El rey recibió cálidamente a su canciller.
—Así que habéis regresado, Juan. ¿Significa que habéis encontrado al asesino y lo tenéis a buen recaudo encerrado en sus mazmorras? ¿O ya lo habéis ejecutado?
—Los principales cómplices están muertos, mi rey, pero no la persona que concibió los asesinatos.
—¿Y ese hombre está preso?
—Todo lo contrario. Esa mujer está viviendo la vida de la realeza.
Eduardo levantó una ceja.
—¿Esa mujer? ¿Vuestro villano es una mujer?
—Y está aquí en la corte, Milord.
—¿En mi corte? —Eduardo se puso de pie con brusquedad, caminó hasta el fuego y estiró las manos hacia él para calentárselas—. Espero que no vayáis a acusar a Alice.
Thoresby sintió que un escalofrío le recorría la espalda. ¿Cómo había adivinado el rey? Él no se lo había dicho a nadie de la corte.
—¿Por qué decís eso, Majestad? ¿Por qué Alice?
Eduardo dirigió a Thoresby una mirada severa.
—Ella me dijo que fue una imprudencia haceros saber que estaba al tanto de cierta información sobre vos que preferiríais mantener en secreto. Ha estado preocupada pensando que podríais tratar de desacreditarla antes de que ella tuviera tiempo de convenceros de su discreción. Le hicisteis temer que no confiabais en ella y que desaprobabais su presencia en la corte.
Todo astutamente cierto, excepto lo del temor. Alice Perrers no le temía a nada. ¿Qué podía replicar Thoresby?
—Pensaba en la reina Phillippa, en lo enferma que está, en todo el amor que necesita. Me pareció cruel que os viera a vos con esa mujer.
—¿Estáis juzgando a vuestro rey?
—Perdonadme. Lo entendía como un asunto espiritual.
—Así, ¿ibais a acusar a Alice?
—No he dicho esto. Confieso que ella tiene razón al temer que yo desconfíe de ella y desapruebe su presencia en la corte. Vuestra Majestad tiene una esposa. Una esposa amantísima, hermosa, encantadora…
—¡Basta! No tenéis que recitarme las virtudes de mi reina. —Los ojos azules se habían vuelto poco amistosos—. Pero me pregunto qué ha cambiado en diez años, Juan. Cuando yo amaba a Marguerite no me sermoneabais.
Thoresby sintió que el coraje lo abandonaba. Bebió un trago de vino mientras pensaba qué decir. Marguerite. Era obvio que esa puta de la Perrers se lo había contado a Eduardo. Dios santo.
—Hace diez años las circunstancias eran diferentes. Marguerite estaba en la corte, pero era reconocida como vuestra amante. Todo se llevaba con discreción, de manera que nadie podía sospechar la relación, en especial la reina.
Había un resplandor desagradable en los ojos del rey.
—Discretamente… Sí, si mal no recuerdo, simulabais estar impresionado. La acompañabais a todas partes, incluso a mis aposentos. Pero quizá no simulabais tanto, ¿verdad, Juan? ¿No será que interpretasteis el papel tan bien que os acabasteis creyendo el personaje?
—¿Cómo decís, Majestad?
—Aquí tengo la copia de una carta en la que jurabais fidelidad a la hermosa Marguerite, describíais su cuerpo con todo detalle y decíais que la criatura que ella llevaba en las entrañas, y que finalmente fue la causa de su muerte, era vuestra. —Con su eterna daga enjoyada Eduardo hurgó en unos papeles que había sobre la mesa y eligió uno. Se lo enseñó a Thoresby.
—Majestad. —Thoresby cogió el papel, pero no lo miró enseguida. Recordaba la carta. ¿Por qué Marguerite no la había quemado como había quemado todas las demás? ¿Qué podía hacer? La colocó bajo la luz y le echó una ojeada. Dios santo, era peor de lo que recordaba: los lunares que Marguerite tenía entre las nalgas y debajo de su pezón izquierdo… o el ruidito, parecido al ladrido de una foca, que ella hacía cuando lo llevaba a él al éxtasis.
¿Tan ridículamente enamorado había estado Thoresby para escribir cosas semejantes? Sí, de manera completa, total y abrumadora. Y Marguerite había muerto poco después de que él hubiera escrito la carta.
Thoresby se arrodilló frente a su rey, con la cabeza baja, la mano derecha en el pecho y la izquierda estrujando la carta.
—Es inútil destruir la carta, Juan. Es una copia.
—Perdonadme, Majestad. Me encontré en el camino de la tentación y no pude resistirme.
Eduardo tocó la cabeza de Thoresby con la daga y luego le levantó el mentón. El rey sonrió a su canciller.
—Estáis perdonado, Juan. Y debéis darle las gracias a Alice por ello. Ella me ha hecho ver que en realidad jamás amé a Marguerite. Era una cosa bonita, un juguete. Deseé su cuerpo, pero no la amé. No como amo a Alice, o a mi reina. De pie, Juan. Abracémonos y olvidemos el pasado.
Thoresby se puso de pie y se dejó llevar por el sofocante abrazo del rey.
