Capítulo 7

Un tesoro sangriento

La lluvia azotaba la catedral. Aporreaba las baldosas y las columnas en las zonas donde el techo estaba sin terminar. El viento silbaba en cada orificio que hubiera entre las piedras, gritando, gimiendo, quejándose, murmurando. Pero los ruidos no asustaban a Jasper. Lo consolaban. Estaba hecho un ovillo en una pequeña abertura de la pared de la capilla de Nuestra Señora, cerca del coro, protegido de la lluvia por los andamios de los albañiles, quienes, junto a los carpinteros, miembros del gremio de su padre, le permitían quedarse allí; trataban de protegerlo. Sin embargo, no podía quedarse mucho. No debía quedarse mucho tiempo en ningún lado o comenzarían los accidentes. Incluso aquí.

Al principio, Jasper pensó que, entre la muerte de su madre y el horror de ver el asesinato de maese Crounce —así como sus pensamientos sobre ellos todo el tiempo—, se había vuelto inútil y obtuso, pero la Mujer del Río le dijo que era peligroso echarse la culpa de las cosas y que sería mejor que estuviera atento.

—Tú eres el único que puede señalar con el dedo a los hombres que han asesinado a tu buen maese Crounce. Has dicho que estaba oscuro, que no pudiste verles las caras, pero el temor de ellos y su culpa habrán de convencerlos de que sí los has visto, y tendrán miedo de ti. Ansiarán verte muerto, Jasper. A Magda no le agrada imaginarte envuelto en una mortaja, como ocurrió con su querido Potter. Estate alerta y ven a ver a Magda cuando puedas, pues ella ansiará saber que estás vivo.

La Mujer del Río era extraña y daba miedo. Tenía unos ojos penetrantes y unas manos huesudas pero fuertes, y llevaba ropa de varios colores, hecha con telas de los desechos de otros que ella cosía; sus movimientos eran súbitos, inesperados en una persona de su edad. La casa era extraña, y en el techo había un barco vikingo colgado del revés y una serpiente marina suspendida hacia abajo para dar la bienvenida a las visitas con una mueca, y olía… a humo, a raíces muy profundas, a agua del río, a sangre. Pero Jasper confiaba en la Mujer del Río como no confiaba en nadie más. Su madre le había dicho que Magda Digby era la única persona en York que no le debía nada a nadie, por lo que era libre y se podía confiar en ella: nadie podía arrancarle un secreto. Por eso Jasper había acudido a ella cuando se rompió el brazo al caer de un tejado que estaba ayudando a cubrir de paja, y otra vez a causa de las magulladuras y los cortes que se hizo cuando se cayó en un establo y se lastimó el costado con un arado medio enterrado entre el heno.

Después del incidente del establo, Jasper decidió hacer caso de la advertencia de la Mujer del Río. Y la cautela le dio resultado. Tan pronto como la gente para la que trabajaba comenzaba a hacerle preguntas sobre el asesinato de maese Crounce, Jasper desaparecía. Y los accidentes terminaron. De vez en cuando iba a buscar la protección de los albañiles y los carpinteros de la catedral, pero ni siquiera eso era ya seguro.

De ahí que esa cómoda grieta de la catedral fuera un hogar temporal, que él valoraba mucho en ese momento en que la tormenta machacaba las piedras. Se enrolló más, haciéndose un ovillo, y se durmió otra vez. No obstante, algo lo despertó: una pisada, la sensación de que había alguien cerca. Jasper se arrastró hasta el borde de su cubículo y miró hacia fuera, preguntándose si se había escondido demasiado en la oscuridad y no se había dado cuenta de la llegada del alba. Siempre trataba de despertarse al amanecer para poder orinar en privado antes de que llegaran los albañiles.

Al principio Jasper no veía nada. Estaba oscuro todavía, salvo por ese color gris previo al alba, allí donde terminaba el tejado. Pero oyó algo. Sonaba como el borde de una capa o de una falda que arrastraran sobre las baldosas. Y un perfume. Agua de lavanda. Su madre solía ponerse agua de lavanda cuando maese Crounce iba de visita.

