Cuando Owen llegó a la casa del arzobispo ya era mediodía. El hermano Michaelo torció la nariz al advertir la hora que era, pero volvió enseguida para transmitirle una invitación de Thoresby para comer con él.
A Owen le acompañaron a la sala, una habitación soberbia adornada con tapices casi tan hermosos como los de los aposentos de Thoresby en Londres. El suelo era de baldosas. Un inmenso hogar anunciaba que se estaría caliente; frente a él había una mesa con mantel preparada para la comida. Un sirviente traía otra silla y ponía otro plato, otra copa y otra cuchara.
Thoresby estaba de pie, mirando el fuego, con las manos a la espalda y vestido con una sencilla sotana negra. Mientras cruzaba el suelo de baldosas, Owen se detuvo a medio camino, intrigado por aquel aspecto poco habitual del noble personaje. Thoresby no lucía la cadena de su ministerio, ni las vestiduras escarlatas ni las pieles. Se sorprendió al ver lo delgado que era el arzobispo, teniendo en cuenta su edad e importancia. Juan Thoresby se volvió y sorprendió al capitán mientras éste lo examinaba. Le indicó que lo acompañara.
—¿Te llama la atención la vestimenta?
Owen asintió.
Thoresby se miró.
—Es poco común, y me resulta difícil de explicar. Esta mañana he ido a Santa María a ayudar en la distribución de comida a los pobres. ¿Te imaginas? Me he despertado con el deseo de hacer algo altruista. Caridad. Obra de Dios. —Thoresby sonrió—. A ti te gusta, seguro. Una vez diste a entender que yo había abandonado mis deberes como hombre de Dios.
—Sí, dije eso. —Owen no sabía si sonreír o si prepararse para lidiar con un problema. El comportamiento del arzobispo era muy extraño.
Thoresby se acercó a la mesa.
—Siéntate. Después de semejante experiencia, necesito comida y vino.
—Con mucho gusto.
Llenaron las copas. Lizzie sirvió sopa de pescado y pan. Owen limpió el cuchillo con una punta del mantel.
Thoresby probó la sopa.
—Dile a Maeve que su comida es un don del cielo.
Lizzie hizo una reverencia y salió deprisa en busca del siguiente plato.
Thoresby tomó otra cucharada de sopa.
—Esto sería un festín memorable para la gente que he visto hoy. Sólo esto: la sopa y el pan. El vino ya supondría una delicia inimaginable. —Thoresby no estaba cómodo consigo mismo.
—No quisiera ser impertinente, Eminencia, pero no estáis como de costumbre. ¿Os encontráis bien?
Thoresby frunció el entrecejo mirando la sopa un momento, y luego soltó una carcajada.
—Esto es lo que me fascina de ti, Archer. No te dejas impresionar por mi anillo ni por la cadena de mi ministerio.
—Hoy no lleváis la cadena —le recordó Owen.
—Es cierto. Pero la cadena nunca te ha impedido decirme lo que piensas. Mi experiencia me ha hecho humilde, un estado en el que no me habías visto jamás.
Owen temió que ser demasiado osado con el arzobispo fuera peligroso.
—Quise decir que os notaba incómodo, pálido, Eminencia.
Thoresby pareció sorprendido por esto.
—¿Pálido? —Reflexionó un instante, pero terminó encogiéndose de hombros—. Tal vez Dios me está avisando de que mi vida está llegando a su fin.
—Éstos son pensamientos sombríos, Eminencia.
—Estoy pecaminosamente concentrado en mí mismo; desde hace poco ése viene siendo mi problema. —Thoresby apuró la copa y la llenó de nuevo—. ¿Y bien? ¿Qué has averiguado en Beverley?
Al darse cuenta de que Thoresby no deseaba seguir hablando de su estado de ánimo, Owen describió las dramáticas relaciones personales que se había encontrado en Riddlethorpe. Estaban cortando el asado cuando Owen llegó a la información que la señora Ridley le había dado sobre Goldbetter y Cía.
—No me sorprendería en absoluto que ese problema volviera a perseguir a la corona —dijo Thoresby.
Owen se sorprendió de que el nombre Goldbetter fuera tan conocido para el arzobispo que no se hubiera siquiera detenido para recordarlo.
—¿Es cierto? —preguntó Owen—. ¿La lana está financiando la guerra?
Thoresby suspiró.
