Capítulo 25

El destino de Wirthir

Un sol matutino brillante, aunque frío, alegraba a Martin y Ambrose durante su viaje.

—Me encanta viajar cuando el tiempo es tan agradable —dijo Ambrose—. Puedo admirar el paisaje en lugar de protegerme la cara de la lluvia.

—A estas alturas del año hace más frío cuando hay sol. Creo que prefiero la lluvia. —Martin señaló los guantes de Ambrose—. Y detesto usar esas cosas.

—Y gorro, por lo que veo. Con razón tienes frío.

Martin frenó el caballo y Ambrose lo imitó. Martin estudió el rostro de su amigo.

—¿Por qué estamos hablando del tiempo?

—Como ayer me encontraste antipático, hoy estoy intentando ser amable.

—Ah.

—Y hoy el que está apagado eres tú.

—He estado pensando en el futuro.

—¿Y es sombrío?

—Si no voy a seguir con la actividad que había venido desarrollando, en la cual además era muy bueno, ¿qué voy a hacer?

—¿Te gustaba lo que hacías?

—¿Se me habría dado bien, si no? Cuando un hombre sufre en su trabajo es porque rechaza lo que hace. Yo sufriré el resto de mi vida.

—Puedes encontrar algo nuevo. Es lo que hizo el capitán Archer.

—Lo he observado en el prado de San Jorge, cuando entrena a los ciudadanos. Aunque les habla con paciencia, aprieta las manos de tal modo que le quedan los nudillos blancos. Y parece odiar al arzobispo. La única alegría la encuentra en su matrimonio.

—Ah. La hermosa Lucie Wilton. La admiro. Es hábil, inteligente y hermosa.

—Seguro que suceden cosas muy divertidas en esa cama.

Otra vez amigos, los dos rieron y espolearon a sus caballos.

* * * * *

Las tierras de Scorby eran más extensas que las de Ridley, e incluían una aldea y una iglesia. La casa, que poseía un foso y un puente levadizo, era más vieja que Riddlethorpe, pero no tan hermosa ni acogedora. Aunque Martin nunca se había alojado en ella, había cabalgado por los parajes cercanos y estudiado la casa, por si necesitaba comunicarse con Gilbert de improviso. Al mirar la casa de Scorby, Martin supuso que allí el dinero se prodigaba menos. Tal vez no había tanto.

Martin y Ambrose llegaron al portón y explicaron qué los traía hasta allí.

El guardián era un viejo lleno de cicatrices que llevaba dos dagas en la cintura. No era un personaje agradable.

—Maeses Wirthir y Coats. —El guardián se dirigió a Ambrose—. Lleváis el uniforme de la ciudad de York. ¿Sois alguacil o guardia?

—Ninguna de las dos cosas. Soy músico de la ciudad.

—Un músico. Bien. Aquí no queremos problemas. ¿Por qué no me dais la carta y os vais?

—Quisiéramos hablar con maese Scorby, si está en la casa —dijo Martin.

—Sí está. Le diré a Tanner que baje el puente levadizo y os conduciré hasta mi amo.

Un hombre más joven, pero también lleno de cicatrices, los hizo entrar en la casa. En la gran sala, había tres hombres sentados junto al hogar, con perros de caza echados a sus pies. Uno de los sabuesos, un gigante de cara negra, gruñó cuando Ambrose y Martin fueron anunciados. Un hombre de cabellos castaños, el dueño de la casa a juzgar por su ropa, los hizo pasar. Martin notó que los compañeros de Paul Scorby estaban tan llenos de cicatrices y eran tan poco amistosos como Tanner y el guardián del portón. Se preguntó si, después de todo, había sido buena idea haber venido aquí. Uno de los hombres colocó un banco cerca de Scorby. Martin y Ambrose se sentaron.

