La voz del bronce
La más alta de todas las campanas situadas en la catedral de Barcelona es la llamada «Honorata», que anuncia los cuartos de hora a los agitados habitantes de la ciudad.
La «Honorata» pesa setecientos cincuenta kilos y fue fundida en agosto de 1865, cuando Barcelona era próspera, tenía el primer ferrocarril de España, las mejores fábricas textiles, los comerciantes más ricos y tripudos y las señoritas de alta sociedad más gráciles, pues para marcar cintura aprendían a montar en un nuevo club de aristócratas llamado Círculo Ecuestre.
Pero como pasa en todas las ciudades viejas, la «Honorata» no era la primera «Honorata». La campana que estrenó ese nombre fue colocada en el año del Señor de 1393, y servía para marcar la hora a los ciudadanos, entonces bastante menos ricos. Campana sensata donde las hubiera, sirvió también para crear puestos de trabajo, pues era golpeada en los momentos convenidos por los «sonadors», y a los «sonadors» los pagaba el Consejo de Ciento.
También al igual que sucede con las ciudades viejas, las campanas viejas viven momentos heroicos, o mejor dicho los sufren. Porque la «Honorata», que había sobrevivido a todo desde 1393, fue la que tocó a rebato durante el sitio de Barcelona en la Guerra de Sucesión de 1714, hasta que el 16 de marzo de aquel año los cañones enemigos la destruyeron mientras Barcelona era arrasada. La ciudad, tan fiel a sus negocios como a sus símbolos sentimentales, quiso gastarse el dinero en reconstruirla, aunque eso, como tantos otros símbolos, le fue prohibido. Nunca se podrá saber con exactitud qué culpa tiene una campana de haber llamado al combate, pero los jueces de Su Majestad Felipe V la acusaron de sedición, y el 16 de septiembre de 1716 la campana fue destruida.
¿Destruida?
El abogado Marcos Solana miró en la vitrina el pedazo de bronce del tamaño de una mano humana que le mostraba la viuda de Guillermito Clavé. La viuda de Guillermito Clavé era delgada como una radiografía, lo cual debió de significar un suplicio para el extinto, pues a éste le gustaban las mujeres gordas. La vitrina de recuerdos históricos también estaba cargada de objetos que habían hecho régimen: agujas con las que se había prendido el pelo la baronesa de Albí, juegos de alfileres rematados con perlas, cintas que habían marcado las páginas de libros santos y cucharillas con las que sin duda tomaron jarabes para la fertilidad señoras de buena disposición que sólo tenían cinco hijos. Todo eso y el pedazo de metal.
—Es el último pedazo que queda de una campana ilustre, quizá la más ilustre de la catedral —dijo la viuda—. La mandaron destruir, pero algunas familias nobles de la ciudad se quedaron con sus restos. O lo que pudieron capturar de sus restos. La campana era la primera «Honorata». Estoy convencida de que es el último que queda.
El padre Olavide, que también la estaba mirando, dijo sin el menor interés:
—Ya.
Ni él ni el abogado habían ido para eso a la torre de la Bonanova, uno de los últimos edificios verdaderamente nobles que quedan en un paseo que estuvo dedicado a los ahorros de la ciudad, y ahora está dedicado, a través de edificios de pisos con firma, a su riqueza hipotecaria. Ambos habían notado que la viuda buscaba toda clase de temas superfluos para evitar el más importante, que era el que realmente les había llevado hasta allí: la muerte de su marido y el posible aplazamiento del entierro. Quizá por eso añadió:
—Yo sé que moriré en esta casa, pero luego no sé qué será de ella. Quizá mis hijos la vendan para derruirla y hacer bloques de pisos caros, cuando se den cuenta de la cantidad de millones que les ofrecen por el terreno. Ése ha sido el destino de todas las viejas torres señoriales que se alzaban aquí. ¿Saben en qué año fue construida ésta?
—En 1898 —dijo Marcos Solana, que como abogado de la familia lo sabía perfectamente.
