La guerra que gano el diablo
No sé si existe aún, porque yo no he vuelto a acercarme a ella, pero entonces existía, juro que existía. Estaba en la calle Palma de San Justo y era una cloaca romana junto a la cual estaban los basamentos de las columnas de un porche. La cloaca debió de ser olvidada durante siglos y siglos, porque yo leí en un periódico anticlerical, El Diluvio, que había sido redescubierta en 1928. Pero cuando vi por primera vez «la carassa» existía, y seguía existiendo cuando huí. La cloaca estaba dentro de las murallas y pertenecía a la entraña de la ciudad muerta.
Pese a que allí no cabía una persona de pie, viví en su interior casi tres días, para que no me encontrara el dueño de la casa. Estaba seguro de que me buscaría y pagaría a alguien para que diese conmigo, como se hacía con todos los esclavos fugitivos; pero de mí no podía sacar gran provecho, así que supuse que se cansaría pronto.
Ocultarme en la cloaca romana fue lo mejor que se me pudo ocurrir, porque los buscadores de esclavos hurgaron en todo el perímetro amurallado. Luego supe que también habían buscado en el Raval, la Muralla de Mar y las Atarazanas, donde se construían las galeras. Buscaron incluso en las alturas de las torres, pero a nadie se le ocurrió hundirse en las cloacas.
Cuando salí, una noche, poco antes de que cerraran las puertas de la ciudad, comprendí que tenía que buscarme un nuevo refugio. Barcelona se extendía por la llanura, más allá de la frontera que marcaban las Ramblas, con sus avenidas de agua y los charcos fétidos que se formaban al final, junto a la orilla del mar, y que los ciudadanos tenían que atravesar a pie y generalmente descalzos. Como esa frontera ya no podía contener la extensión de la ciudad, iban formándose calles perpendiculares a la muralla, como por ejemplo la del Hospital, que terminaba perdiéndose en el vacío. Justamente cerca de esa calle estaba la casa donde yo había nacido, de modo que jamás me aventuraría por ella. Claro que a continuación venían campos, pequeños bosquecillos, viviendas de una sola planta y hasta un cementerio donde eran enterrados los más pobres de la ciudad, y cuyas calaveras aún se encuentran sepultadas en el mismo lugar. Junto al cementerio se alzaba una iglesia lo bastante lejana para inspirarme confianza. Era la de Sant Pau del Camp. Las plegarias y los muertos eran su único entorno.
En Barcelona, fuera de las murallas, existían dos iglesias románicas antiquísimas: una era la de Nuestra Señora del Coll, que estaba perdida en las brumas de la distancia, y otra, mucho más cercana, era la de Sant Pau. Era anterior al siglo X, con detalles visigóticos en su parte anterior, y lógicamente había sido arrasada por los musulmanes varias veces hasta ser reconstruida en 1117.
Y yo viví en ella porque me recogió su párroco. Al encontrarme en la calle debió de confundir mi expresión de miedo con una expresión de piedad, y me dio el trabajo de acompañarle en los viáticos nocturnos, que a veces eran peligrosos pese a la presencia del Señor. Algo vio en mí que le hizo creer que con mi cara paralizaría a la gente.
El sacerdote servía a Dios y al obispo en un paraje cercano a las primeras estribaciones de Montjuïc, con sus cuevas donde se refugiaban vagabundos y ladrones. En las inmediaciones de Sant Pau del Camp peligraba la virtud. Era también lugar apto —decían los feligreses— para los pecados de la carne. Por todo ello no era extraño que los viáticos nocturnos significaran un peligro y que el párroco de Sant Pau prefiriera que le acompañaran al menos dos acólitos, uno de los cuales fui yo. Me convenía porque así tenía techo y comida, y además el templo me protegía contra cualquier detención porque era lugar sagrado.
Las iglesias de mi edad infantil eran ricas, aunque no todas, en especial Sant Pau, donde abundaba de todo menos la gente próspera: es decir, a Sant Pau no le caían testamentos ni mandas. Porque, por lo que pude ver y aprender, los moribundos dejaban en testamento a las parroquias gran parte de sus bienes, ya que de lo contrario, decía el confesor, no era seguro que tuviesen buenas referencias ni buenos testigos en el juicio del Más Allá… «Complaced al Señor —gritaba el santo hombre que cuidaba de mí— porque en el terrible y decisivo momento Él os hará una sola pregunta: ¿Qué me habéis dado?»