—Tengo entendido que traéis una carta para mí —dijo Scorby. Era un hombre bien parecido, de rasgos agradables, aunque en sus ojos había una ferocidad que lo obligaba a uno a mirarlo dos veces y a actuar con cuidado. Lucía su apuesta figura con arrogancia. Por el aspecto de la cara y de las manos, no era hombre de lucha, aunque tenía una mano vendada. La costosa piel de su túnica y los adornos largos y estrafalarios de los zapatos hablaban de alguien que disfrutaba del lujo y dejaba que el trabajo sucio lo hicieran los demás.

Martin le entregó la carta a Scorby.

—Aprovechando mi visita aquí, quería preguntaros sobre vuestro suegro recientemente fallecido.

Scorby miró el sello de la carta y sonrió; a continuación dirigió su atención a Martin y a Ambrose y los miró de arriba abajo.

—He oído tu nombre en relación con mi suegro, Wirthir, ¿pero tú, Coats? ¿Qué relación tenías con Ridley?

—Estoy viajando con mi amigo. No tenía ninguna relación con maese Ridley.

—Ajá. —Scorby se encogió de hombros—. Gilbert Ridley. Sí. Hablaremos de él después de que haya leído la carta. Por favor, compartid un poco de vino especiado con mis hombres mientras me retiro un instante. Os ofrecería más cosas, pero mi esposa se volvió demasiado santa para vivir en esta casa y se fue a un convento. Las cosas siguen desorganizadas.

Martin no deseaba pasar más tiempo del necesario con los hombres de Scorby.

—Sería sólo un momento. ¿No podemos hablar ahora? Y así no abusaríamos de vuestra hospitalidad.

—No, no. Hay mucho vino. Se trata de una carta de mi hermosa prima. Una carta que espero hace tiempo. Os atenderé mucho mejor después de haber satisfecho mi curiosidad.

A regañadientes, Martin y Ambrose aceptaron vino de los adustos compañeros de Scorby. A Martin todo aquello le daba mala espina y contemplaba la habitación en silencio. Ambrose intentó entablar conversación con los hombres, pero ni siquiera su considerable encanto logró arrancarles una sonrisa o una palabra cordial. Los cuatro esperaron, sentados: Martin y Ambrose cambiando miradas de preocupación, y los otros mirando alternativamente a Martin y la puerta por donde había desaparecido Scorby, mientras los tres perros respiraban ruidosamente y gruñían en medio de sus sueños desapacibles.

Finalmente, los dos hombres se levantaron. Gracias a Dios, pensó Martin, nos van a dejar solos. Sin embargo, quedaron consternados cuando los compañeros de Scorby gritaron a los perros y éstos saltaron sobre Martin y Ambrose, los arrojaron al otro lado del banco y los atraparon bajo sus poderosas patas. Apestaban a carne cruda y a orín. Los hombres de Scorby le ataron a Martin las manos a la espalda y los pies, y acto seguido se disponían a hacer lo propio con Ambrose.

—Por favor, por favor, mis manos. No me cortéis la circulación de las manos —les rogó Ambrose.

Los hombres rieron y llamaron a los perros.

—Sentadlos de nuevo en el banco —ordenó Scorby desde el umbral. Parecía encantado, como si aquello fuera un deporte. Tanner estaba a su lado.

Martin gruñó cuando lo empujaron hacia el banco sin mucha ceremonia.

—¿Qué significa esto? Venimos aquí de buena fe a traeros una carta que, si se la hubiéramos dejado al diácono de Ripon, como nos pidieron, la habríais recibido mucho más tarde, ¿y hacéis que vuestros hombres nos ataquen y que nos aten? ¿Estáis loco? —Hizo una mueca de dolor cuando arrojaron a Ambrose al banco, junto a él. Al músico le salía sangre de la boca—. Sois unos animales.

—No es nada. Me he mordido la lengua —susurró Ambrose.

Con los pies atados, Martin le dio una patada en la entrepierna al hombre que tenía enfrente. Cuando el hombre aulló y se agarró con las dos manos, Martin distinguió un anillo de sello en la mano mugrienta del hombre. El anillo de sello de Will Crounce.

