Capítulo 14

La amante del rey

El aguanieve tamborileaba sobre la capucha de la capa de Thoresby mientras éste corría por el sendero hacia la orilla del río. Ya sentía el agua congelada metiéndosele entre la capucha y el gorro y llegándole a la cabeza. Dos sirvientes trotaban detrás de él, haciendo equilibrios sobre la espalda con un baúl lleno de papeles y regalos. Ned, el asistente de Thoresby, llevaba una canasta con comida y vino para el viaje. El trayecto en bote río arriba desde Londres a Windsor no era largo, pero Thoresby había estado demasiado ocupado para comer desde muy temprano por la mañana, y en ese momento ya era media tarde. Maldijo cuando sus botas nuevas se hundieron en el barro que había a la orilla del río. El barquero pareció sorprenderse al oír semejantes palabras de boca del arzobispo de York.

—La triste verdad es que soy más lord canciller que arzobispo —dijo Thoresby.

—¿Eminencia? —dijo el barquero con cara de piedra.

—Nada, es igual. —Thoresby se hizo a un lado para que pasaran los sirvientes con el baúl—. Vamos a ver si puedes llevarme a Windsor antes de que me muera congelado.

—Sí, Eminencia.

Thoresby se consoló pensando que el aguanieve de Londres probablemente significara nieve en York, de modo que, aunque mojado y aterido de frío, era una suerte estar aquí. Se metió debajo del toldo. Ned puso un almohadón en la silla estilo trono que había en el centro del pequeño espacio y Thoresby se sentó y se arregló la capa a su alrededor para obtener el máximo calor posible.

—¿Deseáis vino, Eminencia? —preguntó Ned.

—Todavía no. Primero trata de quitarle el barro a estas botas, Ned.

Mientras el muchacho limpiaba las botas con un palo y un trapo, Thoresby se reclinó y analizó su actividad en Londres. Había estado con el segundo hijo de un viejo amigo y le había aconsejado al joven que si de verdad quería apartarse lo más posible de la tentación —lo habían sorprendido en la cama con dos primas al mismo tiempo, las dos casadas—, debía hacer que su padre le escribiera al abad de Rievaulx, una abadía cisterciense que se hallaba en los páramos. Una vez allí, acaso el muchacho no volviera a ver a una mujer en toda su vida. Thoresby había puesto a su secretario más eficiente y de confianza, el hermano Florian, a trabajar en busca de registros relacionados con Goldbetter y Cía. Florian quedó intrigado al saber que su propósito era descubrir un asesinato. En medio de todo eso, en apenas un día, Thoresby había comprado tres toneles de vino que se repartirían entre sus cavas de York y Londres, así como las botas, que ahora estaban sólo mojadas, sin rastro de barro.

—Dios te bendiga, Ned —dijo Thoresby, revisando las botas—. Éstas me costaron igual que todo tu guardarropa. Ahora sí puedo disfrutar del vino.

Cuando llegaron al embarcadero de Windsor, seguía cayendo aguanieve. Thoresby abandonó el toldo de mala gana, pero al menos aquí abajó, en el bote, había un entarimado de madera, libre de barro gracias a Dios. En la loma, arriba, se alzaba el castillo. Thoresby vio que Wykeham seguía trabajando en la expansión de los edificios. Los proyectos de William de Wykeham habían ganado el favor del rey. Wykeham era ahora Guardián del Sello Real, cargo que normalmente precedía al de lord canciller. Thoresby también había sido Guardián del Sello Real. Se preguntaba cuánto tiempo pasaría antes de que Eduardo le quitara la cadena de canciller del cuello y se la colgara a Wykeham. Sombrío pensamiento.

En la gran sala, formidables fuegos y mucho vino calentaban a los cortesanos, y cientos de velas quemaban el recuerdo del aguanieve de fuera. Las llamas reflejaban las joyas y las telas brillantes. Thoresby había oído historias de las primeras cortes de Navidad de Eduardo al subir al trono: modestas, sencillas, tranquilas, un ahorro necesario porque los padres de Eduardo, el rey Eduardo II y la reina Isabella, y John Mortimer, el amante de Isabella, habían vaciado los cofres reales. Pero ahora, gracias a las victorias en Francia, que habían supuesto grandes botines y dinero de rescates, Eduardo dejaba que la corte resplandeciera.