Y la gente daba, pero como es natural mucho más en los lugares ricos que en los pobres, que eran generalmente los de extramuros, como mi iglesia. En las parroquias prósperas, una enorme cantidad de tierras de labor y solares urbanos pasaban a la Iglesia por testamento cada vez que un cristiano se despedía, nunca mejor dicho, de los bienes de este mundo. La iglesia percibía los diezmos, de los que las primicias eran la tercera parte, aunque según pude ver, no todo iba a los bien comidos servidores de la fe. Muchas iglesias catalanas eran de padrinazgo particular, y el patrono se quedaba buena parte de la dádiva sin importarle demasiado si lo quitaba del corazón de Dios o de la boca del clérigo. De ahí que muchos templos subsistieran gracias a bautizos, bodas, entierros y limosnas, a las que yo dedicaba una santa energía. Incluso algunos ayuntamientos les ayudaban dándoles parte del importe de las multas que se imponían a los que eran pillados trabajando en día festivo. Nefasto pecado que luego, por lo que vi, los catalanes siguieron practicando entusiásticamente para alimentar a los nuevos cristianos que llegaban al mundo.
Las largas horas nocturnas esperando la confesión de los que morían me hicieron comprender algo que no había comprendido cuando era su tiempo: yo estaba vivo gracias al sacrificio de mi madre, es decir, estaba vivo gracias a un acto de amor. Probablemente me habrían ejecutado por atacar a una niña y beber su sangre. Y ese sentimiento, aunque demasiado tarde, me hizo cambiar en cierto modo, me obligó a avergonzarme de mí mismo y a tratar de vivir como los demás. Frecuentaba los cementerios durante las noches, pero eso formaba parte de mi trabajo, porque cuando en Barcelona se declaraba una epidemia, algo harto frecuente, yo tenía que buscar por anticipado, en lugar sagrado, huecos para las tumbas, que no siempre abundaban. También perdí el miedo a las cruces, que antes me aterrorizaban, porque las veía continuamente. Y hasta creo que no me habría sido imposible aprender a rezar, sobre todo a la Virgen: la Virgen, no sabía por qué, siempre me daba pena. La veía haciendo la voluntad de un Dios implacable y encima soportando el dolor que le iban trayendo otros.
Y me ocurrieron entonces dos cosas que al parecer no tenían sentido, y posiblemente no lo tendrán nunca. La primera es que perdí la noción del tiempo, de forma que no me percataba del paso de los años: era como si contase por siglos. La segunda fue tomar conciencia de que las desigualdades aumentaban en mi ciudad en lugar de disminuir, de forma que por fuerza Barcelona había de ser una ciudad revolucionaria. Cuando veía a las mujeres como mi madre aplastadas por los clientes, que a su vez eran unos muertos de hambre, ya debí haberlo pensado, pero entonces no me daba cuenta. De todos modos hay gente que no se da cuenta en toda su vida; y los que entonces lo pensaban creían firmemente que era voluntad de Dios.
La primera de las cuestiones, es decir, el paso del tiempo, sí que me preocupaba de verdad, aunque por una razón muy concreta: el párroco de Sant Pau, sus feligreses y los otros acólitos que trabajaban en la iglesia envejecían, mientras que yo siempre tenía la misma cara. Crecía un poco, pero sin que mis facciones variasen: la marca de los años no dejaba huella en mí, y eso a la fuerza acabaría llamando la atención de la gente.
No tardaría demasiado en necesitar un cambio de refugio; tendría que esconderme en algún otro lugar donde no me conociese nadie.
Y entonces el párroco de Sant Pau empezó a perder la fe.
En algunas ocasiones, por las noches, cuando nos abrigábamos ante una fogata en las cercanías del cementerio, me hablaba de que la vida no tenía sentido. «Y eso que la vida —reconocía— ha sido creada por el Señor.» Todo consistía en nacer, buscar algo que te diese el pan, seguir el instinto para reproducirse (instinto que además venía acompañado por la trampa del amor), envejecer y morir, dejando el sitio a otros. Nacíamos sobre las tumbas de los antepasados en espera de ser antepasados también, y fornicábamos junto a los cementerios sabiendo que sólo conseguiríamos una cosa: que los cementerios fueran más grandes.
—Esta vida no tiene sentido —murmuró el párroco mientras tendía las manos hacia la fogata—. Sustituirnos unos a otros, ¿para qué?
—Para que consigamos la vida eterna —dije—. Nuestra estancia en la tierra es sólo un paso, y seremos juzgados según lo que hayamos hecho en ella.