—Dios de los cielos —murmuró Martin, dándose cuenta de lo que podía significar eso. Lo que debía de significar todo—. El arzobispo nos ha puesto en manos de los que quieren vengarse de mí.

—El arzobispo no —bisbiseó Ambrose—. Fue idea tuya entregar la carta personalmente.

—Cierto. —Scorby tomó asiento—. ¿Y cómo te has dado cuenta de lo delicado de tu situación? —Rio. La mano que jugaba con el adorno de piel de su cuello exhibía un anillo que llevaba un rubí.

¿Cómo Martin no se había percatado antes?

—Vos y vuestro criado usáis anillos de muertos.

—Eres muy inteligente, Wirthir. ¿Sabes que mi prima está enojada conmigo porque todavía no te he matado?

—¿Vuestra prima? ¿Os referís a la carta?

—Sí. Lástima que no reconociste el sello de la señora Perrers. Alice Perrers. La amada del rey.

—¿Perrers? —Martin gimió. Esto todavía era peor—. Cuando yo la conocí no usaba sello.

—Querrás decir que, cuando la conociste, le quitaste su dinero y luego la delatante ante el sinvergüenza de Chiriton. Bien, sí, mi querida prima Alice ha ascendido con rapidez. El pasado otoño dio a luz a un hijo bastardo del rey Eduardo, lo cual ha realzado considerablemente su posición. Muy hábil, por parte de Alice.

Un hijo bastardo de un rey entrado en años: mientras silenciara cualquier acusación de traición, Alice Perrers ejercería un gran poder en la corte.

—¿Qué os ha prometido a cambio? —Martin tenía dinero escondido. Tal vez pudiera sobornar a este loco.

Scorby le hizo una señal a Tanner, que se colocó detrás de Ambrose. Scorby sonrió.

—Se me invitará a la corte apenas… Bien, ella está enojada conmigo, pero cuando le entregue las pruebas de que he completado mi tarea, se le pasará. —Se puso de pie—. Tanner, sostén al músico.

Tanner sujetó a Ambrose. Martin se puso de pie con dificultad, pero los otros dos hombres lo asieron con fuerza.

—Aflojadle las ataduras a Wirthir y traedlo cerca del fuego —ordenó Scorby—. Ya sabéis lo que tengo que hacer. —Se alejó mientras los dos hombres levantaban a Martin y lo conducían hacia una mesa que había junto al fuego; a continuación le desataron las manos y lo mantuvieron inmóvil.

Scorby se acercó con una espada en la mano y un brillo demoníaco en los ojos.

—La dulce Alice está enojada por lo de las manos, pero fue una petición de mi Kate. Y, en su memoria, debo completar la maldición de su padre.

Mientras Martin y Ambrose gritaban, los hombres colocaron a la fuerza la mano derecha de Martin sobre la mesa. Este miró, lleno de horror, el placer que se dibujaba en el rostro de Scorby mientras levantaba la espada con ambas manos.

Santo Dios, perdóname mis pecados. Y dale la fuerza necesaria para hacerlo la primera vez. En un momento de terrible claridad Martin vio cómo descendía la espada. Al ver brotar su propia sangre, aulló mucho antes de sentir el espantoso dolor. Entonces trastabilló, casi desmayado.

Ambrose se soltó de Tanner, pero los perros esperaban.

—¡Martin! ¡Dios mío, Martin! —gritó Ambrose.

Martin miró a Ambrose y, aturdido, se preguntó por qué su amigo estaba en el suelo, inmovilizado por los mastines del infierno.

—Lástima que la pobre Kate no pudiera ver el final —dijo Scorby—. A ti te odiaba más que a nadie. Dijo que habías matado a su hermano.

—Cauterizadle la muñeca, por lo que más queráis —rogó Ambrose—. Martin, ¿me oyes?

