El hermano Wulfstan rezongó para sus adentros cuando, por segunda vez en el mismo día, el huésped apareció en la puerta de la enfermería.
—Seguid durmiendo, hijo mío. Pueden pasar varios días antes de que Jasper esté lo bastante fuerte para recibir visitas.
—Perdonadme, pero esta vez he venido para que me curéis.
—¿Estáis enfermo?
—Herido. —El hombre levantó una mano no encallecida por el trabajo manual.
Wulfstan entornó los ojos para observar la blanca mano.
—Yo no veo…
El hombre movió un dedo y se señaló la palma.
Wulfstan cogió una lámpara y la sostuvo cerca de la mano.
—Me temo que mis ojos se están debilitando a una velocidad alarmante. ¿Puede ser que esté apenas enrojecido?
—Me he quemado. Una tontería; estaba prendiendo una vela.
Wulfstan le tocó el lugar enrojecido. El hombre se encogió. Wulfstan palpó una ampolla. Lo mismo que en la yema del dedo. Pero las heridas eran insignificantes y, que Dios lo perdonara, a Wulfstan la respiración impaciente del hombre le resultaba molesta.
—No es nada. Seguramente viajáis con algún ungüento útil para contratiempos sin importancia como éste.
—Lo haría si tuviera una esposa que me preparara el equipaje, pero la mía hace semanas que se fue al convento a orar y, no estando ella, no tengo a nadie que se ocupe de esas cosas. —Parecía un niño malhumorado.
Wulfstan se dijo a sí mismo que se impondría como penitencia ser cortés con este hombre. Trató de que no se le notara la irritación en la voz.
—¿Vuestra esposa reza por algo en particular?
—No. No necesita ninguna excusa para rezar. Yo le dije que rogara a Dios para que la curara de su esterilidad.
Wulfstan se preguntó si la esposa de ese hombre no estaría rezando para que su esposo fuera llamado junto a Dios mientras ella no estaba presente. Vaya pensamientos. Con esa penitencia no le estaba yendo muy bien. Pero ser tan frío por el hecho de que su esposa no tuviera hijos… qué extraño. Ese mismo día le había dicho que Jasper le recordaba a su hijo.
—Así, ¿vuestro hijo fue de un matrimonio anterior?
El hombre pareció confundido.
—El que se parece a Jasper.
—Oh, claro. Es que estoy aturdido. Me está empezando a latir la mano. Sí, es hijo de mi primera esposa, que murió de parto. —Sacudió la mano para señalar lo caliente que la sentía—. Tal vez si pudiera entrar y sentarme… Creo que me voy a desmayar.
—¿A desmayarse a causa de una herida superficial? —Wulfstan no se movió de su lugar y siguió bloqueando la puerta.
—¿Cómo se llama vuestro hijo?
El hombre echó la mandíbula hacia delante.
—¿Y eso qué tiene que ver? He venido a que me examinarais la mano.
—Y, a propósito, ¿cómo os llamáis vos?
—John —rugió el hombre.
—Esperad aquí, John —dijo Wulfstan y cerró la puerta. No quería que entrara en la enfermería; en ese caso sería más difícil deshacerse de él. Los últimos días el hombre se había convertido en un incordio. Desde la llegada de Jasper. En realidad, Wulfstan no creía que se llamara John ni que ese «John» tuviera un hijo parecido a Jasper. Puso un poco de ungüento para quemaduras en una taza y se lo llevó—. Aplicaos esto a las zonas quemadas varias veces al día, pero no os pongáis mucho si no queréis manchar todo lo que toquéis. Podéis envolveros la mano con un paño. Id en paz, hijo. —Wulfstan inclinó la cabeza y le cerró al hombre la puerta en las narices. Qué delicioso pecado.
Un rato después, el hermano Henry se asomó para ver si Wulfstan estaba listo para ir al refectorio para la comida de la noche.
—Ha estado aquí otra vez el hombre ese —dijo Wulfstan—. El huésped que pone mala cara.
Henry rio.
—No recuerdo a nadie que te haya desagradado tanto en toda tu vida.