Jasper se preguntó si sería el fantasma de su madre que venía a buscarlo. Si pudiera, ella vendría a consolarlo. A él le encantaría. Le gustaría que su madre lo abrazara, le acariciara el pelo y le contara historias de su padre.

Pero los muchos meses pasados solo le habían enseñado a tener cuidado. Si se equivocaba, si no era su madre sino alguien que tratara de hacerle sentir suficientemente confiado para dejarse ver, podían matarlo. Por eso Jasper contuvo el aliento y escuchó.

—Por las barbas de san Pedro, ¿dónde está la piedra? —murmuró alguien. Una voz de mujer—. Dijeron cinco palmos desde la esquina y seis piedras hacia arriba.

En aquel momento estaba muy cerca y Jasper oía su respiración rápida. Se escuchó un ruido como el que se hace al raspar. Luego algo se rompió. Jasper estaba tan tenso que saltó como movido por un resorte.

—Qué cuchillo más malo —murmuró la intrusa—. Es una miserable. Afila los cuchillos hasta dejarlos finos como un pergamino. ¡Pues vaya!

Entonces se oyó el ruido de una piedra contra otra.

Acto seguido, Jasper empezó a ver la sombra de la mujer, a medida que el gris se diluía en un débil amanecer. Ella estaba de cara a la pared, justo al otro lado del escondite de Jasper, agachada, tirando de algo. Por el ruido, debía ser una piedra. Supuso que la mujer había escondido algo detrás de una piedra suelta.

Se estremeció. No quería ser testigo de nada que después lamentase. Se apartó del borde del escondite. El estómago le rugió y contuvo el aliento, convencido de que el rugido había resonado en toda la catedral. Pero ella no acudió. Jasper se tranquilizó y comenzó a arrebujarse para que sus cabellos claros no sobresalieran y lo delataran. Entonces los harapos que tenía puestos se confundirían con un montón de trapos de los albañiles. Sin embargo, al moverse levantó polvo, y la nariz lo traicionó con un poderoso estornudo, que lo sorprendió tanto que se dio un golpe en la cabeza.

—¿Quién anda ahí? —preguntó la mujer. Estiró el brazo y sacó a Jasper del agujero, arrastrándolo por la roca, y lo arrojó sobre las piedras, casi una vara más abajo. Era sorprendentemente fuerte. Jasper aterrizó sobre el lado derecho y el brazo y la pierna se le doblaron bajo su propio peso. El dolor lo dejó sin aliento.

Ella le dio una patada.

—Estabas espiando.

—Estaba durmiendo —gritó Jasper, aterrado. Creyó que se había roto el brazo y la pierna. No podía ni protegerse ni salir corriendo.

Ella lo cogió de la capucha de la túnica y lo llevó hacia la luz; luego le cogió la cabeza entre las manos y examinó su rostro.

—Pero si es Jasper de Melton. Bien, es la última vez que me sigues. Él te está buscando, ¿sabes? Juega contigo y hace alardes de ello. Pero ahora te ha perdido el rastro. Eres muy astuto.

Ojos oscuros, boca grande, manos grandes. Jasper no alcanzaba a ver mucho más. Creyó haberla visto antes, pero no recordaba dónde.

—¿Cómo sabes mi nombre? —preguntó.

—Toda la gente de York sabe tu nombre. Y fuera de las puertas de la ciudad tu fama se ha extendido hasta… —Rio—. Pero no debo hablar de más.

Con dificultad, Jasper se soltó de la mujer. Entonces, ella se lanzó contra él, dejando caer lo que tenía en la otra mano, un bulto sucio de sangre que cayó al suelo. Jasper lo mandó lejos de una patada, esperando que ella fuera tras él. El paquete rodó bajo la lluvia y la tela se desenvolvió y puso al descubierto una mano humana.

Jasper gritó.

La mujer sacó un cuchillo de la capa y lo levantó por encima de él.

Jasper levantó las manos sobre la cabeza, protegiéndose.

Ella rio.

