La muerte blanca
Era la primera vez que Marcos Solana, abogado de estirpes ricas —y, por tanto, especializado en barceloneses que sólo hablan de dinero en familia—, se veía envuelto en un asesinato que contara con estos tres elementos: un muerto, por supuesto; un sacerdote católico, y una fotografía casi centenaria que estaba expuesta en uno de los pasillos del Hospital Clínico.
«Quizá haya que empezar por el muerto», pensó Marcos Solana, un hombre educado que por respeto a sus clientes siempre vestía de gris.
El muerto era Guillermo Clavé —llamado Guillermito entre los íntimos—, y yacía en una mesa de mármol del hospital, con el cuerpo recién cosido por la autopsia. Pero lo particular de su caso residía en que era multimillonario, como muchos de los que no trabajan, y vivía en una de las mejores torres del Paseo de la Bonanova; y en que nadie en el hospital había visto nunca un cadáver tan blanco.
Y, en fin, estaba el cura, algo normal, porque ante la gente rica que se muere siempre suele haber un sacerdote católico.
Marcos Solana lo miró. El padre Olavide era canónigo, camarero secreto de Su Santidad, doctor en Teología y profesor de esa disciplina en el Colegio de Roma. Se decía que tenía entrada libre en los despachos más opacos del Vaticano, que conocía la historia de todas las criptas y que, de vez en cuando, recibía consultas confidenciales del Papa.
Marcos Solana aún no había visto la fotografía antigua.
Miró al forense, un hombre alto y flaco, sin duda ya entrado en años —eso se notaba en algún pliegue del cuello—, pero con el pelo tan negro y la piel tan lisa y fina que parecía no tener edad. Estaba quitándose los guantes, una vez terminada su labor, y dejando el espacio libre para que vistieran el cadáver. Cuando el abogado de ricos posó sus ojos en aquel cuerpo, se estremeció.
Los clientes de los abogados ricos siempre aparecen pulcramente vestidos, en cualquier circunstancia, y en cambio poco importa cómo aparezcan los clientes de los abogados pobres. Pero Guillermito Clavé significaba en aquel momento una doble novedad para él: nunca lo había visto desnudo —faltaría más— y, por tanto, ahora se daba cuenta de que era un hombre grueso, deforme y, en apariencia, sin ninguna dignidad. Pero eso tampoco es tan anormal en burgueses ya maduros que nunca han hecho el menor ejercicio excepto el de acariciar mujeres, han vivido bajo la tutela de los mejores restauradores, no han trabajado jamás y, de pronto, se deben enfrentar a la ausencia de su sastre. Ésa era una novedad relativa para un hombre como Solana; pero la segunda sí que era una novedad absoluta: nunca había visto un cadáver tan blanco.
Le preguntó al forense si eso era normal.
—Pues claro que es normal —dijo el médico con voz neutra mientras se disponía a lavarse las manos—. La muerte no suele dejarnos con nuestro mejor aspecto, aunque no siempre es blanca: precisamente por las tonalidades de la piel del cadáver adivinamos muchas cosas. Pero debo reconocer que nunca había visto un cadáver tan exangüe.
Marcos Solana preguntó:
—¿Qué quiere decir exactamente eso de exangüe?
—Pues lo que la misma palabra indica: sencillamente, que no hay en el cuerpo una gota de sangre. Y eso es lo que más me asombra, porque no me había encontrado ante un caso así jamás, ni aun en grandes mutilaciones. A este hombre… ¿Cómo se llama?
—Guillermo Clavé, pero todos le llamaban Guillermito.
—… A este hombre parecen haberle sacado la sangre con una máquina aspiradora, aunque ésa no es la explicación técnica. Vea este orificio en el cuello, exactamente en la yugular. Por él puede haber perdido toda la sangre, pero me extraña que eso haya sucedido con tanta rapidez. Y me extraña más aún que, según la policía, no hubiera apenas rastros de sangre en su cama cuando apareció muerto. Lo lógico sería que todo el dormitorio hubiese aparecido materialmente teñido de rojo.
—¿Y qué ha causado ese orificio?
—Eso es más increíble aún: yo diría que la mordedura de un animal pequeño, probablemente una rata o un gato. Evidentemente, en la casa de gran lujo donde vivía… ¿Guillermito?… no podía haber ratas, y me han dicho que tampoco había gatos. Además, ninguno de esos animales bebe sangre, así que mi confusión es absoluta. Voy a tener que pedir ayuda a mis colegas, y, en consecuencia, el cadáver deberá permanecer de momento aquí, en el depósito del Clínico.
—Es imposible —dijo de un modo maquinal Marcos Solana, sin reflexionar.
—¿Imposible? ¿Por qué? ¿Y quién es exactamente usted?