—Sí y no. Terminemos primero esta espléndida comida y luego te hablaré de la financiación de la guerra del rey Eduardo. Si pienso en ello mientras como, nunca digeriré este alimento tan necesario.
Comieron en silencio unos minutos, pero Thoresby no estaba de humor para continuar así mucho rato más.
—Esa hija, la señora Scorby. ¿Qué impresión te causa?
Owen probó el vino y pensó en cómo contestar.
—Anna Scorby está enamorada de Dios, no de su esposo. Creo que tal vez tenga una verdadera vocación. Sin embargo, era hija única, y Gilbert Ridley quería una vinculación con los Scorby, parecía impresionado por su linaje. Según la señora Ridley, su yerno ha sido todo lo paciente que su carácter le permite, que no es mucho. Ella cree que Paul Scorby fue un mal partido. Un hombre más bondadoso podría haberse ganado a Anna sustrayéndola de la vida espiritual.
—Si pasara un tiempo en el convento de San Clemente podría convencerse de que la vida que ha llevado hasta ahora no ha sido tan horrible.
Owen se encogió de hombros.
—Son benedictinos. No creo que se priven de muchas cosas.
—Mejor que mejor. Así verá que incluso en un convento es difícil renunciar al mundo. —Thoresby rio de su propia broma. La comida y el vino lo habían convertido en el mismo de siempre. Owen se sintió aliviado. No quería que el arzobispo acabara cayéndole demasiado bien.
Cuando Lizzie sirvió queso duro, más pan y más vino, Thoresby reculó con la silla, alejándola de la mesa, y suspiró de placer.
—Ahora puedo pensar en la corte. Pero primero debo encargarle una misión a Michaelo.
Se puso de pie y caminó por el suelo de baldosas. Owen aprovechó la oportunidad para buscar la puerta de atrás y un excusado. Volvió por la cocina, un lugar cálido y lleno de buenos aromas. Maeve le sonrió.
—Es un placer cocinar para vos, capitán Archer. Tenéis buen apetito de soldado.
—Créeme que el placer ha sido todo mío.
—Os daré un poco de soma para que os llevéis, para vos y para la señora Wilton. Me curó de los huesos con ese ungüento que me dio. Dios es mi testigo que no hay mejor boticario ni en Londres.
Owen sabía que a Lucie le encantaban las hogazas blancas que horneaba Maeve. Soma era el pan de segunda calidad, pero en manos de Maeve, se transformaba en el mejor pan de flor.
—Te quedará muy agradecida, Maeve. Y yo también.
Cuando el arzobispo regresó, sorprendió a Owen sentado y sirviéndose otra copa de vino.
—Bien. Ahora no nos interrumpirán. Te llevaría a mis aposentos, pero acaban de encender el fuego. La habitación no está caliente todavía. Y esta mañana he pasado mucho frío.
—¿Creéis que este asunto de Goldbetter tiene algo que ver con los asesinatos?
Thoresby bebió un sorbo de vino, echó la cabeza hacia atrás y contempló las vigas. Al final miró a Owen y asintió.
—Podría tener muy bien algo que ver, aunque a estas alturas no me atrevería a decir qué. Cuando Eduardo comenzó a jugar con los comerciantes de lana, se lo advertí. Si se pone a unos en contra de otros, se destruyen todas las lealtades, toda la ética que permite al comercio desenvolverse en un marco civilizado. Y los comerciantes incivilizados son más peligrosos que un ejército de mercenarios. En especial los de la lana, hombres que controlan un producto sumamente importante para todas las naciones implicadas en la guerra de Eduardo.
—¿Le habláis al rey con esta franqueza?
—Siempre lo he hecho. Pero estos días he estado pensando si es prudente. —Thoresby se miró las manos, que estaban apoyadas en los brazos de su silla, parecida a un trono, levantó el dedo en el que lucía el anillo de arzobispo e hizo que la luz se reflejara en él. La contemplación del anillo lo mantenía ausente y su expresión era triste.
—¿Conocéis a John Goldbetter? —preguntó Owen, devolviendo al arzobispo al presente.
Thoresby sacudió la cabeza como para despejarse.