—No te preocupes, Jasper. La punta se me rompió con la piedra y no tengo estómago para matarte con un cuchillo desafilado. —Volvió a levantarlo agarrándolo de la capucha—. Pero de ahora en adelante voy a llevar un cuchillo con una buena punta. Y si me entero de que has dicho una sola palabra de lo que has visto, o que me describes a alguien, te mataré. O lo hará él. —Volvió a reír.

En aquel momento Jasper cayó en la cuenta de quién era. Recordaba esa risa desde el día del Corpus Christi. Era la mujer que se había reído de maese Crounce.

Ella lo soltó, recogió la mano y se la guardó bajo la capa.

—Recuérdalo —dijo, con un brillo en la mirada que convenció a Jasper de que tenía muchas ganas de acuchillarlo, y se fue corriendo.

Jasper se incorporó hasta quedar de rodillas y rezó dando gracias por su salvación. Cuando trató de ponerse de pie un dolor agudo le corrió por la pierna derecha. Apretó los dientes y logró levantarse. El brazo derecho le colgaba, inutilizado: el dolor ahí era un palpitar sordo. Quería hacerse un ovillo y llorar. Quería a su madre. Quería que las cosas fueran como habían sido en otro tiempo, cuando su madre lo esperaba y la señora Fletcher le gritaba que no corriera al subir la escalera porque le daba dolor de cabeza. Jasper sintió lágrimas calientes en las mejillas.

Pero las cosas no eran como habían sido. Jasper estaba solo. La Mujer del Río tenía razón: tenía enemigos, los asesinos de maese Crounce. Debía desaparecer. Salió de la catedral cojeando.

* * * * *

Uno de los alguaciles de la ciudad entró corriendo en la tienda, maldiciendo al mal tiempo y luego disculpándose al ver a Lucie de pie detrás del mostrador.

—Perdonadme, señora Wilton, pero hoy el mundo ha sido dejado de la mano de Dios, con tanta lluvia y tanto viento. —Tiritaba, y dejó un paquete seco sobre el mostrador, frente a ella—. Me he tomado la libertad de detenerme en la taberna York y pedirle a la señora Merchet que viniera.

Lucie miró el paquete con curiosidad.

—¿Qué es esto, Geoffrey?

Bess irrumpió en la tienda.

—Así que encontrasteis un paquete debajo del puente del Foss y queréis que yo lo identifique, ¿eh?

Geoffrey se quitó la gorra.

—Señora Merchet, necesito que me digáis si reconocéis este paquete, y después la señora Wilton deberá identificar el contenido de la bolsa que hay dentro. —Geoffrey señaló el sucio morral de cabalgadura que había sobre el mostrador—. Fue hallado cerca del puente del Foss, bajo un montón de piedras.

Bess cogió el cuero húmedo.

—¿Puedo mirar dentro?

El alguacil asintió.

Bess abrió la tapa. Dentro había un odre vacío, una muda de ropa, varias bolsas tejidas, una libretita de cuentas, un cuchillo y una cuchara y un par de zapatos blandos, nada prácticos, de un rojo brillante.

—De Gilbert Ridley, no hay duda —exclamó Bess—. ¿Veis la piedra engarzada que hay en el mango de la cuchara? Y los zapatos, el color del jubón… —Asintió—. Son de Gilbert Ridley.

El alguacil pareció satisfecho.

—¿Y cuál es la bolsa cuyo contenido he de identificar yo? —preguntó Lucie.

El alguacil le alargó una de cuero, grasienta y muy usada.

—Tened cuidado al abrirla; dentro hay una especie de polvo.

Lucie la abrió con delicadeza, olfateó, tocó con un dedo el polvo —húmedo por haber estado debajo del puente—, se llevó el dedo a la lengua, cerró los ojos un momento, cató, volvió a oler el polvo y lo removió con un dedo, tocando los granos y observando los diferentes colores.

