El viento azotaba a Thoresby, que se encontraba en las almenas del castillo de Windsor, mirando los rescoldos de un incendio que al atardecer había provocado un momento de agitación en las lindes de los campos de la ciudad. El aguanieve había cesado y un viento helado venía del norte. La rama congelada de un árbol había caído sobre la choza de un leñador mientras la familia se hallaba cenando alrededor del brasero. La choza se había incendiado y a continuación se había prendido fuego a un montón de madera que había fuera de la choza. Dos niños, más rápidos que sus padres a la hora de correr, habían sobrevivido.
Parecía un accidente fortuito, no un acto de Dios. ¿Qué podía el hombre aprender de una muerte semejante? ¿A no vivir en el borde del bosque? ¿A no tener un fuego dentro de la choza? El hecho de que sus padres y un hermano bebé hubieran muerto de esa manera, ¿haría mejores cristianos a los niños que habían sobrevivido? ¿O toda muerte carecía de sentido? La obsesión de Thoresby con el propósito que había guiado los asesinatos de Crounce y Ridley, ¿era sólo la búsqueda de un antídoto para su miedo a morir?
Thoresby dejó de contemplar los rescoldos del incendio, atravesó las piedras heladas y descendió al castillo, al calor y la luz. Se detuvo frente a su aposento, pensando si debía ir a la capilla a orar por las almas del leñador, de su esposa y del niño. Pero Thoresby tenía las manos rígidas y los pies adormecidos por el frío. Primero se calentaría con un fuego y un poco de brandy.
Su egoísmo fue castigado de inmediato. Cuando entró en la habitación halló a Alice Perrers sentada junto al fuego, bebiendo de su propio cáliz enjoyado. En respuesta a la mirada interrogadora de Thoresby, Ned se encogió de hombros.
Alice se puso de pie respetuosamente cuando Thoresby se acercó.
—Eminencia —murmuró, haciendo una impecable reverencia. Levantó la mirada hasta encontrarse con la de él. El fuego convertía sus ojos castaños en ojos de gato.
Thoresby notó que el corazón le latía con fuerza.
—Por favor. —Le indicó a Alice que volviera a sentarse—. No te molestes. —No permitiría que ella viera cuánto la despreciaba—. Es un placer muy inesperado, Alice.
Ned se acercó con una silla para el canciller y después le sirvió un poco de brandy. Thoresby asintió.
—Me adivinas los pensamientos, Ned. Que Dios te bendiga.
Se tomó su tiempo, dejando que Ned le sostuviera la copa de brandy mientras él se restregaba las manos junto al fuego, asegurándose de que se le calentaran lo bastante para poder sostener la copa sin que sucediera nada. Acto seguido, Thoresby cogió el brandy y le pidió a Ned que le quitara las botas mojadas y se las cambiara por zapatos secos.
Los ojos de gato estuvieron todo el rato observando. Cuando Thoresby pareció al fin instalado y Ned se había retirado a su puesto en las sombras, Alice sonrió.
—Por favor, perdonad mi intrusión, Eminencia, pero no quise esperar a la mañana. Esta noche, en la mesa, el rey ha hablado de su preocupación por unos asesinatos que ocurrieron en vuestro manso.
Thoresby bebió un sorbo y miró el rostro largo y pálido por encima del borde de la copa. No dijo nada.
Ante aquella mirada, Alice no se amilanó. En realidad, parecía complacerse en ella. A la luz del fuego, los ojos de gato resplandecían.
—Le dije al rey que vuestra preocupación me parecía digna de admiración y que vuestros deberes como arzobispo son mucho más importantes que mi regalo de Navidad.
¿Qué tenía esta mujer que la hacía tan segura de sí misma, tan atrevida ante el lord canciller de Inglaterra?, se preguntó Thoresby.
—¿El rey te ha hablado de los asesinatos? —Intentó concentrarse en sus palabras y no en su delgado cuello, que sería tan fácil de destrozar, o en sus blancos senos, que le despertaban deseos muy diferentes.