—Aunque nunca nos vimos, sé algo de él. En lo referente a su respeto por la ley, es muy parecido a William de la Pole, a quien conozco bien. En realidad, De la Pole fue el primero que me habló de Goldbetter. Me señaló que éste había hecho casi lo mismo que él, y sin embargo a Goldbetter no se le había obligado a comparecer ante la cancillería. Le aseguré a De la Pole que yo sabía que muchos eran culpables, pero en un grado tan poco importante que no valía la pena perder el tiempo con ellos.
—¿Disfrutáis de vuestro poder como lord canciller?
Thoresby negó con la cabeza.
—A menudo no. El poder es un vino embriagador, pero de mala calidad. Cuando se vuelve agrio en el estómago, provoca náuseas y dolor de cabeza.
—¿Preferiríais manteneros lejos de la corte?
—Si fuera posible.
—¿Por la guerra?
—Lamentablemente, por el rey. —Los ojos profundos de Thoresby estaban clavados en Owen—. Por eso quise asegurarme de que no hubiera orejas cerca, en especial las de Michaelo. Si uno critica a su rey, es un traidor. Confío en que entiendas la diferencia entre el descontento que podría llevar a un golpe de Estado y lo que es apenas una expresión de decepción; en cualquier caso, no confío en Michaelo.
Owen no estaba cómodo con el rumbo de la conversación, pero era improbable que Thoresby lo excusara de la tarea que le había asignado.
—Podéis confiar en mí, Eminencia.
Thoresby asintió.
—Son muy pocos aquéllos en los que puedo confiar.
—¿Por qué retenéis a Michaelo como secretario?
—¿A qué alma inocente podría endilgárselo? He llegado a considerar a Michaelo como mi cilicio.
La imagen del elegante padre Michaelo como un cilicio divirtió a Owen. Se echó a reír.
Thoresby asintió mientras cogía el vino.
—Ríe de mis tonterías —rezongó, aunque sus ojos despedían una sonrisa. Sirvió vino, cortó un pedazo de queso y se lo metió en la boca, lo saboreó y bebió un sorbo de vino—. A fin de cuentas, ésta es la recompensa por el cargo, no el poder que viene con él. El poder conlleva mucho peligro. —El arzobispo sacudió la cabeza y de nuevo se puso serio—. Venga, vayamos a nuestro asunto. Cuando el rey se propuso reclamar su derecho de nacimiento a la corona de Francia, necesitaba mucho dinero para llevar a cabo su ambición. Entonces prestó oídos a algunas hábiles explicaciones sobre cómo podía obtener con la lana mayores ingresos que los habituales mediante la manipulación de la oferta y el aumento de los derechos. Los comerciantes y los abogados que lo sugirieron estaban sin duda protegiendo el patrimonio de los condes, que temían que el dinero para cubrir los gastos de la guerra tuviera que salir de alguna manera de sus propios bolsillos.
—O de los de la Iglesia, ¿no?
—No, eludir el pago de los impuestos no fue un plan de la Iglesia. —Thoresby bebió un sorbo de vino—. En esos momentos, los comerciantes de lana tenían más recursos monetarios que nadie en el reino. Y la lana era —añadió, encogiéndose de hombros—, y tal vez sigue siéndolo, el producto más valioso de nuestra hermosa isla. Y también muy importante para los flamencos, aun con sus alianzas tan inestables, a veces con nosotros, y a veces con el rey de Francia. —Thoresby suspiró y sacudió la cabeza con pena—. El áureo Eduardo, alto, majestuoso, obstinado. Yo no fui el único consejero que le recordó que el rey de Francia también podía llenar de regalos o dirigir amenazas al conde de Flandes.
—¿Al rey no le gustan las críticas?
—No cuando cree que ha ideado un plan brillante. De modo que en el noveno año de su reinado se reunió con los comerciantes y declaró un embargo sobre la exportación de lana. Lo hacía para convencerlos de que aceptaran un subsidio mayor y para obligar a Flandes a ponerse de su lado. Sin embargo, en realidad provocó un exceso de lana y precios bajos en nuestro país y escasez de lana y precios altos en Flandes; los flamencos se alarmaron. Por su lado, nuestros comerciantes de lana estaban encantados y llegaron a un acuerdo para elevar los aranceles y pactaron una lista que indicaba los precios máximos a cobrar por parte de los productores, lo que aseguraría ganancias a los comerciantes, a pesar de la subida de las tasas de aduana.
De forma distraída, Thoresby deshizo el queso sobre su pan y luego se sirvió más vino.
