Capítulo 10

Temores

Aunque fría y gris, la tarde estaba seca. Owen se hallaba en un campo detrás de la casa disparando a un blanco improvisado. Era la mejor manera que conocía de relajarse, de vaciar la mente de todo lo que no fuera el arco, la flecha, el blanco, sus brazos y apuntar.

Owen había pasado la mañana ayudando a Cecilia a sangrar a Anna para librarla de los humores que seguían dándole fiebre. La muchacha dormía ya y Cecilia había ido a descansar un rato. John había salido por la mañana con rumbo a York, con una carta de Owen para Lucie, donde el hombre le decía que la echaba de menos. Le daba las gracias haberle enviado a John tan rápidamente con la nueva información. Aquello significaba, sin embargo, que debía quedarse más tiempo; cuánto, no sabía decirle. También le explicaba la situación con Paul y Anna Scorby.

Le había tranquilizado poner por escrito sus pensamientos, aunque Owen no pudo incluir todo por miedo de que la carta cayera en manos indebidas. En realidad, apoyado contra un árbol, Owen se preguntó si había sido prudente mencionar a Paul Scorby en la carta. Este hombre preocupaba a Owen. En el campo de batalla era de los que traían problemas, porque eran impredecibles, y reaccionaban con ira y violencia ante algo que el día anterior había sido aceptable. Owen no podía decir, por lo poco que había visto, qué era lo que Scorby perseguía. Podía estar vigilando la casa. ¿No le tendería una emboscada a John para ver qué mensajes se estaban mandando?

Eran los pequeños detalles como éste los que hacían que el trabajo de Owen para el arzobispo le resultara frustrante. Si antes de moverse había que estar seguro de todo, nadie se movería nunca. Y sin embargo, eran los pequeños detalles así los que podían impedir el desastre. La vida de soldado había sido mucho más sencilla. Otro atacaba, él disparaba una flecha. Así de sencilla.

Owen se aclaró la mente y disparó otra andanada de flechas. Aquella noche, si Anna Scorby seguía tranquila y sin fiebre, Owen le mencionaría a Cecilia el tónico envenenado. Tenía que estar despejado para eso.

* * * * *

El padre Cuthbert estaba sentado con Anna, rezando con ella, y Alfred y Colin estaban de guardia en la caseta de la entrada. De manera que Owen y Cecilia cenarían solos. Cecilia tenía puesta una toca de pico cubierta por un velo negro brillante que caía sobre sus cabellos oscuros, que llevaba recogidos a ambos lados de la cara. Ningún griñón cubría su largo cuello blanco. Owen se preguntó cómo había podido Ridley dejar sola a su esposa la mayor parte de su vida conyugal. La mujer vestía con sencillez, pero el estilo le sentaba bien. La verdad es que le sentaba muy bien.

Owen se dijo que debía apartar de sí tales pensamientos y concentrarse en su asunto, que no era precisamente coquetear con Cecilia Ridley. No obstante, estuvieron enfrascados en agradable charla hasta que terminó la comida.

Entonces Owen puso el morral de Ridley sobre la mesa.

—Como os he dicho, señora Ridley, encontraron esto debajo del Puente del Foss. Creemos que era de Gilbert. Me gustaría que lo revisarais y averiguarais si era de vuestro esposo. Y, en ese caso, tal vez podáis decirme si falta algo. —Owen empujó el morral hacia Cecilia.

Ella lo tocó con cuidado, como si temiera abrirlo.

¿Era posible que hubiese hurgado en él el día anterior, pero no hubiera mirado dentro? ¿Tenía miedo de lo que pudiera encontrar? ¿O tenía miedo de revelar algo en su manera de comportarse con relación al morral?

—Yo ya he mirado dentro —la tranquilizó él—. La mano no está, si eso es lo que os asusta.

—El cuero está mojado. —La voz de ella estaba tensa. No miró a Owen, sino que mantuvo los ojos sobre el morral.

—Tiene que estarlo, claro.

Cecilia lo abrió. Cuando sacó los zapatos, se le llenaron los ojos de lágrimas.

—Son de Gilbert. —Parpadeó y se abrazó a los zapatos.

Estremecido, Owen pensó cómo se sentiría él si fueran los zapatos de Lucie y ella yaciera muerta en la capilla. Lo que más recordaría serían las cosas cotidianas, en especial su chal y sus peines.

—Tomaos vuestro tiempo —dijo Owen con suavidad—. Tratad de recordar qué llevaba Gilbert normalmente en esta bolsa.

Cecilia puso los zapatos sobre la mesa.

—No sé si resultaré de utilidad. Gilbert preparaba él mismo su equipaje. —Cogió una de las bolsas y la abrió; estaba vacía—. Creo que en ésta llevaba dinero. Así que se lo robaron.

—¿Es posible que llevara mucho dinero? ¿Iba a realizar algún negocio además de hacer la donación al arzobispo?

Cecilia negó con la cabeza.

—Creo que no. Había estado… Le había pasado casi todo el negocio a nuestro hijo, Matthew. Creo que su visita tenía por objeto sólo la donación para la catedral.

—¿Por qué le pasó el negocio a Matthew? —Owen nunca había quedado satisfecho con la explicación de Ridley.

Cecilia jugaba con el cordón de la bolsa vacía.

—¿Queréis saber la razón que me dio Gilbert o lo que yo creo? —Ahora miraba a Owen directamente al ojo.

