Capítulo 27

Rapidez y muerte

Con una pluma, Lucie le hizo cosquillas a Owen en la nariz hasta que él estornudó y se sentó en la cama, restregándose los ojos.

Owen se arrojó sobre ella con un rugido.

Lucie rio y se escapó rodando.

—Todavía no. —Lucie se detuvo justo fuera de su alcance, envuelta en un grueso chal y nada más, lo que, a juzgar por como temblaba, era evidente que no bastaba.

Fuera de las mantas Owen también tiritaba.

—Diablos, vuelve a la cama. Todavía no quiero pisar este suelo frío.

—Lo sé. Y no tienes por qué si te quedas quieto y escuchas lo que he decidido.

Owen se metió debajo de la colcha.

—Lo que has decidido, ¿sobre qué?

—Sobre Martin. ¿Prometes quedarte quieto y escuchar? —A Lucie habían empezado a castañetearle los dientes.

Owen rio.

—Hace frío ahí fuera, ¿eh?

—Se me están durmiendo los dedos de los pies.

—Entonces, ¿por qué no vuelves a la cama?

—No, si no me prometes que te quedarás quieto y me escucharás.

—Parece razonable. ¿Por qué no voy a hacerlo?

—Por la expresión de tus ojos.

—¿Qué expresión?

—Por favor, prométemelo. Me congelaré si no te das prisa.

—¿Cómo sabes que puedes confiar en una promesa mía?

—Mierda. —Lucie volvió a la cama, pero se quedó encima de las mantas, envuelta en el chal.

—Ven, métete debajo antes de que se te caigan los dedos de los pies. Me portaré bien durante unos minutos.

Lucie se escurrió dentro de la cama.

—Virgen María, Madre de Dios, qué frío hace esta mañana. No siento los dedos.

Owen estiró el brazo por debajo de las mantas, le cogió los pies helados y los mantuvo entre sus manos calientes.

—Ahora cuéntame cuál es esa decisión.

—Vas a la casa de Ambrose, como estaba planeado, pero en lugar de acompañarlos hasta la abadía, les dices a él y a Martin que salgan de la ciudad.

—Sería un buen plan, si Martin estuviera en condiciones de viajar.

—La familia Perrers lo destruirá, Owen. No debe ir a Windsor con Thoresby. Y una vez en Santa María, ¿cómo escaparía?

—Hablaré con el hermano Wulfstan. Quizá se le ocurra algo.

Lucie negó con la cabeza.

—Martin no debe ir.

—Yo tampoco quiero que vaya a Windsor, Lucie. Pero en estos momentos no puede escaparse de la ciudad; está demasiado débil.

—Entonces lo esconderemos.

—¿Dónde?

—Todavía no lo sé, pero en algún lugar.

—Thoresby no es ningún idiota.

—Tendría que haber ido yo a advertírselo antes de que te despertaras. Pero pensé que lo entenderías, que tenías conciencia y corazón.

—Y los tengo, caramba. Sólo que no se me ocurre cómo podemos esconder del arzobispo a un hombre herido.

Lucie se mordió el labio inferior y reflexionó. De repente se incorporó sonriendo.

—Lo llevaremos a casa de mi tía Phillippa.

—Lucie, ¿qué va a pensar tu tía?

—Cuando sepa lo que le espera a Martin, estará de acuerdo.

Owen lo pensó. Freythorpe Hadden era una finca grande. Seguramente allí podrían esconder a Martin.

—Está bien. Hoy lo llevaré.

Lucie le echó los brazos al cuello y lo abrazó fuerte, pero enseguida lo apartó.

—Ahora, date prisa.

Él le miró los hombros desnudos y el pecho descubierto por el chal, que se había deslizado. Entonces le movió los pies para que ella notara cómo lo afectaba aquella visión.

—¿Quieres que vaya enseguida?

Ella dejó caer el resto del chal.

—No, todavía no.

