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El rito

En el norte de España hay una población que se llama Santillana del Mar. Recibe tantos turistas y acumula tantas bellezas que no le faltan envidias, y menos gente que se burle de ella. Por tal razón existe una frase famosa según la cual el nombre de la villa es embustero, porque no es santa, no es llana y tampoco tiene mar.

En Santillana existe un museo muy visitado que es el Museo de la Inquisición: los turistas acuden en tropel, quizá porque el horror del pasado dota al presente de una cierta sensación confortable. El museo exhibe delicados instrumentos de empalar, pinzas de hierro al rojo, ruedas para estirar los huesos y camas con garfios que dejan atravesado al huésped. Con tales instrumentos se garantizó durante siglos la caridad cristiana y la pureza de la fe.

En el mundo abundan, por supuesto, los museos de esa clase, pero el de Santillana del Mar es uno de los más completos, y además se halla en un edificio de época, con lo cual aumenta la convicción de los creyentes. Como es natural, hay instrumentos de tortura literalmente aterradores, hechos para despedazar un cuerpo humano, y otros más livianos, hechos sólo para despedazar su alma. Entre éstos figura una gran variedad de cepos con los cuales se inmovilizaban las manos y la cabeza de la víctima, y así expuesta recibía los insultos, los escupitajos y la orina del pueblo soberano. El cepo fue tan ampliamente usado en todas las épocas por creyentes y no creyentes que la Inquisición nunca ha presumido de su invento, y más bien lo tuvo catalogado entre el material profano.

No hay quien no haya visto el uso de un cepo en dibujos o en películas, y tampoco hay quien no lo considere un instrumento de otros tiempos, sin la menor actualidad. Puede que figure aún en el arsenal de algún sadomasoquista, pero de eso no se habla.

Lo que estaba ocurriendo en aquella habitación de las afueras de Barcelona podía parecer, en efecto, un ritual de sadomasoquismo, puesto que no faltaban los elementos esenciales. En primer lugar la oscuridad y el secreto: la habitación estaba cerrada y se encontraba en el sótano de un viejo chalé de Vallvidrera situado en La Pineda y a cien metros de distancia del vecino más próximo. Sin embargo, el lugar no estaba lejos de la civilización, ni mucho menos, pues las paredes del sótano recibían a intervalos las vibraciones cuando pasaba un convoy de los Ferrocarriles de la Generalitat.

Seguían en la cadena los otros elementos esenciales: un látigo, una alfombra y una mujer joven apresada por el cepo. La mujer estaba completamente desnuda, de rodillas sobre la alfombra y con la cabeza y las manos apoyadas en ella. Naturalmente no las podía mover, puesto que el cepo las apresaba, y en esa postura ofrecía al espectador, muy alzadas, sus poderosas nalgas.

Reforzando esta impresión de rito sexual, un hombre relativamente joven se encontraba en pie detrás de la mujer, también desnudo, y exhibiendo una potente erección. Cualquier espectador de la escena podía suponer lo que era obvio: el empalmado propinaría una serie de latigazos sobre las nalgas de la chica y luego la penetraría. Pero había tres circunstancias que no encajaban en una situación tan obvia.

Una de ellas era que había un espectador en la pequeña habitación. Era otro hombre, de una edad indeterminada, pero éste iba completamente vestido, incluso con una cierta elegancia sobria.

Eso era lo primero que no acababa de encajar, pero muchos expertos en esa clase de ritos —por otra parte anunciados en periódicos solventes— habrían dicho que sí encajaba. Tales ceremonias atraen la atención de los voyeurs, y por tanto no era tan extraño que alguien —quizá un impotente— pagara por presenciar la escena.

Lo cierto era que el hombre estaba inmóvil, observando.

El segundo punto quizá también habría originado una discusión entre los expertos: se trataba de la mujer. Era muy joven y bonita, y las mujeres jóvenes y bonitas suelen tener otras pretensiones y no se someten al castigo.

Aunque eso depende —seguirían diciendo los expertos— porque a veces la sumisión es vocacional. Los expertos se fijarían también en otro detalle: la muchacha era una inmigrante color canela, es decir, de sangres mezcladas, y muchas inmigrantes pobres se tienen que someter a lo que se les ofrezca. Eso haría que, para muchas buenas gentes entendidas, la situación resultara lógica.

Sin embargo algo chocaba en el aire, algo no cuadraba en aquella penumbra y en la muchacha sometida.