Teniendo en cuenta su desconfianza respecto a la explicación de Ridley, Owen dijo:

—Quisiera saber lo que pensáis vos.

—Yo pienso que Gilbert había criticado demasiado a John Goldbetter. Él consideraba que Goldbetter cedía demasiado ante el rey. Matthew adora al rey y al príncipe Eduardo. Él será mucho más complaciente.

—¿Vos y Gilbert hablasteis de esto?

Cecilia negó con la cabeza.

—Me lo contó Will —respondió con suavidad. Hizo a un lado la bolsa de dinero y cogió otra cosa. Cecilia abría las pequeñas bolsas una a una, miraba dentro, las cerraba y las amontonaba a un lado. Las manos le temblaban. Cuando las hubo revisado todas, se quedó sentada con las manos frente a ella, entrelazadas sobre la mesa.

—La piedra de esta cuchara —dijo Owen, cogiéndola—, ¿es valiosa?

Cecilia la miró.

—No mucho. Gilbert la encontraba bonita. Hizo que un platero de Londres la engarzara en el mango. Cuando iba a comer con el príncipe Eduardo.

Owen asintió.

—Ya lo habéis visto todo. ¿Falta algo que se os ocurra? ¿Algo que Gilbert llevara consigo y que no esté en el morral que trajeron con su cadáver ni en éste?

Cecilia negó con la cabeza.

Owen admitió que se merecía el fracaso. Había intentado tenderle una trampa y no había tenido éxito. Debía ir al grano.

—Señora Ridley, había otra bolsa que no está aquí. Estaba medio llena de un polvo que parecía ser algún tipo de remedio.

Ella levantó la mirada, con expresión alerta.

—¿Un remedio?

—Supongo que sería el que tomó vuestro esposo cuando cenó con el arzobispo. El que me dijisteis que le preparabais.

Cecilia negó con la cabeza.

—Os dije que había dejado de prepararle el tónico cuando comprobé que no le hacía bien. Gilbert empeoró.

—¿Y qué había en ese tónico? ¿Me decíais que era para ayudarlo a dormir?

—Sí. Y para facilitarle la digestión. Varios tipos de menta, anís, hojas de frambuesa, una pizca de consuelda, unas cortezas que mi madre recogió hace tiempo… ¿Es el tónico que encontraron en su bolsa?

Si mentía, mentía bien, describiendo algo completamente diferente del polvo incriminador.

—No —contestó Owen—. Lo que encontramos era un tónico para espesar la sangre y revitalizar la mente. No para la digestión.

Cecilia negó con la cabeza.

—No es lo que yo le preparé.

—¿En qué otra parte pudo haber obtenido algo así? —preguntó Owen.

—No lo sé. Pero Gilbert no se sentía bien y se estaba debilitando. Comprendo que probara la habilidad de otra persona. —Cecilia frunció el entrecejo, miró el morral y luego a Owen—. Dice que quitaron el polvo del morral, ¿por qué? —Estudió el rostro de Owen y luego, de pronto, se puso de pie, llevándose la mano derecha a la garganta—. ¿Estáis jugando conmigo? ¿Qué buscáis?

—Era un polvo perfectamente inofensivo, a excepción de un ingrediente. —Owen hizo una pausa, para ver la reacción de Cecilia. Parecía forzada, como si estuviera actuando, y no lo miraba a la cara—. El ingrediente era arsénico —precisó.

—¿Arsénico? —repitió ella en un murmullo, con los ojos clavados en sus manos—. Dios santo. —Las manos largas y delgadas hicieron presión sobre la mesa.

—Era una dosis pequeña. Vuestro esposo se estaba muriendo poco a poco. No sentiría dolores fuertes, sino sordos y constantes.

—Gilbert —susurró Cecilia.

—Debo haceros una pregunta, ¿preparasteis para vuestro esposo el remedio que acabo de describiros?

Por fin ella levantó los ojos hacia Owen y lo miró sin parpadear durante unos instantes.

—Capitán Archer, ya os he dicho que dejé de hacerle el preparado de menta cuando advertí que no había mejoría. —Respiró hondo—. No entiendo esto. Me dijisteis que a Gilbert lo degollaron. Como a Will. ¿Me mentisteis? ¿Por qué iban a envenenarlo?

—Vuestro esposo murió como os dije. No creo que quien lo degollara fuera la misma persona que lo estaba envenenando. No tendría sentido.

Cecilia Ridley no dijo nada; se limitó a mirar a Owen.

Él deseaba más que nada en el mundo poder escapar de esos ojos oscuros llenos de dolor, pero debía persistir. Sería peor volver al tema más tarde.

—Así pues, ¿ese polvo que vuestro esposo llevaba en la bolsa no lo habíais preparado vos?

—No veo cómo podía ser yo —respondió Cecilia en voz baja. Seguía mirándolo con esos ojos perturbadores.

La respuesta preocupó a Owen. ¿Porque no la creía o porque pensaba que estaba siendo evasiva? No lo sabía. Consiguió devolverle la mirada con firmeza durante un momento, deseando ser un mejor conocedor de las personas. ¿Podía alguien mirar de esa manera y mentir? ¿O un mentiroso era más capaz de hacerlo que alguien sorprendido con la guardia baja o que un inocente objeto de una horrible sospecha? Owen no sabía por qué, en el nombre del cielo, el arzobispo le confiaba a él semejantes asuntos. Respecto a las personas, se consideraba demasiado ignorante.