—Tenéis un corazón noble, Majestad.
Eduardo le dirigió una amplia sonrisa a Thoresby.
—Bien. —Le dio una palmadita en la espalda—. Entonces, ¿seguís acusando a Alice?
Thoresby respiró hondo.
—El primo de Alice, Paul Scorby, mandó a sus hombres asesinar a dos miembros del Gremio de la Lana de York, y habría asesinado a otro de no haber intervenido yo. Scorby dijo que había recibido instrucciones de vuestra prima Alice.
—¿Ah, sí? ¿Y de qué forma? ¿Cartas?
—Sí.
El rey extendió la mano.
—Entonces dádmelas.
—No puedo.
—¿Las tenéis?
—No, Majestad. Pero su viuda está buscando en la casa.
El rey echó la cabeza hacia atrás y rio de forma estentórea.
—Ay, Juan, últimamente vuestro estado de santidad os ha sorbido los sesos. Espero que no hayáis soltado a ese hombre por sus confesiones, porque os aseguro que por eso os las hizo, para que lo dejarais libre y así poder huir del país.
—Ha muerto, Majestad.
—Bien. De todas formas, estoy seguro de que nunca vais a encontrar carta alguna. Cuando vino a la corte, Alice era todo inocencia. Y desde que llegó aquí, ha sido tratada con tanta amabilidad que no ha tenido ni motivo ni oportunidad de verse mezclada en ninguna intriga semejante. Y que no se hable más de esto.
—Fue un encargo de sus tíos, Majestad. Scorby debía matar a los que sabían cómo habían llegado los Perrers a obtener el favor del rey.
Eduardo se levantó y arrojó la daga contra la mesa, donde se clavó y quedó vibrando.
—¿Estáis diciendo que la gente compra el modo de llegar hasta mí, Juan? ¿Es eso lo que pensáis de vuestro rey?
—Yo…, es lo que él me dijo, Majestad. —Thoresby se detestó a sí mismo por lloriquear.
—Salid de aquí antes de que cambie de idea, Juan. —La voz del rey sonó tranquila y amenazadora.
* * * * *
Esta vez fue Alice Perrers quien encontró a Thoresby esperándola. El arzobispo levantó su copa enjoyada en dirección a ella.
—Creo que tu bodega es incluso mejor que la mía, señora Perrers. ¿O debo llamarte Alice, ya que los dos conocemos detalles tan íntimos el uno del otro?
Alice vaciló y despidió a la criada.
—¿A qué debo el placer de vuestra compañía, Juan?
—Quería darte las gracias.
Los ojos felinos recorrían rápidamente la habitación; el escote atrevido ponía de manifiesto la respiración asustada.
—No te preocupes, no he traído a nadie conmigo. No hubiera sido adecuado, tratándose de una entrevista tan íntima.
—¿Intima?
Thoresby se puso de pie y se acercó a Alice. Con insolencia, le puso una mano en el pecho.
—Estáis borracho, Juan.
Él negó con la cabeza y le apretó un seno.
Alice contuvo una exclamación, pero no se apartó.
—¿Queríais darme las gracias?
—Sí, en efecto. Me has hecho recordar que no soy más que un hombre, Alice. Un hombre con pasiones, ardiente. De noche yazgo despierto soñando con el placer de violarte. ¿No es un signo saludable?
—Yo no soy Marguerite.
—No, por supuesto que no eres Marguerite. Mi amor por ella era tierno. No era como la violenta pasión que siento por ti.
Le pasó un brazo por la cintura, sin apartar la mano de su seno, y miró fijamente aquellos ojos de gato.
Los ojos no parpadearon. Alice no se movió. Thoresby oía los latidos del corazón de la mujer. Sentía que el suyo también latía con fuerza. Se inclinó y hundió los dientes en el seno derecho de ella. Alice gritó y trató de desasirse. Él la sostuvo con fuerza hasta que sintió el sabor salobre de la sangre. Entonces la soltó.
Ella se recostó contra la pared y profirió un grito cuando bajó la mirada y vio las marcas de los dientes.
—Sois un monstruo.
—No, tan sólo un hombre que busca venganza. A mi rey le gustan los senos. Y ahora tendrás que taparte uno durante un tiempo. O dar explicaciones, lo cual puede resultar muy divertido.
Alice lo miró, con la mano en la herida. De pronto, soltó una carcajada.
—Qué lástima que seamos enemigos declarados, Juan. Me habría gustado veros a menudo.
—Estoy seguro de que vamos a encontrarnos de nuevo, Alice. No has ganado todavía; al menos, no toda la batalla. —Thoresby cogió su cáliz enjoyado y salió, con el agradable gusto de la sangre de ella en la boca.
* * * * *
El arzobispo volvió a York en marzo e hizo llamar a Owen.
Cuando entró en los aposentos del arzobispo, Owen lo vio pálido.
—¿No salió bien, Eminencia?
—Bastante bien, aunque me fue imposible presentarle mi denuncia al rey. Alice Perrers lo ha embrujado.
—Anna no encontró ningún papel escondido; por eso no pude enviaros nada para respaldar vuestra acusación.
