El guardia de la puerta de Bootham no prestó atención al muchacho que renqueaba junto al carro del estiércol. Jasper se había ocultado en unos matorrales cercanos al palacio del arzobispo, hasta que recuperó el aliento y decidió dónde ir. Más tarde, fuera ya de las murallas de la ciudad, murmuró una plegaria de acción de gracias porque no había nadie esperándolo. Sólo tenía que seguir el muro de la abadía hasta la torre del agua de Santa María y luego girar hacia el río. La casa de la Mujer del Río era fácil de encontrar. Jasper podía hacer el esfuerzo de llegar hasta allí.
Pero el brazo derecho le dolía y a cada paso sentía más pesada la pierna derecha. Aunque apenas lloviznaba, Jasper ya estaba empapado. Presa del pánico, se había dejado la capa en la catedral. Llegó a la torre del agua y dobló la esquina del muro de la abadía, dirigiéndose al río. Cuanto más se acercaba a éste, más frío sentía. Le dolía la cabeza y el estómago le hacía ruido. Hacía uno o dos días que no comía: no se acordaba con exactitud. Eso de olvidarse de cuándo había comido por última vez lo asustaba. Jasper siempre recordaba sus comidas.
Cuando llegó a las frágiles construcciones de la «ciudad lombriz», el terreno empezó a ser desigual, y Jasper tropezó una y otra vez en el barro de los surcos. Había niños que lloraban, fuegos de maleza en la humedad del paraje y perros que ladraban sin cesar y olfateaban a Jasper a su paso. Por todas partes el agua de lluvia se congelaba en charcos. Jasper no miraba a nadie, sólo intentaba seguir andando. Los pies mojados le hacían sentir un frío terrible; no quería caerse y mojarse más todavía. El viento soplaba más fuerte y el río estaba subiendo. En los páramos estaría lloviendo o nevando intensamente. Jasper gimió, sabiendo que eso probablemente significaba que para llegar a la casa de Magda tendría que vadear el río, ya que aquélla se levantaba en la planicie de aluvión, en una roca fangosa que había a la orilla del agua.
Cuando terminó de abrirse camino hasta el borde de las chozas divisó la extraña casa de la Mujer del Río, que se levantaba en medio del río crecido. El agua que rodeaba a la choza no parecía todavía demasiado profunda, pero al cruzar, Jasper se empaparía completamente los pies. Vaciló, preguntándose qué pasaría si ella no estaba en casa. Pero el agua seguía subiendo. Jasper debía cruzar en ese momento o encontrar otro refugio, y no se le ocurría ninguno.
Se metió en el agua. La profundidad era mayor de lo que había creído y se mojó hasta la mitad de las pantorrillas; además, con la pierna lastimada era difícil mantenerse erguido en medio de la corriente. Cuando subía por la pendiente para encarar la cabeza de la serpiente en el umbral, Jasper ya no podía evitar el castañeteo de los dientes. El monstruo marino le sonreía, y Jasper se imaginó al animal moviendo la cola detrás de la choza. Cerró los ojos, se acercó a la puerta y llamó con fuerza para que la Mujer del Río lo oyera a pesar del ruido del viento. No hubo respuesta. Jasper retrocedió y miró al tejado. Salía humo, de manera que dentro el fuego estaba encendido. Volvió a llamar. Nada. Finalmente empujó la puerta; estaba demasiado desesperado por llegar al calor de ese fuego para ser educado.
