Una rata le pasó por el costado lastimado. Era sólo una rata de tamaño normal, y sin embargo el dolor despertó a Jasper. El costado derecho y la mejilla derecha le latían y le ardían. Había tratado de vendarse, pero con la mejilla era imposible hacerlo bien y seguir respirando. La fiebre le producía pesadillas. Una mujer alta como una casa llevaba un cuchillo que resplandecía a la luz del fuego y se inclinaba sobre él. Una ristra de manos atadas a su cintura rozaban a Jasper en la cara. Cuando las manos lo tocaban, cobraban vida, y las uñas se le clavaban y le dañaban la mejilla derecha.
Cuando despertaba se esforzaba por sentarse. Sabía que estaba en un callejón demasiado estrecho para que pasaran por él caballos o carros. Pero cuando le subía la fiebre, la pared de enfrente parecía tremendamente lejana y mucho más alta que cualquier casa que hubiera visto en su vida. Recordaba haber estado en cama ardiendo de fiebre y a su madre de pie en el umbral de la puerta, inmensa, tan grande y lejana que Jasper había gritado, por miedo de que Dios se lo llevara lejos de ella. Ella había venido hasta él, había recorrido muchas leguas para cogerlo en sus brazos. Y entonces el mal rato pasaba y la habitación volvía a ser normal.
Ahora su madre no estaba y nada podía ser normal.
Pero aquí se encontraría a salvo. Por los esfuerzos hechos por esconderse, sabía que en un callejón como éste estaría bastante seguro. La gente que pasara deprisa lo dejaría tranquilo, y si rodaba hasta sus pies, lo echarían del camino de un puntapié. Por el olor, se daba cuenta de que había caído sobre excrementos y orina, pero estaba demasiado débil para que eso le importara.
Sin embargo, debía tener cuidado. Tenía que comer e intentar recordar lo que había sucedido. Alguien estaba en peligro, pero no recordaba quién. Le dolía la cabeza. Creía que se había caído, pero las heridas de la mejilla y del costado eran de cuchillo, de eso estaba seguro. Siguió pensando en la mujer gigantesca de sus sueños. Eso era imposible, ¿o no? Estaba confundido.
Pero debía comer. Tal vez si comía algo podría pensar mejor. Recordaba haber ido a la puerta de los mendigos de la abadía y haber recibido comida. Alguien le había preguntado cómo se había cortado. Se escapó. Tenía que esconderse. Nadie debía saber quién era ni qué había hecho.
¿Qué había hecho? Jasper trató de ordenar sus recuerdos. Se había caído por una escalera. Una mujer con un cuchillo. Se había orinado. John yacía muy quieto. John. Era eso. Había matado a John.
No, era la mujer de las manos la que había matado a John, con todas esas manos que le colgaban del cinturón.
No. Ella era una pesadilla.
Pero había una mujer: la mujer del cuchillo. John había traicionado a Jasper con esa mujer. ¿Por qué?
Haciendo un esfuerzo, Jasper se incorporó hasta quedar sentado y apoyado contra la pared. Así estaba mejor. Se sintió mareado, con el estómago revuelto, pero se le pasó. Escuchó los ruidos de la ciudad, intentando adivinar qué hora del día sería. En el callejón estaba demasiado oscuro para saberlo, y todo lo que veía al mirar hacia arriba era el segundo piso del edificio contra el que estaba sentado, que sobresalía. Había carros que pasaban por las calles, pero todavía estaba todo bastante silencioso. Supuso que era por la mañana temprano. Si conseguía ponerse en movimiento, podría llegar a la abadía en busca de comida. Entonces pensaría en qué hacer.
Su madre le decía siempre que un cuerpo no puede pensar con claridad si tiene el estómago vacío. Jasper no tenía hambre, pero necesitaba pensar con claridad. Ni siquiera sabía cuánto hacía que estaba escondido. Días, seguro; aunque quizá fueran semanas.
Se puso de pie y se apoyó débilmente en el edificio que tenía al lado. Asiéndose a la pared conforme avanzaba, anduvo tambaleándose hasta la calle que había al final. Era el Callejón Gacho. Estaba cerca de la abadía, gracias a Dios. Pero la puerta de los mendigos estaba en la fachada opuesta, al otro lado de la puerta de la ciudad.
