Agobiado por sus pensamientos pesimistas, Owen bajó por el Callejón de San Pedro y por la Plaza del Rey hacia la casa del Gremio de la Lana. Dos niños pequeños y mugrientos le arrojaban barro a un hombre atrapado en el cepo del Paseo. Owen se acordó del muchacho alojado en su casa. ¿Cuándo sería Jasper libre de corretear otra vez sin temor por la ciudad?
La nieve de la noche anterior no se había derretido mucho y, gracias al valiente esfuerzo del sol por calentar, los tejados cubiertos de hielo brillaban. En una ciudad oscura como York, ésta era una visión agradable. Desde el primer día en que llegó, Owen percibió el aspecto lóbrego del lugar, los edificios amontonados, los pisos superiores que sobresalían sobre los inferiores. La luz del sol rara vez iluminaba las estrechas callejuelas. Con sólo un ojo, a Owen le desagradaban las sombras: éstas podían ser engañosamente profundas o superficiales. Si no se tenían ambos ojos en condiciones, era difícil darse cuenta. Aunque al resto de la gente, las calles oscuras no le gustaban más que a él. Todos buscaban las plazas y los cementerios para ver un pedazo de cielo.
La casa del Gremio de la Lana tenía alrededor un bonito borde de césped, que en ese momento era una brillante manta blanca. Mientras se acercaba y llamaba a la pesada puerta, Owen intentó no pensar en los tratos fraudulentos que podían haber pagado la construcción del edificio. Le atendió un escribiente.
—Ah, capitán Archer. ¿En qué puedo ayudaros?
A Owen le sorprendía ser tan conocido, y todo porque supervisaba la práctica de arquería de los hombres de la ciudad.
—Vengo por un asunto del arzobispo, maese escribiente. ¿Podéis dedicarme algo de tiempo?
El hombre asintió y condujo a Owen escaleras arriba. La planta baja se utilizaba como hospital para los miembros ancianos del gremio y para sus mujeres. Arriba estaba la gran sala, cuyas divisiones de madera formaban pequeños cuartos a los lados. El escribiente llevó a Owen a uno de estos despachos laterales, un estrecho espacio iluminado por una ventana abierta que permitía la entrada de más luz que el costoso vidrio verdoso. Había estantes con documentos y un escritorio atestado de lapiceros y de tinteros. Un diminuto brasero generaba poco calor en el cuarto; apenas le quitaba un poco la humedad al aire que entraba por la ventana abierta.
—Apuesto a que habéis venido por los maeses Ridley y Crounce —dijo el escribiente, con aire solícito.
—En cierto sentido, maese escribiente. Os pido dos cosas: los nombres y el paradero de los actores que actuaron con Crounce en el último Corpus Christi, y dónde puedo encontrar a Martin Wirthir, un flamenco que trabajaba para Ridley.
—¿Wirthir? ¿Martin Wirthir? —El escribiente negó con la cabeza—. No es miembro del gremio. Conozco todos los nombres.
—¿Alguna vez habéis oído éste?
El escribiente volvió a negar con la cabeza.
—Pero la verdad es que no serviría de mucho. Si no es un asunto del gremio… —Se encogió de hombros. Era un hombre pequeño, delgado y muy arrugado para su edad, que Owen calculó en no mucho más de veinticinco años.
—¿Y los actores, maese escribiente?
El escribiente asintió con entusiasmo.
—Eso os lo puedo decir. ¿Sabéis leer?
—Soy aprendiz de boticario. Dios se apiade de mis clientes si no supiera.
El escribiente se ruborizó.
—Perdonadme, capitán Archer. Todavía os imaginaba en el prado de San Jorge, enseñándonos a disparar. Olvidé que ése no es vuestro oficio actual.
—¿Me anotaréis los nombres y las direcciones, entonces?
—Lo haré, cómo no, capitán. Aunque… Bien, tendríais que decirme para qué. —Le daba vergüenza tener que preguntar.
A Owen le pareció una inquietud sensata.
—Como Crounce fue asesinado al día siguiente de actuar en el retablo, pensé que, si tengo mucha suerte, acaso alguien advirtiera algo fuera de lo común.