La choza llena de humo estaba a oscuras, salvo por el fuego que había en el centro. Jasper dio unos pasos hacia dentro y cerró la puerta a sus espaldas. Algo con olor a polvo le rozó la frente. Se quedó quieto, esperando a que se le acostumbraran los ojos a la oscuridad. A lo largo de las vigas había manojos de hierbas colgados a secar. Por la habitación se observaban algunas mesas y bancos desparramados, y dos rincones cubiertos por cortinas donde Magda Digby seguramente tendría camas. Jasper fue a ver. No había nadie en ellas. Las camas parecían invitarlo. Tal vez pudiera quitarse la ropa mojada y dormir hasta que ella regresara. Acercó un banco al fuego y puso sobre él su ropa para que se secara. Era todo lo que tenía. Al depositar los zapatos rotos en el borde del círculo de fuego advirtió que, sobre una piedra, había un caldero con un líquido hirviendo. Se acercó y metió un dedo. El color era verde y el sabor amargo. No contenía carne ni grasa de ningún tipo. Sería alguna clase de infusión de hierbas. No muy sabrosa. Pero estaba caliente y él tenía mucho frío. Jasper cogió un pequeño cuenco de un estante, se sirvió un poco de caldo y se lo bebió rápidamente. Cuando la lengua percibió el gusto amargo, se estremeció; pero lo calentó por dentro, y dio gracias por ello. Se dejó caer en una de las camas y al instante se quedó dormido.
Lo despertaron fuertes calambres en el estómago. Se apretó la cintura y se bajó de la cama, porque no quería ensuciarla con el vómito. Estaba mareado y no podía mantener el equilibrio. Se sentó sobre los juncos, se dobló sobre sí mismo y devolvió. Se arrastró para alejarse de la suciedad, pero sentía como si hubiera cuchillos de fuego que estuvieran arrancándole el estómago. Jasper se arrolló sobre un costado y gimió, con un nuevo calambre. Estaba asustado. La gente puede morirse de un dolor así. Trató de rezar, pero no podía concentrarse en la oración. Eso lo asustaba más todavía. Si no podía rezar, ¿cómo moriría en gracia de Dios? Entraba y salía de un sueño en el que se encogía hasta adquirir el tamaño de un ratón y se ahogaba en un caldero que contenía un caldo amargo y verde que no debía oler ni beber. En otro sueño, un fraile vestido de marrón llevaba a la madre de Jasper hasta una de las camas con cortina de la choza de Magda y le decía a ésta que primero se ocupara del muchacho. «¡No! —gritaba Jasper—. ¡Primero salvad a mi madre!»
Y entonces alguien estaba inclinado sobre él, oliendo a río, a tierra y a fuego.
—Jasper, abre los ojos. ¿Qué has comido, Jasper? Magda tiene que saberlo. ¿Ha sido el caldo verde?
Él asintió débilmente y volvió a cerrar los ojos para protegerse de la luz de la lámpara de aceite que Magda le había acercado a la cara.
—Niño tonto. Eso no era para ti. Era para la muchacha que debe deshacerse del niño de su señor. ¿Cuánto has tomado, Jasper?
—Cuenco pequeño… —Señaló débilmente hacia donde creía que estaba el fuego—. ¿Es mi madre?
—No es tu madre, pobre criatura. Sólo una muchacha cuyo remedio tú has probado —respondió Magda.
Jasper cerró los ojos para evitar las lágrimas que revelaban su desilusión.
Magda lo acostó suavemente, se acercó al fuego y cogió el pequeño cuenco que estaba junto al caldo. Calibró el tamaño y frunció la nariz. El muchacho no había sido glotón, pero había tragado mucho más de lo que ella le habría dado a nadie.
—Ay, Jasper, pequeño. Podrías haberte envenenado. Magda ha de esperar a que tu vientre se purgue solo antes de que el veneno haga efecto. Y ahora vas a sentir dolor porque Magda va a arreglarte el brazo y envolverte esa pierna. Tienes suerte de que la pierna no esté rota.
Jasper gimió cuando el hombre vestido de marrón de su sueño se inclinó sobre él y lo inmovilizó.
—El fraile Dunstan trajo a la muchacha cuyo remedio has probado, Jasper. Él me ayudará a mantenerte quieto mientras te acomodo el brazo.
Cuando Magda estiró del brazo de Jasper, éste se desmayó del dolor.
Magda se alegró. Para sus ocho años, el muchacho ya había sufrido demasiado; con eso bastaba. Después de entablillarle el brazo, ponerle un emplasto y vendarle la cadera y la rodilla lastimadas, Magda le preparó a Jasper un jergón cerca del fuego, apilando mantas y pieles encima de él para hacerlo sudar. Sólo tocaba esperar que el veneno no hubiera estado demasiado tiempo dentro del muchacho y, por lo tanto, no hiciera efecto.