Había mucho barro. Pero la parte despejada de la calzada estaba cubierta de nieve. Con razón había tenido tanto frío. ¿Por qué no llevaba la capa? Cerró los ojos y se apoyó en un edificio, tratando de recordar; eso parecía importante. Lo asustaba que hubiera cosas que no pudiera recordar. Alguien lo empujó y se le doblaron las rodillas. Una mano lo ayudó a levantarse y una voz de mujer dijo:
—Has estado durmiendo en la calle. ¿Cómo has entrado en la ciudad?
Se había dirigido a la puerta de Bootham, esperando esconderse al lado de un carro para salir por la puerta de la ciudad, como recordaba haber hecho la última vez. No quería que lo viera nadie. Algunos de los guardias lo conocían. Se darían cuenta.
No obstante, cuando Jasper llegó a la puerta no había ningún carro. El portero lo miró con los ojos entrecerrados, como si no estuviera seguro de si Jasper le resultaba una cara conocida. Tal vez iba demasiado sucio, o el corte de la mejilla lo desfiguraba lo suficiente para que no lo reconocieran. Sentía la cabeza mucho más grande del lado derecho que del izquierdo. Quizás eso fuera un buen disfraz.
Un disfraz. Alheña. Ir al prado de San Jorge con el capitán Archer. Entonces Jasper recordó. Se había sentido muy feliz. Pero, sin duda, aquello pertenecía al pasado. El capitán Archer jamás le perdonaría la muerte de John. ¿Y cómo podría convencerlos de que era John quien lo había llevado allí?
Jasper cruzó con rapidez frente al guardia. En lugar de ir a la puerta de los mendigos de la abadía podía continuar hasta la casa de Magda Digby. Pero no, no debía confiar en nadie. Había aprendido la lección.
Frente a la puerta que había en la pared norte de la abadía ya se amontonaba una muchedumbre. Jasper se agachó bajo un árbol, cerca de un hombre manco y una mujer con dos niños de pecho a los que cubría con una capa andrajosa. Él había oído hablar de los mellizos, una bendición especial de Dios. Pero esta mujer no parecía sentirse muy bendecida. Tenía los ojos hundidos y sin expresión y la mandíbula caída, con lo que dejaba ver los dientes negros y las cuencas vacías de los que le faltaban. Tenía la cara descarnada. Parecía una calavera. Estaba muriéndose de hambre. ¿Por qué Dios le había dado a esta mujer dos hijos si se estaba muriendo de hambre?
No. No era bueno poner en entredicho la justicia de Dios. Eran la debilidad de Jasper y su dolor los responsables de tales pensamientos.
A Jasper se le cerraron los ojos y soñó con la triste madre. Mientras sus hijos mamaban, uno en cada pecho, ella se encogía cada vez más, la piel se le arrugaba y se le caía, como si también le chuparan los huesos, y de pronto desaparecía. Y los niños gritaban.
Cuando Jasper abrió los ojos, los niños estaban gritando, pero la mujer triste seguía sosteniéndolos protegidos bajo su capa. Jasper levantó la mirada. La mujer gigantesca estaba al borde de un grupo de gente, mirándolo desde la muchedumbre. Jasper cerró los ojos, sacudió la cabeza y entonces volvió a mirar. La mujer ya no estaba.
Claro que no. Era una pesadilla.
Pero la mujer que lo había atacado…, no era una pesadilla. Tal vez había sido ella.
Jasper pensó en irse, pero advirtió que la puerta de los mendigos acababa de abrirse y la gente cogía pequeñas hogazas de pan negro. Él necesitaba eso. Tal vez sus piernas le respondieran mejor si comía un pedazo de pan. Avanzó con los otros.
Los demás tenían tazas y cuencos. Él no había llevado nada. Seguramente dijo algo en voz alta, porque el hombre de un solo brazo le dio un codazo y le señaló a un hombre que estaba junto a la puerta y que había recibido su hogaza de pan y la había abierto en dos, a continuación extendió los dos pedazos y uno de los monjes sacó algo de una olla y lo dejó caer sobre el pan. Jasper le dio las gracias al manco. Éste sonrió y abrió la boca. Jasper comprobó que no tenía lengua.
Un criminal. La madre de Jasper le había dicho que no hablara con criminales. Pero eso había sido hacía tiempo, antes de que Jasper estuviera en la calle. Y ese hombre había sido bueno al aconsejarle lo que debía hacer.