Después de haberse secado completamente, Thoresby buscó a la reina Phillippa. Lamentó comprobar que la salud de la reina seguía empeorando. Su rostro, antes redondo y con color, era ahora ceniciento, y la carne fláccida. Para caminar se apoyaba en un bastón, enjoyado, pero bastón al fin y al cabo. La reina no estaba bien desde un accidente que había sufrido cabalgando, hacía ocho años, pero hasta ahora había logrado disimular la cojera. Sólo sus galas eran las de antes.

El corazón de Thoresby se conmovió por la reina. Siempre la había admirado. Para Eduardo, ella había sido una compañera inspirada, parangón de todas las virtudes que faltaban o escaseaban en el rey. Phillippa comprendía lo que sus súbditos esperaban de una reina y cumplía sus deseos, y por eso el pueblo la amaba. Cuando Eduardo sacaba sus malas pulgas, Phillippa reaccionaba con la cabeza, no con el corazón. Eduardo era rencoroso, Phillippa trataba de perdonar. Le había dado doce hijos a Eduardo y, aunque algunos habían muerto jóvenes, había suficientes para asegurar la sucesión y ganar valiosos aliados con matrimonios cuidadosamente arreglados. Thoresby sentía que conocía a la reina Phillippa de toda la vida: sin duda, toda la que él había pasado en la corte. Ella siempre lo recibía con lo que parecía sincero placer, y los regalos que le hacía eran cuidadosamente elegidos, más personales que opulentos.

Esa tarde él no estuvo solo con la reina. Junto a una ventana estaba Alice Perrers, sentada cosiendo. Vestía un traje de seda castaño claro que hacía juego con sus ojos. Un bebé yacía en una canasta que había a sus pies. Así que había tenido a su hijo y éste estaba todavía en la corte. Thoresby había imaginado que apenas naciera se lo entregarían a una nodriza bien pagada.

La reina Phillippa le indicó a Thoresby que se sentara con ella.

—Me alegra que hayáis venido. Oí decir que ya empezaron los trabajos en vuestra capilla de Nuestra Señora. ¿Todo va bien?

—Hasta el momento he sido bendecido con albañiles brillantes y eficientes. Espero que algún día podáis venir a ver los adelantos que hemos hecho desde la misa por vuestro casamiento que se celebró en la catedral.

En los ojos de la reina Phillippa había tristeza cuando dijo, negando con la cabeza:

—No creo, mi buen amigo, que Dios me permita volver a hacer un viaje tan largo.

Qué palabras más valientes y tristes. Thoresby no perdió tiempo en corteses negativas. Con una mujer como la reina las palabras huecas eran inútiles. En términos generales, fue una visita triste, y cuando Thoresby dejó a Phillippa, lo hizo muy deprimido. Por fortuna, Alice Perrers no le había hablado. No estaba seguro de que hubiera podido mantener la cortesía con ella.

Exhibir a su hijo de esa manera. ¿Cómo lo permitía la reina? ¿Cómo dejaba que el rey hiciera el ridículo con Alice Perrers?

Y qué viejo estúpido se veía Eduardo; el otrora glorioso guerrero iba un poco encorvado, los cabellos dorados eran ya opacos y lacios, los ojos estaban hundidos, la piel aparecía enrojecida y arrugada, y las mejillas se advertían infladas a causa de la comida grasienta y del exceso de vino.

Así vio Thoresby a Eduardo cuando entró en la gran sala del rey para la cena. Ya sentados a la mesa, con Phillippa a su derecha y Alice a su izquierda, el rey saludó a Thoresby con afecto. La reina sonrió con dulzura, pero casi no habló. Ambos se veían muy ancianos al lado de Alice Perrers, que ahora vestía de rojo y lucía perlas en el pelo y el cuello. El vestido estaba cortado pecaminosamente bajo y dejaba al descubierto un cuello largo y blanco, unos hombros suavemente redondeados y unos pechos altos, juveniles y, en ese momento, lascivamente hinchados.

Mientras se sentaba, Thoresby trató de no mirar esos pechos. Alice podía no ser bella, pero sabía bien cómo resaltar la juventud de su cuerpo.

—Eminencia —le dijo Alice a Thoresby—, tengo entendido que estáis agregando una capilla para Nuestra Señora a la gran catedral de York.

