Capítulo 26

Venganza

Owen se despertó antes que Thoresby: le había dado el mejor jergón al arzobispo y la vieja herida del hombro izquierdo le dolía a causa de la cama dura y llena de bultos. Se levantó, se desperezó, hizo crujir las articulaciones y salió para orinar. Al volver se encontró con el posadero, que vigilaba cómo atizaban el fuego, y se le ocurrió hacerle algunas preguntas sobre Scorby.

Pero el aspecto de Owen todavía intimidaba al posadero.

—No sé por qué el arzobispo de York viaja con un tipo de vuestra clase; el caso es que no me gusta.

—Estoy al servicio del arzobispo. Espío para él.

El posadero lo miró entornando los ojos.

—¿Cómo perdisteis el ojo?

Con un suspiro, Owen contó la historia a pesar de estar ya harto de ella. Como siempre, ganó un admirador.

—¿Capitán de arqueros del viejo duque Enrique? Bien, caramba. Perdonad la desconfianza de un viejo, pero estoy solo aquí con la familia y los criados y ninguna protección, ¿entendéis?

—Empezaremos desde el principio —dijo Owen—. Ahora dime, ¿cuánto tiempo perderíamos si vamos a la finca de Scorby antes de dirigirnos a Ripon?

El posadero bajó la cabeza y pensó, lo que implicó murmullos varios y golpeteo de dedos sobre la mesa. Finalmente levantó la cabeza.

—Con vuestros caballos, tardarías un día más si pasarais por la finca antes de ir a Ripon.

—¿Y qué tipo de recepción podemos esperar?

—¿Recepción? —bufó el posadero—. Lo que acaso os encontréis es una flecha disparada desde el portal y un puente levadizo levantado.

—¿Hay foso, entonces?

—Sí. Y se habla de un monstruo parecido a una serpiente, que yace en el barro del fondo. Será mejor que sigáis el plan de Su Eminencia y os dirijáis a Ripon.

—¿Los viajeros iban bien armados?

—Con espadas y cuchillos; uno de ellos llevaba un látigo. Es todo lo que recuerdo.

—¿Ninguno de los dos llevaba arco?

El posadero negó con la cabeza.

—¿Cómo crees entonces que les fue en el portal de la casa de Scorby?

—Ya… —El posadero asintió—. No, no está muy claro.

Owen cerró los puños, lleno de frustración, y se volvió para mirar la helada niebla matutina. Distinguía los árboles del otro lado del patio sólo porque sabía que era allí donde debía buscarlos con la vista.

Se giró y se dirigió al posadero, que lo miraba con atención.

—¿Conoces la disposición de las tierras de Scorby? ¿Podrías indicarnos la manera de entrar por detrás?

El posadero frunció el entrecejo y se pellizcó la oreja.

—¿Cómo voy yo a saber eso?

—En la comarca donde yo crecí, la tierra del señor era el lugar elegido para entrenar a los arqueros. Empezábamos con arcos pequeños y presas pequeñas, e íbamos subiendo. No hay nada como cazar a escondidas para enseñarle a una persona a estar alerta o a perseguir un blanco móvil.

El posadero rio.

—Así que sois hombre de campo, ¿eh? Bien, yo puedo deciros cómo era antes. Pero nadie se acerca.

—Me atrevería a afirmar que Su Eminencia considerará pagar el doble por el servicio de anoche.

El posadero abrió los ojos de par en par.

—¿Me vais a pagar el doble? —Hizo una pequeña reverencia con la cabeza aceptando la oferta—. Venid fuera. Os lo voy a dibujar. —Salieron a la niebla reluciente. El posadero encontró una ramita, se sentó sobre el barro endurecido y dibujó un tosco mapa de las tierras de Scorby.

Por el dibujo, Owen supuso que la propiedad era considerable pero no inmensa, y que sería difícil patrullarla toda en todo momento. Las defensas estaban principalmente en el frente, donde podían impresionar más.

—Has sido de gran ayuda. —Owen se puso de pie; le crujieron las rodillas de estar tanto rato agachado en el suelo frío—. ¿Querrías avivar el fuego y llevar un poco de comida a la habitación donde comimos anoche?

Su anfitrión asintió con orgullo.

—Ya hemos encendido el fuego.