—Dios te bendiga —le dijo Jasper—. Que el Señor recuerde tu bondad el día del Juicio Final.
Al cabo de un rato, Jasper negó al frente de la multitud. Por un momento le pareció volver a ver a la mujer, pero el olor a comida ya le había hecho recordar la sensación de hambre y no podía soportar la idea de perder su lugar en la cola. Además, se dijo a sí mismo, ella no era más que una pesadilla. El pan era duro y le fue difícil partirlo en dos, pero al fin vio dos trozos de pescado, incluso con espinas y piel, sobre los dos pedazos. Se sentó a unos pasos de allí y lo devoró.
Entonces tuvo sed. Miró el río, pero sabía que si bebía agua de allí podía caer enfermo. Al otro lado de la puerta de los mendigos había un monje que empuñaba un cazo, al lado de un gran barril. Quizá Jasper pudiera recibir suficiente en las dos manos, o directamente en la boca bien abierta. Se levantó con dificultad y comenzó a abrirse paso hacia la puerta.
Y allí estaba, la mujer que lo había atacado. Entonces sí la reconoció. En su sueño ella era un gigante, pero ésta era la mujer real. Y lo estaba mirando.
Jasper se giró y echó a correr. No entendía cómo era capaz; el caso es que corrió, resbalando y trastabillando, a veces cayendo y temiendo no poder incorporarse de nuevo. Pero se levantó todas las veces. Ella no lo seguía, al menos él no la veía, pero estaba seguro de que lo había descubierto. No iba a detenerse.
Al acercarse a la puerta, rezó para que entrara un carro y así poder esconderse en él, pero el portero, que había tenido tiempo de pensar, le gritó:
—¿Jasper? ¿Eres tú? La Mujer del Río te está buscando, muchacho. Hace dos semanas, o más.
Sin embargo, Jasper pasó corriendo por su lado y entró por la puerta, creyendo que era un milagro que el hombre lo hubiera reconocido dado su estado de extrema necesidad. El costado le ardía y tenía dificultades para respirar, pero siguió avanzando por el Callejón de San Pedro. Rápido. Rápido. Cuando dobló por el Callejón del Buen Carnero, Jasper oyó un carro que crujía y doblaba la esquina tras él. La calle era demasiado estrecha para pasar él y un carro. Jasper miró a derecha e izquierda en busca de un callejón o una puerta abierta. Y entonces, frente a sí, vio a Martin. Estaba haciéndole señas y gritando algo, pero el ruidoso carro estaba demasiado cerca y Jasper no oía sus palabras. El carro estaba muy cerca. Jasper se giró y vio que se le echaba encima. Tropezó y gritó. De pronto alguien lo cogió y lo apartó del camino.
Jasper apretó la cara ardiente contra el cuello de su salvador y el carro pasó de largo. Aquel día era la segunda vez que Dios lo salvaba con un milagro.
—Jasper, tranquilo. Soy Martin. Te dejaré sentado aquí un momento e iré a preguntar si alguien conoce al hombre que iba en el carro.
Jasper se aferró a Martin.
—Es una mujer. Quiere matarme.
—No, Jasper, lo he visto. Era un hombre.
Jasper seguía aferrado a él, aterrado ante la idea de perderse otra vez en el callejón.
—Vengo enseguida. No quiero que vean que te tengo. —Haciendo fuerza con las manos, Martin se desembarazó de Jasper.
Pero nadie pudo informarle a Martin de quién guiaba el carro.
—Tendría que haber ido guiando al caballo —dijo una mujer—. Para eso tenemos la ordenanza. Han matado a muchos niños de esa manera. —Sacudió la cabeza.
* * * * *
Pocos días antes de Navidad llegó a la tienda la noticia de que Cecilia Ridley estaba en el convento.
—Iré otro día —dijo Owen—. Seguramente se quedará un tiempo.
Lucie sabía que él estaba decepcionado. Ella también. Cuando llegó el mensajero, ambos creyeron que eran noticias de Jasper. Hacía dos semanas que había desaparecido, y ni una palabra. Pero era importante seguir buscando a los asesinos de Ridley y Crounce. Y de John.
—Tal vez Cecilia Ridley sepa algo que nos lleve hasta Jasper; si Kate Cooper lo tiene en algún lado.
—Si lo tiene en algún lado, probablemente esté muerto —replicó Owen.