—Te oigo —susurró Martin, tratando de enderezarse contra la mesa. Pero parecía que Ambrose hablaba desde muy lejos, y la habitación se tambaleaba y cambiaba de forma. Sentía un dolor insoportable en la mano derecha—. No sé si podré mantenerme mucho más tiempo en pie —susurró. Unos brazos fuertes lo sostuvieron.

—Llevadlos abajo —ordenó Scorby—. Los visitaré dentro de poco.

* * * * *

La mazmorra, donde las paredes chorreaban humedad y el aire era fétido, resultaba apropiada para una casa con foso y puente levadizo. Ambrose se preguntó de qué se protegía esta familia. No obstante, todos sus pensamientos se centraban en Martin, a quien habían arrojado, inconsciente, sobre el suelo mugriento. Le habían atado un trapo en la muñeca mutilada, pero éste ya estaba empapado de sangre. Ambrose cayó de rodillas junto a Martin y puso la oreja contra el pecho de su amigo. El corazón seguía latiendo. Loado sea el Señor. Mientras hay vida hay esperanza.

—Por favor, desatadme las manos; así podré ayudarlo —le rogó Ambrose al hombre del anillo de sello.

—¿Y qué piensas hacer, eh?

—Al menos, detener la hemorragia.

El hombre acercó su antorcha y examinó el trapo empapado de sangre.

—De acuerdo, al fin y al cabo estáis en la mazmorra. —Desató a Ambrose.

—¿Podríais traerme un poco de vino para calmar el dolor cuando despierte?

—No va a vivir mucho más. El amo tiene planes para él.

—Pero uno puede morirse de dolor.

El hombre bufó.

—Yo ya me habría muerto una docena de veces. —Escupió en un rincón—. ¡Morirse de dolor!

—No habrá más diversión para el amo Scorby si Martin muere de dolor.

El hombre pareció indeciso.

—Voy a ver. —Cerró la pesada puerta a sus espaldas.

Ambrose se sentó y se quitó la chaqueta para desatar el lazo que unía una de las mangas al chaleco de cuero. Era un lazo de cuero delgado pero fuerte. Hundió la mano entre la paja sucia hasta encontrar una rama más o menos gruesa. Con suavidad, pasó el lazo por debajo del brazo mutilado de Martin justo por encima del codo y entonces metió la rama para torcer el lazo de forma que quedara lo más apretado posible. Martin gimió. Ambrose le levantó la cabeza, se la puso sobre su regazo y le alisó los cabellos mojados de sudor.

Y entonces se puso a cantar. Cantó cualquier cosa, todo lo que se le ocurrió. Su intención era que, fuese cual fuese la hora en que se despertara, Martin supiera al instante que Ambrose estaba allí.

La voz de Ambrose ya estaba ronca cuando llegó una tímida criada con una jarra de vino y dos copas.

—Tenéis la voz de un ángel —dijo la mujer—. Lo oímos arriba. Esconded esto entre la paja después de beber un poco. Para más tarde.

Ambrose bebió agradecido y, cuando llevó la copa a los labios a Martin, éste parpadeó y bebió unos sorbos. Ambrose le ayudó a sentarse. Martin bebió un poco más.

—Gracias a Dios que no te has rendido, Martin.

—Debería. Perrers… Sus tíos no me permitirán vivir.

Ambrose ayudó a Martin a beber más vino.

—Ahora trata de descansar un poco más.

—Las canciones… Dios te bendiga.

Ambrose dobló su chaqueta e hizo una almohada para Martin. Terminó el vino que había servido y escondió la jarra y las copas. Se levantó y se puso a pasear mientras cantaba, para entrar en calor. Cuando sintió que se le había ido la rigidez de las piernas, los brazos y la espalda, se sentó otra vez y apoyó la cabeza de Martin sobre su regazo, cantando todo el tiempo.

* * * * *

Ambrose se había tomado dos descansos para beber un poco de vino y moverse; se había desvanecido hacía rato la luz que atravesaba los barrotes de la alta ventana, cuando llegó Scorby con sus dos compañeros.

