Nota de la Autora

Mucha gente piensa en la historia como en un indigesto conjunto de cifras, acontecimientos épicos y estadísticas. Pero en el mejor de los casos los historiadores resucitan el pasado sugiriendo las motivaciones de los poderosos, como un biógrafo con una tesis clara sobre la vida interior del biografiado. Los autores de novelas y de dramas históricos van más allá al reducir a los poderosos a la escala humana. Shakespeare puso un rostro humano a Ricardo III durante la fatal batalla que acabó con su reinado, explotando el hecho, destacado por un historiador, de que, para Ricardo, el momento decisivo fue cuando se quedó sin caballo. El poeta nos permite presenciar la trágica toma de conciencia de Ricardo cuando grita: «¡Un caballo! ¡Un caballo! ¡Mi reino por un caballo!». Los novelistas y los dramaturgos pintan la época con todo detalle, ponen en movimiento a los poderosos con diálogos imaginarios y crean a esos personajes no tan poderosos que faltan en los registros históricos, los Owen Archer y las Lucie Wilton que trabajan en secreto entre bastidores, las Bess y los Tom Merchet que dan alojamiento y elaboran cerveza. Personajes creíbles que dan vida a la historia.

Un elemento clave en cualquier estudio de personajes es el motivo. El motivo traza la trayectoria de una acción desde que se tensa el arco hasta que se apunta y se acierta (o yerra) el blanco. Lo que fascina tanto al historiador como al novelista es que un acontecimiento, contemplado con los ojos de diferentes participantes, sugiere motivos completamente distintos, y es la suma de los motivos lo que culmina en los hechos épicos. Para un autor de historias detectivescas hay una fascinación adicional en verificar cuántas personas tienen motivos para cometer un crimen, y la inocencia a veces es poco más que la falta de oportunidad.

La trama de la presente novela gira alrededor del comercio de la lana y su manipulación por parte del rey Eduardo III. Motivo: financiar sus repetidos intentos de añadir la corona de Francia a la inglesa (causa convencional de la guerra llamada «de los Cien Años»). El comercio de la lana era de vital importancia para la economía de Flandes, y Flandes tenía importancia estratégica en la guerra de Eduardo contra Francia. El plan de Eduardo era influir en la oferta y la demanda hasta tal punto que los flamencos, para proteger su economía, lo apoyaran a él y no al rey francés. Pero Eduardo no inspiraba confianza a sus propios comerciantes, les otorgaba derechos y los revocaba sin contemplaciones, y prometía un dinero que no podía reunir con sus planes; y tampoco aprendió de sus fracasos durante el primer año, sino que continuó obstinadamente con el plan del comienzo. En efecto, obligó a los comerciantes de ambos lados del canal de la Mancha a idear medios para seguir comerciando ilegalmente. En términos generales, los comerciantes sólo querían ganarse la vida, pero, en algunos casos, la oportunidad de comerciar sin restricciones daba alas a la avaricia. Empresas como Chiriton y Cía. y Goldbetter y Cía. tomaron un rumbo atrevido, unas veces con resultados positivos y otras negativos.

Pero en el siglo XIV, incluso al calor mundano de los negocios, la gente tenía muy presente su mortalidad e intentaba asegurarse una vida cómoda en el otro mundo. Gilbert Ridley pensaba en su alma cuando ofreció al arzobispo Thoresby una generosa cantidad para la capilla de Nuestra Señora de York. Los altares dedicados a la Virgen eran añadidos que se hacían a menudo a las iglesias y a las catedrales en el siglo XIV, cuando el culto a María era universal. Se veía a la Virgen como a una gentil mediadora entre Dios y el hombre. En una época que sufrió peste, guerras, hambrunas, inundaciones y sequías, la gente recurría a la Virgen como a la Madre capaz de pedir a Dios Padre que perdonara a sus hijos pecadores y fuera indulgente. Por lo general, los altares de la Virgen se construían en la cabecera de la iglesia, detrás del altar mayor. El capellán designado oficiaba diariamente misas dedicadas a la Virgen. Juan Thoresby, arzobispo de York desde 1352 a 1373, construyó la capilla de Nuestra Señora de York para albergar su propia tumba y la de seis de sus predecesores. También designó al capellán. Motivo: el más evidente era que veía la capilla como un monumento duradero de su poder y de su santidad. Pero yo propongo otro. En ese momento de su vida, Thoresby era un hombre que envejecía, que cada vez estaba más decepcionado de su rey, y que a menudo pensaba en su propia muerte. Como Ridley, deseaba asegurarse un lugar en el cielo, y al construir la capilla de Nuestra Señora, expresaba su esperanza de que la Virgen intercediera por él.