—Bien —dijo, cuando por fin levantó la mirada hacia los que esperaban su veredicto—, es un polvo peligroso; una mezcla de cosas, casi todas sanas. Pero contiene arsénico, aunque no suficiente para matar a nadie de repente, ni siquiera con rapidez. Sería letal gradualmente, al cabo de un tiempo. —Sopesó la bolsa en la palma de la mano—. Si tenemos en cuenta las concentraciones de los otros ingredientes, diría que a Ridley esta cantidad le habría durado más de quince días. O, en cualquier caso, a la víctima de Ridley. Pero si miráis la bolsa observaréis que estuvo mucho más llena. Habría el doble de lo que hay ahora. Por eso supongo que era suya, pues estuvo apenas dos días en York.

Bess se hizo la señal de la cruz.

—Dios tenga piedad de nosotros, ¿por qué iban a hacerle eso a Gilbert Ridley? Era un hombre orgulloso, pero no le hacía daño a nadie.

El alguacil parecía incómodo.

—¿Decís que esto puede matar gradualmente, señora Wilton?

Lucie asintió.

—Esto lo administraría alguien que quisiera una muerte dolorosa, no la que tuvo Ridley finalmente. Me dijiste que estaba enfermo, ¿no, Bess?

—Así es —respondió ésta—. Se quejaba del estómago. Se encontraba tan mal que era una sombra de lo que había sido.

Lucie asintió.

—Con el tiempo, éste sería el efecto del «tónico».

—Entonces os entrego esto para el capitán Archer —dijo el alguacil—, ya que el asesinato de maese Ridley ocurrió en el manso de San Pedro.

Lucie cogió el paquete y lo dejó en el suelo, detrás del mostrador.

—Y hay algo más que le resultará de interés al capitán —añadió el alguacil.

—¿Más? —exclamó Lucie—. Vuestros hombres han estado muy activos.

—Esto no ha tenido nada que ver con nosotros, señora Wilton, sino con los artesanos de la catedral. Cuentan que esta mañana Jasper de Melton, el muchacho que presenció el primer asesinato, ha desaparecido, aunque han encontrado su capa. Había sangre y señales de lucha. Temen por él.

—No entiendo —dijo Lucie—. Yo creía que el muchacho se había esfumado hacía tiempo.

El alguacil asintió.

—Nosotros también. Sin embargo, parece que se ha estado refugiando en la catedral de vez en cuando, y que ellos le han guardado el secreto en memoria de su padre, que era carpintero. Y esta mañana el muchacho no estaba. Ha huido en plena tormenta y sin la capa. Me parecía que el capitán debía saberlo, señora Wilton.

Después de que el alguacil se fuera, Lucie miró la bolsa del tónico envenenado de Ridley y la agitó dándole vueltas y más vueltas en la mano. Había tristeza en sus ojos.

—¿En qué piensas, Lucie? —preguntó Bess, tocándole la mano a Lucie para que la dejara quieta—. ¿Te preocupa el muchacho? ¿O el hecho de que Ridley tuviera dos enemigos?

Lucie dejó quieta la bolsa, pero siguió mirándola.

—Las dos cosas. Al principio supuse que éste era un simple asunto de robo. Después, que quizá fuera la venganza de un socio por una cuestión de negocios. Sin embargo, Gilbert Ridley estaba siendo envenenado, y despacio. Ridley le dijo a Su Eminencia que el dolor de estómago había empezado después de la muerte de Crounce, y que la esposa le estaba administrando un tónico. Algo nocivo. Según él, a veces le parecía que el dolor había empeorado desde que tomaba la medicina. De todas formas, la tomaba porque sabía que su esposa se preocupaba por su salud.

Bess examinó el rostro de su amiga.

—¿Y tú piensas que la mezcla de arsénico era el tónico?

—Es horrible pensar en una esposa que envenena a su marido lentamente, por la razón que fuere. Y, sin embargo, una vez Owen sospechó lo mismo de mí.

Bess resopló.

—No puedo creer que Owen haya sospechado nada de eso. Pensaría que tal vez habías envenenado a Montaigne, y accidentalmente a Fitzwilliam, pero no a Nicholas… ¿verdad?

—Sí lo pensó, Bess —respondió Lucie, casi con un susurro.

—Bueno, al final acabó bien —dijo Bess, sin convicción.

Lucie sonrió a su amiga.