El vestido rojo acentuaba la blancura de la piel de Alice Perrers, pero hacía algo extraño con sus ojos castaño claro: les daba un resplandor rojizo. Un súcubo, un demonio encarnado en forma de mujer, podría tener los ojos así, pensó Thoresby.

—He comenzado con la capilla de Nuestra Señora —respondió Thoresby.

Una fina ceja se elevó y una sonrisa jugueteó en las comisuras de la generosa boca.

—¿A qué atribuís el reciente resurgimiento de la devoción a la Santa Madre?

Thoresby no supo qué pensar de la pregunta. ¿Era ensayada, algo que el rey le había sugerido a Alice que preguntara, o había allí una inteligencia que empezaba a funcionar? Se decidió por el artilugio conversacional más seguro: devolverle la pregunta.

—Ya que ocupa un lugar preponderante en tu pensamiento, creo que sería mucho más interesante escuchar tu opinión al respecto. —Lo dijo con amabilidad, con una cortés inclinación de cabeza.

El rey sonrió y asintió, encantado con la respuesta de Thoresby.

Alice Perrers se apoyó en el respaldo de su asiento, con los ojos fijos por un momento en la copa que sostenía en la mano. Thoresby notó el color en las mejillas y el cuello. ¿Esta mujer había tomado su respuesta como un desprecio? En ese caso, aquí había inteligencia.

Thoresby seguía observándola. Alice dejó la copa sobre la mesa y levantó los ojos hasta encontrar los del arzobispo.

—Mi opinión posiblemente sea equivocada, Eminencia, quizá porque no he tenido la suerte de recibir una educación. Mas creo que las personas ansían disponer de un intermediario en los tiempos difíciles, alguien amado por Dios Padre que le recuerde que no somos más que criaturas pecadoras y que, si bien imperfectas, damos lo mejor de nosotras mismas. María, Madre de Dios, es el intermediario perfecto. —Alice dejó caer la mirada de nuevo, pero no antes de que Thoresby alcanzara a ver el desafío que había en ella.

O el arrojo. La sofisticación de esta mujer… ¿era imaginación de Thoresby o era auténtica?

—¿Son éstos tiempos difíciles? —preguntó Thoresby.

Alice pareció sorprendida.

—Perdonadme, pero Vuestra Eminencia sabe que sí lo son. Yo soy hija de los años de la peste. He vivido toda mi vida con el temor de que vuelva. Y vuelve siempre. Nos han explicado que estas visitas son un castigo por nuestros pecados. Hace dos años hubo una mala cosecha y este año también. Y una guerra, aunque, gracias a Dios, se pelea en Francia, no aquí.

—La posición de Alice está muy clara, ¿no creéis? —dijo la reina Phillippa con una indulgente sonrisa.

El rey soltó una sonrisa resplandeciente.

La advenediza ya había acabado con la paciencia de Thoresby.

—Sí lo son. Y apropiados para alguien que ha quedado huérfano a causa de esa terrible enfermedad.

Alice no intentó ocultar su asombro.

—¿Vuestra Eminencia ha hecho un estudio de mí?

—En realidad, no, Alice. Pero son cosas de las que uno se entera… —Le dirigió una sonrisa totalmente benévola—. Se cuenta que los hijos de los años de la peste son más robustos y que tienen una gran capacidad para sobrevivir, ¿lo sabíais? Hay quien dice que Dios les da esta fuerza para probar que Él no ha abandonado a la humanidad, que la Muerte Negra no es más que una advertencia.

—Excelente —dijo el rey, poniéndose de pie—. Pero ahora debemos dejar que las señoras descansen mientras nosotros nos dedicamos a nuestros asuntos, Juan.

Thoresby observó a Alice levantarse con elegancia y salir del recinto con la espalda recta y la cabeza alta, sosteniendo a la reina Phillippa de un brazo. Alice Perrers poseía una seguridad en sí misma que trastornaba el sentido de la corrección de Thoresby. Esa mujer no sabía cuál era su papel. Se hacía la reina. Sin embargo, una plebeya como ella jamás podía llegar a ser reina: no era más que una ordinaria que no podía aportar nada para favorecer los intereses de la corona. Pero Alice Perrers asumía aires de reina. Qué arrogancia… Era peligrosa.