—Una vez asistí a los misterios del Corpus Christi en vuestra ciudad —dijo Alice, sonriendo—. El rey ha explicado que una de las víctimas era el hombre que hacía de Cristo en El Juicio Final. Lo recuerdo bien. Tal vez porque era el último retablo del día o acaso por su actuación. Fue tan extraordinaria que pensé que sería de verdad un buen hombre si era capaz de interpretar ese papel de forma tan conmovedora. Tenéis que encontrar al asesino.
Tenéis. Dios del cielo, ¿cómo soportar esto? Thoresby no la miró a los ojos, sabiendo que los suyos ardían de furia. Sin embargo, la tensión de su voz lo traicionó.
—Es gratificante oíros decir eso.
Silencio. Las cenizas susurraron en el hogar cuando un leño se movió. Thoresby alcanzaba a oír el viento que soplaba en la salida de la chimenea. Miró a Alice. Los ojos de gato escudriñaban el rostro del arzobispo. Había color en las mejillas pálidas.
—Perdonadme —dijo Alice—. Me doy cuenta de que me he excedido. Por favor, Eminencia, no ha sido mi intención ofenderos. Espero… —Sacó un pañuelo de una manga y cubrió con él sus labios—. El rey os considera uno de sus administradores de mayor confianza. Quisiera ser vuestra amiga. Pero la verdad es que me he comportado con torpeza.
Ni por un momento pensó Thoresby que ella quería su amistad. Sin embargo, no ganaba nada maltratándola.
—Comencemos de nuevo, Alice. Te has enterado de los asesinatos ocurridos en mi manso. Entiendes mi preocupación. Recuerdas a Will Crounce. Sientes que todo esto es más importante que tu regalo de Navidad. ¿Es lo que deseabas decirme?
Ella no era tan buena actriz para poder ocultar el rubor que le tiñó las pálidas mejillas ante el brusco resumen. Pero la voz era suave, dócil.
—Eso apenas son los antecedentes, Eminencia. Lo que deseaba deciros es que he persuadido al rey para que os permita regresar a York. Y espero que llevéis con vos una carta dirigida a mi primo de Ripon a cambio de mi intervención. Es un favor pequeño el que os pido, ¿no?
Thoresby no podía negar que era un favor pequeño. De ese modo sería libre de irse, de escapar de esta situación imposible. Y llevar la carta lo exoneraba de cualquier deuda futura con aquella mujer. No obstante, era odioso hacer cualquier cosa por ella.
—¿En Ripon, dices? Eso queda al norte de York.
—Pero tendréis mensajeros que podáis enviar desde la ciudad, ¿verdad?
—De la misma manera que hay mensajeros que pueden ir desde Windsor.
Los ojos de gato se encontraron con los de Thoresby y le sostuvieron la mirada. Entre los dos pasó una energía que seguramente habría derribado varias voluntades. Thoresby quedó anonadado al sentirse excitado sexualmente.
Ella rompió de súbito la fijeza de las miradas y sonrió para sí mientras se alisaba la falda.
—Eminencia, os he pedido ese favor de buena fe, pues me he enterado de vuestra bondad para con una antigua favorita del rey… Marguerite. —Los ojos se elevaron otra vez hacia los de él.
Thoresby deseó que no se le notara la sorpresa. Marguerite. ¿Cómo diablos había descubierto esta ramera a Marguerite? Habían tenido mucho cuidado… tanto era el miedo de que el rey los descubriera. Marguerite. Si él lo negaba, esta mujer que miraba al mundo a través de unos ojos gélidos hallaría la manera de desacreditarlo ante el rey. Era toda una jugadora. Él debía replegarse. Esta sería la penitencia de Thoresby por esas exquisitas noches pasadas chupando los pezones más rosados habidos desde la Creación. Debía claudicar ante Alice Perrers.
Thoresby asintió.
—Le envío misivas a mi obispo de Ripon, de modo que no hay problema. ¿Quién es ese primo tuyo?
Los ojos de gato se iluminaron con la luz del triunfo.
—Paul Scorby.
Scorby. El nombre sonaba conocido, pero Thoresby no pudo ubicarlo.