Cecilia se puso de pie.

—Debo ir a decirle a Lisa que le lleve un poco de comida a Anna.

—Perdonadme por haceros esas preguntas —dijo Owen—. No se me ocurrió la manera de hacerlas sin lastimaros. Era mi obligación.

—Comprendo —dijo Cecilia sin emoción—. No he olvidado ni por un momento por qué estáis aquí —precisó, y se fue.

A Owen le dolía la espalda y las piernas como si no las hubiera movido durante toda la cena. Estiró las piernas y se sirvió más vino. No creía a Cecilia, al menos no sobre el remedio. ¿Por qué? Creyó en sus lágrimas cuando se abrazó a los zapatos de su esposo muerto, pero había algo que lo perturbaba. Al llegar a Riddlethorpe por primera vez, Owen había percibido en ella una gran infelicidad. No le había parecido una mujer de las que ocultan con facilidad sus emociones. Pero se había vuelto sutil. Respondía con cuidado, derramaba las lágrimas en el momento justo y usaba esos misteriosos ojos y esos cabellos de seda para distraerlo. Pero, maldita sea, ¿distraerlo de qué?

Levantó la copa, la vació y estuvo a punto de estrellarla contra el suelo, pero se contuvo. Este asunto le retorcía los músculos convirtiéndolos en manojos tirantes que había que destensar. Le hacía falta un poco de acción. Necesitaba pillarle la cabeza a alguien y estrellársela contra la pared.

Pero no a Cecilia. No se creía capaz de hacerle daño.

Y ella lo sabía. Ella había hecho que fuera así.

* * * * *

Bess había invitado a Lucie a comer cuando cerrara la tienda. Tildy secundó la idea con entusiasmo.

—Tenéis que ir, señora Lucie. La señora Merchet siempre os pone de buen humor.

Con esa cosa perturbadora enterrada en el patio y el frustrante encuentro con Ambrose Coats en la cabeza, Lucie necesitaba el sentido común y la alegría de Bess. Fue para allá.

Se sentaron en la cocina, cerca del fuego; Bess, Tom y Lucie comiendo en amistoso silencio. Luego, ante unas copas de la cerveza de Tom, Lucie les habló del extraño visitante.

—Bendita sea María, Madre de Dios —dijo Bess—, bonita cosa para dejar en tus manos.

—Eso no es lo que me molesta —puntualizó Lucie—. Creo que Coats mintió sobre algo, pero no sé sobre qué. ¿Qué sabéis vosotros de él?

Bess se encogió de hombros.

—Es un músico brillante y un buen hombre. Cuando está en la taberna nunca es demasiado comunicativo ni bullicioso. —Bess miró a su marido—. No hay mucho más que decir, ¿no?

Tom lo pensó.

—No. Excepto que es muy discreto. No es que sea hostil; sabe escuchar, y la gente dice que es un amigo generoso. Sólo que es reservado con lo suyo.

—¿Quiénes son sus amigos? —preguntó Lucie.

—Bien, ésa es la cuestión, ¿ves? —respondió Tom—. Yo no podría decirte quiénes son sus amigos. Supongo que sus compañeros músicos; parece llevarse bien con ellos, pero, por otro lado, creo que deben de saber de él tan poco como nosotros.

—Hablando de uno que es muy reservado, a nuestro mozo de mulas, John, parece que de pronto se le ha despertado el interés por las mujeres —dijo Bess.

Tom y Lucie intercambiaron una mirada de curiosidad.

—¿Y eso qué tiene que ver con Coats? —preguntó Tom.

—No tiene nada que ver con él. Tiene que ver con John y con Tildy.

Lucie se enderezó.

—¿Tildy?

—Cuando ve a John, a la muchacha le sube la temperatura, no sé si os habéis dado cuenta; y él aviva la llama lo justo para mantenerla encendida. Sinvergüenza de muchacho; cuando lleva todo el tiempo acostándose con una mujer con experiencia.

Tom casi se atragantó con la cerveza.

—¿Cómo sabes todo eso? ¿Estás espiando al muchacho?

Bess puso los ojos en blanco.

—No tengo ninguna necesidad de espiar. Es como un aroma que lo rodea. Y una manera de caminar que dice que una mujer le ha cambiado la cabeza de sitio, que le ha hecho saber que es un hombre.

Lucie se puso de pie.

—Pobre Tildy.

Bess asintió.

—Por eso lo he mencionado. Vas a tener graves problemas cuando ella se dé cuenta de que no es correspondida.

Después de dejar a sus amigos, Lucie decidió hablar con Tildy. Pero en la cocina la descubrió a ella y a John compartiendo una copa de cerveza. Habían acercado el jergón de Jasper al fuego. Medio dormido, el muchacho estaba bebiendo caldo y escuchándolos.

—Era un gran caballo de guerra —decía John cuando entró Lucie—, y me advirtieron que se dejaba tocar sólo por sir Thomas. Pero conmigo era manso como un corderito. —Cuando la corriente de aire de la puerta abierta le llegó, John se volvió y se puso en guardia de inmediato. Al ver a Lucie, hizo una reverencia—. Dios os ampare, señora Wilton.

Lucie lo saludó.