—No es que me desagrade. Lo que pasa es que ese hombre está demasiado interesado en hablar con Jasper. Dice que le recuerda a su hijo, aunque yo no creo que tenga ningún hijo. Si lo tuviera y lo quisiera tanto que el parecido con Jasper lo conmoviera como dice, no atormentaría a su actual esposa por su esterilidad. Y con lo de su nombre me ha mentido.
Henry retrocedió para constatar que la puerta estuviera cerrada y fue a sentarse al lado de Wulfstan.
—¿Piensas que quiere hacerle daño al muchacho?
—Tengo este presentimiento, Henry. Que Dios me ampare, ya que no tengo pruebas de nada, pero el pobre muchacho ha pasado muchas calamidades. Ya viste lo putrefacta que estaba la herida del costado. Estoy seguro de que ha estado tirado por las calles, enloquecido de dolor. Y el corte en la mejilla… Cuando se cure parecerá que tenga cicatrices de guerra, como Owen Archer, y sólo con ocho años. No hay que correr el riesgo de que le ocurra nada más.
—¿Qué hacemos entonces? ¿Hablamos con el abad Campian?
Wulfstan negó con la cabeza.
—No. No voy a acusar a ese hombre ante el abad con tan pocas pruebas. Pero debemos estar seguros de que uno de los dos esté siempre con Jasper. No hay que dejarlo solo, ni siquiera para ir al retrete.
Henry asintió.
—Lo vigilaré mientras vas al refectorio. Haré de mi hambre una oración para que ese hombre no intente hacerle daño a Jasper.
Wulfstan dio a Henry una palmada en el brazo.
—No tienes por qué pasar hambre. Te traeré comida.
—¿Quieres que mañana averigüe algo más sobre el individuo? Cómo se llama o dónde vive…
Wulfstan negó con la cabeza.
—Será mejor no alertarlo con nuestras sospechas. Por el momento, soy un monje antipático y mandón, y mi actitud no tiene nada que ver con él. Es lo mejor.
* * * * *
Tildy contuvo el aliento cuando Lucie bajó de un armario tres copas de cristal y con el pie fino.
—Nunca he visto nada igual.
—¿No las recuerdas, Tildy? Las usamos en el banquete de bodas. Fueron regalo de mi padre.
—Hubo muchas cosas aquel día, señora Lucie. No lo pude ver todo.
—Pensé que la Nochebuena era una bonita ocasión para utilizarlas.
—¿Qué comerán en la taberna estando aquí los Merchet?
—Tienen carne fría, queso, una sopa caliente, pan. No te preocupes por los pocos viajeros que hay en la taberna esta noche, Tildy. —Lucie le indicó que fuera al otro extremo de la mesa de roble—. Vamos a poner esta mesa en el centro de la habitación.
Tildy vaciló.
—¿Y si esperamos al capitán? Ya estará terminando con el cliente.
—No somos tan débiles, Tildy. Nosotras podemos moverla. Además, ahora oigo otra vez la campanilla de la tienda. Va a estar ocupado otro rato.
Pero resultó demasiado para Tildy, que dio un grito y soltó su lado de la mesa.
Lucie se asombró. Tildy era una muchacha fuerte. Corrió hacia ella, la ayudó a llegar a una silla y le tocó la frente. No tenía fiebre.
—¿Qué pasa, Tildy?
—Estoy agotada, señora.
—¿Te estoy haciendo trabajar mucho?
—¡No! No, en absoluto. Pero desde que John… —Se encogió de hombros—. No puedo comer ni dormir pensando en él. —Le temblaba la voz.
Lucie había advertido las sombras que había debajo de los ojos de Tildy, pero no había supuesto que fuera tan importante como para afectarle la salud. Abrazó a Tildy y la sintió temblar. Pero no hubo lágrimas.
—Quédate sentada ahí mismo y come unas manzanas y queso mientras yo termino de acomodarlo todo —ordenó Lucie, y se levantó a buscar la comida.
—¿No me vais a obligar a irme a la cama?
—¿Y perderte la cena de Nochebuena? ¿Por quién me tomas? Sin embargo, no creo que debas ir con nosotros al oficio vespertino.
—Esta noche quería rezar por John.