El escribiente sonrió ante la explicación.
—Ah, claro. Una excelente idea. —Frunció la cara, ya arrugada de por sí—. Pero me llevará un rato. ¿Habéis visto nuestra hermosa sala? ¿Queréis echar un vistazo mientras os preparo la lista?
Owen agradeció la oportunidad de estirar las piernas y moverse un poco.
—¿Dónde guardan los miembros sus arcos? Es un buen momento para inspeccionarlos. —Owen debía revisar al azar los arcos de los habitantes de la ciudad para verificar que estuvieran bien hechos. Tenía muy poco tiempo para dedicar a esa tarea, de manera que aquella oportunidad le venía bien.
El escribiente le señaló la puerta.
—Los arcos del gremio se encuentran en un armario que hay al otro lado de la sala. Están a vuestra disposición, capitán.
Owen salió de la pequeña celda y volvió a la gran sala, luminosa y de techos altos. Sus inmensas vigas de roble y yeso blanco testimoniaban la riqueza de los miembros del gremio. El suelo era de madera y se había instalado hacía poco. Desde abajo subía un aroma a comida rancia y a gente, y el olor a humedad del río Foss y del Lago Real, que quedaban cerca, entraba por la ventana. Pero el lugar estaba limpio y uno podía olvidarse de los olores gracias al gozo de contemplar ventanas de verdad, con vidrios de color verde claro.
Owen encontró el armario y revisó los arcos. Sólo uno era demasiado corto, hasta para el escribiente, y la madera no estaba bien preparada, de manera que podía romperse en cualquier momento. Cuando el escribiente llegó a toda prisa con la lista, Owen le señaló el arco defectuoso.
El escribiente asintió.
—Se lo diré al guardia del gremio. Él hablará con el dueño. —Le entregó la lista a Owen—. Es terrible lo de Ridley y Crounce. Algunos de los miembros están preocupados de que haya un complot contra el gremio.
—No lo creo. Crounce y Ridley eran obviamente socios comerciales. Y amigos.
—¿De manera que no hay esperanza de que haya sido una coincidencia?
—¿Y vos qué opináis, maese escribiente? ¿Os parece probable?
El hombre negó con la cabeza.
—El Wirthir este sobre el que me preguntasteis, ¿creéis que puede ser el culpable? ¿O la siguiente víctima?
—¿Culpable? —Owen negó con la cabeza—. Claro que no puedo estar seguro, pero a mi modo de ver podría ser la próxima víctima. Y a menos que haya desaparecido para siempre de esta parte del reino, sería un estúpido si hubiera asesinado a dos hombres tan relacionados con él, ¿no creéis?
—El odio lleva a los hombres a cometer tonterías —dijo el escribiente, con sabiduría.
Owen asintió.
—Pensaré en ello, maese escribiente. Ahora la lista. ¿Vos a quién buscaríais primero?
El escribiente lo pensó.
—A Stanton —respondió—. Era quien más conocía a Crounce.
Owen le dio las gracias.
* * * * *
Stanton vivía en una cómoda casa del Callejón de la Piedra. Owen tuvo suerte al encontrarlo mientras hacía el inventario de sus existencias en el depósito del sótano, un recinto de piedra abovedado que tenía la longitud de la casa. El hombre se sacudió el polvo de los cabellos y del jubón.
—Vayamos a la sala —dijo, y llevó a Owen escaleras arriba—. Bienvenida sea la excusa para hacer bajar un poco el polvo con vino. ¿Me acompañáis?
Owen asintió.
—No nos interrumpirán —precisó Stanton—. Mi esposa tiene a todo el mundo en la cocina haciendo velas.
La sala estaba amueblada con una pesada mesa y dos sillas de respaldo recto. Había unos bancos contra la pared y un sencillo tapiz colgado en la pared más alejada del hogar. Stanton invitó a Owen a sentarse a la mesa, que estaba debajo de una de las dos ventanas. Sirvió vino de una atractiva jarra.
Owen la admiró.