* * * * *

Mientras atravesaba la plaza de Santa Elena, Owen comenzó a tener reparos sobre el plan. ¿Cómo podían estar seguros de que el padre de Lucie, sir Robert, accedería a esconder a Martin? Freythorpe Hadden era de él, no de Phillippa. E incluso si sir Robert accedía, ¿podían confiar en que no entregara a Martin cuando aparecieran los hombres del arzobispo? No tanto porque fuera el arzobispo, sino porque Thoresby era lord canciller. Sir Robert había estado mucho tiempo al servicio del rey, ¿podría dejar a un lado el hábito de la lealtad?

Para cuando llegó a la puerta de la casa de Ambrose, Owen había decidido proponer la idea de ir a Freythorpe, pero ser sincero con Martin sobre la viabilidad del plan.

Llamó. Esperó. Volvió a llamar. Esperó de nuevo. Pegó la oreja contra la puerta y no oyó nada. Pero era demasiado gruesa. Empujó con el hombro y la puerta se abrió. La casa estaba a oscuras, aunque unos rescoldos en el brasero indicaban que alguien había estado allí recientemente. Y que había tapado el fuego.

Tanteando a su alrededor, Owen encontró una lámpara de aceite, la encendió con fuego de los rescoldos y subió la escalera. En el altillo había un baúl, abierto y vacío. Bajó las escaleras y encendió algunas velas. Al parecer, cualquier cosa que fuera una posesión personal había sido sacada de la habitación. En el suelo había un pedazo de soga ensangrentada y, junto a la puerta de atrás, una pisada que había dejado una huella de sangre. Abrió esa puerta y salió al gris perlado del alba. Allí no había nadie. A pocos pasos de la puerta, el suelo estaba empapado de sangre. Por allí cerca había unos trapos ensangrentados.

Owen no supo qué pensar. ¿Algo había hecho sangrar la herida de Martin? ¿O alguien había entrado en la casa la noche anterior y había atacado a Martin y a Ambrose? Pero ¿quién? Sólo el guardián de la puerta había escapado de la casa de Scorby… a menos que los criados hubieran liberado a Jack y a Tanner. A Owen no se le ocurría razón alguna para que los criados creyeran que aquellos hombres no iban a hacerles daño una vez liberados.

¿Martin y Ambrose habrían dejado la sangre allí para confundirlo? ¿Lucie habría ido allí durante la noche para advertir a Martin? No. Esa mañana no habría simulado que se le ocurría un plan si ya había puesto otro en marcha. La cabeza de Lucie no funcionaba así.

El hecho de que todas las posesiones de los dos hombres hubieran desaparecido le dejaba a Owen pocas esperanzas de encontrar a Martin y Ambrose en la abadía, pero aun así, cerró la casa de Ambrose y se dirigió a Santa María.

Apenas vio la sorpresa y la alegría en el rostro del hermano Wulfstan, supo que no se había equivocado al suponer que Martin no estaría allí.

—Buenos días, Owen. Iba a llevar a Jasper al refectorio. ¿Queréis acompañarme?

Owen miró al muchacho, que estaba de pie, muy derecho, y sonreía con timidez.

—¿Te has recuperado tanto que ya comes en el refectorio?

Jasper asintió.

—Me gusta estar allí. Mientras comemos, alguien lee y todo es muy tranquilo. Nunca había estado en un lugar tan tranquilo.

Con ademán paternal, Wulfstan puso una mano sobre la espalda del muchacho.

—Bien. ¿Habéis venido a visitar a Jasper antes de abrir la tienda o es otra la diligencia?

—El arzobispo me pidió que hoy acompañara hasta aquí a un hombre: Martin Wirthir. Pero Martin no está en su alojamiento, y observo que tampoco está en Santa María. ¿Sabéis algo?

Wulfstan negó con la cabeza.

—Quizás el abad Campian sepa algo de él. Si Lucie no se enoja porque estéis ausente tanto tiempo, venid al refectorio y compartid nuestra humilde comida. Podéis preguntarle al abad Campian después de que hayamos roto el ayuno.

Owen aceptó la invitación. Mientras comía pensó en lo que había querido hacer esa mañana: desobedecer a su amo. ¿Quién era él para juzgar los motivos del arzobispo? Sin embargo, obedecer ciegamente era ser de la calaña de Jack, Tanner y Roby, que habían acatado sin cuestionamientos las órdenes de su amo, Paul Scorby.