Mientras Jasper dormía, Magda se ocupó de la muchacha, pero sus pensamientos estaban en el niño acostado allí, junto al fuego, tan quieto y pálido. No quería ser responsable de la muerte del muchacho, uno de sus preferidos: era ágil de mente y tenía buen corazón. Cuando murió la madre, Magda había pensado en quedarse con él, pero finalmente había abandonado la idea. Si podía sobrevivir en las calles de York, estaría mejor allí que con ella. Relacionarse con la «ciudad lombriz», como llamaban las personas finas de York al patético amontonamiento de chozas que se hallaban a lo largo del río, era condenarse a una vida de mendigo o de ladrón.
El muchacho gritó y Magda corrió hacia él, cogiendo el delgado cuerpecito en sus brazos, a pesar del entablillado. Respiraba con dificultad, pero no eran estertores. Tal vez estuviera ya fuera de peligro. No había caído en el estado de estupor que lleva a la muerte. Magda meció a Jasper y le canturreó suavemente hasta que el muchacho se quedó tranquilamente dormido.
Pronto, la muchacha también durmió tranquila. Magda se dirigió al fraile.
—¿Y cómo vas a pagarle a Magda, eh, Dunstan?
—Pensé humillarme ante mi hermano y pedirle dinero —contestó el fraile—. A menos que aceptes que yo rece una plegaria por tu alma todos los días de mi vida hasta el día de mi muerte.
Magda resopló.
—¿Plegarias de un fraile pecador? Aun cuando compartiera tu fe, Magda no consideraría muy valiosas tus plegarias. Y en cuanto al dinero de tu hermano… —Puso los ojos en blanco—. Magda dice que hagas una misión para ella. Irás a la boticaria, la señora Lucie Wilton, y le pedirás que reciba a este muchacho en su casa hasta que se encuentre fuera de peligro. Todo el peligro actual, subráyalo así, Dunstan; no lo olvides. Ella comprenderá.
* * * * *
Ambrose Coats, uno de los músicos de York, andaba deprisa por el Callejón del Cojo con sus instrumentos envueltos en una capa y apretados contra el pecho, aunque los aleros de los edificios lo protegían bien de la lluvia. Tarareaba la nueva pieza que acababa de ensayar con sus compañeros músicos y no vio el paquete que había delante de su puerta hasta que tropezó con él. Lo recogió y entró ansioso por ponerse junto a un buen fuego. Ya dentro, dejó caer el paquete cerca del brasero, luego desenvolvió con cuidado el rabel y la crotta, con los dos arcos, y los colgó de unas clavijas que había lejos del hogar para que no les afectara el brusco cambio de temperatura. Hecho esto, se inclinó hacia el paquete, que despedía un olor desagradable.
Ambrose decidió dejarse los guantes puestos para desenvolver el paquete mojado. Tenía buen cuidado de protegerse las manos de fríos que pudieran endurecerlas. Había visto a muchos buenos músicos perder su habilidad porque los dedos se les endurecían y se volvían torpes con las cuerdas. Ambrose se sentó en un banco, se inclinó hacia delante y desenvolvió el paquete.
—Deus juva me! —susurró Ambrose, mirando la mano humana.
Lo primero que se le ocurrió fue que el cerdo del vecino había estado otra vez escarbando y le había dejado aquello en la puerta. Sin embargo, la mano había sido envuelta. No, entonces no había sido el cerdo; el animal inmundo habría roto el envoltorio. Entonces, ¿de dónde provenía esa cosa horrible? Dios del cielo, ¿qué iba a hacer con ella? Con cuidado, Ambrose volvió a envolver la mano con la tela. Si no había sido el cerdo, entonces…
La mano. Por supuesto… los dos asesinatos. ¿Habían encontrado las manos finalmente? Y sobre todo, ¿habían encontrado a los asesinos? Pues si no era así, todo el mundo era sospechoso, y a Ambrose no le interesaba quedar en evidencia. Y menos con las dudosas relaciones de su amigo.