—¿No pensarás abandonar?
—No. Ya sabes que no puedo. —Owen miró pensativo a Lucie—. ¿Irías tú a hablar con Cecilia?
—¿Yo? ¿Por qué?
—Ya le hice muchas preguntas. Me ha estado ocultando algo, y no soy capaz de descubrir qué. Tal vez tú te entiendas mejor con ella. De mujer a mujer. —Owen se encogió de hombros—. No sé.
Lucie subió y puso en el estante la jarra que había estado utilizando, bajó, se secó las manos y se quitó el delantal.
—Si vigilas la tienda, iré ahora mismo.
—No hace falta que lo hagas ahora mismo.
—¿Por qué no? ¿Y qué sentido tiene posponerlo? —Lucie cogió las manos de Owen—. Me sentiré mejor si hago algo.
Owen la besó en la frente.
—Hiciste un mal negocio casándote conmigo.
—¿Por qué dices eso?
—Por haberte involucrado en el espantoso trabajo que hago para el arzobispo. Si no fuera por él, tendríamos una Navidad feliz.
—¿Y cómo sabes que sería feliz? —Abrazó a Owen y apretó la cabeza contra él—. Sin ti, no creo que yo estuviera muy contenta. Y sin la mediación del arzobispo el gremio quizá no me habría autorizado a casarme. Y tú estarías quién sabe dónde, peleando para Juan de Gante.
Owen deslizó el velo y le acarició los suaves cabellos.
—¿No te arrepientes?
—Ni por un momento, Owen. —Levantó la cara hacia él.
* * * * *
Lucie vaciló ante la puerta del convento de San Clemente, sintiéndose extraña al estar otra vez allí después de tantos años. Había vuelto sólo una vez, para el funeral de la hermana Doltrice, la única hermana que la había ayudado en los miserables años pasados en el convento después de la muerte de su madre. Su padre aún pensaba que había hecho lo mejor encerrándola allí. No tenía ni idea de lo que había sido para ella. Las hermanas habían considerado a la madre de Lucie una prostituta francesa y vigilaban a la hija esperando detectar señales del mismo comportamiento. Nicholas la había sacado de ese lugar.
Nicholas. Por eso estaba allí. Lucie tenía la sospecha de que la relación de Cecilia Ridley con Gilbert era un reflejo de los propios sentimientos no resueltos de Lucie hacia Nicholas. Debía hacerlo. Ayudaría a Owen. Tal vez ayudaría a encontrar a Jasper. Y al asesino de John. Lucie levantó la mano y llamó.
Contestó una monja joven.
—Dios sea con vos, señora Wilton. La dama Isobel se alegrará de veros.
Recordando a Isobel, Lucie lo dudaba.
—He venido a ver a la señora Ridley. ¿Es posible?
—Preguntaré. Pasad, por favor.
La monja dejó a Lucie en el recibidor de la priora. Al poco rato entró una mujer alta, vestida de manera sombría. Unos ojos oscuros estudiaron a Lucie con tanta intensidad que ésta sintió que se ruborizaba. Eso no ayudaría. Si quería que el plan funcionara, debía controlar la situación.
—Soy Lucie Wilton, la esposa de Owen. —Lucie esperaba que su sonrisa fuera relajada y amistosa—. Le pedí si podía venir a hablar con vos.
Cecilia Ridley se sentó con cuidado en el borde del banco, cerca de Lucie.
—¿Vos pedisteis venir? ¿Por qué? —Los ojos estaban excesivamente abiertos. Lucie se dio cuenta de que Cecilia Ridley estaba asustada—. ¿Y por qué vuestro apellido es Wilton y no Archer?
—Después de la muerte de mi marido me nombraron boticaria. El gremio insistió en que mantuviera el apellido de Nicholas.
—Entonces, ¿vos y Owen estáis casados de verdad?
A Lucie la pregunta le pareció extraña.
—Muchas mujeres no llevan los apellidos de sus esposos.
—Es una costumbre que está cambiando. En la actualidad en Francia la mayoría de las mujeres llevan los apellidos de sus esposos. —Cecilia Ridley miró a Lucie. Se le había ido el miedo de los ojos. Ahora había en ellos una expresión dura y fría.