Entonces, ¿él había vivido equivocado todos esos años en el ejército de Lancaster, obedeciendo ciegamente y esperando que sus hombres hicieran lo mismo? Ahora que conocía las razones personales y egoístas del rey para iniciar la guerra en la que Owen había perdido un ojo, sabía que jamás podría volver al servicio sin cuestionar a sus superiores.

¿Había sido un tonto? ¿Sería condenado en el Juicio Final por todas las vidas que había segado?

La lectura terminó. Wulfstan le dio una palmadita en el hombro a Owen y le señaló al abad, que se había puesto de pie y se volvía para retirarse. Owen fue hacia él. El abad Campian asintió y le indicó al capitán que lo siguiera.

No hablaron hasta llegar a los aposentos del abad.

—¿Qué os trae por aquí tan temprano una mañana de invierno?

—Esta mañana tenía que traerle al hermano Wulfstan un hombre herido: Martin Wirthir, un flamenco. Sin embargo, cuando fui a buscarlo resulta que se había ido. Se me ocurrió que podría haber venido aquí, aunque no tenía muchas esperanzas.

—¿Por qué?

—Su alojamiento estaba vacío.

Campian frunció el entrecejo.

—Un acontecimiento perturbador. Anoche recibí un mensaje de Su Eminencia en el que me avisaba de la llegada de ese hombre. Pero no ha venido nadie.

—Eso supuse.

—¿Pensáis que se ha ido de la ciudad?

—Martin no se ha marchado solo, sino con el amigo con el que se estaba alojando. Todas sus cosas desaparecieron. Y seguro que no fue para trasladarse a otra casa.

—Pero si uno de los dos está herido, ¿cómo podrán viajar? ¿Y por qué?

—No lo sé.

El abad lanzó una mirada penetrante en Owen.

—Perdonadme por contradeciros, capitán Archer, pero vos sabéis por qué. —Campian levantó sus manos impecables—. No os preocupéis. Como son asuntos del arzobispo, no voy a insistir en que me lo expliquéis.

—Gracias, padre.

* * * * *

Cuando Owen regresó, Lucie ya había abierto la tienda.

—Has tardado mucho. ¿Han venido contigo Martin y Ambrose?

—No. No aparecen por ningún lado. Y ha pasado algo extraño en casa de Ambrose. —Owen le refirió lo de la sangre.

Ella estaba tan intrigada como Owen.

—Ojalá nos hubieran contado sus planes. Ahora nos quedaremos preocupados por ellos.

—Me he detenido en Santa María, aunque sabía que era improbable que hubieran ido allí. Al menos, no si habían empaquetado todas sus cosas.

—¿Has visto a Jasper?

—Está mejorando. Cojea, pero va al refectorio y a la capilla.

Lucie le alisó a Owen los cabellos, apartándoselos de la cara.

—Estás helado. Ve a la cocina y que Tildy te dé algo caliente. Después te necesitaré aquí para atender a los clientes mientras yo coso unas almohadas de paja para Alice Baker.

* * * * *

Poco después del mediodía llegó el hermano Michaelo.

—El abad Campian ha informado a Su Eminencia de que Martin Wirthir no ha aparecido en la abadía.

—Así es. Yo he ido a buscarlo esta mañana y he encontrado la casa vacía.

—Su Eminencia desearía conocer la razón por la cual no le informasteis de dicha situación.

—Pensaba hacerlo hoy después de cerrar la tienda.

El otro infló las narices.

—No me digáis…

Owen salió de detrás del mostrador, enderezando los hombros.

—¿Estáis cuestionando mi sinceridad, hermano Michaelo?

Michaelo dio dos pasos hacia atrás.

—Le contaré a Su Eminencia lo que acabáis de decirme. Quedaos en paz. —Y se fue discretamente.

* * * * *

—Señora Digby —dijo Tildy, abriendo la puerta.

—Sí, es Magda, niña. Ve a llamar a tu amo. Magda necesita que le echen una mano con una cosa.