Tal como se presenta en esta novela, las desavenencias de Thoresby con el rey se debieron en parte a Alice Perrers. La veía como a una plebeya entrometida, una ofensa para la achacosa reina Phillippa. La influencia de Alice sobre el rey Eduardo III durante la vejez del monarca, en especial tras la muerte de la reina, fue el gran escándalo de la época. Sin embargo, aquella mujer poderosa, enigmática y polémica dejó pocos indicios de su personalidad, y como las descripciones que quedaron de Alice Perrers fueron escritas por sus enemigos, no dejan de ser sospechosas. No hay nada que documente su relación con Juan Thoresby. Mi retrato de Alice está basado en Lady of the Sun: the Life and Times of Alice Perrers, de E George Kay (Barnes and Noble, Nueva York, 1966), que he utilizado añadiendo ingredientes según me convenía. Los motivos de Alice Perrers eran complejos: amor y devoción por el rey mezclados con ambición y la necesidad de asegurarse el futuro; ser amante del rey, especialmente de un rey bastante viejo, según las convenciones medievales, era pisar arenas movedizas, porque el rey podía morir en cualquier momento y dejarla indefensa en medio de sus enemigos. Siendo plebeya carecía de las conexiones familiares que habrían podido protegerla. Es interesante advertir que lo que más detestaron en ella algunos de sus encumbrados enemigos fue su vista para los negocios.

El Gremio de la Lana era una compañía comercial, conocida más tarde como Aventureros Comerciantes. Representantes sobre todo de la industria de la lana (tejedores, pañeros, calceteros, tintoreros), los miembros del gremio eran los ciudadanos más ricos de York, en especial los comerciantes de lana. En aquel período, el término «comerciante» se aplicaba a los grandes comerciantes, a los pequeños minoristas y también a los artesanos que compraban sus propias materias primas, producían sus propios artículos en sus propios talleres y vendían los productos directamente a sus clientes.

Los comerciantes de York dominaban el Consejo de la ciudad. De los ochenta y ocho alcaldes que hubo en York entre 1399 y 1509, sesenta y ocho fueron comerciantes. El arzobispo Thoresby habría hecho ingentes esfuerzos por resolver el asesinato de dos miembros de este gremio en su jurisdicción. Y el arzobispo habría querido, como es lógico, limpiar el nombre de Gilbert Ridley para poder utilizar con la conciencia tranquila la generosa cantidad que el comerciante había destinado a la capilla de Nuestra Señora.

No es de extrañar que ese influyente gremio fuera responsable del Juicio Final que clausuraba la representación de los misterios de York durante la celebración del Corpus Christi. El gremio tenía dinero para invertir en una carroza con figuras y varios niveles y en la tramoya que bajaba a Jesucristo desde el cielo. Mi novela comienza durante la festividad del Corpus, cuando las carrozas de los gremios de York van por las estrechas calles de la ciudad, deteniéndose en estaciones dispuestas a lo largo del camino para que los actores representen las cincuenta obras (el número variaba según la época) que describen la historia de la humanidad desde la Creación hasta el Día del Juicio. Eran empresas complicadas, cuyos preparativos se iniciaban a principios de la cuaresma. (En la actualidad, en la misma York, se representa una versión abreviada de cuatro horas, en las ruinas de la abadía de Santa María, en verano, cada cuatro años.)

Los músicos de la ciudad participaban en las celebraciones del Corpus. Había músicos que recibían una remuneración anual del erario así como un uniforme y, a veces, alojamiento gratuito. Tocaban en ocasiones específicas para el alcalde y para el Consejo de la ciudad e interpretaban piezas especiales en las ceremonias y visitas reales. En York ocupaban una posición especial en la catedral y tocaban con regularidad en Pentecostés y en las dos festividades de san Guillermo. En mi novela, Ambrose Coats es, por lo tanto, un funcionario público, de ahí su preocupación por mantenerse al margen de problemas.

Ambrose toca dos instrumentos medievales, el rabel y la crotta. El rabel pertenecía a la familia de los violines. Era un instrumento con forma de pera, con tres o cuatro cuerdas, que se sostenía en la axila o se ponía cruzado en el pecho. El arco se sostenía como el de los violines actuales. Se cree que su tono era agudo y vibrante. A menudo se utilizaba como instrumento de fondo.

La crotta, más conocida por crowd en los países anglosajones, fue el antecesor del crwth galés y una especie de viola primitiva cuyas variantes recibían nombres muy parecidos, como rota y rotta. Era una adaptación del arco a la antigua lira (que en anglosajón se decía arpa, hearpe). Tenía los lados paralelos y casi todos los ejemplos ingleses que se conocen tienen una especie de clavijero. El número de cuerdas variaba de cuatro a seis. Comúnmente se apoyaba en el hombro, apuntando hacia abajo. Solía producir al menos dos notas al mismo tiempo y se describía como melodiosa y armónica. Este instrumento se puede ver en esculturas y miniaturas medievales, por ejemplo en la figura de David que hay en la puerta de las Platerías de la catedral de Santiago de Compostela.

Como lecturas complementarias sobre la financiación de la guerra del rey Eduardo III recomiendo England in the Reign of Edward III, de Scott L. Waugh (Cambridge University Press, Cambridge, 1991) y Some Business Transactions of York Merchants, de E. B. Fryde (St Anthony’s Press, York, 1966). Para los detalles sobre los instrumentos musicales, véase English Bowed Instruments from Anglo-Saxon to Tudor Times, de Mary Remnant (Clarendon Press, Oxford, 1986).