El bisabuelo Clavé volvió de Cuba cuando España perdió la isla: España lo había perdido todo, pero el bisabuelo Clavé no. Él se había hecho rico cultivando azúcar y tabaco. Con parte de su dinero compró aquella tierra muy por encima de una ciudad apretada que apenas había empezado a estrenar su Ensanche y edificó la casa. En ella aún se conservan las palmeras que plantaban todos los indianos como recuerdo de la tierra de Cuba.
«Y de las mujeres de Cuba», pensó el padre Olavide, que había sido confesor de tres generaciones de la familia.
Pero no lo dijo.
Solamente musitó:
—Señora…
—¿Qué?
—Hemos venido a molestarla para hablar de otra cosa. El juez ordenó la autopsia de su marido, como es reglamentario en los casos de muerte… no habitual, y tanto el señor Solana como yo pensamos que se trataba de un trámite sin demasiada importancia, pero no ha sido así. Los forenses necesitan una ampliación de datos, y eso retrasará el entierro.
La noble radiografía tomó asiento en una de las sillas antiguas, estilo reina Ana —más propias de un dormitorio que de un salón, pensó lejanamente el abogado—, y se retorció los dedos angustiada.
—No sé qué puedo hacer yo ni qué puede hacer la familia —suspiró—, pero empiezo a ponerme nerviosa y, lo que es peor, a sentirme abochornada. ¿Ya saben lo que pasa?
—Me temo que sí —dijo Marcos Solana—: la gente que no tiene otras ocupaciones empieza a murmurar. La extraña muerte de don Guillermo ha coincidido con una inspección fiscal en todas sus sociedades. Hay quien llega a decir que tenía negocios clandestinos. Y, colmo de los colmos, hay quien extiende la noticia de que se ha suicidado.
—Hay cosas que hasta ahora me parecían absurdas —musitó la dama—, pero que empiezo a ver como reales, o al menos posibles. No sé si ustedes me van a entender. Cuanto más se dilate esto, más problemas habrá con la herencia, y mientras tanto todo está inmovilizado. Y queda el asunto de los créditos… Hoy en día las empresas no son como las de antes, que trabajaban con fondos propios; ahora necesitan a los bancos. Si hay rumores de ese tipo, los créditos se suspenderán.
—Ya me estoy ocupando de eso —la tranquilizó Solana—, como también de que los trámites forenses se hagan enseguida. Pero reconozco que nunca me había encontrado con un caso tan extraordinario como éste; por un momento, incluso he llegado a creer en algo sobrenatural.
El padre Olavide, que vivía de lo sobrenatural, preguntó con un tonillo de burla:
—¿De verdad?
—No me diga que no había algo de sobrenatural en aquel forense que entró cuando nosotros salíamos —dijo el abogado, sin advertir que no era de buen gusto hablar de aquello en presencia de la viuda—. Parecía el mismo que figuraba como médico en una fotografía de noventa años atrás. El mismo, aunque vestido de otro modo. Por eso corrí, por eso intenté alcanzarlo en la sala de autopsias.
—¿Y?…
El tono del padre Olavide, ante las inoportunas palabras del abogado, exhalaba un matiz de desprecio. Además, conocía la respuesta.
—Ya no estaba —susurró Marcos Solana—. El forense me dijo que era un auxiliar de los que cuidan el instrumental, y que no lo conocía. Según parece, los cambian de turno con frecuencia. Miré por todas partes, pero ya no estaba…
—Eso no tiene nada de sobrenatural —dijo el sacerdote intentando cambiar de conversación—. Un hombre que se parece a otro… ¿y qué? No piense más en ello, Solana, porque anoche todos estábamos nerviosos. Por cierto, señora, aceleraremos los trámites legales en la medida de lo posible, y para eso necesito preguntarle algo. Le pido perdón.
—Pues claro… ¿Qué quiere preguntar? ¿Hay algo que usted no sepa?
—Los sacerdotes católicos sabemos bien un par de cosas, pero normalmente no son de este mundo. Todo lo demás, fingimos saberlo. Por ejemplo, no sé lo que ha sido de aquella manchita de sangre que apareció en la cabecera de la cama del pobre don Guillermo. Era la única que se veía. ¿Qué hicieron con ella?