—Eres un buen hombre. —Owen subió a ver si Thoresby estaba despierto.

El arzobispo se estaba calzando las botas. Owen advirtió con interés una daga con mango enjoyado atada al tobillo derecho del arzobispo.

—Es una obra de arte.

Sorprendido, Thoresby se giró.

—El mango de la daga que lleváis en el tobillo.

Thoresby miró hacia abajo y luego a Owen.

—Reconoces el trabajo de tu pueblo. La hicieron en Gales.

—¿Tomada como botín o recibida como regalo?

Thoresby rio.

—Siempre piensas lo peor de mí. Fue un regalo, Archer. —Acabó de calzarse la bota y se puso de pie—. Bien. Supongo que, en lugar de cabalgar directo a Ripon, piensas que debemos averiguar si Wirthir cayó en alguna trampa que le tendiera Scorby.

—¿Estuvisteis escuchando mi conversación con el posadero?

—Cuando fui al excusado, te vi agachado junto a él en el barro.

—Creo que debemos hacerle una visita a Scorby.

—¿Puedo sugerir un camino discreto?

—Por supuesto. Además, está mucho más cerca de lo que pensé. Llegaremos antes del mediodía.

* * * * *

Hacia el este, las tierras de Scorby se extendían suavemente, pero hacia el oeste se accidentaban y se convertían en colinas rocosas y zonas de vegetación escasa. La casa había sido construida en el extremo occidental de la tierra cultivable. Owen se dirigió a un punto que se hallaba justo al sudoeste de la casa, donde el posadero le había asegurado que los cazadores furtivos habían trazado un camino que los mantendría ocultos de los que vigilaban la casa hasta estar justamente detrás de ella, en un lugar seguro protegido por la cuadra.

La niebla había cedido el paso a un sol invernal, pálido y bajo en el horizonte. El hielo se había fundido y deslizado de los árboles, pero todavía crujía bajo los pies. Cuando llegaron a la senda de los cazadores, que serpenteaba a través de un valle entre dos promontorios rocosos, volvieron a encontrarse entre árboles cristalinos que relucían en una neblina apenas brillante, que era lo mejor que el sol daría de sí en todo el día.

—Un lugar dejado de la mano de Dios —dijo Thoresby mientras entraban en el valle sombrío.

—Me alegro de que el posadero no nos haya contado ninguna historia sobre este lugar. Tengo suficiente imaginación para empezar a sentirme inquieto.

—Yo crecí en los valles —explicó Thoresby—. Y no me gustan estas praderas en invierno, que es la estación que prevalece aquí durante la mitad del año.

—Con razón no os gustan. —Owen comprobó que su arco seguía seco y caliente en la bolsa que llevaba a la cintura, y se envolvió más en su capa—. Saldremos por detrás de las cuadras que hay más afuera. Desde allí tal vez podamos detectar si está pasando algo, si Scorby está ocupado en degollar a más gente.

Thoresby se santiguó.

—Este Paul Scorby parece un alma maldita.

—Como hombre de la Iglesia, sois la persona indicada para juzgarlo.

Cabalgaron en silencio, helados por el vapor que el sol arrancaba de la tierra y de los árboles congelados, pero que no podía hacer desaparecer. A ambos lados se elevaban las colinas rocosas. Los caballos estaban asustados y requerían toda su atención.

Al rato dejaron atrás los promontorios y cabalgaron a lo largo de una corriente bordeada de árboles, donde otra vez el sol los calentó un poco. Dejaron beber a los caballos, aunque despacio al principio porque el agua estaba helada. Luego siguieron con cuidado. Las cuadras tenían que estar cerca. Llevaron los caballos al paso, escuchando, manteniéndolos lejos de los bordes pedregosos de la corriente, donde los cascos podían hacer ruido.

Por encima de los árboles aparecieron tejados y, a continuación, la silueta de unas construcciones largas y bajas. Ataron los caballos. Owen tensó su arco y avanzó para explorar. Thoresby se quedó atrás hasta que Owen pudiera averiguar qué hacían Scorby y sus hombres y dónde estaban. No podían arriesgarse a que sorprendieran sus caballos por detrás.