—Por favor. —Lucie propuso a Cecilia que se sentaran—. He venido a hablar con vos de los asesinatos de vuestro esposo y vuestro amigo. Debemos esforzarnos por encontrar a los asesinos antes de que muera más gente. Hay una criatura desaparecida, un niño que presenció el asesinato de Will Crounce y a quien una mujer, que puede ser Kate Cooper, amenazó de muerte.
—Cooper. Siempre dije que era mala hierba.
—¿Qué podéis decirme de ella?
—¿Por qué habéis venido vos? ¿Por qué no ha venido Owen?
Lucie notó cierta calidez en Cecilia al pronunciar el nombre de Owen. Dejó la cuestión a un lado.
—Me preocupa ese Jasper. Quiero ayudar a encontrar a esa gente antes de que le hagan daño.
—Es muy noble de vuestra parte.
Lucie no había esperado que Cecilia fuera hostil, sino sólo misteriosa. ¿Mostraba hostilidad porque Lucie había venido en lugar de Owen? Esto no presagiaba nada bueno.
—Perdonadme por interrumpir la visita a vuestra hija. Intentaré ser breve. Por favor, habladme sólo de Kate Cooper.
Cecilia estaba sentada como si en cualquier momento fuera a levantarse y a irse.
—Kate Cooper… Sé poco de ella. Nunca me interesó saber. En esa mujer hay un rencor, un odio, que los hombres no detectan. Piensan que es apasionada, pero en realidad se alimenta de ellos. Los conquista porque los odia.
—¿Podéis describírmela?
—Alta, piernas y brazos largos, pelo castaño claro, ojos castaños, mandíbula cuadrada, boca grande… como una sanguijuela.
—La mujer que atacó a Jasper era muy fuerte.
—Supongo que ésta lo es. Para ser una mujer, tiene las manos muy grandes. Por eso me di cuenta de cómo las usaba. Levantaba la cuchara con la izquierda: la marca del diablo.
—¿Es zurda? —Lucie pensó en las heridas de Jasper, en el brazo roto, en la pierna, todo en el lado derecho, donde lo habría alcanzado una persona zurda que lo tuviera enfrente—. ¿Estáis segura?
Los ojos oscuros la miraron con frialdad.
—¿Cómo iba a decirlo, si no lo estuviera? ¿Por qué pensáis que ella tiene algo que ver?
—Es una teoría de Owen.
—Ah. —Los ojos se suavizaron—. Él es más perceptivo que otros hombres.
—Yo no pensé lo mismo cuando lo vi por primera vez.
—¿No? —La voz expresaba interés—. ¿Cómo lo conocisteis?
Bien. Lucie se dio cuenta de que esto la llevaría en la dirección exacta, adonde quería llegar.
—Owen vino a York a investigar dos muertes ocurridas en Santa María. Envenenamientos. Al principio coqueteó conmigo y luego decidió que yo podía ser la envenenadora. Hasta creyó por un momento que yo estaba envenenando a mi esposo para que no hablara, como sospecha que vos envenenasteis al vuestro. —Lucie vio con interés que Cecilia Ridley se ponía pálida—. ¿Seguís creyendo que Owen es más perceptivo que otros hombres?
Cecilia se llevó una mano al corazón.
—¿Sospecha que yo envenené a Gilbert?
—No le gusta pensarlo, pero siente que le ocultáis algo.
—¿Me creéis capaz de semejante cosa?
—Sé cómo os sentís. Recuerdo lo ultrajada que me sentí yo ante la sospecha de Owen. —Lucie hizo una pausa. No era fácil hablar de esto. Hizo un esfuerzo por recordar a Jasper—. Es que yo me sentía muy culpable. Y sabía que jamás podría explicarle a Owen mis sentimientos.
Cecilia se limpió de la falda una mota invisible de polvo.
—¿Qué queréis decir?
—Mi esposo Nicholas envenenó a alguien. Cuando me di cuenta de lo que él había hecho, lo odié, y además por otras cosas de nuestro matrimonio que acabé sabiendo. Quería hacerle daño y se lo hice, pero no de la manera que Owen sospechó.
Cecilia Ridley estaba quieta, atenta.
—¿Cómo le hicisteis daño?
Lucie bajó la cabeza, ocultando las lágrimas. No podía aparecer débil frente a esa mujer. Pero todavía faltaba la parte más difícil de explicar en voz alta.
—Lastimé a Nicholas de la peor manera. Estando moribundo me pidió perdón, y se lo negué.