Cuando el rey y el canciller estuvieron solos, a excepción de algunos pocos sirvientes de confianza que debían hacer que el vino no dejara de correr y que el fuego siguiera encendido, el monarca le dijo a Thoresby:

—Habéis visto al niño de Alice, ¿verdad, Juan? Alice es una mujer extraordinaria. Dio a luz a ese niño y no perdió ni un día de servicio a Phillippa. Como regalo de Navidad por su devoción al deber quisiera obsequiarle con algunas de mis propiedades de Londres.

—¿Propiedades de Londres? —Thoresby reprimió un gemido—. Seguramente su sueldo anual, la ropa, las joyas, el honor de vivir en la corte…, acaso todo eso indique ya suficiente generosidad.

—Pero yo quiero ser aún más generoso, Juan. Sabéis que Alice me es muy querida, segunda en mis afectos sólo después de Phillippa, mi queridísima reina. El niño es mío, por supuesto. Espero que no os impresionéis. Como bastardo mío, no quiero que le falte nada, aunque está claro que no puedo reconocerlo públicamente como tal.

Gracias al cielo, si bien el resto era bastante decepcionante. Thoresby quería sacudir al rey, preguntarle cómo podía ofender a la reina Phillippa, enferma, con una criatura tan vulgar e intrigante. Pero el canciller conocía los límites del afecto de su soberano. Quizá no sobreviviera a tal exabrupto.

—No me sorprende enterarme de que hay nuevas evidencias de la notable fertilidad de Vuestra Majestad —dijo Thoresby en lo que esperó fuera un tono afectuosamente irónico.

Eduardo se echó hacia atrás en la silla y soltó una carcajada.

Loado sea el Señor, Thoresby todavía podía simular de manera convincente.

—Nunca me decepcionáis, Juan; nunca predicáis. —El rey se calmó—. ¿Os ha dicho Alice el nombre del niño?

—No.

A Eduardo se le iluminó la cara con una amplia sonrisa.

—Lo bautizaron Juan. Como vos, en honor a vuestra amistad.

Dios mío, que no sea cierto. Seguro que le habían puesto al niño ese nombre por el hijo de Eduardo, Juan de Gante, duque de Lancaster. Sí, Thoresby estaba seguro de que era por eso. Era sencillamente un artilugio para que se encariñara con el niño.

—No necesito otra recompensa que vuestra amistad, mi rey. —Thoresby levantó la copa—. Bebamos por el joven Juan.

Eduardo sonrió.

—Sabía que os gustaría.

Thoresby bebió un largo sorbo.

—En cuanto al obsequio de propiedades en Londres, si está decidido, os aconsejo que lo hagáis en privado. —Thoresby escogió las palabras con cuidado—. Vuestro afecto por Alice ya ha sido advertido en la corte. Llamar más la atención hacia su posición especial podría acarrearle dificultades. Y en el futuro, el niño acaso se viera perjudicado.

El rey miró ceñudo su copa.

—Alice es una joven notable. ¿Qué pueden objetar?

Ésa no era una pregunta que Thoresby pudiera responder de modo veraz, por mucho que lo deseara.

—Sería igual con cualquiera. Los cortesanos son celosos de vuestro afecto. Es por el inmenso amor que os tienen.

Eduardo terminó el vino y rechazó al sirviente que se acercó deprisa a servir más.

—Es tarde. Estoy cansado. —Estudió el rostro de Thoresby un buen rato—. Sois un buen amigo, Juan, y os lo agradezco. Pero no tenéis por qué consentirme. Sé que Alice molesta con su agudo ingenio y con su excelente sentido de los negocios. Mi reina tiene también esas habilidades, pero están suavizadas porque su educación le ha proporcionado una gentilesse que le hace ser querida por la gente.

De manera que Eduardo no estaba tan ciego. Thoresby se sintió aliviado.

—Y la reina Phillippa nació de familia noble, mi rey. Alice viene de la nada.

El rey asintió.

—Lo que la hace mucho más admirable, Juan.

—Sólo un hombre sabio puede darse cuenta de eso, Majestad. El pueblo no es sabio.

—Así es. —El rey se puso de pie—. Hablaremos más de los obsequios. Os entregarán una lista de las propiedades. —Eduardo comenzó a retirarse, pero se volvió, con una expresión más suave, para decir—: Phillippa y yo estamos muy contentos de teneros aquí, Juan. Mi reina no está bien, como habéis comprobado. Necesitamos tener cerca el consuelo de los buenos amigos.