Owen salió a la calle. Había comenzado a soplar viento y el aire estaba húmedo. Habría tormenta. Entornó los ojos para distinguir en la oscuridad. Al otro lado del portón había una carretilla. Magda le hizo señas para que se acercara. En la carretilla, dentro de una cuba, había un cerdo recién sacrificado.

—Rápido. Llevadlo adentro. Es para vuestra familia.

Owen lo llevó a la cocina.

A Tildy le brillaron los ojos.

—Qué animal tan inmenso.

Lucie invitó a Magda a sentarse junto al fuego.

—Es un obsequio muy generoso, señora Digby.

—No es de Magda. Es del músico y del pirata. Viene con esto. —Le dio a Lucie un pedazo de pergamino.

Lucie lo miró con el entrecejo fruncido y estalló en una carcajada.

—«Señora Wilton, por fin he tomado medidas. Que este cerdo os dé mucha alegría a vos y al capitán Archer. Ambrose Coats.»

Owen miró a Lucie, que se secaba los ojos con la punta del delantal.

A Magda también le brillaban los ojos.

A Owen le irritaba no entender qué les hacía a ellas tanta gracia.

—¿Qué es tan gracioso? ¿Qué quiere decir «por fin he tomado medidas»?

Lucie se acercó y le apretó la mano a Owen.

—¿Recuerdas el cerdo de su vecino? Yo le pregunté a Ambrose por qué no lo denunciaba si el cerdo le molestaba tanto, y él me contestó que no quería tener problemas con los vecinos. Creo que era por Martin y la necesidad de guardar el secreto. Ambrose no quería que su vecino tuviera una razón para vengarse.

—¿Éste es el cerdo del vecino?

Magda asintió.

—Lo mató anoche.

—Entonces, ¿viste a Martin? —preguntó Owen.

—Sí. El pirata sufre mucho. Pero Magda le limpió el brazo, se lo cubrió con hierbas curativas, y escondió al pirata y al ángel en un lugar bonito y seguro. No echarán de menos su casa; se lo trajeron todo con ellos, hasta el gato. —Rio—. Qué bien, ¿no? El cuervo no los encontrará.

Owen sonrió.

—Thoresby se llevará una desilusión.

—Bueno. —Magda se puso de pie—. Debo dejaros. Magda ha tenido un día muy largo.

Lucie se puso de pie.

—Gracias por traernos el cerdo y las noticias.

Magda hizo una reverencia.

—Y qué oportuno, ¿verdad? Vais a necesitar mucha carne este invierno.

—Cierto. Pronto iré a verte.

Magda asintió.

—Magda te recibirá con gusto. La dama Phillippa no tendrá de qué quejarse. —Salió de la cocina renqueando.

Owen se volvió hacia Lucie.

—¿Qué ha querido decir?

Lucie lo cogió del brazo.

—Tildy, ¿quieres cerrar tú esta noche?

—Sí, señora.

Lucie llevó a Owen escaleras arriba y cerró la puerta a sus espaldas.

—Muy bien —dijo Owen—, ¿qué es lo que Magda sabe y yo no? ¿Estás embarazada? ¿Y se lo has dicho a ella y no a mí?

—Lo estoy, pero no le he dicho nada. Ella sabe estas cosas, Owen. Y bien, ¿qué te parece?

—No me gustan estos juegos.

—No es ningún juego.

—¿Por qué no me lo dijiste?

—Porque apenas ahora estoy segura. Créeme.

—¿Lo lamentas?

—¿Si lo lamento? ¡Qué tonto eres! —Lucie lo abrazó.

Owen la rodeó con sus brazos, pero se detuvo, vacilante. Lucie rio.

—No pensarás dejarme sin abrazos hasta el verano.

—¿Hasta el verano?

Lucie se puso los brazos de él alrededor de la cintura.

—Por Dios, Owen, no me hagas renegar de lo que nuestro amor ha engendrado.

—Cuando crezca, el niño puede ser soldado.

—Mejor eso que arzobispo.

Entonces Owen la abrazó, pero no tan fuerte como de costumbre.