—La compré en Italia, la única vez que me he aventurado tan lejos. Es mi orgullo y mi alegría —dijo Stanton, contento—. Bien. Así que estáis investigando la muerte de Will Crounce, ¿no es así? Qué cosa tan terrible. Era un buen hombre, capitán Archer. Un alma caritativa. Y nuestro mejor actor. Si hubiera tenido la voz más profunda, seguramente habría sido nuestro Dios en la obra. Siempre recordaba sus parlamentos, nunca tartamudeaba ni se apresuraba. —Stanton jugueteó con la jarra, haciéndola girar a un lado y a otro para admirarla mientras hablaba—. A la familia de su esposa no le gustaba nada, ¿lo sabía?
—¿No le gustaba qué?
—Que participara en las obras; que fuera actor. —Stanton sacudió la cabeza—. Tanto lío por algo que hacía una vez al año. Y por Nuestro Señor Jesucristo. —Sacudió la cabeza otra vez.
—¿Hubo algo fuera de lo común en la actuación de Crounce este año? ¿Alguna indicación de que estaba preocupado o distraído?
Stanton apartó la mano de la jarra y se reclinó, con la copa de vino en la mano.
—No. Will era bueno. Se transformaba. Yo creo que Nuestro Señor Jesucristo lo inspiraba; sí, eso es. La gente siempre nos alababa por su Jesús. No se me ocurre quién ocupará su lugar. —Stanton parecía triste.
—Así, ¿aquel día no notasteis nada raro?
—No, ni los demás tampoco. Todos hemos hablado de eso, ya os lo podéis imaginar. —Stanton bebió un sorbo, frunció el entrecejo y luego le dirigió a Owen una mirada pensativa—. Pero ahora que lo pienso, John de Burgh notó algo que yo no había visto. Mientras Will decía las últimas palabras de su papel, se llevaron a la señora de Melton, una viuda, madre del muchacho a quien Will iba a patrocinar en el gremio. Todos dábamos por sentado que Will se casaría de nuevo. Cuando la carroza del retablo empezó a moverse, Will bajó de un salto para averiguar lo que había sucedido; pero nadie sabía nada, sólo que ella se había sentido enferma.
—¿Y eso no afectó al resto de su actuación?
—Creo que no comprendéis. La actuación es adoración. ¿Qué mejor manera para Will de interceder ante Dios por la señora de Melton que interpretar su papel de Jesús mejor que nunca? Y eso es lo que hizo ese día, todo hay que decirlo.
Los dos apuraron las copas. Owen se puso de pie.
—No quiero interrumpir vuestro trabajo, pero una última pregunta, maese Stanton. ¿Tenía Crounce algún enemigo, que vos supierais?
—¿Alguien que pudiera matarlo? —Stanton negó con la cabeza—. Como os he dicho, era un buen hombre. Sería capaz de nombraros una docena larga de hombres cuyos asesinatos habrían sido menos sorprendentes.
—¿Y enemigos que no necesariamente hubieran deseado matarlo?
Stanton miró a su alrededor, aunque hasta aquel momento nadie los había molestado en la sala; luego acercó la silla a Owen y se inclinó hacia delante, con aire de conspirador.
—Por lo general yo no chismorreo, capitán Archer, pero la situación que había entre Will y la señora Ridley nos preocupaba a todos. Gilbert Ridley era un hombre de temperamento, y no entiendo cómo él y Will nunca se pelearon por la señora. Seguramente eran tan buenos amigos que, para Ridley, Will significaba más que su propia esposa.
—¿Estáis diciendo que Crounce y la señora Ridley eran amantes?
Stanton levantó las cejas y se encogió de hombros, como dando a entender que no lo sabía.
—Pero suponéis que sí.
—Yo no. Todo el mundo.
—¿Había rumores? ¿Era público?
—Sólo entre los miembros del gremio, claro. No compartimos nuestros problemas con los hombres de la ciudad.
—¿El gremio tiene reglas contra un comportamiento como ése?
—No exactamente reglas, pero prometemos cumplir los mandamientos.
—Y sin embargo, ¿nadie habló oficialmente con Will Crounce sobre su conducta con la señora Ridley, esposa de otro miembro del gremio?
Stanton pareció incómodo.