—¿Es miembro de algún gremio de York? Me has contado que habías visto los misterios.
—No fui como invitada de Paul. Uno de mis tíos tenía negocios en York y fui su huésped.
—Bien, el nombre me resulta conocido, pero no lo identifico.
—Entonces, ¿llevaréis la carta?
Thoresby hizo una pequeña inclinación de aquiescencia, aunque se le revolvía el estómago.
—Mal podría negarme a tan trivial petición cuando tú me has liberado para que pueda dedicarme a resolver un problema que me preocupa tanto.
Cuando Alice se hubo ido, Thoresby resistió el impulso de estrellar la copa contra la puerta. ¿Cómo osaba ella interceder por él ante el rey? ¿Cómo osaba presumir de que su influencia sobre el rey era mayor que la suya? ¿Cómo se atrevía a pedirle que fuera su mensajero? ¿Cómo se atrevía a pronunciar el nombre de Marguerite? Temblando de rabia, Thoresby se paseó para tranquilizarse. Cuando sintió que había recuperado el control, fue a la capilla.
Allí, en medio del silencio, Thoresby admitió ante sí mismo que al fin y al cabo Alice Perrers le había hecho un favor. Y a ella misma. Al estar fuera de Windsor, Thoresby eludiría más encuentros de ese calibre. Su reacción hacia Perrers lo perturbaba. Ella lo excitaba, pero de una manera salvaje. Le entraban ganas de arrojarla al suelo y violarla, desgarrarle los pechos con los dientes, devorarla. Tal vez era porque hacía mucho que no estaba con una mujer. O acaso ella era una bruja. De lo contrario, ¿cómo habría podido resucitar sus pasiones con tanta violencia? Cuando Marguerite murió de parto, Thoresby pensó que sus apetitos carnales se habían dormido para siempre. Alice Perrers había demostrado que no era así. Con Marguerite sólo había sido enterrada la gentileza.
* * * * *
Jasper, obsesionado con su entrenamiento para usar el arco, le rogó a Owen que lo llevara a una de las prácticas dominicales del prado de San Jorge. Por más que Owen apeló a lo peligroso que era para Jasper dejarse ver en público, éste insistió. Al final a Owen le dio pena y accedió, siempre y cuando Jasper fuera disfrazado.
En la mañana prometida, Tildy sostenía un espejo de acero pulido para que Jasper viera su pelo rubio, que ahora era de un rojo brillante. Lucie le había puesto alheña en los cabellos y en las cejas. Tildy había cogido el viejo chaleco y las polainas de Owen y los había cortado. Con un poquito de relleno que añadieron para cambiarle la forma del cuerpo y una capa corta con una capucha que arrojaba sombras sobre su rostro, Jasper era en verdad difícil de reconocer.
Estaba fascinado. Poco a poco había conseguido firmeza y fuerza en el brazo izquierdo, ya no tenía entablillado el brazo derecho y estaba tallando un pequeño arco. No lo había terminado aún, si bien el propósito de la excursión de ese día no era practicar, sino observar, escuchar lo que el capitán Archer les decía a sus hombres; en definitiva, prepararse para el día, que no tardaría mucho en llegar, en que tirara con su propio arco.
Lucie miraba a Jasper con preocupación.
—Tendré cuidado —dijo Jasper.
Lucie sonrió.
—No tengo miedo de que no seas precavido, Jasper. Pero me pregunto si estás listo para esto. ¿Te sientes lo suficientemente bien para pasar tanto tiempo al aire libre? Cerca del río hace mucho más frío que aquí en el jardín.
—Me encuentro bien —insistió Jasper.
Cuando entró en la cocina y vio los cabellos rojos, Owen rio.
—¿Y quién es este muchacho que tiene un incendio en la cabeza? —bromeó, y le dio una palmadita en el hombro a Jasper.
Jasper admiraba a Owen. Era todo un soldado: su altura, el arco y el carcaj con las flechas colgando de sus amplios hombros, así como el parche que llevaba en el ojo izquierdo con el pedacito de cicatriz que asomaba por debajo, y el aro en la oreja. Jasper esperaba poder lucir algún día un aro en la oreja. Tenía otro amigo que llevaba un aro con una piedra preciosa que a Jasper le maravillaba.