El atardecer del invierno estaba oscureciendo la habitación. La monja joven entró, encendió algunas lámparas y volvió a salir.
Cecilia Ridley se puso de pie, se acercó a una ventana y miró el jardín, que las sombras casi dominaban por completo. De espaldas a Lucie, Cecilia dijo:
—No entiendo por qué me estáis contando esto. ¿Owen inventó esta historia para atraparme?
—No. Lo hago por decisión propia. Confesarlo no sirve. Lo he intentado. No puedo explicarlo. Quiero que sepáis que yo odié al hombre que amaba, que había sido bueno conmigo, y, en aquel momento de odio, lo castigué. Y me arrepiento profundamente. Sin embargo, lo hecho, hecho está. No hay vuelta atrás. Por eso me arrodillo ante su tumba y ruego que me perdone.
Cecilia se había girado y miraba a Lucie.
—Owen no lo entiende —añadió Lucie.
—¿Cómo podría? —Cecilia volvió a sentarse cerca de Lucie—. Pero ¿ahora amáis a Owen?
Lucie asintió.
—No me imagino la vida sin él.
—¿Es diferente de vuestro primer matrimonio?
—Muy diferente.
—¿En qué sentido?
Lucie se encogió bajo la intensa mirada de Cecilia. Pero debía terminar lo comenzado.
—Amé a Nicholas de una manera distinta. Él era un consuelo para mí. Mi amor por Owen es más enigmático. Es más una necesidad. Me da miedo.
Cecilia bajó la mirada hacia sus manos, que tenía entrelazadas con fuerza sobre el regazo. Lucie temía haber hablado demasiado. Entonces los ojos oscuros se posaron en Lucie.
—Yo amé a Will Crounce tal como vos amáis a Owen —dijo Cecilia con la voz tensa por la emoción—. Habría hecho cualquier cosa por retener su amor. Cuando me enteré de que estaba muerto, pensé que la vida se había terminado para mí. Quería castigar a todo el mundo por el hecho de seguir viviendo. Y luego quise morirme.
»Observé a Gilbert. Se había vuelto misterioso. Estaba nervioso, y de pronto se mostraba solícito conmigo y con los niños. Empecé a atar cabos. Justo antes de que Gilbert fuera a York para el Corpus Christi, habíamos tenido una discusión. Él sabía lo que había entre Will y yo. Hacía tiempo que lo sabía. Entonces me dijo que se iba a quedar en casa y que aquello debía terminar, que yo era su esposa. Al recordar esa discusión, llegué a la conclusión de que Gilbert había matado a Will, de que había ido a York con ese propósito. En ese momento odié a Gilbert. Quería que sufriera. Quería que sintiera el dolor de mi aflicción por Will. —Le tocó la mano a Lucie—. Nunca quise matar a Gilbert. Sólo quería hacerlo sufrir.
La luz que brillaba en los ojos de Cecilia asustó a Lucie. Así que era cierto: había hecho sufrir a Gilbert durante todo ese tiempo y de una manera tan espantosa para enseñarle cómo era su propio dolor. Lucie se estremeció.
Los ojos oscuros se llenaron de lágrimas.
—Repararía el daño si estuviera en mi mano. Gilbert cambió. Se volvió muy parecido a Will, considerado, amable. Me dije a mí misma que el sufrimiento lo había purificado. —Un sollozo sacudió a Cecilia—. Soy el diablo. Gilbert era inocente. Tengo que arder en el infierno toda la eternidad. —Hundió la cabeza entre las manos y lloró en silencio.
Lucie se dirigió al banco de Cecilia Ridley, se colocó a su lado y la abrazó.
—Qué horriblemente os debisteis de sentir cuando Owen os comunicó la noticia de la muerte de Gilbert.
—Sentí que Dios se lo había llevado para castigarme.
—¿Para castigaros a vos?
Cecilia levantó la mirada y se secó los ojos.
—Jamás podré pedirle a Gilbert que me perdone.
Lucie sintió que miraba cara a cara a su propio dolor.
Estuvieron sentadas en silencio un largo rato. Luego entró la priora, con una jarra de vino. La dama Isobel pareció sorprenderse por las caras llorosas.
—Casi es la hora de nuestra comida vespertina. ¿Nos acompañáis, señora Wilton?
Lucie miró a Cecilia.
Cecilia la tomó de la mano y asintió.