Ahora era el abogado el que sabía la respuesta. Murmuró:
—La policía la analizó para saber si era sangre del difunto. Es decir, si correspondía al mismo ADN. Comprobaron el de don Guillermo, lo cual era muy fácil, y luego el de la muestra de sangre. No era de la misma persona. Entre otras cosas, la muestra correspondía a un cero negativo, y la de don Guillermo no.
La viuda se levantó de la silla reina Ana. Fue hacia una mesita junto a la ventana en la cual reposaba un auténtico jarrón de la dinastía Ming. Más allá de la ventana, en la serenidad del jardín, se distinguía una palmera perteneciente a una dinastía de mulatos. Y junto a la palmera, un jardinero en cuya dinastía figuraba una madre que luchó en la columna Durruti. Claro que la señora sólo conocía lo de la dinastía Ming. Se volvió hacia la vitrina y señaló el único resto que quedaba de la campana medieval, la que en 1714 mezcló sus últimos tañidos con los últimos gritos de los muertos.
Musitó:
—Es extraño.
—¿Extraño? ¿Qué?
—Hace dos semanas, cuando Guillermo estaba vivo, vino a vernos una comisión de la Generalitat, una comisión de la Consellería de Cultura, ya saben. Profesores con gafas que no ven a su mujer a dos pasos, pero ven a dos kilómetros una columna románica sobre la que descansaba el culo la reina Elisenda. Bueno, pues me pidieron permiso para analizar ese resto de la «Honorata». Decía la tradición que a la fuerza tenía que estar manchada de sangre. Y resulta que es verdad: en ese fragmento hay una manchita que, analizada con los medios más modernos, resulta ser sangre. Esos medios modernos, que a veces salen en la tele, me marean, porque resulta que nunca acabamos de morir.
—Es verdad —reflexionó el abogado en voz alta—: siempre dejamos huellas, y al cabo de los siglos aún hay quien las sigue. Por ejemplo, se investiga hasta la vida sexual de las momias y se sabe lo que comían los legionarios romanos de la antigua Mérida, que por cierto fue un geriátrico para los que ya no podían levantar la espada. Bien, y con esos amantes de la reina Elisenda, ¿qué pasó?
—Se llevaron el resto de campana, jurando devolverlo. Y lo hicieron. Pero mientras tanto analizaron todo lo que había en el metal, y me dijeron que, en efecto, había una mancha de sangre. No saben lo felices que parecía hacerles eso. Dedujeron que tenía que ser sangre de los defensores de Barcelona de 1714. De uno de ellos, vamos: seguro, dijeron, que el que mantenía en pie la bandera. Hasta hablaron de comprarme el resto de esa campana.
—Pero usted no necesita el dinero.
—No.
—¿Y qué sacaron en limpio de esa manchita de sangre que ya tiene tres siglos? En primer lugar, ¿cómo ha podido conservarse?
—Pues supongo —dijo la dama— que no habría podido permanecer sobre una campana expuesta al aire. Me parece imposible. Es decir, aquellos técnicos me explicaron que era imposible. Pero el hecho de que destruyeran la «Honorata» fue su salvación, porque los restos estuvieron siempre protegidos. Por ejemplo, éste. Aunque no acabo de entender por qué la gente gasta dinero en esas cosas.
—Invertir en el pasado —gruñó el padre Olavide— es el consuelo de los que no pueden invertir en el futuro.
Y volvió la espalda.
Mientras tanto, el abogado había preguntado:
—¿Sacaron algo en limpio? Supongo que es algo imposible. No se puede obtener un ADN sobre una muestra de esa clase.
—Supongo que no —dijo con indiferencia la dama—, ni me importa. No hablaron de ADN ni nada de eso. Sólo dijeron que habían logrado averiguar qué tipo de sangre era.
—¿Y cuál era? —quiso saber Marcos Solana.
—Cero negativo.
—¿Como la de la manchita hallada junto al cuerpo de su marido?
—Sí. Es curioso… Ahora que lo pienso.
El sacerdote se volvió lentamente y dejó de darles la espalda.