Cuando pasaron por el convento franciscano, el cielo era más visible, y Jasper se alegró de que brillara el sol. Sabía que si llovía no se practicaba porque las cuerdas de los arcos no debían humedecerse.
—Mirad el sol, capitán. Es una buena mañana para practicar.
—El sol no siempre es amigo del arquero, Jasper —dijo Owen, caminando con pasos largos—. En los ejercicios puedes ajustar los blancos para no disparar cuando el sol te da en los ojos. Pero en una batalla eso no es posible. Dependes de que tu comandante tenga bajo su control la formación de batalla y de que el sol no te dé de frente sino por la espalda, y que deslumbre al enemigo. Eso actuó a favor nuestro en Crécy.
Pasaron por el castillo, luego por la ermita de San Jorge, y salieron al prado de San Jorge, un terreno rectangular que estaba entre el Ouse y el Foss, cerca del lugar donde los dos ríos confluían. A pesar de que el sol calentaba, el viento arremolinó la corta capa de Jasper, lo azotó con ella y le echó la capucha hacia atrás. El muchacho la cogió al sentir en las orejas el dolor del viento húmedo.
—Menudo viento, un problema más —dijo Owen.
Jasper miró a su alrededor. Se habían reunido allí hombres de todas las tallas, que estaban ya tensando sus arcos.
Owen puso la mano en el hombro del muchacho para guiarlo a través de la multitud.
—No se parece en nada a una compañía de arqueros entrenados y vestidos con el uniforme de su señor. Aquello sí es bonito. Un grupo ordenado y disciplinado, y no este parloteo. ¿Ves los ojos de ese hombre? Ya está atemorizado y ni siquiera ha empezado a disparar. Nadie lo ha entrenado como yo hago contigo. No tiene ni idea de lo que está haciendo y lo sabe. —Owen sacudió la cabeza—. No sé en qué está pensando el rey. Pocos de estos hombres podrían ayudarlo a ganar una batalla.
Cuando los hombres repararon en la presencia de Owen, se distribuyeron en grupos silenciosos, organizados cerca de la fila de blancos. A cada grupo le correspondía un blanco y estaba a cargo de un hombre que establecía el orden en que los integrantes del grupo dispararían. Comenzó el entrenamiento.
Owen caminaba entre los hombres y hacía sugerencias a los que estaban a cargo de los grupos. Jasper tenía órdenes de mantenerse cerca de Owen, pero de vez en cuando se retrasaba para observar los disparos. Una de esas veces en que Owen había seguido caminando y Jasper lo buscaba para averiguar en qué dirección se había ido, el muchacho vio a alguien conocido que se movía por el borde de la multitud. Era su amigo, Martin, el hombre que en muchas ocasiones lo había ayudado con comida y con lugares para esconderse. El hombre vio a Jasper más o menos en el mismo momento y corrió hacia él.
—¿Jasper? ¿Eres tú? —dijo Martin, con una expresión de alegría e incredulidad en el rostro.
Jasper miró a su alrededor para cerciorarse de que no había nadie escuchando.
—Se supone que nadie tiene que reconocerme. Estoy disfrazado.
—No muy bien. En cualquier caso, no para alguien que te busque. Tienes suerte de que te he reconocido yo y no tus enemigos.
—Al capitán Archer le ha parecido un buen disfraz.
—¿Archer? —Martin movió la cabeza para mirar hacia atrás. Su aro refulgió a la luz del sol cuando se volvió otra vez hacia Jasper—. ¿Qué tiene que ver Archer?
—Él me ha traído.
—¿Estás en su casa? ¿Es él quien te está escondiendo?
Jasper asintió.
—Bien. Me alegro de que estés a salvo. Pero tienes que quedarte con él. No sé en qué estaba pensando ese hombre, al traerte a un lugar público y perderte de vista.
Nervioso, Jasper miró a su alrededor.