—Todavía falta que estemos seguros, pero sí, creo que resultó. Y ahora tengo que escribir y contarle todo esto a Owen. Se enfadará por lo de Jasper de Melton. Le advirtió al arzobispo que el muchacho estaba en peligro. Debo enviar un mensajero a Beverley con este paquete y la carta.

—Mi mozo de mulas puede llevarlo —dijo Bess.

Lucie se alegró del ofrecimiento.

—Gracias. Confío en John para el encargo.

* * * * *

Mientras Owen colocaba sus pocas cosas en la bolsa, Cecilia Ridley caminaba por la habitación.

Cuando él ya no fue capaz de ignorar por más tiempo estos paseos, dijo:

—¿Qué pasa?

Ella no lo miró a la cara.

—¿Podríais vos y vuestros hombres quedaros una noche más? —Levantó la mirada, pero apartó los ojos, como avergonzada—. Sigo pensando que si Paul llega a cambiar de idea y regresa, será hoy, o esta noche. De manera que si os quedarais, por si os necesitara…

Owen quería irse. Echaba de menos a Lucie y estaba preocupado de que estuviera a la intemperie, bajo la lluvia, rezando ante la tumba de Wilton.

—¿Y vuestros hombres? Estarán aquí. El capataz debe conocer vuestras preocupaciones.

Cecilia negó con la cabeza.

—¿Jack Cooper? No es hombre de pelear. Ninguno de ellos lo es. Todo lo que os pido es una noche. No me gusta pedir nada, pero de esta manera todo sería muy distinto para mí.

Owen debía admitir que se apresuraba mucho en cumplir su deber, y además ya era mediodía. A esas alturas del año, eso significaba que no llegaría lejos antes del crepúsculo.

—Una noche más. Saldremos mañana por la mañana.

—Gracias. No olvidaré esto.

—Pero voy a aprovechar bien el tiempo —aclaró Owen—. Me gustaría hablar con vuestro capataz.

—¿Para qué?

—Quizá sepa algo sobre los negocios de vuestro esposo que vos ignoréis.

Cecilia levantó una ceja.

—¿Ah, sí?

—Perdonadme. No ha sido mi intención ofenderos.

—Lo sé, y puede que tengáis razón. La casa de Jack Cooper queda detrás de la casa grande. Junto al arroyo. Hay un camino que pasa por detrás de la cuadra. Ya lo veréis. De todas formas, a esta hora él puede estar en cualquier lado de la finca.

—Lo encontraré.

Owen fue por atrás, pasando por los hornos y por el edificio en el que se cocinaba todo lo importante. Revisó la cuadra. Su caballo estaba limpio y tranquilo. Había tres niños arrodillados al lado de un perro dormido.

Encontró el camino y llegó a la choza en unas cincuenta zancadas. En verano los árboles le darían sombra, pero ahora la rodeaban como esqueletos guardianes. Llamó a la puerta. Era una choza de aspecto confortable: tenía dos ventanas con postigos, una a cada lado de la puerta, la cual estaba bien encajada en el quicio y parecía de pesado roble. Ridley había sido generoso con las viviendas de sus criados. Owen volvió a llamar, y ya se volvía para regresar cuando la puerta se abrió a sus espaldas.

Un hombre de aspecto desaliñado, con la cara marcada por la viruela y de cabellos grises, estaba de pie en el umbral, entornando los ojos ante la luz del día, aunque ésta era débil.

—Ah, vos sois el hombre del arzobispo que vino anoche. Yo soy Jack Cooper. —Le tendió la mano.

Owen se la estrechó.

—Me alegro de encontraros aquí. Ya me había resignado a recorrer toda la finca a pie en vuestra busca.

El hombre frunció el entrecejo.

—¿Buscándome a mí?

—¿Os habéis enterado de la muerte de maese Ridley?

—Ah, sí. Qué terrible. Montañeses, seguro. Nadie odiaba tanto a maese Ridley para hacerle eso.

—¿Me permitís entrar?

Cooper reflexionó un instante y terminó por encogerse de hombros.