—Puedes rezar aquí, Tildy. Dios te escuchará. —Lucie se sentó junto a la muchacha y le remetió algunos cabellos que le sobresalían de la cofia—. ¿Quieres hablarme de él?
—Sufrió mucho.
—¿Te contó cómo llegó a esconderse en la cuadra de los Merchet?
Tildy asintió y mordisqueó un pedazo de hueso.
—¿Quieres contármelo?
Tildy suspiró.
—Supongo que ahora no perjudicará a nadie. —Se secó la nariz—. Su familia murió de la peste. Lo mandaron con el hermano del padre, que era capataz en una gran casa. Nunca le daban comida suficiente, ni siquiera cuando la señora de la casa lo tomó como criado. Un día él la vio apartar un plato en el que quedaban unos higos, y cuando ella no miraba, los cogió. Bueno, él creía que no miraba. La mujer se enfadó tanto que se puso a gritar y acudió el señor, que cogió la espada y con la empuñadura aplastó los dedos que habían robado los higos. Cuando el tío de John le vio la mano herida, dijo que John ya no servía para nada y lo echó.
—Qué espantoso.
—¿Os imagináis tanta crueldad en Navidad, señora?
Lucie cogió la mano de Tildy.
—Te habrá querido mucho para contarte esa historia, Tildy. No se la contó a nadie en York.
Tildy lloriqueó.
—Yo también voy a rezar por él esta noche.
—Gracias, señora Lucie.
—Tildy, tu debilidad… ¿Estás embarazada de John?
Tildy negó con la cabeza.
—Pero desearía estarlo. Me quedaría algo de él.
Lucie la atrajo hacia sí.
—Te $, mi amor, te entiendo.
* * * * *
Todo el día los músicos habían ensayado para las festividades de Navidad en la casa del Gremio de la Lana. Era a última hora de la tarde cuando Ambrose se fue a casa, ansioso por estar cerca del fuego de su hogar y tomar un poco de caldo caliente. El Callejón del Cojo estaba oscuro, pero en el exterior de algunas casas unas mortecinas lámparas arrojaban fantasmagóricos halos de luz sobre el paso de Ambrose. Cuando ya se hallaba cerca de su casa, se detuvo. La puerta de la calle estaba abierta. No podía ser Martin; era muy cuidadoso para esas cosas. Ambrose aminoró el paso y pensó qué hacer. Sabía por Martin que debía tener cuidado; no había sido un accidente que hubiesen dejado la mano de Gilbert Ridley ante esa misma puerta. Comenzó a volverse. Iría a buscar a uno de los guardias de la ciudad. Pero en ese momento oyó el ruido inconfundible del gruñido de un cerdo. Esto era demasiado; el cerdo en su casa. Ambrose entró corriendo y pilló al cerdo hurgando entre los rescoldos del fuego de cocinar. Había movido tanto los rescoldos que toda la casa olía a quemado.
—¡Fuera! —gritó Ambrose.
El cerdo lo ignoró.
Ambrose estaba furioso. Es peligroso atacar a un cerdo. Pero ya estaba hasta la coronilla del asqueroso animal. Entonces subió la escalera hasta el altillo donde dormía, con la idea de poner los instrumentos en un lugar seguro y atacar luego a aquel animal inmundo. Al acercarse arriba notó, asustado, que el olor a madera quemada supuestamente procedente de los rescoldos escarbados por el cerdo se hacía más fuerte. Pero allí arriba no se encendían más que lámparas de aceite o velas. Ambrose trepó al altillo, dejó con cuidado los instrumentos sobre la cama y encendió una lámpara.
Al principio no observó nada raro. Los baúles en los que guardaba los instrumentos estaban todos allí e intactos, así como la cama, las colchas, el baúl con ropa de Martin, el suyo propio. Entonces se dio de narices contra algo y levantó un poco de polvo que lo hizo toser, por lo que casi se le cayó la lámpara. Colgada de una viga estaba una de las canastas de metal en las que guardaba el pan para mantenerlo alejado de las ratas. Tendría que estar abajo. La canasta se balanceaba suavemente. Las cenizas se colaban por entre los flejes y caían como una lluvia silenciosa.