—Parece que tu compañía combinada con la de Tildy le ha levantado el ánimo a Jasper. Te lo agradezco.

John asintió, con aquella mirada directa que resultaba tan inquietante. Sin duda, algo había cambiado en él desde que había viajado con Lucie durante el verano.

Tildy cogió la capa de Lucie y la colgó de una clavija en la pared.

—A Jasper se le ve mejor hoy, ¿verdad? —Tildy tenía las mejillas encendidas y estaba muy bonita.

Lucie no adjudicó la brillantez de Tildy al estado de salud de Jasper. Bess tendría razón. Lucie acababa de ver a Tildy pendiente de las palabras de John y con expresión de arrobo. Virgen Santísima, Lucie no se había dado cuenta de que Tildy se había enamorado de John.

No creía que Tildy supiera gran cosa del muchacho. John era reservado. Ni la entrometida Bess había podido sonsacarle mucho a John sobre su vida anterior desde que había aparecido en la cuadra de la taberna York, ardiendo de fiebre y con la mano derecha aplastada. Habían tenido que amputarle tres dedos, dejándole el pulgar y el meñique. Pero con los cuidados de Bess, la mano había curado rápidamente, y él había resultado un joven honrado, hábil y trabajador. Cuatro años después, Bess y Tom seguían sin saber cómo John se había aplastado la mano o de dónde venía. Lucie lamentaba que Tildy hubiera elegido a alguien tan enigmático.

* * * * *

Owen se despertó temprano y pasó de puntillas frente a la puerta de Anna, contento de que ella durmiera. Abajo acababan de atizar el fuego, que todavía no había llegado a calentar el aire más cercano al hogar. Owen salió y se topó con un viento helado que presagiaba nieve. Volvió a la cocina para calentarse.

La cocina era una construcción de piedra de una sola habitación, donde había un gran hogar y dos hornos para cocinar. Con las mangas arremangadas, que dejaban ver sus fuertes brazos, Angharad, la rubicunda cocinera, golpeaba una pierna de venado mientras hablaba con una mujer más joven que permanecía acurrucada cerca del fuego. Junto a ésta había una capa de viaje mojada y salpicada de barro. La mujer tenía las manos y los pies muy cerca de las llamas, y Owen notó que sus botas estaban también sucias de barro. Parecía concentrada en una historia que le contaba la cocinera. Owen se detuvo en el umbral y escuchó. Con gran regocijo suyo, era una historia de las de su infancia, y la voz de Angharad tenía el suave acento de Gales.

Era parte de la historia de Branwen, hija de Llyr, cuando Evnissyen había mutilado a los caballos de Mallolwch, rey de Irlanda.

—Cuando el rey Bran se enteró —explicaba Angharad—, quedó tan desolado como Mallolwch, porque para la gente de mi país un caballo es una bestia noble, que merece tanto cuidado como los niños.

—¿En serio? —Los ojos de la joven seguían los movimientos de la cocinera.

—Cierto como las historias que cuentan los buenos narradores —dijo Owen, riendo.

Las dos mujeres volvieron las caras sorprendidas en dirección a Owen. El rostro de la viajera era interesante: mandíbula cuadrada, grandes ojos castaños y boca generosa. Cuando aquellos ojos se encontraron con la mirada de Owen, hubo un destello de interés que enseguida se convirtió en alarma. A Owen se le cayó el mundo encima. Otra vez la cicatriz y el parche. ¿No podría olvidarlo ni una sola vez? La mujer se puso de pie con tanta brusquedad que arrojó la capa al suelo. Para ser mujer era muy alta. De huesos grandes. Fuerte, pero no carente de gracia.

La cocinera saludó a Owen.

—Le refería a Kate la historia que le conté a su pequeño William para asegurarme de que cuidara bien de vuestro caballo, capitán Archer.

—Es bueno oír las viejas historias —dijo Owen. Se volvió a la joven—. Veo que venís de viaje. ¿Cómo habéis hecho para que mis hombres no os acompañaran desde el portal?

—Ah, ella es Kate Cooper —dijo Angharad—. La mujer del capataz. Ha venido por los campos.

—Sí, por los campos. —Kate Cooper mantenía los ojos clavados en el suelo—. Me tengo que ir. Los niños están esperando la comida. —Se volvió para coger la capa y pareció confundida cuando no la vio en el banco.

Owen la recogió del suelo y se la dio.

—Gracias. —Seguía sin mirarlo a la cara, lo cual era incómodo, pues estaban frente a frente—. Eh… se me ha caído. —Parecía tan extrañamente agitada cuando cogió la capa que casi se le volvió a escurrir de las manos. Owen no creía que fuera su encanto lo que la trastornara así. Casi no lo había mirado.

Tal vez si le hablaba con amabilidad…

—¿Vuestra madre está mejor?

Kate Cooper frunció el entrecejo y asintió.

—Sí, Dios la ha salvado una vez más. —Lo miró mientras se acomodaba la capa, pero apartó rápidamente los ojos cuando las miradas se encontraron.

—¿Ya te vas? —Por la sorpresa en la voz de la cocinera, Owen se dio cuenta de que la partida de Kate era inesperada.

—Voy a ver a los niños, Angharad. —Kate Cooper se dirigió deprisa a la puerta.

—Una mujer muy delicada —dijo Owen, dejándose caer en el banco que Kate Cooper había desocupado.