Owen se mantuvo a favor del viento con respecto a las cuadras para que los caballos allí guardados no olieran a un desconocido y lo delataran. Un relincho y el ruido de un casco contra la madera le indicaron que sus precauciones habían sido acertadas. Se agachó y examinó la casa con el foso que se divisaba al otro lado de las cuadras: una casa vieja y venerable. Las paredes que la rodeaban estaban cubiertas de moho. El foso despedía un hedor nauseabundo.

Owen se acercó. Mientras miraba, se abrió una puerta por la que salieron seis hombres, que subieron a un puente destartalado que cruzaba el foso y que conducía a un lugar cercano a las cuadras. No era un puente levadizo, sino una construcción casera que se podía quemar ante el primer indicio de problemas. Uno de los hombres tropezó y los demás lo enderezaron con brusquedad. Owen entornó los ojos para distinguir mejor. El que había tropezado era Martin Wirthir. Le pasaba algo en el brazo. Ambrose Coats caminaba detrás de Martin, con las manos atadas. Scorby cerraba la marcha.

Manteniéndose siempre agachado y oculto, Owen volvió donde estaba Thoresby y le contó lo que había visto.

—¿Piensas que vienen hacia aquí para realizar la ejecución?

Owen asintió.

—¿Cuál es nuestro plan?

—Como son cuatro, lo mejor es que vos los sorprendáis a caballo mientras yo subo con el arco al tejado de una de las construcciones. Cuando os vean, yo me pondré de pie y dispararé, antes de que se vuelvan hacia mí.

—Yo sé usar esta espada.

—Bien. Cuento con ello.

Montaron y se dirigieron a las cuadras. Owen ató de nuevo el caballo y se subió a un tejado con pendiente, desde el cual podía esperar en cuclillas hasta que Thoresby se dejara ver. Éste guio a su caballo alrededor del edificio, inclinándose sobre el cuello del animal. La procesión de hombres había pasado por el puente y avanzaba por entre las matas del borde del foso hacia el patio de la cuadra. Thoresby esperó hasta que los oyó y entonces salió al galope, gritando como un poseído. Pasó como una exhalación al lado de los seis hombres, desviando su atención de las cuadras. Owen se incorporó y apuntó.

Con un grito de rabia, Scorby ordenó a sus hombres que siguieran al intruso. Al instante, Owen le disparó a uno en el hombro y a otro en la parte de atrás de la pierna. Los dos tropezaron y aullaron de dolor. Thoresby los oyó y volvió.

Scorby giró en redondo, vio a Owen, sacó un cuchillo y apuntó para lanzarlo. Owen le atravesó la mano levantada. Scorby soltó el cuchillo y cayó de rodillas, agarrándose el brazo.

El hombre de la flecha clavada en la pierna se retorcía de dolor en el suelo. El tercero, ileso, siguió a Thoresby, que hizo que su caballo se alzara de manos y asestó un golpe con la espada a su atacante, alcanzándole entre el hombro y el cuello. El hombre se desplomó y quedó inmóvil. El que estaba herido en el brazo salió corriendo hacia el puente. Owen volvió a dispararle, en esta ocasión a la pierna; después saltó del tejado y le cortó las ligaduras a Ambrose.

Con expresión enloquecida, el músico cogió una horca y gritó:

—¡Scorby, don hijo de puta!

Scorby se volvió, enseñando los dientes como un animal, y se puso de pie, tambaleante, agarrándose aún el brazo donde temblaba la flecha.

Ambrose dejó escapar un grito de guerra y arrojó la horca a Scorby con una precisión y una elegancia que asombraron a Owen. Scorby gritó cuando los dientes de la herramienta se le clavaron en el torso. El impacto lo tiró al suelo de espaldas.

—¡Ambrose! —gritó Martin.

Pero el músico no había terminado. Ambrose corrió hacia Scorby, cogió su cuchillo y levantó al hombre tirando del pelo.

—Por Will, por Gilbert, por Jasper, por John, por Kate, por Martin y por mí.

Para que por ellos te pudras en el infierno…

Pues has merecido pasar por la puerta.

Le cortó el cuello a Scorby.

Martin cayó sentado en el polvo.

—Dios mío.

Ambrose soltó a Scorby, luego el cuchillo, y se puso a caminar hacia el foso, despacio, como un sonámbulo.

