Un grito en el silencio
Sentado en una butaca de su elegante despacho, Marcos Solana recordó el alarido oído la noche anterior en casa del difunto. Entre un silencio barcelonés que los ricos pagan a peso de oro y la quietud de las palmeras, el grito parecía haber atravesado todos los muros. Cuando él y el padre Olavide alcanzaron la planta baja, una de las criadas más antiguas había caído al suelo y estaba al borde de perder el sentido. Pero no había sufrido ninguna agresión. Simplemente había visto algo que no encajaba en su cerebro de mujer sencilla cuya familia, por la gracia de Dios, ya llevaba tres generaciones sirviendo.
La vieja criada había visto llegar desde el fondo del jardín, a través de la oscuridad, al médico que atendió a su padre muchos años antes, cuando éste murió. El padre había sido mayordomo de la finca, y por aquel entonces la criada era una niña que dormía en el sótano, aunque tenía el privilegio de corretear por el jardín y colgarse del cuello de los enormes perros de guardia.
Y ahora recordaba con nitidez aquel rostro, el del hombre que había visto atender a su padre. Pero desde entonces habían transcurrido más de cuarenta años, de modo que era imposible que el médico tuviese la misma cara. Y además, ella sabía que ya estaba muerto.
Una vez recuperada, le habían hecho describir la cara de aquel extraño visitante de la noche. A esas alturas, Marcos Solana estaba ya seguro de que era el mismo médico que había visto en la vieja fotografía del Hospital Clínico.
Pero los hechos incomprensibles no habían terminado aquí.
Al día siguiente, habían encontrado en el jardín una lámina con un dibujo que la tarde anterior, sin duda, no estaba allí. Se trataba de un papel pequeño y especial, marca Guarro, poco granulado, en el cual había un apunte. Quien hizo ese apunte tuvo que realizarlo en la oscuridad, lo cual dejaba claro que era alguien que veía bien por la noche.
El abogado recordaba el boceto perfectamente. Se trataba del rostro de un hombre, pero no de un hombre actual, sino más bien la reproducción de una estatua. ¿Podía ser un rostro romano? ¿O medieval? En cualquier caso había en él algo de pétreo, antiguo y, por supuesto, muerto. Y, sin embargo, nada había tan vivo como el rostro de aquel hombre.
Reía. Estaba desmelenado, parecía de corta edad y sus ojillos rapaces, llenos de vigor, miraban con insistencia. Se trataba, evidentemente, de alguien satisfecho: satisfecho siglos atrás, se estaba diciendo el abogado. Y lo curioso era que él, aficionado a los museos, experto en arte y conocedor de casi todas las estatuas que hoy pueden verse en el país, no recordaba absolutamente nada que tuviese relación con esa cara.
Sin duda, el misterioso dibujante había trazado sus rasgos por la noche y de memoria, pero según un modelo que existía o había existido alguna vez.
Y ahí terminaba todo.
O mejor dicho, no terminaba nada.