Owen acababa de bajar al fuego acogedor, con la cabeza todavía aturdida por el sueño, cuando Alfred y Colin irrumpieron en la sala trayendo a rastras a un viajero destartalado. Diablos, pensó Owen, Paul Scorby es la última persona que quiero ver esta mañana. Anna había gritado durante toda la noche a causa de las pesadillas provocadas por la fiebre y Owen había permanecido con ella, tratando de bajarle la temperatura. Cecilia se encontraba demasiado drogada por la valeriana para despertarse. Ahora estaba con su hija, pues por la mañana temprano, cuando se le pasó el efecto de la raíz, había ido a verla. Que Scorby llegara en ese momento sería cosa del diablo.
—Capitán Archer, este muchacho dice que viene con un mensaje de vuestra esposa —dijo Alfred, mientras le echaba atrás la capucha al cautivo con brusquedad.
—John! —exclamó Owen.
—Sí, capitán Archer. Soy yo, no es ningún montañés.
—¿Lo conocéis? —preguntó Alfred.
Owen dejó la copa sobre la mesa con un golpe.
—¿Dónde os encontró a vosotros el arzobispo? ¿Atacáis a cualquiera que se acerque a la puerta?
—Es temprano para que un viajero honrado ande por ahí —contestó Colin con una voz chillona que irritó aún más a Owen.
—¿Temprano? —repitió Owen, enojado—. ¿Hay alguna ley que penalice la llegada a ciertas horas?
Colin se encogió de hombros.
—He venido rápido, capitán —dijo John. Y se le notaba: estaba mojado y salpicado de barro, y tenía la nariz colorada y los ojos enrojecidos.
—¿No habrás cabalgado toda la noche?
—No, no conozco bien el terreno para hacer eso. Encontré una choza vacía.
—¿La señora Wilton no te dio dinero para una posada?
—Ah, sí, capitán, pero prefiero no estar cerca de otros viajeros.
Owen no sabía mucho del mozo de mulas; era sólo que a John no le gustaba dar explicaciones sobre sí mismo, de modo que aceptó la extraña respuesta sin interrogarlo más.
—Eres un buen muchacho. Cuando me hayas dado el mensaje, estos dos patanes te llevarán a la cocina, donde serás bien recompensado.
John entregó a Owen el morral y la carta.
—Este morral es de maese Ridley, que Dios lo tenga en su gloria. La señora Wilton dijo que primero leyerais la carta.
—¿Ella está bien?
—Oh, sí, capitán. En la tienda todo va bien. Esto no tiene nada que ver con asuntos de la botica.
—Bien, la leeré. Ahora llévalo a la cocina. —Satisfecho al oír la amable invitación que sus hombres hicieron a John para que los acompañara, Owen cogió de inmediato a la carta.
Lo que leyó la llenó de turbación. Un tónico envenenado. Y lo inconcreta que había sido Cecilia Ridley a propósito de lo que Ridley había estado tomando… A Owen no le gustaba aquello. ¿Podía haberse equivocado tanto con Cecilia? ¿O había alguien más en la casa que odiaba a su amo?
Cielo santo, ¿cómo afrontar esto? «Señora Ridley, ¿estabais envenenando a vuestro esposo por alguna razón en especial?» Maldita sea. En este asunto, Jehannes habría sido mejor que Owen.
Siguió leyendo las noticias sobre la desaparición de Jasper de la catedral y los indicios de que había habido una pelea. Maldito Thoresby. Owen le había advertido que el muchacho correría peligro.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Cecilia.
Owen se sobresaltó. No la había oído bajar a la sala ni acercarse a él. La viuda de Ridley llevaba un pañuelo para mantener el cabello retirado de la cara e iba arremangada.
—¿Cómo está vuestra hija esta mañana? —preguntó Owen.
—Ya no arde. Ha tomado un poco de vino aguado y he venido a ver qué puede prepararle Angharad. —Cecilia se sentó junto a Owen—. He oído voces.
Owen asintió.
—Un mensajero de York que ha traído el otro equipaje de vuestro esposo, el morral que habíais dicho que faltaba, supongo. Le echaremos un vistazo más tarde, después de que hayáis resuelto lo de la comida de Anna.