—Levantadlo —ordenó Scorby a sus hombres. Estos levantaron a Martin y lo sostuvieron de pie—. Se me ha ocurrido que podrías morir desangrado. Y como ésa no es la muerte planeada para ti, voy a cauterizar esa fea herida. ¿No me das las gracias?

Martin se caía y pestañeaba por el esfuerzo de intentar abrir los ojos y mantenerlos abiertos. Estaba terriblemente débil.

—No me vas a dar las gracias, ¿eh? Bien, tal vez no creas que vaya a ser tan bondadoso. —Scorby palmeó las manos y entró un criado con una jarra y una copa—. Brandy, Wirthir. De las bodegas de mi suegro, que Dios lo tenga en su gloria. —Llenó la copa y se la dio a Ambrose—. Ayúdalo a beber. Será mucho mejor para él con una buena dosis de brandy en el estómago.

Ambrose ayudó a Martin a beber.

—Van a quemar la herida, Martin. Es bueno, sanará mejor. Pero es doloroso.

Martin entendió y asintió. Después de unos tragos de brandy, susurró:

—Es suficiente, Ambrose, amigo mío.

Ambrose se hizo a un lado. Deseó que hubiera algo que él pudiera hacer para disminuir el dolor de Martin, pero no se le ocurría nada.

Los hombres sacaron a Martin de la celda.

—Tengo que ir con él.

Scorby soltó una sonrisa afectada.

—Es un bonito espectáculo, no hay duda. Y hoy has entretenido admirablemente a toda la casa Certes, lo permitiré. —Cogió a Ambrose de un brazo y avanzaron. El criado corría detrás con una antorcha.

Por un pasadizo, llevaron a Martin a una habitación con el suelo de piedra y en la que había un fuego en el centro, que ardía y echaba mucho humo. Tanner se sentó junto al fuego y se puso a calentar un hierro que tenía un extremo achatado. Martin conseguía mover los pies lo suficiente para no tropezar. Lo sentaron en un banco que estaba más cerca del fuego que el de Tanner. Cuando empezaron a arrancarle el trapo que le cubría el muñón, Martin chilló de dolor.

Ambrose trató de soltarse de Scorby para aproximarse a Martin, pero Scorby lo retuvo con firmeza.

—¡Por el amor de Dios, mojad el trapo antes de arrancarlo! —gritó Ambrose.

—Ya habéis oído; mojad la venda —dijo Scorby.

Eso hicieron, y fue mejor.

Scorby se volvió hacia Ambrose.

—¿Cómo has detenido la hemorragia?

—Le até un lazo en la parte de arriba del brazo.

—¿Deberíamos sacárselo ahora?

—Dios santo, no lo sé. —Ambrose se sintió como un estúpido—. Tal vez fuera mejor que se lo sacarais después de quemar la herida y de volver a vendarla.

Scorby asintió.

—Ya habéis oído. Venga, terminad con esto.

Tanner cogió el hierro humeante del fuego y lo aplicó al muñón que los dos hombres sostenían hacia él. El hedor fue espantoso. A Martin se le desfiguró la cara del dolor, pero no gritó. Tanner tocó la herida con el hierro candente varias veces, luego arrojó el hierro al fuego y estiró la mano para coger un pote de grasa.

—¿Qué es eso? —preguntó Ambrose. El contenido parecía sucio y áspero.

—Grasa.

—En mis alforjas hay una jarra con ungüento. ¿Me permitís aplicarle eso en lugar de la grasa?

Tanner miró a Scorby.

—Dejad la grasa. Que usen sus propias cosas. Me conviene. —Scorby se volvió hacia el criado—. Sube y trae la alforja del caballero. —Después se dirigió a los dos que seguían sosteniendo a Martin—. Que se siente mientras esperamos. Y el amigo puede darle un poco más de brandy.

Ambrose llevó la copa a los labios a Martin. Éste se ayudó de la mano izquierda y bebió un largo sorbo. Con un estremecimiento, se limpió los labios y miró a Scorby.

—No entiendo.