—Ah, sí, sí lo es. Y además Kate sabe cómo utilizar su atractivo, ya lo creo. Me llama la atención que no lo haya intentado con vos. ¿Lleváis encima alguna especie de talismán que os hizo vuestra esposa para la fidelidad?

—Tal vez no le gustó el parche.

—No, estoy segura de que no fue eso. —Angharad colocó una jarra de cerveza frente a Owen y se sentó en el banco junto a él—. ¿Quién os contó eso de su madre?

—Jack Cooper.

Ella asintió.

—No me parecía que la señora os hubiera hablado de eso.

—¿Por qué no?

—La señora nunca la quiso. Advirtió desde el principio en qué andaba Kate Cooper y por ella estuvo a punto de no tomar a Jack como capataz.

—¿Kate es una mujer infiel? —Owen quería asegurarse de entender lo que la cocinera le estaba insinuando.

—Sí, y la señora no cree que vaya a cuidar a la madre enferma.

—Debe ser muy difícil para Jack Cooper.

—Nunca la menciona delante de la señora. Como dice él, ¿para qué hablar de la espina si la herida ya no duele?

—¿Qué herida, Angharad?

—Prefiero no contároslo. Básteos saber que la señora tenía toda la razón del mundo con Kate. Y por eso me sorprende que estéis sentado aquí conmigo y no en la cuadra con ella.

La criada Sarah entró corriendo desde la sala.

—La señora Ridley ya ha bajado, Angharad.

La cocinera suspiró y se puso de pie.

—Bien, Owen, hay trabajo que hacer por aquí y seguramente ella querrá veros en la sala. Os voy a mandar algún reforzante por si Kate cambia de idea. —Le hizo un guiño a Owen y volvió a sus fogones.

* * * * *

Cecilia Ridley estaba de pie, con las manos en las caderas y los ojos relampagueantes de ira, observando a Owen mientras éste cruzaba la sala hacia ella.

—Me he enterado de que habéis ido a la cocina a conocer a la puta.

El rencor en la voz de Cecilia dejó pasmado a Owen, aun habiendo sido advertido por Angharad.

—He ido a calentarme —dijo—. No sabía que Kate Cooper estaría allí.

—¿Y qué os ha dicho ella de mí?

—¿De vos? Nada. En realidad, casi no ha abierto la boca. Se ha ido como si yo fuera un leproso. ¿Qué podía haberme dicho?

—Se ha mantenido lejos de mí desde que la encontré con Will Crounce en la cuadra.

Por la visible furia reflejada en los ojos de Cecilia, Owen no albergó ninguna duda sobre qué estaban haciendo los otros cuando ella los descubrió. De modo que ésta era la espina que Angharad no quería definir. Decidió coger el toro por los cuernos.

—Debe haber sido muy penoso para vos, considerando vuestros sentimientos hacia Will.

Cecilia abrió la boca, la cerró y apartó la cabeza.

—¿Mis sentimientos? —La voz estaba tensa—. ¿Cómo?… Quiero decir… —Los ojos volvieron a relampaguear—. ¿Qué os ha contado esa puta?

—Nada. Nadie ha tenido que decirme nada. Lo adiviné la primera vez que vine aquí, cuando os transmití la noticia del asesinato de Crounce.

—Dios mío. —Cecilia se santiguó y se sentó, más pálida aún—. ¿Tan evidente era? ¿Os parece que Gilbert sabía que me había convertido en una María Magdalena?

—No creo que una indiscreción os convierta en una María Magdalena. En cualquier caso, vuestro esposo no parecía un hombre especialmente sensible, señora Ridley. Yo me di cuenta porque, cuando trabajo para el arzobispo, mi tarea consiste en estudiar a la gente.

Cecilia dejó caer la cabeza y se entretuvo alisándose la falda. Owen supuso que estaba ocultando las lágrimas. La voz de ella, cuando habló, le dio la razón.

—Will Crounce era un hombre amable y afectuoso. —Respiró hondo, temblando, con la cabeza todavía inclinada—. Lo nuestro fue totalmente casual. Era un hombre bueno, siempre dispuesto a ayudar, lo que yo había esperado que fuera Gilbert. Era mi auténtico esposo.

—No estoy aquí para juzgaros.

Entonces ella levantó la mirada. A la luz del fuego, las lágrimas hacían brillar los ojos oscuros.

—Pero los últimos meses, después de la muerte de Will, Gilbert se convirtió en un verdadero esposo. La muerte de su amigo le afectó mucho. Estaba transformado, como si de alguna manera la gracia de Dios hubiera pasado de Will a Gilbert. De haber sabido que Gilbert podía ser tan bueno… —Cecilia sacudió la cabeza—. No lo conocí nunca. Fui su esposa durante veinte años y no lo conocí nunca. Me apena terriblemente. —Hundió la cabeza en las manos y lloró. Los sollozos le venían de muy adentro y revelaban una profunda aflicción.

Owen permaneció sentado en silencio.

—Por favor. —De pronto Cecilia se puso de pie y se secó los ojos—. Perdonadme. —Subió corriendo las escaleras dejando desconcertada a Sarah, que acababa de entrar con una bandeja con comida.

Owen lamentó haber obligado a Cecilia a revelar sentimientos tan íntimos. Éstos explicaban su comportamiento reservado. Sufría por haber traicionado a su esposo con su mejor amigo, mal que no podría remediar jamás. A partir de ese momento a Owen ya no le pareció posible que Cecilia hubiera preparado el tónico.

