La ciudad oculta
En la época en que fue ahorcada mi madre los clérigos vivían bien y no tenían grandes cosas en que pensar, excepto en si llegarían a la santidad o no, lo cual reconozco que es una preocupación diaria y muy importante. Por eso se enzarzaban en discusiones sobre cuál era la iglesia más antigua de Barcelona, dentro de las murallas, y se había llegado a la conclusión de que era la de los santos Justo y Pastor, entre otros méritos porque estaba edificada en un terreno regado por la sangre de los mártires y porque contenía los restos del obispo San Paciano. Se consideraba que era incluso más antigua que la primera catedral, en cuyos cimientos fueron empleadas piedras de la primera muralla romana. Eso me había hecho comprender, ya a mi edad, que todo se aprovecha y que ningún edificio es eterno en este mundo.
La discusión se agudizó cuando se tuvo que decidir el destino dado a la extraña piedra hallada en el lecho de mi madre, y en la que yo había dejado la marca de mi sangre. Era evidente para algunos que una piedra hallada en el lecho del pecado, y además traída por un alquimista, tenía que ser destruida, pero ¿quién se atrevía con un material tan duro? Y además, ¿no merecía ser conservado un pedrusco tan antiguo? ¿Y dónde mejor que en una antiquísima iglesia, que además la purificaría?
El párroco de San Justo y Pastor, hombre leído, decidió que ésa era la mejor solución, y la piedra fue protegida bajo un altar, en la creencia de que así no acabaría nunca más en la cama de una puta. De modo que yo no vi nunca más a mi madre, enterrada en la fosa común de las Moreres, ni volví a ver la piedra.
Si quería sobrevivir y no morir como un esclavo en la casa donde mi madre había sido tantas veces poseída, debía escapar a toda prisa. Tengo que reconocer que no fue difícil, pues nadie me vigilaba especialmente, al ser sólo un chiquillo que no tenía adonde ir. La primera noche después del entierro de mi madre la pasé en la casa donde se suponía que tendría que estar, el prostíbulo sobre cuyo dintel estaba mi rostro.
Fue esa misma noche cuando conocí al verdugo. Éste, que resultó ser un pobre hombre cargado de hijos y que cobraba a tanto por ejecución, vino a verme para pedirme perdón. Dijo con humildad que yo era el único pariente de la ahorcada, y que por eso tenía que disculparse ante mí, por no haber ceñido personalmente el lazo, como era su obligación. Hombre experto en el oficio, me juró que ninguno de sus condenados había sufrido. Sabía calcular bien la longitud de la cuerda, de modo que el cuerpo, al retirarle el apoyo, tuviera un instante de caída libre, el suficiente para que se le rompiesen las vértebras del cuello y se produjera así la muerte instantánea, o casi. Precisó bien: o casi. Para ello, era mano de maestro que el nudo de la soga estuviera bien colocado, justo debajo de la oreja izquierda, para que apretase donde tenía que apretar. De haberlo hecho como tenía por costumbre —añadió—, mi madre habría sufrido menos.
Me contó que un caballero de la nobleza cuyo nombre ignoraba —yo ya sabía que era El Otro— le había dado una buena cantidad por permitirle hacer el trabajo a él. El verdugo siempre aceptaba propinas, pero eran por hacer bien su trabajo, nunca por no hacerlo, de manera que se sentía culpable por haber dejado que la ejecución la realizara aquel caballero cuyo nombre ignoraba. Aunque él estuviese al lado fingiendo que realizaba personalmente la tarea.
Había aceptado la propina porque estaba cargado de hijos a los que, además, nadie daba trabajo (se decía que la estirpe del verdugo estaba maldita), y aun así se ofreció a compartir el dinero conmigo, que no era más que un crío con la extraña cara de un chico mayor. Eso me demostró que entre las clases más pobres de las ciudades, incluso entre las consideradas viles, hay muchas gentes que tienen un sentimiento y saben derramar una lágrima. Lo que pasa es que no las escucha nadie.
Le dije que no aceptaba su dinero, puesto que tampoco iba a necesitarlo. Dormiría en lugares escondidos, intentando que nadie me apresase, y para comer acudiría a la sopa de los conventos. Lo que no le dije era que de vez en cuando, si me sentía muy débil, debería deslizarme entre las mesas donde habían sido sacrificadas las reses.
El verdugo me confesó entonces algo más: mi madre tenía una alhaja.
Por supuesto que yo ya lo sabía. Si había visto a mi madre desnuda, siempre con un hombre encima, ¿cómo no iba a notar que llevaba en el cuello un delgado collar de oro?