Pero ¿qué hacer con esa cosa? Si la enterraba en el jardín, ese cerdo asqueroso podía venir a hurgar y desenterrarla. El cerdo estaba siempre suelto, lo cual era ilegal en la ciudad. Ambrose tendría que denunciar a su vecino a un alguacil. Ya hacía tiempo que tenía que haberlo hecho, pero no se había decidido porque temía que el vecino se vengara esparciendo rumores sobre él y su amigo. En especial sobre su amigo. A la gente de la ciudad no le gustaban los extranjeros.
Ambrose se quedó sentado junto al brasero con actitud sombría, reflexionando sobre su dilema, esfumada ya toda la felicidad del ensayo.
* * * * *
A última hora del día, Magda oyó el chirrido y el ruido sordo de un bote que subían a la roca. Con suavidad, dejó a Jasper en el jergón y fue a buscar el cuchillo. Esperaba que fuera el fraile Dunstan con la respuesta de Lucie Wilton, pero era mejor estar preparada por si había problemas. Magda no se había esforzado tanto con Jasper para que ahora lo asesinaran. Conteniendo el aliento, se agazapó junto a la puerta y esperó.
La puerta se abrió despacio. Magda empuñó el cuchillo con fuerza.
—¿Magda Digby? Soy el fraile Dunstan, con la boticaria y su criada.
Magda se incorporó.
—¿Han venido aquí? —Guardó el cuchillo en el cinturón y encendió una lámpara de aceite.
Lucie se quitó la capa mojada y se arrodilló para mirar al muchacho.
—¿Lo has purgado? —preguntó.
Magda se encrespó ante semejante pregunta, pero se calmó. La boticaria era valiente al venir a un lugar desconocido, de noche, en medio de la tormenta, para rescatar a un niño herido.
—Magda ha hecho todo lo posible por el momento. Venid. Sentaos junto al fuego y entrad en calor.
Magda sostuvo la lámpara de aceite junto a la cara de Lucie cuando la boticaria se volvió hacia ella.
—Os parecéis mucho a vuestra madre, pero tenéis el espíritu más fuerte. Magda os da las gracias por haber venido —dijo sonriendo.
Lucie le indicó a Tildy que se sentara junto a ella.
—No entiendo. ¿Por qué me pides que me quede con el muchacho si tienes suficiente habilidad para cuidarlo tú misma, Magda?
—No me extraña la pregunta —respondió Magda, asintiendo—. Pero venid, sentaos. Bebed un poco del buen brandy de Magda. Cruzar la zona inundada os ha congelado, Magda lo sabe.
Agradecida, Lucie cogió la copa.
—Sois más confiada que vuestro esposo. Ojo de Pájaro no bebe con Magda.
Lucie rio.
—Odia que lo llames de esa manera, ¿sabes? En cuanto a confianza, yo sé que asististe a mi tía Phillippa en mi nacimiento. No tengo nada que temer de ti.
A Magda le gustaba la mujer de Ojo de Pájaro.
—Sois justo la persona que Magda esperaba que fuerais. Ella necesita que os llevéis a Jasper a vuestra casa, que lo cuidéis y que lo protejáis. ¿Podéis hacerlo?
Lucie miró a la criada.
—Tildy dice que está dispuesta para el trabajo adicional de cuidarlo.
—¿Este polluelo? —dijo Magda, observando a Tildy.
La muchacha había estado mirando a Jasper con melancolía. Entonces la cara se le iluminó.
—Yo atendí a todos mis hermanos y hermanas muchas veces. Y me recuerda a mi hermano Alf, el que mataron en los páramos. Me gustaría cuidarlo.
—Yo sé que Owen está preocupado por el muchacho —dijo Lucie—, de manera que estoy dispuesta a llevármelo. Pero ¿por qué no lo dejas aquí? El fraile me ha dicho que Jasper acudió a ti. Debe sentirse seguro aquí.
Magda miró al muchacho.
—Magda desearía que Jasper pudiera quedarse con ella, pero él necesita protección; alguien debe estar cerca de él en todo momento. Magda vive sola. ¿Cómo puede cuidarlo?