—Un embrollo. Como ocurre con todo lo establecido en el plan, el propósito de la lista de precios ha variado con el correr de los años: a veces beneficia a los productores, y a veces a los comerciantes. Nadie tiene la sensación de que el rey esté de su lado. Desde el principio yo creí que era un error, pero en aquel momento eran cosas tan difíciles de ver con claridad que no estaba seguro si mis temores eran fundados.
—¿Al rey no le parece un embrollo?
Thoresby juntó las yemas de los dedos y miró el fuego.
—Es penoso ver envejecer a un guerrero. —La voz sonó reflexiva—. Eduardo era como un león, alto e imponente. Tú lo has visto antes de una batalla, inspeccionando a caballo las líneas, inspirando hazañas de increíble coraje en meros mortales. Has oído a sus hombres aclamándolo, ¿no, Archer?
Owen asintió.
—Más de una vez, mientras esperaba a que aparecieran los franceses, con las flechas clavadas en tierra.
—Eduardo era majestuoso. Resplandeciente. Pero fuera del campo de batalla… —el arzobispo sacudió la cabeza—, no siempre ha sido prudente. Esta guerra… Claro, hay antecedentes; sí, tiene reivindicaciones que satisfacer, y mucho más que Valois; no obstante, éstas no tienen otro objeto que complacer la vanidad de un rey.
A Owen comenzó a picarle la cicatriz.
—No quiero escuchar esto, Eminencia. No quiero enterarme de que perdí un ojo, y a tantos hombres, por el capricho de un rey.
—Ya. —Thoresby apartó sus ojos del fuego y miró a Owen—. No debo andarme por las ramas. Creo que he bebido demasiado vino. ¿Sabes, Archer? Creo que he comenzado a sentir mi mortalidad. —Thoresby miró el pedazo de pan que tenía enfrente y lo hizo a un lado.
Owen permaneció en silencio, cada vez más incómodo por el estado de ánimo del arzobispo.
Thoresby asintió.
—Te perturbo. Últimamente me perturbo también a mí mismo. —Se restregó los ojos—. ¿Dónde estaba? Ah, sí, los comerciantes no podían estar seguros del apoyo del rey. Él no prestó atención a la impaciencia de sus voces. En el décimo año del reinado de Eduardo, los comerciantes accedieron a prestarle a la corona doscientas mil libras y se comprometieron a entregar al rey la mitad de las ganancias obtenidas sobre treinta mil sacos de lana. A cambio, los comerciantes lograrían un monopolio: sólo aquéllos que estuvieran de acuerdo con los términos del trato podrían exportar lana. Se les prometió que el préstamo sería pagado dividiendo los recibos aduaneros con la corona y se aumentó el arancel a cuarenta chelines por saco. La lana sería enviada a Dordrecht en tres embarques y al rey se le pagaría en tres cuotas. Un importante número de monopolistas era miembro de la Compañía Lanera de Inglaterra, dirigida por un pequeño círculo formado por Reginald Conduit, William de la Pole y John Goldbetter.
Owen se inclinó hacia delante. Esto comenzaba a sonar parecido a lo que le había contado Cecilia Ridley.
—No entiendo por qué hubo comerciantes que no estuvieron de acuerdo. Al menos se les permitían algunas transacciones.
—Para entonces muchos ya no confiaban en el rey. En realidad, los que estuvieron de acuerdo fueron aquéllos que tenían suficiente poder y dinero que les diera margen de espera para torcer el curso de los acontecimientos y obtener mayores ganancias, pero no los comerciantes de segunda fila. Éstos esperaban seguir comerciando y ocultar sus embarques con la ayuda de agentes no oficiales.
—¿Piratas?
Thoresby asintió.
—Los comerciantes poderosos también ocultaban embarques. De forma en parte oficial y en parte extraoficial. Y así el rey se vio chasqueado por los resultados. Los embarques eran lentos, y los beneficios escasos. Entonces el rey decidió que el gobierno se quedara con la poca lana que llegaba a la aduana, unos once mil quinientos sacos, y la pusiera en venta. A los comerciantes se les dieron recibos de títulos por la mercancía, que podían redimir directamente en el Tribunal de Hacienda o utilizar en el futuro para embarcar lana libre de impuestos. Pero como la corona estaba escasa de fondos, la cancelación era improbable. Y, por supuesto, los comerciantes habían encontrado otra manera de hacer embarques libres de aranceles. El plan del rey se hizo trizas y se suspendió la recogida y almacenamiento de lana.