—Es un gran honor para mí estar aquí, Majestad. —Thoresby se fue después del rey, agotado por el viaje y por sus esfuerzos al intentar ser amable con Alice Perrers y cuando hablaba de ella. Este mes de diciembre sería largo.

* * * * *

El hermano Florian llegó a Windsor a la tercera tarde de haberse iniciado la visita de Thoresby. Estaba empapado, pues había compartido un bote con un grupo de juglares que habían contribuido a llenar el recinto cerrado con su equipo y sus personas antes de que él pudiera subir a bordo, lo que le obligó a hacer el viaje tan poco protegido como el barquero. Por fortuna, el aguanieve de los días anteriores se había convertido en una niebla helada y una llovizna ocasional, aunque aquella humedad bastaba para doblegar la capa y el estado de ánimo de Florian.

—¿Puedo preguntar, Eminencia, por qué estos papeles no se encargaron al hermano Michaelo, vuestro secretario, que está cómodamente instalado en sus aposentos de Londres? ¿Es posible que tenga tanto que hacer con los pedidos y el envío de las provisiones a York que no pueda hacer este viaje? —El hermano Florian, canoso y seguro de sí mismo por sus años de experiencia, no era de los que se andaba con rodeos.

—Tú preguntas, hermano Florian, y yo con gusto respondo. —Thoresby sonrió—. No confío los papeles al hermano Michaelo porque no puedo estar seguro de que no venda su contenido por algunos de esos lujos que le son irresistibles. Por otro lado, Michaelo es muy bueno en las tareas que le he encomendado, porque sabe que compartirá el goce de esos artículos si llegan a mis casas del condado de York. En realidad, todo está muy organizado. ¿Tú no disfrutas siendo indispensable?

El hermano Florian resopló.

—De ser yo en verdad indispensable, no me habríais dejado de lado cuando buscabais a un secretario para reemplazar a Jehannes, Eminencia. Sin duda es la riqueza normanda del hermano Michaelo lo verdaderamente indispensable. —Florian se llevó la copa a los labios, descubrió que estaba vacía y la dejó sobre la mesa soltando un gruñido.

—Observo que el viaje por el río te ha enfriado el alma, penitencia desproporcionada para tus leves pecados. —Thoresby empujó la jarra de vino hacia el monje—. Esta noche cenaremos bien; te levantará el espíritu.

Cuando el hermano Florian se hubo ido a mejorar su estado anímico con oraciones y con una siesta, Thoresby abrió el paquete de notas y de documentos y se dispuso a leer. Se alegró de comprobar que Florian había sido, como siempre, exhaustivo.

Según los registros de la corte, al igual que Chiriton y Cía. habían denunciado a Goldbetter, Goldbetter había denunciado a su vez a socios que hacían contrabando de lana con Flandes para evitar aranceles aduaneros. Varios agentes de Goldbetter y Cía. habían proporcionado una lista de contrabandistas a cambio de hacer la vista gorda ante sus propias actividades, menos cuestionables si bien no del todo legales. Ridley y Crounce habían estado entre los agentes que proporcionaron nombres, pero no constaba quién había denunciado a quién.

Respecto a los contrabandistas encarcelados en la prisión de Fleet, Florian había incluido una lista en la cual se observaban anotaciones realizadas en el terreno. Este Florian era excelente…, tomarse tiempo para visitar la prisión. Casi todos los contrabandistas habían sido puestos en libertad después de una breve estancia, dos seguían allí debido a una denuncia posterior contra ellos para agravar sus penas, y uno había muerto mientras permanecía allí. Este último se llamaba Alan de Aldborough.

Esto interesó a Thoresby. Aldborough quedaba cerca de Boroughbridge, donde había vivido Will Crounce. Quizá Crounce estuvo enterado de rumores locales sobre las transacciones comerciales de Aldborough. Era posible que alguien de la familia de Alan de Aldborough estuviera vengando la muerte del hombre.

El hermano Florian había descubierto otro hecho interesante sobre Aldborough. Después de tomarse dos copas de brandy, el carcelero confesó que se había sorprendido mucho porque Aldborough cayó enfermo y murió en el plazo de tan sólo dos días. Hasta ese momento había estado perfectamente sano y se sentía muy optimista.

Al día siguiente, Thoresby encontró a un cortesano que enviaba a un mensajero al norte y le entregó una carta para Owen Archer.