Comió y se dirigió a la casa del capataz a averiguar por qué su presencia ponía tan nerviosa a Kate Cooper.

Nadie contestó a su llamada. Entró y no vio señales de ningún viajero recién llegado. Tal vez Kate Cooper ya lo había ordenado todo. Owen salió de la casa y se encaminó a la cuadra. Se encontró con Jack Cooper en el camino. El hombre parecía enojado.

—¿Así que habéis estado en mi casa? ¿Habéis visto a Kate? ¿Es cierto que ha vuelto?

—La he visto en la cocina esta mañana. He venido a vuestra casa esperando poder hablar con ella, pero no hay nadie.

—¿Kate no está? —Jack comenzó a caminar con rapidez hacia la casa y entró bruscamente, como intentando atrapar a alguien que lo estuviera eludiendo. Furioso, giró sobre sus talones y se encaró con Owen—. Entonces, ¿dónde se ha metido? Me gustaría saberlo.

Owen también quería saberlo. Y también por qué Jack estaba tan enfadado.

—Cuando ha salido de la cocina esta mañana ha dicho que los niños la esperaban.

Jack negó con la cabeza.

—Acabo de llevar a los niños a la cocina para que coman algo. Angharad me ha preguntado cuántas veces querían sentarse hoy a la mesa, porque, como vos decís, ella creía que Kate había vuelto a la casa y ya les había dado algo. Pero Kate no está aquí. No hay señales de ella, ¿verdad?

Owen miró a su alrededor. En un rincón, un gran jergón parecía recién utilizado, con sus mantas amontonadas y todo, de cuando los niños y su padre se habían levantado esa mañana. No había equipaje de viaje a la vista. Y la capa de Kate Cooper no estaba colgada en la pared.

—Creo que tenéis razón, Jack. No se observan signos por ninguna parte. ¿Dónde había estado?

—Con su madre.

—¿Muy lejos?

—En York. Donde vos vivís.

—¿Vuestra esposa estuvo en York? ¿Viajó a York cuando Gilbert Ridley también estaba allí?

—Ah, sí, fueron juntos, los dos.

—Pero eso puede ser importante. —Owen estaba entusiasmado—. ¿Por qué la señora Ridley no me lo contó?

—Eso es fácil de responder. No le dijimos nada. Ya comprobé que es mejor que la señora se olvide de Kate.

—Sin embargo, cuando Ridley fue asesinado vuestra esposa seguramente se quedaría en la estacada. ¿Eso no os preocupaba? ¿Por qué no me lo mencionasteis?

—No, no se quedó en la estacada.

—¿Qué queréis decir?

—Kate no pensaba viajar de vuelta con maese Ridley. Tenía intención de quedarse más tiempo; la madre estaba muy enferma, ¿entendéis? Ya encontraría alguna manera de regresar, como supongo que así ha sido. ¿Dónde se habrá metido esa mujer? —Jack había cerrado la puerta de la casa. Entonces se volvió como tratando de decidir adonde ir.

Owen intentó atar cabos. Cecilia había sorprendido a Kate con Crounce, a quien ella amaba. Kate fue a York con Ridley. Ridley y Crounce fueron asesinados. Alguien había estado envenenando a Ridley. Owen no podía hacer encajar todas las piezas todavía, pero algo relacionado con Kate Cooper lo inquietaba.

—¿Con qué frecuencia viaja vuestra esposa a York? —preguntó Owen.

Jack Cooper se encogió de hombros.

—No creo que deba quejarme. La madre vive sola. Kate es toda la familia que tiene.

—¿Con qué frecuencia, Jack?

—Bien, veamos. Este año fue el día de san Martín, el día del Corpus Christi…

—¿Estuvo en York para la procesión del Corpus Christi? —Owen pensó en la compañera encapuchada de Crounce.

—Ah, sí. Yo estuve con ella. Pero esa vez no fue tanto por la madre, sino por un casamiento familiar en Boroughbridge. Llevamos a la madre.

Owen trató de ocultar el entusiasmo en su voz.

—¿Cuántos días pasasteis en York para el Corpus Christi?

—Bien, veamos… Estaríamos un día antes del Corpus y un día después.

—¿Entonces regresasteis la noche del asesinato de Crounce?

—Bueno, no, nos vinimos a la mañana siguiente, aunque no nos enteramos hasta después de la boda. Él era de Boroughbridge, ¿sabéis?, así que allí la noticia llegó rápidamente. —Jack frunció el entrecejo—. ¿Por qué todas estas preguntas?

—Estoy intentando averiguar quién había en York a la hora de los asesinatos y dónde estaba, Jack.

—No nos estáis acusando de nada, ¿verdad?

—No mientras no sospeche que ocultáis algo. ¿Por qué iba a acusaros?

Jack se encogió de hombros.

—Tantas preguntas…

—¿Cómo sentisteis vos y vuestra esposa la muerte de Crounce?

—Kate y yo lo lamentamos mucho, no os quepa duda. Fue terrible que le pasara una cosa así a un hombre como Crounce; más bueno que él no había nadie. Bueno, no era ningún santo, como ya os conté, lo de él y la señora…

—¿Os separasteis de vuestra esposa en algún momento durante vuestra estancia en York, Jack?