Scorby rio.

—¿Por qué de pronto me he vuelto bueno, dices?

Martin negó con la cabeza, despacio.

—No. Por qué Matthew Ridley no ha venido aquí a arrancaros los huevos.

—¿Matthew? —Por un momento Scorby pareció confundido, pero luego sacudió la cabeza, como impresionado—. Has estado pensando. Me asombra que todavía puedas hacerlo con tanta claridad. Matthew Ridley… —Sonrió—. Matthew Ridley es un doble agente que trabaja para John Goldbetter y para nuestro rey, es decir, para Alice Perrers y sus tíos, que son en estos momentos sus súbditos más leales. Matthew no estará de acuerdo con nada que perjudique al rey, o a nosotros, obviamente. Su padre había depositado sus lealtades en el lugar equivocado.

Martin se pasó una mano temblorosa por la frente.

—¿Sois primo de los Perrers?

—Así es. Somos una familia muy unida.

Ambrose frunció el entrecejo.

—¿Cómo convencisteis a un hijo de que se volviera contra su padre?

—Lo convencimos de que el padre era un ladrón y un traidor, lo cual era cierto, si bien todos los comerciantes de la lana lo son. O lo serían, si tuvieran los contactos adecuados. El rey Eduardo no se ha hecho querer por ellos.

Ambrose comenzó a atar cabos.

—¿Son la familia a la que tú ofendiste, Martin?

—Sí.

—Pero la familia Perrers… comerciaba con los flamencos en contra de las órdenes del rey —dijo Ambrose.

Scorby sonrió.

—Y es por tener esa información que mañana moriréis. A la luz del día, para poder veros sufrir. ¡Ah! —El criado entró con la alforja de Ambrose—. Dásela al cantante. Que busque el remedio y se lo aplique.

Scorby se paseó por la habitación con las manos a la espalda mientras Ambrose ponía con suavidad el ungüento sobre un cuadrado de paño y luego lo apretaba contra la herida. Después sacó el lazo de cuero y lo usó para atar el paño al muñón.

Scorby volvió a coger a Ambrose.

—Ahora quiero que volváis a vuestros hermosos aposentos.

Los hombres ayudaron a Martin a regresar a la oscura celda, lo echaron sobre la paja maloliente y luego hicieron entrar a Ambrose.

Cuando el ruido de las pisadas se había desvanecido, Ambrose se acercó a Martin.

—¿Me oyes?

Martin gimió.

Ambrose lo levantó con ternura y lo llevó a un lugar más seco del cubículo, cerca de la puerta, y otra vez usó su chaqueta a guisa de almohada para su amigo. Volvió a buscar entre la paja el vino y las copas.

—¿Puedes beber un poco de vino?

No hubo respuesta. Se inclinó sobre Martin y se aseguró de que seguía respirando; a continuación se sirvió un poco de vino y bebió. Recostado contra la pared, cantó la misa de difuntos hasta quedarse sin voz. Entonces se acurrucó contra Martin y se quedó dormido.

* * * * *

Cuando entraron en el patio de la posada de Alne, Owen estaba intrigado.

—¿Por qué aquí?

—Es la mejor posada que hay entre York y Ripon —respondió Thoresby—. Wirthir es un viajero. La conocerá.

—Sí, Eminencia —dijo el posadero, inclinándose, contento de ser útil al gran lord canciller—. Estuvieron aquí anoche. —Dirigió una incómoda mirada a Owen—. ¿Hay problemas?

Thoresby no respondió, pensando en sus preocupaciones.

—¿Estuvieron? —El arzobispo miró a Owen. Éste se encogió de hombros.

—El extranjero estaba con un músico de la ciudad, Eminencia. Llevaba el uniforme de York.

—Eres un hombre sagaz, al conocer los uniformes de las grandes ciudades.

—Con el favor de Vuestra Eminencia, mi negocio consiste también en saber ese tipo de cosas.

Owen asintió.

—El que viaja con él debe ser Ambrose Coats.