Ambrose se santiguó. Sea lo que fuere antes, lo que en ese momento había dentro era una mezcla chamuscada e irreconocible. Olió. Al menos no era un animal. Pero desde luego no se trataba de ningún accidente. No era nada que pudiera haber hecho Martin mientras Ambrose estaba fuera.
Con un estremecimiento, Ambrose se dio cuenta de que, quienquiera que hubiera hecho esto, podía estar todavía en la casa. Con el corazón saliéndosele del pecho, inspeccionó el pequeño altillo y luego, respirando hondo para calmarse, dejó la lámpara y bajó la escalera. Entonces se acordó del cerdo, pero no oyó nada. Gracias a Dios, aunque el cerdo ya no era su principal preocupación.
Ambrose cerró la puerta de la calle y contuvo el aliento, prestando atención, mientras los ojos se acostumbraban a la oscuridad. Cuando pudo vislumbrar formas vagas caminó por la habitación, tocando los pocos muebles. No había nadie. Abrió la puerta que daba al jardín de atrás. Merlín se restregó contra sus piernas y entró en la casa: señal definitiva de que no había ningún desconocido agazapado en el jardín.
—Loado sea el Señor —susurró Ambrose, y cerró la puerta. A continuación removió los rescoldos del fuego y puso más leña y algo de carbón para reavivarlo. Sólo entonces volvió arriba a buscar la canasta del pan y la puso al lado del fuego, donde, a la luz de éste, vio unas piezas blancas entre las cenizas. Abrió la canasta y sacó una. Una clavija de marfil. Dios santo, uno de sus instrumentos. Lo examinó y, de pronto, al reconocer las piezas, lanzó un grito. Subió corriendo a ver el baúl que contenía los instrumentos viejos.
Como se temía, faltaba su primera crotta. Se la había regalado su primer amante, Merlín el Músico, y era la mejor crotta de Londres. Era el instrumento con que Ambrose había aprendido a tocar. Se le revolvió el estómago. ¿Quién lo conocía tanto para saber lo que significaba esto para él?
Bajó de nuevo y se sirvió una jarra de cerveza. Trató de tranquilizarse, razonando que la vieja crotta estaba en la parte superior del baúl. Podían no saber que era su instrumento más preciado, y pensar sólo que en la casa de un músico cualquier instrumento es querido.
Qué crueldad que fuera el regalo de Merlín. Ambrose cerró los ojos y dejó correr las lágrimas.
* * * * *
Bess no podía esperar a que estuvieran todos sentados y comiendo. Mientras Tom servía el vino de Gascuña, miró a su alrededor y reclamó la atención de todos.
—No me vais a creer, pero averigüé quién era Kate Cooper antes de casarse. La madre es Felice d’Aldbourg.
La noticia fue recibida con miradas intrigadas. Entonces a Owen se le iluminó la cara.
—D’Aldbourg. ¿Aldborough?
Bess sonrió.
—Felice vino hace unos cinco años a vivir con su hermana, una bordadora. Ella también es bordadora, pero hacía años que no trabajaba porque estaba casada con un comerciante de Aldborough. Pero a él le pasó algo, nadie sabe qué, y Felice vino a York a buscar trabajo por medio de la hermana. La hija viene a visitarla, y ésa es Kate Cooper. —Suspiró, orgullosa de las inclinaciones de cabeza de todos, y levantó la copa—. ¿Brindamos por la llegada a Belén?
Todos levantaron las copas y brindaron.
Cuando estuvieron sentados otra vez, Owen preguntó:
—¿Has hablado con Felice?
—¿Estás loco? Si Kate Cooper es culpable de alguno de estos crímenes, su madre seguramente le avisaría de nuestro interés. De esto me he enterado por ahí, oyendo comentarios de diferentes personas. Es mi regalo de Navidad para vosotros.
—¿Y vive en el manso de San Pedro?
—Así es. En la actualidad está empleada en el bordado para varias capillas de la catedral.
Lucie, que había estado todo ese tiempo mirando su copa, levantó la mirada y dijo suavemente:
—Es un regalo aceptado con gratitud, Bess. Pero un tema tan triste para una celebración… la identidad de la mujer que asesinó a John e hirió a Jasper de tanta gravedad que esta noche no puede estar con nosotros.