Era lo mismo que yo oía en los sermones de los domingos, o sea, las palabras de los sacerdotes, pero no tenía sentido que yo hablase como uno de ellos, puesto que no lo era ni jamás se me había ocurrido serlo. Además, había algo en las palabras de los sacerdotes que me repugnaba, sin que pudiese precisar razón. Tal vez lo dije porque quería halagar al párroco, que era mi protector. O porque consideraba que era mi obligación decirlo, ya que los dos vivíamos dentro de la iglesia.
—Eso es lo que he creído hasta ahora —me interrumpió—. Por eso soy sacerdote, y además con auténtica vocación. Son muchos los que no la tienen.
—¿Por qué?
—Porque el sacerdocio es, al fin y al cabo, un modo de vida. No creas que hay muchos más. O naces noble y con bienes, o sea que no tienes que trabajar, o has de ganarte la vida de alguna forma. ¿Cómo? O eres un esclavo en los campos, sometido a tu señor, o eres un esclavo de los gremios, si has llegado a ser libre en la ciudad. Ser libre quiere decir morirte de hambre, ni más ni menos. Lo único que queda entonces es la guerra o el clero: por eso hay tantos soldados de rapiña y tantos sacerdotes que no tienen fe.
Recordé a muchos de ellos que habían sido clientes de mi madre, pero no quise decirlo.
—Sin embargo, yo tengo fe —dijo el párroco con la mirada perdida—, y es precisamente eso lo que me hace pensar. Por ejemplo, he llegado a la conclusión de que el mundo no está bien construido, y por tanto no puede ser obra de Dios.
Me estremecí.
Nunca había oído hablar así a un hombre que viviera de la Iglesia.
Aunque en el fondo sentía una alegría secreta al oírle hablar de aquel modo, no sé por qué.
No me atreví a preguntarle, de manera que él continuó:
—Mira, por ejemplo, a los animales. Ellos nunca matan si no es por miedo o por hambre, con lo cual nos dan un ejemplo constante que deberíamos imitar. Porque nosotros matamos por placer.
—O por una causa justa —me atreví a decir.
—Buscamos una causa justa para disimular el placer, o al menos es lo que ocurre la mayoría de las veces. Las guerras son un magnífico ejemplo de las causas justas. Lo que admiro de los animales es que jamás caen en ellas.
—A los animales también los ha creado Dios —musité, defendiendo algo que no me importaba—, y en ese sentido podría decirse que la obra es perfecta.
—Y los hombres la destruimos —objetó—. Nos convertimos en dueños de los animales para sacrificarlos.
—Eso también es verdad. Hacemos perverso algo que nunca lo ha sido.
—Lo hacemos perverso todo, y encima con la aparente gracia de Dios. Guerras, crueldades, maldades e injusticias dependen de nosotros, los hombres. Enfermedades, cataclismos, terremotos, pestes, accidentes en los cuales los niños son quemados vivos dependen de Dios. Ya me dirás si, por un lado o por otro, éste es un mundo bien construido.
—Dios no puede haberse equivocado hasta tal extremo —susurré.
—Pues entonces le hicieron equivocarse.
—No lo entiendo.
Era cierto: no lo entendía, aunque en el fondo de mi corazón algo que no sabía explicar me obligaba a estar de acuerdo con el párroco de Sant Pau. Pero éste no parecía dispuesto a seguir con sus palabras, al menos de momento. Perdió por un instante la mirada en el vacío mientras sus manos se acercaban más a la fogata. Nos pareció ver a lo lejos que unos ladrones de tumbas abrían la fosa de alguien enterrado aquella misma mañana, para ver si encontraban alguna alhaja. Normalmente el párroco los habría perseguido invocando la santa ira de Dios, pero aquella vez no se movió, como si de pronto no le importase. Seguía con la mirada perdida.
—No es que no me atreva a perseguirlos —dijo al cabo de un par de minutos—: después de todo, el cementerio está bajo mi custodia, pero si no me muevo es porque no vale la pena luchar contra la grotesca construcción del mundo. Ahí tienes la prueba de que la muerte es tan absurda como la vida. Todo cuanto hagas será inútil.
—Veo que no tiene ganas de luchar —susurré, esperando no ofenderle con aquellas palabras.
—Ya he luchado bastante. Quizá hay algo que no conoces de mí.
—¿Qué?
—No sabes que yo he sido soldado.