Thoresby asintió.
—Recibí tu carta.
—Os quedasteis bastante tiempo.
—Abandoné la corte el mes pasado. He estado visitando algunos de mis deanatos. Creo que ahora me retiraré a la abadía Fountains a pensar en mi futuro.
Owen señaló la cadena del cargo que relucía a la luz del fuego.
—A pesar de todo, seguís siendo canciller.
—Por ahora, tal vez por algún tiempo más.
—¿Qué queréis decir?
—Que ésa es una de las cosas que tengo que decidir. Si renunciar o no.
—Pero entonces gana ella.
Thoresby cerró los ojos y se arrellanó en la silla.
—Es una criatura del diablo, Archer. Créeme. Cuando el rey esté moribundo, ella se quedará con lo que pueda y lo abandonará. Es fría y falsa. —Abrió los ojos—. Pero no, no ha ganado.
—Con traición compró el acceso a la corte y con asesinatos cubrió sus huellas, pero ¿cómo es que tiene al rey en sus manos?
Thoresby sacudió la cabeza.
—Las ventas ilegales de lana fueron cosa de sus tíos, no de ella. Y fueron también ellos los que utilizaron la información de Enguerrand de Coucy para comprar la presentación de Alice a la reina. Pero los asesinatos y la influencia sobre el rey, sí, todo eso pertenece a Alice Perrers, a pesar de lo joven que es. Tiene los ojos como los de un gato, Archer, una inteligencia a la que no se le escapa nada, ni el matiz de una palabra, o de un gesto, y un cuerpo ataviado para revelar su juventud. No obstante, es su espíritu, el poder que emana de ella, lo que excita. —Había un extraño rubor en las mejillas de Thoresby mientras pensaba en ella.
—¿A vos os excitó, Eminencia? —Owen intentó imaginarse al hombre frío y sin sangre en las venas que tenía enfrente en una situación apasionada. No pudo.
Thoresby abrió los ojos y rio.
—Otro hombre se ofendería ante tu sorpresa, Archer, pero a mí me agrada. Ya llevo otra vez la máscara puesta.
—¿Hemos terminado con las muertes de Ridley y Crounce?
—Sí. Lástima que en el recuento final hayamos perdido al mejor músico de la ciudad. ¿Tú les aconsejaste que se fueran, Archer?
—No. Aunque Lucie y yo habíamos decidido hacerlo. Pero ya se habían ido.
—¿Y no has tenido noticias de ellos?
Owen se encogió de hombros.
—¿Sabes dónde están?
—No.
Thoresby miró a Owen un buen rato. Luego sacudió la cabeza.
—Has cambiado, Archer. Te estás acostumbrando a esta vida. Estás aprendiendo a usar la ambigüedad en beneficio propio.
Owen volvió a encogerse de hombros.
—El dinero que Ridley os dio para la capilla de Nuestra Señora… ¿habéis decidido si es dinero sucio o no?
Thoresby esbozó una sonrisa.
—Estoy seguro de que lo era, Archer. Pero no soy más que un hombre. ¿Tan incorrecto es que acepte una tumba imperfecta?
* * * * *
Owen se detuvo en la taberna York para subirse el ánimo con una jarra de la cerveza de Tom Merchet. Tom fue a hacerle compañía.
—Así que fue la amante del rey la que ordenó la carnicería. —Tom sacudió la cabeza.
—Cuidado, trata de olvidarte de eso, Tom. El rey puede considerar que hablar así es traición.
—Pero ¿ella no es demasiado joven para haber planeado todo eso?
—Sus tíos la pusieron en esa senda. Fueron ellos los que comerciaron ilegalmente con la lana y sobornaron a Wirthir para obtener la información sobre el yerno francés del rey. Entonces, de Coucy o la princesa Isabella compraron, a su vez, su silencio presentándole a la señora Alice a la reina.
Tom frunció el entrecejo, pensando.
—¿Fue Kate Cooper la que hizo que Scorby les cortara las manos?
Owen asintió.
—Una mujer con el corazón negro —murmuró Tom.
—No pudo perdonar la ruina de su padre ni la muerte de su hermano.
—¿Fue ella la que envenenó a Ridley?
—No.
—Bess quería contarle a la señora d’Aldbourg lo que esa Kate suya le había hecho a nuestro John.
Owen bebió un trago de cerveza.
—Siento mucho eso.
—Pero después de todo, Bess no le dijo nada. Dice que eso podría matarla, y que ella no quiere tener una mancha así en el alma.
—Bess es una buena mujer. Y prudente. —Owen se puso de pie—. Tengo que irme; Lucie me espera.
—Bien. Dile a Bess que venga a casa. Vino a verla un muchacho para trabajar en la cuadra. Había pensado ofrecerle el trabajo a Jasper, pero parece que está aprendiendo a leer y escribir.
Owen asintió.
—Dice que le gustará ser aprendiz de Lucie.
—Bien, al menos algo bueno va a surgir de tanta maldad.
—Muy poco.
Tom se encogió de hombros.
—Debemos conformarnos con lo que haya.
Fin