—Se fueron esta mañana, sin prisa. Pero ya deben de estar en Ripon.

—¿Conoces a la familia Scorby? —preguntó Thoresby.

El posadero se encogió de hombros.

—Es imposible vivir por estos lares y no conocerla.

—¿Es una familia desagradable?

El posadero volvió a encogerse de hombros, incómodo ante la mirada fija del único ojo de Owen.

—Siempre crean problemas. Paul Scorby, el joven amo, anda todo el tiempo con sus hombres, que son de ésos que siempre buscan pelea. Cuando vienen ellos, mi taberna se queda vacía. Es malo para mi negocio.

Thoresby arrojó su alforja sobre la mesa que había junto al fuego.

—¿Tienes una habitación donde podamos comer en privado? ¿Y un lugar para dormir?

—Sí tengo, Eminencia.

Cuando estuvieron instalados en una habitación privada, con mesa y fuego, Owen preguntó:

—¿Por qué nos quedamos aquí? Seguramente cualquier abadía o casa noble os recibiría de muy buen grado.

Thoresby se reclinó en la silla y se dio un masaje en la nuca con una mano, manteniendo los ojos cerrados.

—Sentirían curiosidad por saber por qué viajo por aquí, querrían enterarse de las novedades de la corte. Quiero paz y tranquilidad.

Owen clavó su ojo bueno en el arzobispo; lo estudió mientras éste no lo veía. Los ojos de Thoresby, siempre profundos, parecían hundidos, como si últimamente estuviera durmiendo poco. Sin embargo, el rostro exhibía el color vivo ocasionado por un día de viaje a caballo. Estaba claro que era una enfermedad espiritual y no física la que sufría el arzobispo desde su visita de Navidad.

—Volvisteis pronto de la corte de Navidad.

Thoresby abrió los ojos y se acomodó en la silla.

—Te contrato para interrogar a otros, no a mí, Archer. —Se sirvió un poco de cerveza.

—Podría serme útil saber más cosas de Alice Perrers.

—Pues ella es precisamente el demonio que yo quiero olvidar.

Owen se encogió de hombros y se reclinó, con su cerveza en la mano.

* * * * *

Cuando Ambrose despertó, no se dio cuenta de dónde estaba y se preguntó por qué el gato hacía aquel ruido tan extraño, como un gimoteo. Luego, bajo la débil luz que entraba por la ventana alta, vio a Martin. Durante la noche se había dado la vuelta, alejándose de Ambrose, y en ese momento se hallaba en medio de la habitación, quejándose. Ambrose se estremeció y todo se hizo patente a sus ojos. Despertó a Martin y le dio unos sorbos de vino. Extrañamente, éste tenía la frente despejada.

—Soñé que me aplastaban la mano —dijo Martin, con voz ronca y débil—. Lo sentía. Qué dolor… La sentía latir e hincharse. Pero cuando quise tocármela… No nos dejarán salir vivos de aquí, Ambrose, a ninguno de los dos. Te he condenado. Mon Dieu, no quería involucrarte. Traté de mantenerte al margen de todo esto.

—Lo sé, Martin, lo sé. —Ambrose le alisó los cabellos a su amigo. Estaban sentados en silencio, cuando unos pies calzados con botas resonaron sobre los escalones de piedra y una llave hizo ruido metálico en la puerta. Entró Tanner con una antorcha, seguido por dos de los hombres de Scorby, uno de los cuales llevaba una silla plegable, y luego por el criado, que traía una bandeja con pan, queso y una gran jarra. Al final de la procesión venía Paul Scorby, fresco y elegante.

—Buenos días, huéspedes míos. Espero que hayáis dormido bien. —Se detuvo, esperando una respuesta.

—Dadas las circunstancias, no nos podemos quejar —dijo Ambrose.

El hombre de Scorby colocó la silla plegable cerca de la puerta y Scorby se sentó.