Hice un gesto de sorpresa. La verdad era que no lo sabía. Yo pensaba que el párroco de Sant Pau del Camp se había pasado siempre la vida en el cementerio y en la iglesia.
—No. No podía ni imaginarlo —dije en voz baja.
—Siendo muy joven me enrolé en la guerra para reconquistar el Rosellón, que pertenecía al rey de Mallorca. Barcelona había dado créditos para la lucha, empobreciéndose todavía más y sin darse cuenta de que aquello significaba una matanza de hombres que después de todo hablaban la misma lengua y que cualquier animal habría comprendido que no merecían morir. Cualquier animal, por supuesto, habría sido más listo que nosotros. Pero eso, entonces, no me importaba. Para combatir me dieron un escudo y un hacha.
—No me lo imagino con un hacha —murmuré.
—La utilicé una única vez.
—¿Cómo?
—Entré un solo día en combate. Me habían enseñado que yo debía utilizar una estratagema, si el enemigo era tan incauto para caer en ella. Debía alzar el hacha sobre su cabeza, como si fuese a partirle el cráneo, y el enemigo se protegería con el escudo toda la parte superior, sin darse cuenta de que dejaba al descubierto la entrepierna. Mi movimiento, entonces, tenía que ser muy sencillo pero terriblemente rápido: bajar el hacha y hundírsela en los genitales, en un golpe de abajo arriba, partiéndole casi en dos. Sus partes, su vejiga, su vientre, caerían de pronto al suelo entre una oleada de sangre. Lo hice tan bien que mi enemigo ni siquiera fue consciente de que moría: mejor dicho, sí que lo fue, porque la muerte fue atroz y lenta, perdiéndolo todo por la horrible grieta. Lo vi tan de cerca que su sangre saltó hacia mi cara.
El párroco abrió un poco las manos. Era como si dijese: «¿Ves qué sencillo?». El primer golpe engaña, el segundo mata. Oímos confusamente que los ladrones de tumbas habían dado con el ataúd de madera tosca y lo estaban abriendo, pero no hicimos caso. El sacerdote cerró los ojos y prosiguió:
—Me negué a seguir luchando, sobre todo cuando vi, después de la victoria, que el campamento enemigo era saqueado, los niños muertos y las mujeres violadas. Y algo más.
—¿Algo más?…
—Dos cosas. La primera fue la organización de una misa para agradecer a Dios la victoria. De modo, me dije, que Dios quedaba proclamado autor de aquello. La segunda fue cuando volví a ver al hombre al que había matado. En el campamento estaba su perro, y el perro aullaba junto al muerto mientras los soldados nos abrazábamos por la victoria. El único sentimiento que vi, entre tantos miles de hombres, fue el de aquel animal.
Y se puso en pie. Su mirada se había vuelto hacia la cripta románica de la iglesia, que no era su obra pero sí su responsabilidad en este mundo. Me dio la sensación de que, de pronto, aquel hombre creía en los siglos, no en el templo. A lo lejos, se veían las fogatas que los centinelas habían encendido en las torres de la muralla. Del cementerio, que casi se extendía hacia Montjuïc, llegaron una serie de golpes, como si alguien estuviese rompiendo un ataúd. En una carpa situada muy cerca cantaba una mujer y se oían risotadas.
Aquella voz me recordó a mi madre.
Mi madre, a veces, cantaba para los clientes, que luego la poseían por turno.
—Si éste es un mundo bien hecho… —balbució mi protector—. Si éste es un mundo bien hecho, y si los hombres nacimos a imagen y semejanza de Dios…
Bueno, ¿quién cree eso? ¿Voy a dedicar mi vida a una mentira tan monstruosa? Cuando hubo una guerra entre Dios y el diablo, ¿de veras crees que la ganó Dios?
Giró sobre sus pies y se dirigió lentamente hacia la iglesia, que estaba perdida entre las sombras. Por eso no vio lo que traían entre sus manos los que acababan de robar la tumba de una mujer recién sepultada.
Era una cruz de bronce que el cadáver tenía sobre su pecho. No creo que valiese demasiado, pero algo sacarían los ladrones de ella: al fin y al cabo era una cruz de bronce. Mientras los saqueadores se dirigían a una de las carpas alineadas frente a la muralla de la Rambla, yo me dirigí con una antorcha hacia la tumba recién violada y cubrí de nuevo con tierra el cuerpo de la mujer.
Había sido muy guapa. Y aún parecía viva.
Pero huí al oír llegar al guardia. Aún pensarían que el que había violado la tumba era yo.