edificios caros de Barcelona estaban aún sometidos al censo enfitéutico según el cual, en otro tiempo en el que aún se creía en la eternidad del Señor, un terreno era cedido sin precio alguno para que el adquirente lo labrara o edificase en él, sin más beneficio para el cedente que una pequeña renta pagada al menos una vez cada treinta años y un porcentaje del valor de la venta o la herencia cuando el terreno se heredaba o se vendía. Como con el tiempo se habían edificado calles enteras sobre aquellos terrenos, ahora cada traspaso o cada herencia significaban una fortuna. Barcelona no habría crecido —pensaba Marcos Solana— sin el censo enfitéutico y sus enormes complicaciones urbanas.

Claro que eso correspondía a una época lejanísima en la que había más terrenos que hombres. Casi no podía ni concebirla.

Y Marta Vives le ayudaba en eso porque conocía la historia de todo, en especial la historia de las viejas familias. Pero ahora tenían otras cosas que hacer, aparte de dedicarse a los viejos legajos de la Inquisición. Marta pareció adivinar sus pensamientos porque se justificó:

—Conseguí esos papeles entre dos gestiones, en un momento que me quedaba libre. No retrasé para nada lo que me habías encargado.

Marcos trató de sonreír. Le costó. Se nota que un abogado es veterano cuando va perdiendo la sonrisa.

—De todas formas, no sé qué interés puede tener todo eso —dijo—. Son papeles que sólo se buscan para una tesis doctoral o para escribir un libro.

—Te equivocas —aclaró Marta.

—Pues ¿para qué?

—¿Recuerdas que cuando se adjudicó aquella cruz medieval a nuestros clientes, no hace mucho, me dijiste que había sido sacada del sepulcro de una mujer asesinada?

—Claro.

—La mujer asesinada se llamaba Vives, como yo. Yo soy Vives por parte de padre y por parte de madre. Existía una posibilidad de que aquella mujer de la tumba profanada fuese una antepasada mía.

—Y decidiste averiguar.

—Sí.

Marcos Solana paseó sus ojos por el paisaje que se extendía más allá de la ventana. Como tenía el despacho en un ático de la Vía Layetana, vislumbraba las torres de la catedral, las de Santa María del Mar, la cúpula de la Generalitat, los tejados del barrio viejo, donde antes hubo palomares y ropa tendida y ahora había alguna habitación ilegal y algún viejo decidido a morirse al sol. La Vía Layetana había destripado casas, enterrado recuerdos, sepultado por dos veces a los muertos, pero eso había ocurrido en una época lejanísima, cuando ni los abuelos de Marcos Solana tenían proyectado conocerse. De modo que el abogado era consciente de vivir sobre una ciudad sepultada, aunque a veces, cuando sonaba el maravilloso carillón de la Generalitat, le parecía una sepultura digna de la Historia.

—Así que crees que la mujer que tenía esa cruz en su tumba pudo ser una antepasada tuya.

—No digo que lo crea. Sólo digo que existe la posibilidad.

—Y ya que estás en ello, quizá la mujer que fue quemada viva en Madrid, junto con el párroco de Sant Pau del Camp, también podía serlo —añadió Marcos, algo irónico.

—Reconocerás que no es imposible.

Marcos Solana se encogió de hombros. La mayor parte de los abogados que ganan dinero se dedican a la constitución de sociedades, fantasmas o no, y a las transacciones inmobiliarias, lo que les da un gran sentido de la actualidad y hace que su mundo suela empezar en los años ochenta, cuando se comenzaron a utilizar los primeros ordenadores. Pero él era un abogado de viejas familias con estirpes ancladas en la Edad Media y vivía entre archivos, panteones y hechos que habían acontecido alguna vez en el transcurso de los siglos. La actualidad, pues, no era más que el resultado de mil pasados distintos, y eso hacía que Marcos Solana no fuera exactamente un abogado como los otros, aunque a veces sentía vértigo.

Años antes, cuando él, muy joven, empezó a trabajar para las viejas familias y, por tanto, se encontró con los censos enfitéuticos, había un procurador que lo sabía todo y conocía cualquier antecedente, como si el Registro de la Propiedad lo hubiese creado él. Se llamaba Bernardino Martorell y tenía en la calle de la Diputación un despacho más bien fúnebre. Pero una vez muerto Martorell, resultaba muy difícil encontrar personas que supieran moverse entre los papeles sepultados siglos atrás. Una de esas personas era Marta Vives, aunque últimamente se estaba obsesionando con las viejas historias. Y obsesionarse es malo.

—No tendrás tiempo para tantas cosas —le dijo Marcos Solana.

Y dejó de mirar el paisaje, las viejas torres, para mirar las firmes piernas de Marta Vives, piernas de atleta, de campeona. Pero sobre aquellas piernas, Marcos Solana lo ignoraba todo. Quizá alguien las acariciaba, quizá alguien las mordía en secreto o buscaba con la lengua su hueco final. El abogado ignoraba si aquella mujer cargada de historias tenía historia.

—Dormiré menos horas —contestó ella—, pero no te preocupes, porque todo el trabajo del despacho saldrá a su tiempo.

—Me temo que hará falta, Marta. Por si no tuviéramos bastantes asuntos civiles entre manos, me ha caído encima un asunto criminal. No me ha quedado más remedio que aceptarlo porque viene de un viejo cliente que quiere que me constituya en acusador privado. De ese modo me acabarán pasando todos los datos del sumario por el caso de aquella mujer estrangulada en una casa de Vallvidrera y junto a la cual apareció un hombre salvajemente muerto por arma blanca. Es un caso sobre el que se han hecho incluso reportajes de televisión, o sea que a cualquier abogado sediento de fama le encantaría. Pero yo odio la fama. No haré declaraciones, y apareceré en público lo menos posible. Lo digo por si algún periodista me telefonea. Dale cualquier excusa para que no insista. No quiero que nada me distraiga de mi auténtico trabajo.

—Pues claro que sí —dijo Marta—. Lo haré al pie de la letra. Pero ¿quién es el cliente?

—Un banquero que tiene varias lujosas fincas en los alrededores del lugar del crimen. Le interesa que todo se aclare para que las propiedades no pierdan valor y para que yo, como parte en el juicio, pueda entrevistarme con la policía si hace falta, disipando rumores. Ya sabes: los suelos urbanizables necesitan mejor fama que las personas. Pero aquí hay algo extraño.

Marta Vives apenas volvió la cabeza para mirarle.

—¿Qué? —preguntó.

—El banquero, cuando me recibió en su despacho, tenía sobre su mesa varios retratos lujosamente enmarcados. Retratos políticos, claro. Uno de ellos dedicado por el Rey; otro, curiosamente, dedicado por Franco. Los banqueros nunca se enfadan con la Historia. Pero había también algún retrato de familia, naturalmente. Por ejemplo, el de unos niños sonrosados que ahora deben de ser, por lo menos, interventores de cuentas. O el de una señorita de muy buen ver que ahora, muchas veces mamá, ya no debe ni poder subir las escaleras del Liceo. O la de un grupo de caballeros que debían de ser, seguro que sí, un consejo de administración. Me di cuenta de que entre ellos había un hombre con una cara muy joven, con una cara inexpresiva, como sin tiempo. O yo estoy loco o esa cara la había visto antes alguna vez. Y en algún lugar que no me cuadra.

—¿Y por qué no se lo preguntaste? —susurró Marta Vives.

—Porque no estaba seguro de que fuera él —contestó Marcos con la mirada perdida—. Porque no estaba seguro de que fuese la misma cara.