Owen fue tras él. Había visto a muchos soldados caminar hacia las líneas enemigas, indiferentes al peligro, o incluso mutilarse ante el horror de lo que habían hecho.

Ambrose se detuvo al borde del foso y se quedó mirándose las manos ensangrentadas.

—Lo tuyo ha sido una buena demostración —dijo Owen, en voz baja.

—Dejé la caza para cuidarme las manos. Pero de niño era bueno.

—¿Estás bien?

Ambrose se volvió hacia Owen con una expresión interrogativa.

—Me he acordado de los versos de Will de El Juicio Final. Ha sido como una ofrenda; ahora sería incapaz de repetirlos. Sentí como si Dios me estuviera mirando y sonriendo, bendiciéndome. Pero está claro que no era eso.

—A mí me has hecho pensar en Cristo increpando al infierno. Tal vez por un momento has estado inspirado.

Ambrose cerró los ojos.

—No puedo aceptar eso. Soy responsable por lo que he hecho.

—Entonces acepta el agradecimiento de todos nosotros por hacer lo que todos deseábamos hacer. —Owen le pasó un brazo por los hombros y vio que el otro temblaba—. Parte de tu exaltación es la conmoción, amigo mío. Has hecho lo que tenías que hacer. Todo ha terminado. Venga, vamos a buscar a los otros y volvamos a la casa.

Thoresby estaba con el entrecejo fruncido observando el cadáver ensangrentado de Scorby.

—Yo lo quería vivo.

Ambrose se acercó al arzobispo.

—Aceptaré cualquier castigo que consideréis apropiado. Pero no entiendo. Vos no vacilasteis en matar al esbirro de Scorby.

Thoresby se encogió de hombros.

—No nos hubiera sido de utilidad. En cambio Scorby podría habernos dado información.

Ambrose sacudió la cabeza.

—Era el diablo en persona, Eminencia. ¿Cómo podríais haber confiado en nada que él dijera?

—Sentiste placer al matarlo.

Ambrose se miró las manos ensangrentadas.

—Sí. Y volví a ver la expresión que había en sus ojos cuando levantó la espada para cortarle la mano a Martin.

Sorprendido, Thoresby miró a Martin.

—¿La mano? Dios santo, no me había dado cuenta.

Owen también había reparado únicamente en que Martin llevaba el brazo contra el pecho, como si estuviera herido. Entonces se agachó y le desenvolvió la venda.

—Está cauterizada. Qué raro que se hayan tomado el trabajo de hacer eso.

—Os digo que era el diablo en persona —precisó Ambrose—. No quería que Martin se desmayara…, sino que sintiera todo el dolor de la ejecución.

Owen volvió a envolver el brazo de Martin y miró hacia la casa.

—¿Cuántos hombres tenía Scorby aquí?

—Aparte de los criados, el guardián del portal ha sido el único que se ha quedado —respondió Ambrose—. Tenemos que llevar a Martin adentro. Está muy débil.

—¿Puedes caminar hasta la casa? —preguntó Owen.

—Si me apoyo en alguien… —Martin parpadeó como si se le nublara la visión.

Owen lo ayudó a incorporarse.

—Ya volveremos a buscar los cuerpos. Vayamos allá y acabemos con todo esto.

Ambrose ayudaba a Martin mientras Thoresby y Owen llevaban los caballos a las cuadras para esconderlos.

—Ayudadme —gritó el hombre de la pierna herida cuando advirtió que lo dejaban. Owen se agachó, rompió la flecha y se la arrancó. A continuación, le ató las manos, lo levantó y lo llevó a un departamento de la cuadra.

—Hasta que regresemos, aquí no vas a pasar frío. —Acercó al otro herido y también le sacó las flechas—. Ya tenéis los dos compañía —les dijo arrojándoles una botella de brandy.

Los cuatro se pusieron en movimiento; Ambrose ayudaba a Martin a caminar. Owen llevaba el arco preparado, y Thoresby, la espada desenvainada. Nadie les impidió el paso, aunque observaron a varias personas apiñadas en una pequeña abertura, que se desparramaron cuando el grupo entró: todos, salvo la mujer que había llevado vino a Martin y a Ambrose a la mazmorra.

La mujer se acercó.

—El guardián del portal se ha ido. Seguramente no dejará de correr hasta llegar al río.