Llevó algún tiempo que los ánimos se levantaran otra vez.
* * * * *
Para cuando Martin llegó a casa de Ambrose, dos jarras de cerveza habían aliviado ya la pena del músico. Cuando Ambrose miró a Martin, recordó que su desgracia provenía de algo que Martin había hecho. Era culpa de Martin.
—Hijo de puta. —Arrojó el resto de cerveza de la jarra a la cara de Martin—. Primero la mano y ahora esto. Al menos merezco saber qué cosa tan espantosa hiciste que ha llegado a traer toda esta desgracia sobre mi casa.
Martin se secó la cara.
—¿Qué ha pasado, Ambrose?
Ambrose levantó la canasta. Martin miró dentro.
—¿Pan quemado? ¿Semejante escena por pan quemado?
—No, no es pan quemado. Es la crotta que me regaló Merlín el Músico.
—¿Cómo? Ambrose, la crotta no cabría en esa canasta.
—Parece que tu enemigo es más creativo que tú, Martin. Se le ocurrió romperla en pedacitos antes de ponerla ahí para quemarla.
Martin se sentó junto a Ambrose y le pasó el brazo por los hombros. Ambrose trató de zafarse, pero Martin lo sostuvo con fuerza.
—Por Dios, Ambrose, cuéntame lo que pasó.
Ambrose se rindió y se recostó en Martin.
—Cuando llegué a casa, la puerta estaba abierta y esto colgaba de una viga del altillo. Quemado. Fue mientras no estaba en casa. Alguien nos está vigilando, Martin. Y el que tiene enemigos eres tú. —Se sentó derecho, cogió la mano de Martin, le puso la palma hacia arriba y dejó las clavijas de marfil en ella—. Esto es todo lo que me dejaron de ese precioso instrumento.
Martin miró las clavijas que tenía en la mano.
—Lo siento, aunque sé que no sirve de nada.
—Quiero saber qué fue lo que hiciste, Martin. Me lo debes.
—No te he dicho nada para mantenerte a salvo; debes creerme.
—Pues no ha funcionado.
Martin apretó las clavijas con la mano cerrada.
—Es hora de cooperar con el capitán Archer. Debemos descubrir al asesino antes de que pasen más cosas.
* * * * *
Lucie estaba sirviendo los postres cuando vio a Tildy inclinada contra la pared con los ojos cerrados.
—Pobre niña. No está acostumbrada a tanto vino.
Lucie y Bess despertaron a Tildy y la metieron en la cama.
Las dos parejas estaban sentadas junto al fuego cuando sonó la campana de la tienda. Tom, acostumbrado a levantarse de golpe en la taberna, comenzó a ponerse de pie.
—No hagas caso —dijo Owen—. No pueden pretender que demos remedios a esta hora en Nochebuena.
La campana volvió a sonar. Y otra vez más. Owen maldijo. Entonces oyó el crujido del portón del jardín al abrirse. Llegó a la puerta de la cocina antes de que los intrusos pudieran levantar la mano para llamar.
Owen abrió la puerta.
—¿Quién anda ahí? —El tono de voz debía servir para que, fuese quien fuese, se diera media vuelta y se largara.
Martin Wirthir y Ambrose Coats entraron en el círculo de luz.
—Perdón por la interrupción —dijo Martin—, pero las cosas han ido demasiado lejos. Debemos hablar.
Ambrose traía una canasta de mimbre cubierta con un paño festivo.
—Una ofrenda de paz.
Owen entró para dejarles pasar.
Ambrose le dio la canasta a Lucie. Ella miró a Martin y luego a Ambrose con curiosidad.
—Creo que los asesinos han actuado otra vez —dijo Martin.
—Dios mío, ¿qué ha pasado?
—Podrá parecer una insignificancia —dijo Ambrose, y les contó lo de la crotta—. Pero sabéis… Uno se encariña tanto con un instrumento… Es como una muerte.
Lucie les indicó a los dos hombres que se sentaran a la mesa.
—No es una insignificancia. Alguien entró en vuestra casa y destruyó algo valioso y querido.
* * * * *
Tom había estado revisando el contenido de la canasta. Sacó una botella y se la dio a Owen.