—Entonces es hora de que rompan el ayuno y se calienten las tripas con un poco de buena cerveza. Y mientras coméis y bebéis yo os entretendré con todos los detalles de vuestro final.

Scorby le indicó al criado que pusiera la bandeja en el suelo y se fuera.

Martin miró la comida y luego otra vez a Scorby.

—Si vamos a morir, ¿por qué desperdiciáis comida?

Scorby inclinó la cabeza a un lado.

—Ay, Dios santo. ¿El dolor te está poniendo irritable? ¿Anoche bebiste demasiado brandy? ¿O ha habido una riña de enamorados? ¿Habéis discutido? Como verás, soy muy observador. Advertí las miradas tiernas. Así más o menos es como me imagino al rey mirando a mi prima Alice. Ése fue tu error, Wirthir. Subestimar los encantos de mi prima. Pero, claro, tú no tienes mucha idea de lo que un hombre encuentra atractivo en una mujer, ¿verdad?

—No es probable que yo sea la única persona asombrada por el éxito de vuestra prima con el rey Eduardo. Alice no se ajusta a los criterios de belleza de la mayoría de los hombres. Hasta su carácter es desagradable.

A Ambrose no le gustaba el rumbo que estaba tomando la conversación.

—Tranquilo, Martin. Come algo. No te pongas nervioso.

Martin se encogió de hombros.

—Decís que en estos momentos vuestra prima está enojada con vos, Scorby. ¿Por qué?

—Pues porque con sus muertes me he tomado mi tiempo. Siendo mujer, no entiende que la muerte es un arte. Igual que tu música, mí querido Ambrose. Primero asesiné a Crounce, el más inocente: la pérdida más dolorosa tanto para ti como para mi suegro. Fue delicioso ver cómo Gilbert Ridley empeoraba día a día con su conciencia culpable. Y entonces, cuando estaba en un extremo de debilidad, acabé con él. Pero confieso que además me demoré porque Kate también te odiaba, Martin. Quería que fueras el primero en morir; era muy apasionada en sus súplicas. —Scorby cerró los ojos y sonrió, recordando—. Queridísima Kate —murmuró—. Me dio pena cortarle el cuello. —Abrió los ojos—. Pero eso fue cosa mía. No quise que mis hombres la tocaran. Habría sido una tentación demasiado irresistible para estos cerdos.

—Así que ha muerto toda la familia, excepto la señora d’Albourg —dijo Martin—. ¿A Alan lo matasteis en prisión?

Scorby asintió.

—Ese fue el primer paso. Y sobornar a Goldbetter, lo cual fue sencillo. Pero mi prima Alice está muy enojada conmigo porque tú eras el más importante que debíamos eliminar; sabes mucho sobre muchas personas. ¿Recuerdas, mi querido traidor Martin, la información que les vendiste a mis tíos sobre el dinero escondido de Enguerrand de Coucy?

Ambrose estaba azorado.

—¿Hasta el esposo de la princesa Isabella estuvo mezclado en esto? Has sido un hombre ocupado, Martin.

Scorby rio.

—Demasiado ocupado y hábil, por la cuenta que le traía. Ésa fue la información que proporcionó a Alice su posición en la corte. Si hubieras sido más cauteloso con tus clientes, no estarías a punto de despedirte de este mundo.

—A pesar de todo, no entiendo por qué no fui vuestra primera víctima —terció Martin.

—Como te he dicho, hay algo de arte en todo ello. Además, los otros fueron más fáciles de encontrar. Pensé que sus muertes te sacarían a la superficie. Como así ha sido.

Al darse cuenta de cómo el destino se había burlado de ellos, Ambrose sintió que se le hacía un nudo en el estómago, ya que habían venido a ese lugar por pura casualidad. Scorby tenía que estar loco, pero ni a Martin ni a él dicha certeza les serviría de mucho.

—Entonces… al menos bebed un poco de cerveza, caballeros. Y luego os acompañaremos a salir a los frescos campos de enero para que vuestra sangre derrita la escarcha y fertilice los pastos para la primavera.