—Si va a venir a casa conmigo, cuéntame todo lo que sepas de él —dijo Lucie.
Magda asintió.
—Estáis en vuestro derecho de preguntar. Bien. ¿Qué sabe Magda? El padre era carpintero. Murió cuando Jasper tenía seis años. La madre era bordadora. El Gremio de la Lana la contrató para embellecer el vestuario de su retablo y hacer un banderín nuevo para el gremio. Will Crounce era responsable de dar la aprobación a su trabajo. Una cosa llevó a otra, y finalmente él declaró sus intenciones de casarse con ella. Para demostrar su buena fe planeaba promover a Jasper en el gremio. El primer paso fue el trabajo que le dieron a Jasper: engrasar el carretón del retablo.
—¿Ése fue el día en que la madre enfermó? —preguntó Lucie.
Magda asintió.
—El niño que Kristine de Melton llevaba en sus entrañas era de Will. Sin embargo, los dioses se lo arrancaron de su vientre. A menudo sucede que algo así envenena a la madre. —Magda se encogió de hombros—. Hay algo más. Ya sabéis que el muchacho presenció el asesinato de Crounce y se ocultó. Ha sobrevivido a diversas agresiones y ha venido a que Magda lo curara. Es la segunda vez que se rompe el mismo brazo. Pobre criatura. Magda puede hacer muy poco para protegerlo.
Lucie miró al muchacho dormido.
—¿Cuántos años tiene?
—Casi nueve.
—¿Sabes de quién se oculta?
Magda negó con la cabeza.
—El muchacho cree que si no dice nada protege a Magda. ¿Os dais cuenta? —Su risa sonó como un ladrido.
—¿Crees que es la misma persona la que lo encuentra siempre?
Magda lo pensó. Se encogió de hombros.
—Magda cree que ésta es la primera vez que Jasper se ha enfrentado a su atacante. Algo ha cambiado. Tal vez el atacante está más desesperado. Eso no es bueno.
—¿Nos lo llevamos esta noche? —preguntó Lucie.
Magda asintió.
—Es mejor.
Magda y Lucie despertaron al muchacho y le explicaron adonde le iban a llevar, pero él no parecía comprender. Al envolverlo en unas mantas se puso a gimotear, aferrándose a Lucie cuando Dunstan intentó levantarlo.
—Yo lo llevaré al bote —dijo Lucie—. No está lejos.
En el bote, Lucie y Tildy llevaron al muchacho en sus regazos mientras el fraile Dunstan remaba la poca distancia hasta la otra orilla. Soplaba un viento frío y Lucie abrazaba al muchacho para protegerlo. El fraile Dunstan cargó a Jasper para subir la orilla de barro, a pesar de las protestas del muchacho. Arriba, uno de los hermanos de Tildy esperaba con el carro y el burro de Bess.
Al ser de noche, las puertas de la ciudad ya estaban cerradas, pero el guardia de la puerta de Bootham había accedido a dejarlos entrar por allí. Con Jasper gimiendo y temblando en el carro, Lucie sintió que el guardia tardaba una eternidad en contestar a su llamada; pero al final acudió. Era ya muy tarde cuando llegaron a la botica.
—¿Necesitáis una cama para esta noche? —le preguntó Lucie al fraile.
—Dios os bendiga, pero no, mi convento no está muy lejos —respondió.
—Ha sido mucho trabajo —dijo Lucie—. ¿Por qué habéis hecho esto? ¿Conocéis al muchacho?
Dunstan bajó la cabeza.
—No. Lo hice en pago por una noche de trabajo de la señora Digby.
Lucie frunció el entrecejo.
—Su trabajo… ¿Os referís a la muchacha que estaba en la cama tras la cortina?
El fraile asintió.
—¿Llevaba un hijo vuestro?
—Que el Señor tenga piedad de este pecador —dijo Dunstan, golpeándose el pecho—. Ahora me retiro. Que Dios bendiga esta casa. —Salió por la puerta de la cocina.
Lucie se sorprendió sonriendo ante la exigente penitencia que había impuesto Magda Digby a modo de pago. En la Mujer del Río había una lógica flexible que a Lucie le gustaba.