—A Will nunca lo sorprendieron en el acto, ¿entendéis? Y además estaba la señora de Melton. Parecía que Will iba a reformarse. —Stanton se encogió de hombros—. Pero, como decía, pueden ser sólo rumores. Y he insultado a los muertos. —Se hizo la señal de la cruz.
Owen percibió la incomodidad del otro y dejó el tema.
—¿Alguna vez conocisteis a un socio de Crounce llamado Martin Wirthir?
Stanton arrugó la cara, pensando, pero negó con la cabeza.
—El nombre no me suena de nada. —Ansioso, miró a Owen—. ¿Podría ser el asesino, el Martin Wirthir ese?
Owen negó con la cabeza.
—Si lo fuera, el hombre sería un estúpido y fácil de encontrar. ¿Qué sabéis de Ridley? ¿Tenía algún enemigo?
Stanton se echó hacia atrás y rio.
—Era un hombre brusco, capitán Archer. Muy orgulloso de sí mismo. Que Dios me perdone, pero más de una vez deseé romperle la cara de un puñetazo.
—¿Lo habríais matado?
—¡No! —El comerciante se enderezó y se tiró de las mangas—. Jamás mataría a un hombre, salvo para proteger a mi familia. Aunque en el retablo hago de Alma Mala, no soy un hombre violento.
Owen se preguntó si Stanton se daba cuenta de lo afortunado que era por poder elegir la no violencia. Nadie le había ordenado ir a la guerra.
—¿Creéis que alguno de los miembros más violentos del gremio pudo haberse visto empujado a matar a Ridley?
Stanton negó con la cabeza.
—¿Así que Ridley era irritante, ostentoso, pero no tan odioso como para hacerse matar?
—Así es —respondió Stanton—. Y estaba tanto tiempo fuera que nadie tenía que aguantarlo demasiado.
* * * * *
—¡Ah! —El escribiente del gremio levantó un dedo manchado de tinta y abrió los ojos de par en par cuando un recuerdo interrumpió su trabajo de copista. ¿Debería ir a buscar al capitán para contárselo? Parecía un detalle sin importancia, pero podría resultar útil. Tal vez de camino a casa se detuviera en la botica. Le vendría bien un colirio calmante para lavarse los ojos. Últimamente le molestaban bastante. Estaba agotado.
* * * * *
Owen acababa de volver y, cansado, había puesto los pies congelados cerca del fuego.
—¿Tu señora ha estado ocupada todo el día? —le preguntó aTildy.
—Ah, sí.
—Mañana trabajaré yo en la tienda; así puede ponerse al día con otras cosas.
—Sería muy agradable, capitán. Se secó la raíz de rábano picante y tendríamos que reponerla.
La cortina de cuentas sonó al paso de Lucie.
—Hay un hombre que ha venido a verte, Owen.
Owen gruñó.
—¿Quién es?
—Un escribiente, a juzgar por la tinta que tiene en los dedos. Dice que esta tarde ha hablado contigo.
—Ah, maese escribiente. —Owen se levantó y se desperezó. Sintió cómo le crujían los músculos—. Interrogar a la gente no es tarea para un hombre; le estropea el cuerpo. —Se dirigió a la tienda.
—Capitán Archer. —El escribiente sonrió. Lucía una capa de lana fina, pero muy gastada. Un desecho de alguno de los miembros del gremio, supuso Owen—. Me he acordado de algo después de que os fuerais —dijo el escribiente—, tal vez no sea importante, pero como necesitaba colirio, decidí venir a veros.
—¿Qué problema tenéis en los ojos?
—Al atardecer no veo claro.
—Utilizáis los ojos todo el día en un trabajo minucioso y con poca luz, maese escribiente. Es un problema común entre los de vuestra profesión. La señora Wilton tiene un colirio calmante; un frasco sale por medio penique.
El escribiente asintió.
—Estoy dispuesto a probarlo. Y a contaros esto, lo que recordé cuando ya os habíais marchado. Había un hombre que a veces venía por negocios de maese Crounce o maese Ridley. Hablaba de modo muy parecido a los tejedores flamencos. No venía a menudo, y sobre todo no últimamente. Sin embargo, hay otra cosa. Una vez tuve que mandarle algo y me advirtió que se lo enviara a los aposentos de Ambrose Coats, uno de los músicos de la ciudad. Yo tenía que decir que era para «el extranjero».