—¿Los comerciantes no son leales a la corona?
—Para ser justos, digamos que no tuvieron muchos motivos para serlo.
—Pero él es el rey.
Thoresby le sonrió a Owen.
—No has perdido del todo la inocencia, Archer. Me alegro.
—Tenéis el don de hacerme sentir un ingenuo por mis años de servicio.
—Años de servicio… —repitió Thoresby con pena, y sacudió la cabeza—. Vuelvo a irme por las ramas. El rey estaba decepcionado. Y, sin embargo, contra toda lógica, siguió con su plan al año siguiente. Se iba a tomar posesión de otros veinte mil sacos y a los productores se les darían títulos reales en los que se prometía el pago una vez realizado el cobro de impuestos. Se recogió incluso menos lana. Se ocultaron cada vez más sacos, que luego entraban en el circuito del contrabando y se vendían en el extranjero. Cierto que en aquellos años la producción fue menor, pero no pudo haber sido tan poca como informaban las aduanas: en Flandes había demasiado comercio para que así fuera. Sospecho que el problema de Goldbetter con la corona tuvo algo que ver con esas actividades.
—No tenía ni idea de que las finanzas podían ser tan confusas.
Thoresby suspiró.
—Es uno de los aspectos más creativos del gobierno.
—Como lord canciller, ¿por qué permitís esa falta de honradez?
—Es difícil y costoso atrapar ladrones de ese calibre, Archer.
Owen se restregó la nuca.
—Parece que el rey reina sobre arenas movedizas.
—Durante todas nuestras vidas mortales nos tambaleamos al borde de un pantano, Archer. Cuanto más alto estamos, más hondo nos hundimos cuando perdemos pie.
Thoresby se inclinó hacia delante, con las manos sobre las rodillas.
—Por desgracia, para Navidad tengo que ir a Windsor para estar con el rey. Saldré pronto. Sin embargo, no estaré ocioso. Mientras permanezca allí, iré unos días a Londres por unos asuntos y veré qué puedo averiguar de Goldbetter.
—¿Y mi misión? —Owen esperaba quedar relevado de sus deberes hasta el regreso del arzobispo.
—Sigue haciendo preguntas. Mi capilla de Nuestra Señora es cada día más preciosa. Quisiera utilizar el dinero de Ridley.
Owen suspiró.
—No me gusta este trabajo.
—Lo sé; pero lo harás.
* * * * *
Con preocupación, Owen se despidió del arzobispo. Hubo un rato en que, mientras explicaba la locura del rey, Thoresby había sido el de siempre: sardónico, seguro de sí. Pero el talante sombrío había vuelto al lugar que ocupaba. Cuando Thoresby se hallaba en ese estado, a Owen no le gustaba. Le preocupaba que, en esas condiciones, el arzobispo confiara en él. Y cuánto más sabía Owen de Thoresby y su gente, menos quería saber.
No porque los comerciantes parecieran más dignos de admiración. Goldbetter y sus socios servían al rey sólo si les convenía. ¿Eran los soldados los únicos tontos que realizaban su servicio sin hacer preguntas?
Ya era suficiente. Mejor concentrarse en lo que Thoresby le había dicho. Mientras en apariencia cooperaban con la corona, los comerciantes habían ocultado buena parte de la lana y habían utilizado piratas para transportarla a Flandes. Probablemente Gilbert Ridley había desempeñado un peligroso doble papel en Calais. Y Martin Wirthir, ex soldado preocupado por mantenerse en la sombra, ¿era él un pirata? Cecilia había dicho que Ridley sospechaba que Wirthir actuaba como enlace entre prisioneros de guerra que había en Inglaterra y sus familias de Francia, pero ¿no podía Ridley haber inventado esa sospecha para satisfacer la curiosidad de su esposa colocándose él al margen?
¿Y cuál era el acuerdo al que había llegado Goldbetter con Chiriton y Cía. y que había producido tantos beneficios? Cecilia había dado a entender que los negocios de Gilbert Ridley habían recurrido a la estafa y la traición. No había duda de ello. Ahora Owen estaba seguro de que las averiguaciones de Thoresby sobre Goldbetter y Cía. arrojarían la luz en aquel sentido.