Thoresby le saludó, inclinando la cabeza.

—¿Los otros criados nos molestarán si echamos un vistazo?

—No. No tienen nada en contra de vos. Es sólo que están asustados y preocupados por lo que vaya a sucederles.

—Hablaré con ellos cuando hayamos terminado.

Cruzaron el muro y entraron en el patio que rodeaba el edificio. Owen y Thoresby iban juntos, mientras que Ambrose, ayudando a Martin, siguió a la criada hacia el interior de la casa.

El patio estaba vacío, a excepción de algunos pollos y un cerdo que deambulaba buscando comida. El puente levadizo estaba bajado, y el portal, vacío. A lo lejos, varios perros ladraban.

Thoresby hizo un ademán dirigido hacia el patio sin vida.

—No me sorprende que el guardián haya huido. ¿Qué lo retenía aquí?

Owen se dirigió a un pesebre adosado a la pared. Dentro quedaba un caballo.

—Creo que antes había dos. Si el guardián se fue a caballo, no lo alcanzaremos.

Thoresby se encogió de hombros.

—Los hombres que dejamos en las cuadras serán tan útiles como él. Tendremos que conformarnos con ellos.

—Ambrose tiene razón. Scorby habría mentido hasta el fin.

—Pero ¿todavía no lo entiendes, Archer? Lo necesitaba para llevarlo a Windsor y destruir a los Perrers.

Entraron en la casa.

Martin estaba desplomado en una silla colocada cerca del fuego. Ambrose se había sentado cerca de él y sostenía una copa de vino entre las manos temblorosas. Hablaban en un susurro airado, sin mirarse.

Owen apoyó una mano en el brazo de Thoresby para impedir que siguiera avanzando.

—Estos últimos días han pasado por muchas cosas. Dejémoslos hablar.

—¿Y el estado de Wirthir?

—Está débil, pero no tiene fiebre.

—Entonces hagamos otra cosa. Vamos a revisar la casa.

—¿Qué buscáis?

—La carta de Alice Perrers a Scorby.

—¿Por qué?

—Al menos puedo llevarle eso al rey como prueba de la traición de ella.

Owen volvió la cabeza para mirar a Thoresby con el ojo bueno.

—¿Por qué os importa tanto?

—Porque ella no es merecedora de él. La presencia de esa mujer en la corte es una ofensa para la reina Phillippa. No ha nacido mujer más encantadora que la reina.

—Si el rey está decidido a mantenerla a su lado, no os dará las gracias por esto.

—¿Sabes una cosa, Archer? No me importa lo que piense el rey.

Al ver que Thoresby estaba decidido, Owen llamó a la criada que los había esperado junto al muro.

—¿Dónde guardaría maese Scorby las cartas y otros documentos importantes?

Ella los llevó a un aposento situado al lado del salón principal, y en el que había una mesa, algunas sillas, un brasero en un rincón y varios baúles.

—¿Queréis que os encienda el brasero? —Como Thoresby asintiera, ella se encaminó a la puerta—. Voy a buscar rescoldo.

Owen la detuvo.

—Dejamos dos hombres heridos en las cuadras del otro lado del foso. Que vaya alguien a buscarlos y los traiga a la casa.

—Pero ¿dónde los ponemos?

—¿Hay mazmorras?

—Sí.

Ya lo suponía.

—Ponedlos allí.

Ella asintió asustada, y se fue a toda prisa.

Owen removió las cenizas del brasero.

—Mucho me temo que la quemó, Eminencia. —Le mostró unos pedacitos de pergamino chamuscado.

—Busquemos de todos modos.

Horas después no habían encontrado nada.

—Me vendría bien un poco de vino —dijo Owen, apartando de sí el último documento.

Thoresby arrojó contra la pared un puñado de papeles arrollados.

—¡Habrase visto! ¡Vaya monstruo más cauteloso! —Se restregó el puente de la nariz, se echó hacia atrás y tamborileó con los dedos sobre la mesa—. ¿No habrá otro lugar donde guardara los documentos importantes?

Owen se puso de pie.

—Tenemos que llevar a Martin a Santa María. El hermano Wulfstan se ocupará de que el brazo sane bien.