—Me estás asustando, Martin.
—Quizá yo te conozca mejor que los hombres de los que te escondes, pero nunca se puede estar seguro; tienes que tener más cuidado. —Los ojos oscuros de Martin recorrieron la multitud. Señaló un grupo de hombres—. Allí está el capitán. Vamos. —Tomó a Jasper de la mano y lo llevó a través de la muchedumbre. Cuando estuvieron cerca de Owen, Martin susurró—: Que Dios te acompañe. —Y desapareció entre la gente.
Jasper se quedó justo detrás de Owen durante el resto del ejercicio. Cuando iban camino de casa, Jasper le contó a Owen que había visto a su amigo.
—Te ha dado un buen consejo. En cualquier caso, ha de conocerte bien para haberte distinguido en medio de toda la gente porque, por mi honor, que el disfraz es bueno.
Jasper se encogió de hombros.
—Martin está acostumbrado a buscarme. Quizá por eso se dio cuenta.
—¿Por qué no te ha traído hasta donde yo estaba? Me habría gustado conocerlo.
—El también se está escondiendo. Supongo que no ha querido que ni siquiera vos lo vierais.
Owen se agachó para mirar a Jasper cara a cara.
—¿Martin se está escondiendo? ¿Por qué?
—No lo sé. —Jasper se asustó por la repentina seriedad de Owen—. Me contó que él es del otro lado del canal y que hay gente por aquí a la que no le gustan los extranjeros. No es un mal hombre, capitán. Ha sido bueno conmigo.
—¿Dices que su nombre es Martin y que es extranjero?
Jasper asintió.
—¿Cómo es?
—Tiene los ojos y el cabello oscuros y es alto como vos, pero no tan fuerte. Y lleva un aro en la oreja. —Jasper se mordió el labio—. ¿Por qué?
—¿Es de Flandes, Jasper?
—No lo sé. ¿Qué pasa, capitán? ¿Conocéis a Martin?
—Puede ser alguien a quien he estado buscando. Quizá corra peligro y no lo sepa.
Esto era diferente.
—¿Qué clase de peligro?
—¿Dónde vive, Jasper?
—Creo que no vive en ningún lado. Se esconde en la ciudad, como hacía yo. ¿En qué tipo de peligro está, capitán?
—Algunas personas pueden estar buscándolo. —Owen miró a su alrededor.
—Tal vez ya lo sabe y por eso se esconde.
—Podría ser, Jasper. Esperemos que así sea. ¿Alguna vez usó el nombre de Wirthir? ¿Dijo alguna vez que se llamaba Martin Wirthir?
—A mí no. Tal vez no sea la persona que buscáis.
—Tal vez no. —Pero el ceño fruncido permaneció pintado en el rostro de Owen, que se incorporó y miró a la multitud.
* * * * *
Ante Jasper, Owen había restado importancia al incidente, aunque lo preocupaba. ¿Era una mera coincidencia que alguien en apariencia tan similar a Martin Wirthir estuviera escondiéndose? ¿Y cuál era su relación con el muchacho?
Le habló a Lucie del incidente cuando se fueron a acostar.
Lucie se sentó en la cama y miró a Owen.
—Por la descripción, ¿sabes a quién se parece?
—No me digas que conoces a ese hombre.
—Se parece mucho al hombre que nos ayudó a John y a mí a sacar el carro de la zanja cuando volvíamos de Freythorpe Hadden.
Ahora le tocó a Owen el turno de sentarse en la cama y mirar a Lucie bajo la débil luz de la lámpara de alcohol.
—¿Me estás diciendo que todo este tiempo no ignorabas la identidad de Martin Wirthir?
—Lo conocía sólo como Martin. Y ésta es la primera vez que me lo describes. Suena muy parecido a él, Owen. Y él conocía a Will Crounce, ¿recuerdas? Me dijo que lo buscara en el retablo del Juicio Final.
—Si eso es cierto, ha estado en York desde el primer asesinato.
—No entiendo.
Owen sacudió la cabeza.
—Yo tampoco.
Durante un buen rato no pudieron conciliar el sueño.