—Mira qué botella: vino de Gascuña más viejo incluso que el que bebimos antes. Hace mucho que no hacen este vino. —Sonrió—. Hay tres. Y dos de brandy.
—Creo que es la hora ideal de la noche para beber brandy —dijo Martin.
Cuando Tom hubo servido una ronda, Owen inclinó la cabeza hacia Martin.
—Cuéntanos lo que sabes.
Martin tomó un sorbo de brandy.
—Lo que he contado hasta ahora es todo cierto. Créanme. Pero el resto… yo esperaba que no fuera necesario hablar de ello.
—Somos tus aliados —dijo Lucie.
Martin levantó su copa en dirección a ella.
—Espero que siga siendo así cuando haya terminado. —Bebió otro sorbo—. Cuando me enteré de que el asesino de Will le había cortado la mano, creí saber a qué antiguo problema se debía, y que Will había sido asesinado por error. El caso es que durante mucho tiempo temí que John Goldbetter le hubiera contado al rey de dónde provenía la información que yo le había dado para que hiciera las paces con él.
Owen frunció el entrecejo.
—¿Por qué iba a revelar su fuente?
—Un aspecto desgraciado de mi negocio es que, a causa de él, tengo muchos enemigos, y los que me contratan no están dispuestos a protegerme. Por eso los hombres como yo a menudo se convierten en chivos expiatorios.
—No estoy segura de entender cuál es tu negocio —dijo Lucie.
—Me gusta considerarme un negociador entre el continente y su hermosa isla. Un embajador, aunque secreto, de comerciantes adinerados y familias terratenientes.
—Magda Digby te llama «pirata» —dijo Owen.
Martin sonrió.
—Magda me toma el pelo con ese nombre. Yo no toco los artículos. Negocio su transporte.
—Y la mano cortada, ¿en qué viejo problema te hizo pensar? —preguntó Owen.
—Un comerciante al que traicioné. Lo encerraron en la prisión de Fleet. Se enteró de mi participación en su desgracia y juró cortarme la mano derecha por ladrón apenas saliera.
—¿Quién era ese comerciante?
—Alan de Aldborough.
—Ah. —Bess suspiró.
Martin la miró.
—¿Lo conocías?
—Esta noche hemos estado hablando de él. Mejor dicho, de su esposa y de su hija.
—¿Por qué ese hombre te consideraba un ladrón? —preguntó Owen.
—Recibí dinero de Alan a cambio de la promesa de no revelar ni una palabra acerca de algo que sabía sobre su negocio. Cogí el dinero sin pensar con claridad en lo que prometía. Sólo quería escapar de una situación incómoda.
—¿Una situación incómoda? —preguntó Lucie.
Martin miró a Ambrose, que estaba sentado mirándolo absorto.
—Es embarazoso. Su hijo, David, era un joven apasionado que se había encariñado conmigo.
Ambrose se encogió y miró su vino.
—Fue David quien me habló de los tratos de su padre con los flamencos: Alan les vendía lana a pesar de la prohibición del rey. Cuando le dije a David que debía casarse con la mujer que su padre había elegido para él, y que arruinaría su vida y viviría en la pobreza si insistía en seguirme, David le dijo a su padre que me lo había contado todo y que debía escaparse conmigo para hacerme guardar silencio. Desde luego, su plan no funcionó. Era hijo único. Entonces Alan me ofreció una pequeña cantidad de dinero para desaparecer y mantener la boca cerrada. —Martin se encogió de hombros—. Pero yo, como un tonto, se lo conté a Gilbert Ridley una noche que estábamos bebiendo. Con Gilbert yo no tomaba precauciones. Era quien me contrataba. Pero aprendí que no tenía que haber sido tan confiado. Cuando Gilbert quiso ayudar a Goldbetter delatándole a alguien, le dio el nombre de Alan, y cuando lo presionaron me mencionó a mí como informador suyo. Sin embargo, fue discreto al no contarle a Goldbetter cómo había obtenido yo la información.
—Sin embargo, ¿viniste aquí a avisar a Ridley de algún otro problema? —dijo Lucie—. Se podría pensar que le guardabas rencor.