Coats. Lucie le había hablado a Owen de la visita del músico. Y de lo que ahora estaba enterrado en el jardín.
—¿Ambrose Coats? ¿Estáis seguro?
El escribiente asintió.
—Toca el rabel y la crotta. Podría decirse que, como vos, usa un arco. —El escribiente rio de su broma.
—¿Es amigo de Martin Wirthir?
El escribiente se puso serio.
—¿Amigo? Tanto no sé. Ni siquiera sé si Coats recordará al extranjero; tal vez se quedara allí sólo en esa ocasión, aunque quizá valdría la pena hacer una visita.
—Os lo agradezco. —Owen le entregó al escribiente un frasquito de barro—. Tengo que anotar vuestro nombre en el libro mayor, maese escribiente. La señora Wilton es estricta con los registros.
—Soy John Fortescue —dijo el escribiente, y se lo deletreó—. Seguro que estáis pensando que no encaja, ¿eh? —Sonrió.
Owen dibujó una expresión de intriga.
—Parecéis natural de York, hasta los tuétanos.
—Ah, lo soy, capitán, hasta los tuétanos y de varias generaciones. Hace mucho, mi gente vino con Guillermo el Bastardo y, aunque somos la rama pobre de la familia, llevamos el nombre con orgullo.
—¿Así que vuestros ancestros edificaron los castillos de York?
—Sí, así es, capitán. Así es.
Owen volvió a darle las gracias a Fortescue y éste se fue con el orgullo algo más fortalecido.
—Qué hombre más raro —comentó Lucie cuando volvió para ayudar a Owen a cerrar la tienda.
Owen estaba pensativo.
—Me hace pensar en Potter Digby.
—¡Ay, no, de ninguna manera! —A Lucie nunca le había gustado el emplazador, por muy útil que le hubiera sido a Owen—. Este hombre iba limpio y parecía de confianza. ¿En qué has notado que se parecía a Digby?
Owen se encogió de hombros.
—No lo sé. Algo en él. Como de conspirador alegre.
Lucie levantó una ceja.
—No estoy segura de que eso me parezca agradable.
—Él es agradable, así que soy yo que lo digo mal, como de costumbre.
—Tú tienes una lengua de miel —dijo Lucie—. El problema es mi falta de sentido del humor.
—¿Sabes lo que ha venido a decirme? Que un extranjero que trabajó para Crounce y para Ridley, Martin Wirthir, supongo, se alojó al menos una vez en casa de un músico de la ciudad llamado Ambrose Coats.
—Jesús Santo. ¿Entonces la mano la dejaron para Martin Wirthir, como advertencia, igual que se la dejaron a Gilbert Ridley?
—Puede ser. Y también es posible que el amigo del músico no fuera Wirthir. En York hay otros extranjeros. Iré a hablar con Coats mañana por la mañana, antes de abrir la tienda.
—¿Tú vas a abrir la tienda? ¿Qué dirá Su Eminencia?
—Thoresby se fue a Windsor a pasar la Navidad. Además, creo que debo pasar algún tiempo en la tienda. Después de todo soy tu aprendiz.
El abrazo y la sonrisa de Lucie hicieron que Owen se sintiera bien recompensado.
Se puso de pie.
—Ahora voy a ver a Jasper.
Lucie lo detuvo apoyándole una mano en el brazo.
—¿Podrías darle primero la bienvenida, sin hacerle ninguna pregunta durante uno o dos días? Ha sufrido tanto que quiero que se sienta seguro y querido.
A Owen le era difícil mostrarse de acuerdo porque estaba muy ansioso por describirle a Kate Cooper al muchacho, a ver si ella había sido la mujer encapuchada. No obstante, Owen advirtió la preocupación en los ojos de Lucie.
—Como te parezca. Esperaré a que me des permiso para interrogarlo.
Cuando Lucie le dio un beso, Owen se alegró de su paciencia. Si eso ponía a Lucie tan cariñosa, para interrogar al muchacho esperaría a que el infierno se congelara.