—No —respondió Jack, y luego se encogió de hombros—. Bien, sólo la noche en que Kate se puso enferma, ¿sabéis?, y yo me fui a una taberna. Estando en York, no podía quedarme toda la noche sentado mirando a su madre cómo la atendía.

—¿Y qué noche fue ésa, Jack?

Jack miró a Owen con los ojos entornados.

—¿Por qué queréis saberlo?

Owen pensó rápido.

—Crounce estaba en una taberna, la taberna York, poco antes de que lo mataran. Si estuvisteis allí esa noche, quizás oísteis algo. ¿No visteis si se le acercó alguien?

—Bueno, fue esa noche, pero no era la taberna York, así que no puedo ayudaros. ¿Os importaría a vos y a vuestros hombres ayudarme a encontrar a Kate, capitán Archer?

Buscaron a Kate Cooper todo el día, pero no hallaron ni rastro de ella.

* * * * *

A la mañana siguiente, Owen se despidió de Cecilia Ridley y de Anna Scorby. Pidió a ésta que lo avisara cuando llegara al convento de San Clemente, por si necesitaba hablar con ella.

Le hizo una última visita a Jack Cooper, esperando que Kate hubiera regresado durante la noche. Abatido, el hombre estaba vistiendo a sus tres hijos.

—¿Cuál es el nombre de la madre de Kate, Jack?

—Felice. Nombre pomposo para una bordadora, ¿eh?

—¿Una bordadora? ¿En York?

—Sí. Más que nada borda vestiduras para los sacerdotes, ropa para el altar, esas cosas.

—¿Vive en el manso de la catedral?

—Dentro de los muros, sí. Felice es muy humilde, a pesar de ese nombre tan llamativo.

La noche anterior Owen había dormido poco, tratando de hacer que los datos sobre Kate Cooper encajaran de algún modo coherente. Y ya sólo faltaba esto: alguien que podía entrar y salir por las puertas de la catedral con toda facilidad. No obstante, a Owen no se le ocurría ningún motivo por el cual Kate Cooper quisiera asesinar a los dos hombres. Reunió sus cosas deprisa, ansioso por regresar a York y hablar de todo con Lucie. Ella siempre advertía conexiones que a él se le escapaban.

Cuando Owen ataba el morral al caballo Cecilia salió. Le ofreció una copa de despedida.

—¿Os habéis enterado de lo que necesitabais saber? —preguntó mientras él bebía.

—Aún no.

—¿Y el tónico envenenado?

—Perdonadme por interrogaros sobre eso anoche, señora Ridley.

—Teníais que hacerlo.

—Aun así, lo lamento.

Cecilia sonrió y, estirándose y trayendo la cabeza de Owen hacia abajo, hasta su nivel, le dio un beso en la boca.

—Os perdono de todo corazón, Owen —le susurró Cecilia al oído.

Gracias a Dios que se iba. Owen se enderezó, advirtiendo las sonrisitas de Alfred y Colin. Estaba decidido a irse con una despedida más oficial.

—Ese Martin Wirthir que trabajó para vuestro esposo… ¿me dijisteis que era soldado?

Ella le dirigió una mirada intrigada.

—¿Martin Wirthir? Sí. Gilbert no quería que yo tuviera nada que ver con él. Me explicó que Wirthir tenía los hábitos propios de una vida de soldado. No sé qué quiso decir con eso.

Owen miró a Alfred y a Colin.

—Yo creo saberlo. ¿Vuestro esposo mencionó algo más sobre él?

—Él creía que Wirthir actuaba como enlace entre prisioneros de guerra franceses que había en Inglaterra y sus familias del continente. Un asunto peligroso.

—¿Vos no lo visteis nunca?

Cecilia negó con la cabeza.

—Quería hacerlo. Tanto Gilbert como Matthew decían que Martin Wirthir era un hombre peligrosamente encantador, pero nunca me dieron la oportunidad de juzgar por mí misma.

—¿Estáis listo, capitán? —llamó Alfred.

—Sí —respondió. Acto seguido, montó a caballo.

—Que Dios os acompañe. —Cecilia tocó la mano enguantada de Owen.

Éste sintió los ojos de Cecilia sobre él mientras salía del patio. Rezó para no tener que regresar a Riddlethorpe siguiendo órdenes del arzobispo.

* * * * *

Al ver el estado de la capa de Owen, Lucie soltó un grito; la prenda estaba rígida en la parte de abajo, se había congelado mientras todavía estaba húmeda, y seguía cubierta por una corteza de nieve. Insistió en que lo primero que debía hacer era descongelarse y calentarse las manos y los pies. Al cabo de un rato, Owen ya se había recuperado y se hallaba con las piernas extendidas hacia el fuego y una copa de la cerveza de Tom Merchet en las manos.

Mientras servía el estofado que había mantenido caliente para Owen, Lucie le habló de Jasper, contenta de guardar semejante sorpresa para él.

—Gracias a Dios que el muchacho está a salvo —dijo Owen—. ¿Dónde está? Tengo cosas que preguntarle.

Lucie sonrió al ver el alivio de Owen.

—Ahora duerme. Puedes esperar a mañana.

Pero Owen ya estaba frunciendo el entrecejo.

—¿Quién lo trajo desde la casa de Magda Digby? —Era el tono que por lo general llevaba a una discusión.