La cadena era muy delgada y no tenía gran valor, porque de lo contrario el dueño de la casa ya se habría quedado con ella. Y quizá tentaciones tuvo, porque una esclava no podía poseer nada. Pero ahora me doy cuenta —en la lejanía de mis recuerdos— de que los clientes habían comentado que aquel mínimo detalle de lujo dotaba a la prostituta de un halo especial, y por tanto la elegían más veces. Eso había hecho que el dueño considerara aquella cadenita como una inversión rentable.
Pero el verdugo me dijo que mi madre había sido lanzada a la fosa común sin aquel adorno, que normalmente habría sido botín del ejecutor de la ley, o quizá vendido a la familia mediante un rescate. Aquel hombre me confesó que el caballero que utilizó la soga había arrancado el pequeño adorno, guardándolo para sí.
El verdugo me juraba que él no tenía la culpa y que si quería recuperar el último recuerdo de mi madre ya sabía quién lo poseía ahora.
¿Recuperarlo?
¿Recuperar un esclavo perseguido, el hijo de una ramera, lo que ya estaba en manos de un noble como El Otro?
Era imposible, y más valía olvidarlo.
Lo intenté. Y lo habría conseguido, seguro que sí, de no haber pasado luego tantas vicisitudes que me hicieron recordar aquella pequeña joya, aquel misterio y aquella muerte.
El primer misterio era quién se la habría podido regalar a mi madre. ¿Quién? Sin duda un cliente, pero ese cliente se había perdido en los arcanos de la noche. Y como yo había visto siempre la cadenita en su cuello, llegué a la conclusión de que se la había entregado mi padre.
El propio verdugo me aconsejó que huyera, aunque apenas tenía posibilidades de esconderme en la ciudad libre. Y tenía que hacerlo enseguida, antes de que el dueño del prostíbulo decidiera por mí. Este podía hacer conmigo lo que quisiera, excepto ofrecerme como mercancía carnal, pues el sexo entre hombres, y aún peor con niños, era considerado pecado nefando y castigado con la muerte.
Y esa misma noche huí. Antes de que me vendiesen como grumete en las galeras —lo que significaba acabar de remero—, antes de acabar prisionero en un combate naval —lo que significaba que me atasen al fondo de la galera, hasta ahogarme, o me arrancaran los ojos—, me perdí en el laberinto de la ciudad, aunque sabía que allí acabarían encontrándome. Debía cambiar de personalidad como fuese, transformarme en alguien que hasta entonces no hubiera existido nunca.
A la luz de la luna, me despedí de mi cara, de «la carassa», el anuncio fidedigno de que allí había un prostíbulo. Dije adiós a mi propia imagen. Sabía que no iba a verla más. Sabía que tampoco iba a ver más a las rameras, las compañeras de mi madre, porque no podía volver a aquel lado del Raval, a medio camino entre la muralla gótica y las huertas de San Beltrán, donde se alzaban conventos, pero también teatrillos, prostíbulos, carpas de titiriteros y casuchas donde vivían los menestrales que no podían pertenecer a ningún gremio. Me despedía de todo un mundo, aunque las viejas compañeras de mi madre eran las que me inspiraban más piedad. No todas eran esclavas; algunas eran madres solteras a quienes habían arrojado de sus casas para evitar la deshonra, y otras simples campesinas que no habían encontrado trabajo en la ciudad. Cada vigilia del Día del Señor —el mundo no ha cambiado tanto— el semen amargo de la ciudad se derramaba sobre sus vientres. Ellas daban dinero a los dueños de las casas, al municipio que las toleraba e incluso a la propia Iglesia, pero no tenían derecho a quejarse nunca.
La ciudad, al extenderse, devoraría aquellos campos que de momento parecían no tener fin. El único relieve cercano, que ocultaba la desembocadura del río Llobregat, era la montaña del viejo cementerio judío, Montjuïc, de cuyas canteras se sacaba la piedra para las iglesias y las casas nobles de Barcelona. Desde allí eran acarreadas por mulas, aunque años antes los porteadores, los «bastaixos», las habían transportado sobre sus espaldas para levantar el templo de Santa María del Mar.
Aquél era mi mundo, y un pequeño monstruo como yo tenía que haberse sentido bien en él. Al fin y al cabo, era el reino del pecado. Pero sabía que algo se había roto para siempre en mí, que ni siquiera sabía en qué rincón exacto estaba enterrada mi madre y que, con su desaparición, se había roto mi vínculo con la vida. De modo que sentí en mis mejillas una lágrima.
Era absurdo.
No recordaba haber llorado jamás.
Tuve que andar de espaldas porque quería seguir viendo lo que había sido mi hogar. Lo último que vi fue que los rayos de la luna daban de lleno sobre «la carassa».