Este tercer detalle estaba en la cara simiesca del tipo que se disponía a acometerla, en su piel llena de cicatrices y de tatuajes. Excepcionalmente un tipo de esa clase puede ser un hombre de fortuna (cada semana hay loterías y quinielas), pero bastaba verlo para llegar a la conclusión de que se había pasado la vida como carne de presidio. En circunstancias normales, aquel tipo no podría pagar lo que costaba la ceremonia.

Claro que bien podía habérsela pagado el otro, el misterioso espectador.

Había algún detalle más que podía llamar la atención de un experto (los expertos son abundantísimos entre los lectores de revistas del género), detalle que consistía en el no uso del látigo: el hombre desnudo empuñaba los dos extremos de una soga, y eso parecía desconcertarle. Fue entonces cuando el hombre vestido, el que estaba a un lado de la habitación, le dijo con voz metálica:

—No necesitarás volver del permiso carcelario. Sabes que tienes garantizada la salida del país y una suma que te permitirá vivir bien al menos un año. De modo que no esperes más.

La chica lo oía todo, pero no se movía. A ella también le habían prometido que podría vivir durante un año. Y después de todo, nadie la iba a matar.

La voz metálica insistió:

—Hazlo.

El miembro, que estaba vibrando en el aire, se acercó a la espalda de la mujer. De la garganta del hombre escapó un gruñido. Pero la voz llegó escueta desde el lado de la habitación.

—No.

—No ¿por qué?

El hombre desnudo estaba a punto de saltar de rabia. No lo entendía. Y la voz que surgía de la penumbra dijo entonces algo que en aquella situación era inaudito, que no tenía sentido.

—Porque el sexo es pecado.

—Pero…

—Hazlo. Sabes que te conviene por el dinero y la libertad. Luego podrás buscarte a otra mujer, cuando yo no lo vea.

La boca simiesca se torció. Los ojos brillaron febrilmente. Cualquier espectador se habría dado cuenta de que tampoco le disgustaba hacer lo que haría.

Las manos pasaron la soga por el cuello de la muchacha indefensa, la cruzaron sobre su nuca y apretaron salvajemente empezando a estrangularla. El cepo dificultaba la operación, pero el asesino era lo bastante hábil y fuerte para que le bastara una porción de cuello.

La víctima, asombrada, no llegó ni a gritar. Murió sin entender nada. Todo duró apenas unos segundos.

El asesino se volvió. Sus ojos indicaban hasta qué punto había disfrutado. Ahora su erección era máxima.

Y se encontró entonces con los ojos del otro. Quietos. Helados. Impenetrables.

—La policía se asombrará al encontrarte así —musitó—. A lo mejor te llevan a un museo.

Y hundió la daga de un solo golpe en el corazón del simiesco tipo.

Precisión de joyero.

Sólo un sonido seco.

Sólo unas gotitas de sangre.

El hombre bien vestido ni se manchó.

Las paredes vibraron un momento. Uno de los ferrocarriles acababa de pasar.

Giró sobre sus talones y consultó su reloj. Si se daba prisa aún llegaría a tiempo a la estación para coger el siguiente tren.

Un día después, cuando los cadáveres fueron descubiertos por una mujer de la limpieza, la policía pensó que lo resolvería con facilidad.

El propietario del chalé era identificable. Se trataba de un alemán que lo tenía alquilado para los veranos con servicio de administración y limpieza. Es decir —precisó enseguida la policía—, no era propietario, sino inquilino. La propietaria era una agencia que poseía muchos edificios así, y no podía garantizar, por lo tanto, que todas las llaves estuvieran controladas. Pero todos sus agentes tenían coartada, y por supuesto también la tenía el inquilino alemán. El día anterior había estado en un hospital para un examen rutinario.

O sea que no tan fácil.

Pero por el lado de las víctimas sí que lo era. El hombre, un violador y asesino al que acababan de dar su primer permiso carcelario. Una ficha más larga que un discurso cubano. La chica, una pobre inmigrante sin papeles que había ejercido la prostitución de bajo precio en la calle Robadors y con problemas con las drogas. A veces la ayudaban para su desintoxicación en una institución religiosa.

O sea que no tan difícil.

Y las huellas. Huellas por todas partes: las de los dos muertos y las de alguien que, sin duda, estaba vivo. Por allí se iba en línea recta al éxito.

O sea que cada vez menos difícil.

Además, las huellas del vivo aparecieron en los archivos. Pero eran las de un industrial del textil que ya era rico en los años veinte, antes de la Dictadura de Primo de Rivera, y que se había visto involucrado en la muerte de un sindicalista. Tan honorable personaje tenía que estar, sin duda, diez veces muerto, aunque no constaba en ninguna parte su acta de defunción.

O sea que no tan fácil.