Lucie no tenía ganas de discusiones. Le señaló con la cabeza el estofado.

—Come eso. Has pasado dos días encima de un caballo. Estoy segura de que en todo ese tiempo no has comido bien.

Owen ignoró el estofado.

—¿Fuiste tú a casa de Magda Digby a buscar a Jasper?

Lucie suspiró.

—Me gustaría que comieras antes de hablar. Sabes que te pones de muy mal humor cuando tienes hambre.

—¿Fuiste, Lucie?

—No fui sola, Owen. No me trates como a una niña.

—Aquello es peligroso. Y con tanta lluvia y nieve tiene que estar inundado.

—Te he dicho que no soy tan estúpida para ir sola. Un fraile, Tildy y uno de los hermanos de Tildy me acompañaron. Conseguimos el bote y el carro y el burro de Bess. Íbamos muy bien preparados.

—¿Tuviste cuidado de traer a Jasper bien escondido?

—Por supuesto. —Lucie se estaba enfadando.

—Fuiste de noche, ¿no?

—Sí, Owen. Y ahora vas a decirme qué inconsciente fui.

Owen golpeó la mesa con el puño.

—¿Te das cuenta de lo peligroso que es remar en la oscuridad en medio de una inundación?

—Jesús Santo, ¿qué querías que hiciera, Owen? ¿Que dejara al muchacho allí? Fuiste tú el que acusó a Thoresby de no proteger a Jasper.

—¿Y a ti quién te protege? Cada vez que nos separamos, corres riesgos. La última vez que viajaste, volviste con un desconocido, y ahora has expuesto la vida remando en un río crecido durante la noche. ¿Qué voy a hacer contigo?

Lucie miró a Owen.

—Pero ¿qué estás diciendo? Tú estabas preocupado por el muchacho. Apareció en casa de Magda Digby y ella mandó al fraile a preguntar si yo podía tenerlo en casa. Lo traje aquí, y está a salvo. Se está recuperando. Lo hice por ti. Y ahora, en lugar de agradecérmelo, estás buscando pelea. No te entiendo.

—No tenías por qué ir tú.

—Pues quise hacerlo.

Se miraron, enfadados los dos, durante un momento silencioso e interminable.

Entonces Owen cerró el ojo y sacudió la cabeza.

—Perdóname, Lucie. Estoy cansado, desilusionado por los resultados de mi viaje, dolorido por la cabalgada, y tengo el estómago revuelto por un estofado grasiento que comí en el camino. —Cogió la mano de ella—. Maldita sea, siempre echamos a perder los reencuentros con una discusión.

—Has sido tú quien lo ha estropeado, no yo. Te he contado lo que para mí, y para cualquiera, habrían sido buenas noticias. —Lucie sacó su mano de entre las de Owen y se puso de pie—. Me voy a la cama. Digerirás mejor la comida si no estoy presente.

Owen apartó el banco de la mesa de caballetes, atrajo a Lucie y la sentó sobre sus rodillas.

Ella mantuvo la cabeza apartada de él y clavó los ojos en el fuego.

—He pensado en ti todo el tiempo, Lucie. —Owen le acarició los cabellos—. No me gustó dejarte en un momento en que estabas tan triste. Por favor, perdóname. Y disculpa mi ingratitud.

Lucie tuvo que admitir que Owen estaba realmente pidiendo perdón.

—No niego que tuve dudas sobre si ir o no, Owen. Por ello tomé precauciones. Pero tú me hablas como si yo fuera una criatura.

—¿Y qué hago para que me perdones?

—Termina de comer el estofado y luego ven a la cama. —Lucie trató de soltarse del abrazo de Owen, pero él la tenía sujeta con firmeza.

—A los más grandes pecadores, Dios les da una oportunidad de redimirse. ¿Me la darás tú a mí?

Lucie no pudo evitarlo; su sentido del humor la traicionó. Sintió que le temblaban las comisuras de los labios y miró para otro lado para ocultar la sonrisa.

Mea culpa, mea culpa, mea máxima culpa. —Owen apretó la cabeza contra el pecho de ella.

Maldita sea con el hombre este. Era demasiado encantador.

—Ya sabes que te perdono. Como siempre.

Owen la abrazó. Ella se volvió, le echó los brazos al cuello y escondió la cabeza entre los fuertes cabellos de él.

—No tengo tanta hambre como pensaba —dijo Owen, mientras pasaba los brazos por debajo del cuerpo de Lucie y comenzaba a levantarse.

Lucie alzó la cabeza.

—Entonces ve arriba. Ordeno un poquito esto y voy enseguida.

Owen dejó que ella se pusiera de pie.

Los dos vamos a ordenar. ¿Qué voy a hacer yo solo en aquella cama fría esperándote?

—Podrías reflexionar sobre tus pecados…

Owen resopló.

Lucie rio y le dio un beso.

—Te he echado de menos, sinvergüenza.

Él la abrazó con fuerza y ella sintió los latidos de su corazón.

—Pensé en esto durante todo el viaje. —Ahora la voz de Owen era diferente, suave y cariñosa—. ¿Por qué siempre tardamos tanto en llegar a este punto?

Lucie no respondió. Ella se preguntaba lo mismo. Era como si sus respectivas disposiciones de ánimo fueran opuestas. Podían convertir la conversación más sencilla en una discusión. Le preocupaba.