—¿Otro equipaje? —la voz sonó nerviosa.
—Nada de que preocuparse —mintió Owen.
—¿El mensajero está en la cocina?
—Sí. ¿Queréis que vaya a pedirle a la cocinera un caldo para Anna mientras vos tomáis una copa de vino caliente?
Cecilia miró ansiosa hacia la puerta de atrás, luego suspiró y asintió.
—Necesito algo caliente.
Owen la dejó allí y se llevó la carta consigo, pero dejó el morral. Cuando volvió al cabo de un rato, seguido por Sarah la criada, con un tazón de caldo, Owen vio el rubor en el rostro de Cecilia. Y el morral había sido movido de sitio, de manera que ella lo había inspeccionado. Eso no significaba forzosamente que temiera que hubiera algo incriminatorio en su interior, aunque nadie podía estar seguro. A Owen no le gustaban las complejidades que comenzaba a percibir en aquella familia.
* * * * *
Por la mañana, Jasper parecía fuera de peligro. Entendió lo que Lucie le decía y logró tragar un poco de caldo. Lucie y Tildy le prepararon una cama en la diminuta habitación de ésta, detrás de la cocina. El cuarto compartía la chimenea con la cocina, así que allí estaría calentito, y al mismo tiempo fuera de la vista de cualquier visita. Melisende dio vueltas alrededor del jergón del muchacho, olfateando y examinándolo, luego saltó sobre su pecho y lo miró un rato. Cuando Jasper extendió la mano para acariciarla con suavidad detrás de las orejas, dio su aprobación, giró tres veces sobre sí misma y se acostó, ronroneando, sobre el estómago del muchacho. Jasper cayó en un sueño agradable. Lucie y Tildy acababan de sentarse a comer un poco de pan y queso cuando sonó la campana de la tienda.
—Dios tenga piedad de nosotras, ¿ahora qué pasa? —murmuró Lucie mientras iba a contestar a la puerta.
Fuera estaba un hombre joven vestido con el colorido traje de los músicos de la ciudad.
—Ambrose Coats —dijo, con una inclinación de cabeza—. ¿La señora Wilton?
—Soy yo. —Lucie se hizo a un lado para que entrara y notó que llevaba un paquete. Encendió una lámpara que había sobre el mostrador y examinó a su visitante. Sus grandes ojos verdes estaban clavados en un rostro delgado y huesudo, pero de aspecto saludable. Parecía preocupado o asustado—. ¿En qué puedo ayudaros, maese Coats? Es tan temprano…
—Perdonadme, no he podido esperar más. Un amigo me aconsejó que viniera a consultaros acerca de mi problema. —Ambrose Coats sonrió con timidez y se quitó el gorro de fieltro. Unos rizos de un rubio oscuro le cayeron sobre los ojos; se apartó los cabellos con una mano enguantada.
—¿Qué problema?
Ambrose depositó el paquete sobre el mostrador.
—Es esto. Os pido disculpas por traer algo tan espantoso a vuestra tienda, pero no se me ha ocurrido otra cosa mejor que hacer. Tengo entendido que el capitán Archer está ayudando al arzobispo a buscar a los asesinos de los dos comerciantes de tejidos. Yo… Ah, Dios santo, tal vez si hubiera… —Desenvolvió el paquete.
Lucie se santiguó y murmuró una oración.
—¿La mano de Gilbert Ridley?
—Es lo que me temo, señora Wilton. Apareció ayer en la puerta de mi casa. Quizás el cerdo de mi vecino la desenterró de algún lado y la dejó ahí.
—¿Estaba en el suelo, desenvuelta?
—Sí.
Lucie se dio cuenta de que, en esa respuesta, la voz del hombre había cambiado. Ambrose Coats estaba mintiendo. ¿Sobre qué?
—¿Por qué no la llevasteis a un alguacil de la ciudad?
Ambrose se miró las botas.
—Yo… prefiero que nadie lo sepa. Soy empleado del consejo de la ciudad. No quiero mezclarme en ningún escándalo. —Se encogió de hombros.
—¿Por qué suponéis que es la mano de Gilbert Ridley? En la ciudad los cerdos están prohibidos por su costumbre de escarbar en las tumbas. Podría ser la mano de cualquiera, arrancada a dentelladas de cualquier cadáver.