—Habíamos trabajado juntos mucho tiempo. Casi todos me contrataban una o dos veces, rara vez más, mientras Gilbert me daba trabajo regularmente. Y, en todo ese tiempo, me había traicionado sólo esa vez. —Martin inclinó la cabeza hacia Owen—. Tengo entendido que incluso os dijo a vos que no había razones para que yo estuviera en York, estando Will muerto.
Owen asintió.
—¿Él conocía a Ambrose? —preguntó Lucie.
—Exacto. Por eso sabía que yo no me iría de York. Con excepción de esa única indiscreción, Gilbert había sido bueno conmigo. De manera que fui a Riddlethorpe y le hablé de los nuevos amigos de vuestro rey, para quienes yo había arreglado embarques hacia Flandes, y más adelante le informé de que aquéllos habían pagado mucho menos de lo que se había acordado por empresa tan peligrosa. Temí que pensaran que había que acallar también a Gilbert. Además, quería contarle a Gilbert la amenaza de Alan. No tenía idea de si Alan había salido de Fleet o no, pero parecía probable. Fue entonces cuando me enteré de que habían dejado la mano de Will en la habitación de Gilbert. A los dos nos pareció un enigma. —Martin bebió un sorbo de brandy—. Después, Gilbert fue asesinado de la misma manera que Will, lo que confirmó mi teoría. Alan o un asesino contratado había confundido a Will Crounce conmigo, pero no se habían equivocado con Gilbert, el que le había dado el nombre a Goldbetter. No me costó nada creer que Goldbetter había traicionado a Gilbert. Fui a Londres a averiguar si efectivamente Alan había salido de prisión. Mientras estuve lejos, Jasper volvió a desaparecer y la mano de Gilbert apareció frente a la puerta de Ambrose. Entretanto, no pude averiguar nada del destino de Alan.
—Murió en Fleet —dijo Owen—. ¿Pudo haber sido su hijo David?
La expresión de Martin cambió. Cerró los ojos y negó con la cabeza.
—No —dijo en una voz no mucho más alta que un susurro—, no fue David.
—¿Cómo estás tan seguro? —preguntó Lucie.
—David se suicidó cuando encarcelaron a su padre.
—¡Deus juva me! —susurró Lucie y se santiguó.
En la habitación se hizo un silencio tan grande que se oía el bisbiseo de un leño húmedo en el hogar y el ronroneo de Melisende.
—Si no es el hijo, ¿qué tal la esposa o la hija, Kate Cooper? —preguntó Lucie.
Martin frunció el entrecejo.
—¿Cooper? Conozco ese nombre. Alguien de Riddlethorpe, creo.
—¿Ambrose conocía a alguien de la familia? —preguntó Owen.
Ambrose negó con la cabeza.
—Hasta esta noche, no había ni oído el nombre. —Miró a Martin y luego apartó la mirada.
—Entonces, para saber que podía dejarle la mano a Ambrose, alguien os ha estado vigilando a los dos —dijo Owen—. ¿Sigues creyendo que alguien confundió a Will Crounce contigo, Martin?
Martin suspiró.
—Como os he dicho, quizá la relación comercial que existía entre Will y yo les hizo pensar que él era culpable. No lo sé. Sólo me pregunto cuántas personas más morirán antes de que encontremos al asesino. Además está lo del envenenamiento. ¿Cómo encaja eso?
Owen miró a Lucie, que apenas movió la cabeza.
—El envenenador no tuvo nada que ver con los asesinatos —dijo Owen.
—¿Averiguaste quién lo estaba envenenando? —preguntó Bess.
—No tiene importancia —respondió Owen.
—Podría tenerla —replicó Ambrose.
—No. Lucie y yo estamos seguros de eso.
—Tengo otros pecados —terció Martin—. La muerte de Gilbert me hizo pensar que es probable que sea otra la familia que va detrás de mí. Sólo que la mano era una marca que señalaba a Alan.
—¿Cuántos enemigos tienes? —preguntó Ambrose. Sonaba como si lamentara haber instigado la confesión de su amigo.