—Podríamos mandar a Wirthir a la abadía Fountains. Tienen una excelente enfermería; así podríamos terminar nuestra búsqueda.

—Pero, Eminencia, ¿por dónde comenzaríamos? Volvamos a York, preguntemos a Anna Scorby, y quizás así averigüemos dónde guardaría su esposo un documento incriminatorio.

Thoresby lo pensó.

—Muy astuto. Eso es exactamente lo que haremos. —Se levantó—. Vamos. Comamos algo y durmamos un poco. Saldremos con la primera luz del día.

En el gran salón estaba Ambrose, sentado solo junto al fuego.

—¿Dónde está Martin? —preguntó Owen.

—Lo he acostado en el aposento de arriba. Casi no se tenía en pie. Y si mañana vamos a cabalgar, me ha parecido mejor que descansara.

Una criada sirvió vino al arzobispo y a Owen. Thoresby bebió.

—Coats, ¿por qué no nos cuentas exactamente lo que sucedió aquí? Decidisteis entregar la carta personalmente; ¿fue ésa la causa de todo?

Hastiado, Ambrose asintió.

—Pensábamos preguntarle a Scorby sobre su suegro, si recordaba haber oído a maese Ridley hablar de enemigos. Nunca pensamos que nos estábamos metiendo en la cueva de los enemigos de Ridley y de Martin, hasta que estuvimos dentro y nos echaron los perros encima. —De pronto miró a su alrededor—. Hoy no los he visto.

Owen recordó los aullidos que oyó en el bosque, al otro lado de la caseta de vigilancia.

—Creo que salieron a cazar. Si subimos el puente levadizo, no volverán con su presa. —Llamó a la criada y le pidió que buscara a algunos hombres para que se ocuparan del asunto.

—También nos gustaría comer algo —le dijo Thoresby.

La mujer hizo una reverencia.

—Hay carnes saladas, queso, manzanas de invierno y pan de ayer, Eminencia. No es nada extraordinario, pero después de que la señora Scorby se fuera el amo se dejó de caprichos.

—Pero es comida. En este momento parece un banquete.

La mujer se fue deprisa.

Thoresby se volvió hacia Ambrose.

—Continúa con tu historia, Coats.

Ambrose relató lo sucedido, omitiendo sólo lo de sus canciones.

—¿Cómo trataba Scorby a sus hombres? —preguntó Thoresby—. ¿Te parece probable que sepan algo?

—Lo dudo, aunque no estoy del todo seguro. Después de que lastimaron a Martin no los observé mucho.

Thoresby le dio a Owen la llave que le había dado la criada.

—Ve a hablar con ellos. Averigua si saben algo que sea de utilidad.

* * * * *

Cuando Owen entró en la celda, los hombres se incorporaron todo lo que pudieron. Les habían vendado las heridas.

—¿Sabéis que maese Scorby ha muerto?

Uno asintió; el otro se quedó mirando a Owen con gesto hosco.

—El arzobispo decidirá qué será de vosotros.

—Nosotros no sabíamos qué pensaba hacer —dijo el que había asentido—. Era nuestro amo. Teníamos que obedecerle.

—¿Cuál es tu nombre?

—Jack, mi señor. Y éste es Tanner.

—¿Quién le daba las órdenes a tu amo, Jack?

El hombre resopló.

—Nadie le daba órdenes. Él decía que estaba por encima de la ley. Pronto lo iban a hacer caballero.

—¿Quién iba a hacerlo caballero?

Jack se encogió de hombros.

—El rey, supongo. ¿Quién más puede hacer caballeros?

—¿Quién de los dos degüella a la gente?

Jack se encogió.

—Obedecíamos órdenes.

—¿Cuál de los dos?

—Yo degollé a uno —dijo Tanner, hablando por fin—, al primero. Nuestro amigo Roby, al que mató el arzobispo, degolló al otro.

—¿Quién mató a Kate Cooper?

Tanner sonrió.

—Maese Scorby sólito. No quiso compartirla con nadie. Contó que estaba dentro de la mujer cuando a ella dejó de latirle el corazón. Dijo que había sido lo mejor que le había pasado nunca. —Rio.

Owen lo golpeó.

—Eres una mierda, Tanner. No quiero volver a oír tu voz; ni ver esa sonrisa.