—Se lo han dicho antes de que me autorizara a entrar: soy Marcos Solana, el abogado de la familia. Una familia de la alta burguesía barcelonesa, como usted debe de saber ya. Si la muerte de Guillermo Clavé se presenta como un misterio insoluble, el nombre de la familia va a verse envuelto en toda clase de especulaciones, y los negocios de los Clavé van a sufrir las consecuencias. Aunque don Guillermo no trabajaba, sus apoderados mueven muchísimo dinero. Me parece normal que se hagan todas las investigaciones que usted quiera, pero el entierro no debe demorarse. Todo ha de quedar como una muerte… digamos… de buena familia.
El padre Olavide miró entonces el cadáver, para lo cual tuvo que dar una vuelta completa a la mesa. Observó la incisión de la que había hablado el forense. Pese a sus muchos títulos —entre los que figuraba el de académico de la Historia— no sacó nada en claro, aunque alguna conclusión pudo haber obtenido. El padre Olavide había dado muchas conferencias en la Real Academia de Medicina, en el edificio medieval del hospital de San Pablo, y tenía fama de ser el sacerdote barcelonés que más muertes ilustres había investigado. Pero una mueca de duda se dibujó en su rostro.
—No entiendo nada —dijo.
Paseó sus manos por el frontal de su sotana, como si la acariciase, y volvió a pasar al lado opuesto de la mesa. Los sacerdotes barceloneses ya no suelen usar sotana, pero el padre Olavide sí. Hizo una seña dirigida al abogado Marcos Solana:
—Le ruego que hablemos un momento fuera —musitó—. Una cosa son los negocios de la familia y otra la muerte inexplicable de este hombre. Por favor, hágame caso: la viuda confía en mí tanto como en usted.
El abogado accedió. No podía hacerlo de otro modo. Ambos fueron hacia la puerta de la sala de autopsias y en ese instante entró un hombre, seguramente otro forense, que conducía un carrito con instrumental quirúrgico. Al igual que el médico que acababa de realizar la autopsia, parecía un hombre sin edad. Alto, delgado, de mirada profunda e inquietante, manos largas, pasos rápidos, no les llamó especialmente la atención. Más les llamó la atención el carrito, lleno de horribles instrumentos, que la mirada profunda e inquietante. Al fin y al cabo, esas miradas suelen nacer ya en los tiempos de residente, e indican que el médico gana poco. El padre Olavide pasó una mano por los hombros del abogado y así le puso bajo la protección de Dios. Fueron poco a poco por uno de los pasillos pétreos del Clínico, de los que desembocan en el patio de entrada de la Facultad.
Ahora hay allí paredes nuevas, y fuera una plaza amplia, algunos árboles y, por supuesto, un parking. Pero las solemnes columnas bajo el frontispicio están exactamente igual que cuando se creó el hospital, en un descampado fabril que sólo conocían los pájaros. Algunas fotografías, en color gris o sepia, encerradas en marcos baratos, colgaban de la pared. En una de ellas se veía el Hospital Clínico cuando fue erigido en el horizonte de la ciudad; en otra, una de las viejas salas comunes, presidida por crucifijos; en una tercera, un grupo de médicos de la época: batas blancas abrochadas hasta el cuello, botines, bigotes, alguna barba, alguna perilla que la foto había dejado colgada en el tiempo. Y debajo, una anotación en caligrafía inglesa: «Servicio de Urgencias, 1916». Servicio de urgencias cuando una septicemia te mataba al sacarte una muela.
El padre Olavide dijo:
—Podemos hablar con la familia, que será la primera interesada en que se aclare todo. No va a pasar nada si el entierro se aplaza un día más.
—Mientras no se disparen los rumores. Podemos hablar tranquilamente de una muerte por hemorragia, pero nunca de una muerte por asesinato.
—Deje que lo tratemos con la viuda. Si yo soy su confesor, alguna influencia tendré sobre ella, ¿no? Y de la prensa y los círculos comerciales ya se encargará usted. Oiga… qué lúgubre es todo esto, ¿no le parece? El viejo Clínico aún conserva parte de sus fantasmas, sobre todo en un momento como éste, a las once de la noche. Y esas fotos de las paredes, ¿no estarían mejor en un museo?
Fue entonces, al mencionarlo el sacerdote, cuando Marcos Solana se fijó en una de aquellas fotos. Concretamente la del grupo de antiguos médicos.
Y su cara cambió.
Sus párpados temblaron.
Con un hilo de voz susurró:
—Oiga, yo acabo de ver esa cara…
Señalaba a uno de los médicos del servicio de urgencias de 1916. Más de noventa años desde entonces, más de noventa ciudades distintas, más de noventa panteones vaciados y vueltos a llenar, más de noventa bebés llevados meticulosamente a la fosa. Aquel hombre, el de la foto, que ya era en esos tiempos una persona madura, tenía a la fuerza que estar muerto.
El abogado giró sobre sus pies, lanzó una especie de gemido y echó a correr hacia la sala de autopsias. Porque estaba seguro de que acababa de verlo.