—No tengo ni idea de cuánta gente se ha arruinado por mi culpa. O, en cualquier caso, cuántos me consideran culpable. Confieso que, hasta el asesinato de Will, nunca lo pensé siquiera. Al menos, no seriamente. Yo hacía bien mi trabajo. Parecía un juego de azar: no niego que era emocionante; ni tampoco me disculpo por nada. Pero no soy peor que cualquiera de ellos.
—¿Y esa otra familia? —preguntó Lucie.
Martin se sirvió más brandy y llenó el resto de copas vacías, todas menos las de Lucie y Ambrose.
—No voy a dar nombres —dijo Martin—. Es demasiado peligroso para todos. Pero Gilbert y yo estuvimos involucrados en un asunto, y para esa familia acaso pareciera probable que Will también lo estuviera. Yo había organizado el contrabando de su lana a Flandes, a pagar contra reembolso. Eran muy ambiciosos y cuando me estafaron les mostré todo mi desprecio. Así que me desquité y los delaté ante Chiriton y Cía.
—¡Martin! —Ambrose tenía los ojos abiertos de asombro—. ¿Cómo pudiste?
—Si los conocieras, también los odiarías. Hace unos doce o trece años Chiriton y Cía. mencionó el nombre de Goldbetter al rey como uno de sus deudores. Goldbetter probó que había pagado la deuda e hizo más todavía, pues reclamó dinero que Chiriton le debía a él. Chiriton pagó la deuda transmitiéndole a Goldbetter la información que yo le había dado sobre esa familia. Suficiente información para que Goldbetter obtuviera de ellos interesantes sumas de dinero.
Owen recordó el comentario de Cecilia sobre el misterioso arreglo que se había alcanzado fuera de la corte. Ese año Gilbert fue aún más generoso que de costumbre para mi santo.
—¿Así que esa familia te persigue por el dinero que tú le has costado? —preguntó Lucie.
—Peor. De pronto, sólo el cielo sabe cómo, obtuvieron el favor de vuestro rey. Tuvieron poder. Se enfrentaron a Goldbetter y lo mandaron al exilio. Entonces éste acudió al conde de Flandes, que convenció al rey Eduardo de que lo perdonara. La familia en cuestión no interfirió. No quisieron atraer hacia ellos la atención del conde y además sabían que Goldbetter no diría nada. Pero Gilbert y yo, ah, nosotros no estábamos bajo la protección de nadie; de nosotros sí podían vengarse.
—¿Por qué piensas que esto tiene que ver con ellos? ¿Y qué papel desempeñó Ridley? —preguntó Lucie.
—Tenían un pequeño socio en sus negocios.
—¿Alan de Aldborough? —adivinó Owen.
Martin asintió.
—¿Por qué hablabais de la viuda y de la hija de Alan esta noche, señora Merchet?
Bess miró a Owen.
—Preguntadle a él. Creo que, tal como están las cosas, yo ya me he involucrado demasiado.
—La hija, Kate, es la esposa del capataz de Gilbert Ridley. Viajó con Ridley a York antes de los dos asesinatos, y cuando me vio en Riddlethorpe desapareció. Creemos que tiene algo que ver. Probablemente sea la mujer que condujo a Will Crounce hacia sus asesinos. Y, como es zurda, puede ser quien atacara a Jasper en la casa donde éste vivía antes y asesinara a John, el mozo de mulas de los Merchet.
—María Santísima, ¿puede odiarte tanto? —preguntó Ambrose.
Martin se enjugó la frente.
—Seguramente. Ella y la madre me considerarán la causa de la muerte de David y de la ruina del padre. Ella tiene más motivos para odiarnos que los otros.
Owen estaba callado, pensando en la carta del arzobispo relativa a Alan de Aldborough. Su muerte había sido una sorpresa para el guardia. ¿Envenenamiento? ¿La familia súbitamente poderosa quería silenciarlo, como había hecho con Wirthir y con Ridley?
—Merde! —Martin golpeó la mesa con la copa y sacó a Owen de su ensimismamiento—. La mujer que buscaba a Jasper en el Callejón del Buen Carnero. No le vi la cara, pero había en ella algo familiar. La hermana de David era alta como ella. Y tenía los mismos ademanes.
Owen asintió.
—Kate Cooper. Tenemos que poner a alguien a vigilar a Felice d’Aldbourg.