Ambrose hizo una mueca.
—Pero mirad la muñeca. Esto es obra de una espada o un hacha, ¿os dais cuenta? No de los dientes de un cerdo. —En ese momento se apoyaba alternativamente en un pie y luego en el otro, y jadeaba ligeramente, como si…
—¿Os sentís mareado, maese Coats?
—Ah, Dios mío. —Se pasó una mano enguantada por la frente—. Creo que no. Pero no es fácil hablar de esto.
—Podría ser la mano de un ladrón cortada y enterrada fuera de los muros de la ciudad.
Ambrose negó con la cabeza.
—Demasiado lejos para que la trajera el cerdo.
—Estáis muy empeñado en que sea el tesoro del cerdo.
—Supongo que puedo estar equivocado.
—¿Conocíais a Will Crounce o a Gilbert Ridley?
—A maese Ridley, sólo de saludarlo. A Will lo conocí mejor. Por el retablo. Habíamos ensayado juntos. Sí, a Will sí. Era un hombre amable y de gran talento.
—¿Es posible que alguien haya dejado esto en vuestra puerta como advertencia?
Los ojos verdes se abrieron de par en par, alarmados.
—¿Una advertencia? ¿Por qué? Yo conocía a Will, pero ¿cómo se me puede relacionar con maese Ridley?
Para Lucie, esa respuesta significaba que el hombre la había pensado de antemano. Y volvió a tener la sensación de que, si no le mentía, al menos no estaba diciendo todo lo que pensaba. Se le ocurrió algo.
—¿Vivís solo?
—Eh… sí, vivo solo. —Ambrose asintió con demasiado énfasis, como para convencerse a sí mismo.
—Por favor, maese Coats —dijo Lucie con creciente irritación—, si no queríais ser sincero conmigo, ¿por qué me habéis traído aquí vuestro problema?
—¿Qué otra cosa podía hacer?
—Volver a enterrarla.
—Pero el cerdo…
—¿Por qué os preocupa lo que suceda con esta mano, maese Coats?
—Pensé que al capitán Archer le sería útil verla, saber que la mano estaba en la ciudad. —Ambrose sacudió la cabeza—. En realidad, no sé qué pensé. Sólo quería sacarla de mi casa.
Parecía sincero…, ¿quién podía reprochárselo? Lucie se tranquilizó un poco.
—¿Quién os aconsejó que la trajerais aquí?
—Un amigo.
—¿Alguien a quien yo conozca?
—Sois la boticaria. Todo el mundo os conoce.
—Ésa no es una respuesta. ¿Quién es vuestro amigo?
Ambrose miró la gorra que tenía entre las manos.
—No puedo decíroslo, señora Wilton.
Lucie suspiró.
—No me hace ninguna gracia que me digáis la mitad de la verdad, maese Coats. Esto me inclina a pensar qué estaréis ocultando; si tenéis una buena razón para no acudir al alguacil.
—Siento haberos molestado. ¿Queréis que me la lleve?
—No, por supuesto que no. Pero bien podríais darme más información. ¿No tenéis nada más que contarme?
Ambrose negó con la cabeza.
—Entonces permitidme sacar esto de mi tienda y seguir con el desayuno. —Lucie rodeó el mostrador y abrió la puerta.
—Quedad con Dios, señora Wilton. —Ambrose Coats pasó junto a ella y se desvaneció en la mañana nublada.
Lucie volvió a envolver la mano y la llevó al cobertizo del abono, fregó el mostrador de la tienda y luego se lavó las manos antes de volver a dar cuenta de su pan con queso. Decidió que pondría el paquete en una gran jarra de piedra y lo enterraría en la parte de atrás del jardín hasta el regreso de Owen. Al menos el jardín estaba cerrado por una pared. Ningún cerdo podría desenterrarla y dejársela como regalo a otro vecino inocente.
Pero ¿era Ambrose Coats inocente? Algo le ocultaba, y sin embargo había traído la mano. El asesino no habría hecho eso. Y si Ambrose sentía que él podía ser la siguiente víctima, ¿lo habría admitido?
Lucie deseó que Owen estuviera en casa.