Después se dirigió a Jack.

—Tenemos que encontrar los papeles de maese Scorby. ¿Dónde, además del cuarto que hay junto al salón principal, podía guardar esas cosas?

—No lo sé. No os miento; lo ignoro. Él no nos contaba casi nada.

Owen le creyó.

* * * * *

Al alba salieron de la casa. La noche anterior Thoresby había reunido a los criados y les había ordenado cuidar bien de la casa, pues Anna Scorby volvería pronto. Debían alimentar a los prisioneros hasta que llegara la señora con hombres para que se los llevaran.

Al mediodía caía una ligera nevada. Ambrose cabalgaba cerca de Martin, vigilando que éste se mantuviera alerta. Veía el dolor en la cara de su amigo, y el esfuerzo que tenía que hacer para mantenerse derecho. Thoresby no quería parar hasta llegar a York, pero a instancias de Ambrose, aceptó detenerse en la posada de Alne a pasar la noche.

* * * * *

Después de dormir toda una noche, Martin se encontró con buen ánimo. El segundo día cabalgó mejor, y cuando entraron en York preguntó si podía esperar hasta el día siguiente para ir a Santa María.

—Ambrose y yo tenemos cosas de qué hablar.

Owen no vio nada malo en la petición.

A Thoresby no le gustaba la idea, pero desistió de negarse.

—Van a estar mucho tiempo lejos el uno del otro —le dijo Thoresby a Owen cuando se separaron ante el portal de la catedral—. Voy a llevar a Wirthir a Windsor para que le hable al rey sobre Alice Perrers y su familia. ¿Quién mejor que él?

Owen había comenzado a alejarse, pero las últimas palabras de Thoresby lo hicieron volver.

—A Martin no le va a gustar. ¿Y qué tipo de recompensa puede esperar?

Thoresby se encogió de hombros.

—Es un pirata y un extranjero. Me da igual si le gusta o no.

Molesto, Owen se levantó la capucha de la capa y se fue.

* * * * *

Lucie escuchó con atención la larga historia de Owen sin decir nada hasta que él le refirió las últimas palabras de Thoresby sobre Martin.

—¡No ha aprendido nada de lo que le pasó a Jasper! ¿Cómo puede ocurrírsele entregar a Martin a la mujer que dispuso su muerte? ¿Es humano Thoresby?

—Humano, sí. Pero también arrogante. Odia a Alice Perrers, y nada es más importante para él que hacerla caer en desgracia. Pero ¿qué podemos hacer nosotros? Tal vez Martin halle la manera de perderse en el camino.

Se quedaron levantados hasta tarde, elucubrando sobre posibles salidas. Finalmente se fueron a acostar sin haber resuelto nada.

* * * * *

Ambrose tendió un jergón cerca del brasero mientras Martin bebía un poco del brandy que el arzobispo le había dado para la noche.

—No sé si está bien que pasemos la noche aquí, Ambrose.

—¿Quieres ir ahora a la abadía?

—No. Quisiera irme de la ciudad.

—Esta noche ya es demasiado tarde. Las puertas están cerradas.

—Mierda. Bueno, toca algo tranquilizador y trataré de descansar. Tenemos que levantarnos temprano. Antes que nadie.

—¿Qué te preocupa?

—Pasaron mucho tiempo buscando la carta que entregamos.

—¿Adónde quieres llegar?

—No encontraron nada, ¿verdad?

Ambrose asintió.

—Eso oí que decían.

—¿Quién irá entonces a Windsor con el arzobispo para ser su testigo y confirmar la perfidia de la familia Perrers?

Ambrose, que ya había preparado el jergón, se sentó junto a Martin.

—¿Piensas que quiere echarte a los leones?

Martin asintió. Tenía gotitas de sudor en la frente y en el labio superior.

Ambrose le tocó la frente a Martin.

—Estás caliente. Métete debajo de las mantas y suda mucho, si es que quieres viajar.

Martin se dejó llevar al jergón. Ambrose lo arropó.

—No te preocupes, Martin. No naciste para mártir.

Ambrose cogió la crotta y tocó con suavidad hasta que Martin empezó a roncar. Luego anduvo de puntillas, buscando una soga y un buen cuchillo de caza. Tenía un trabajo que hacer antes de la mañana.