—Estaréis acostumbrado a algo mejor, viniendo de la casa grande, pero sois bienvenido, por supuesto. Estaba descansando. Anoche me quedé de guardia en el portón.

—Pero si ya estaban mis hombres allí.

Cooper asintió.

—Pensé que igualmente debíamos tener a algunos hombres de la casa. Maese Ridley lo habría querido así.

Dentro, un fuego encendido justo en el centro de la habitación hacía que la casa estuviera caliente y llena de humo. Había un jergón cerca del fuego. Y una copa al lado.

Cooper vio que Owen echaba un vistazo a su alrededor y se apresuró a explicarse.

—Fue una noche mala para los hombres y las bestias, capitán Archer. Tenía escalofríos todo el rato. Creí que nunca iba a parar de temblar. Encendí fuego, me saqué la ropa empapada, puse un atizador caliente en un poco de vino especiado y me acosté lo más cerca del fuego que pude sin quemarme.

Owen miró a su alrededor la gran habitación. Las paredes estaban blanqueadas con cal para hacerla más clara, y había juncos frescos en el suelo. Un toque femenino.

—Las esposas siempre son buenas para quitar el frío, ¿eh? —soltó Owen.

—Sí, pero Kate no está —replicó Jack—. Se fue a cuidar a su madre enferma —agregó, nervioso.

—¿Estáis lo bastante recuperado para hablar conmigo? —preguntó Owen—, para responder algunas preguntas sobre vuestro difunto amo.

—Ya he entrado bastante en calor. Venga. —Jack arrastró un banco que estaba junto a la pared y lo puso dentro del círculo de luz del fuego—. ¿Me aceptaríais un poco de cerveza?

—Con mucho gusto, maese Cooper.

—Ah, llamadme Jack, capitán Archer.

Owen asintió.

—Entonces, yo soy Owen.

Se arrellanaron con dos jarras de cerveza. No tan buena como la de Tom Merchet, pero aceptable. Jack Cooper estiró hacia el fuego los pies calzados con medias, tostándose los dedos. La choza estaba tranquila.

—¿Vuestros hijos están con vuestra esposa? —preguntó Owen, entablando conversación antes de lanzarse a las preguntas.

—No. Están en la cuadra cuidando de un perro enfermo. No me molestan y lo pasan bien —Jack bebió otro trago—. ¿Y qué queréis saber del amo?

—¿Habéis conocido a alguno de sus socios?

—Sí. A maese Crounce, Dios lo tenga en su gloria. —Jack se santiguó.

—¿Y además de Crounce?

Jack arrugó la cara y pensó.

—No. —Negó con la cabeza—. No recuerdo haber conocido a nadie más.

—¿Cómo os llevabais con maese Crounce?

Una extraña expresión cruzó el rostro de Jack.

—Ayudaba mucho a la señora Ridley. Y siempre era justo en sus tratos con nosotros, los que trabajamos en la finca. —Jack se encogió de hombros—. No puedo decir mucho más. ¿Es cierto que perdisteis un ojo peleando con un sarraceno?

Owen sonrió.

—Ojalá hubiera sido un sarraceno. Si hubiera matado a un sarraceno, me habrían perdonado todos mis pecados. Pero no fue en una cruzada. La guerra del rey, allí es donde perdí el ojo. —Owen bebió otro trago. La cerveza mejoraba a medida que pasaba el tiempo—. ¿Qué es lo que no os gustaba de Will Crounce?

Jack se sorprendió.

—Yo no he dicho que no me gustara.

—¿Qué es lo que no os gustaba? —preguntó Owen con voz serena.

Jack se miró los dedos humeantes de los pies.

—Eso no me convierte en el asesino de maese Crounce ni de mi amo.

—No se me ocurriría pensar nada semejante.

Pensativo, Jack tomó otro sorbo de cerveza.

—Maese Crounce tendría que haberse vuelto a casar.

Owen pensó en la respuesta.

—¿Queréis decir que necesitaba una mujer?

Jack asintió, sin dejar de mirar el fuego.

—¿Era afectuoso con la señora Cooper?

Jack cerró los ojos.

—Nunca los sorprendí, pero un hombre se da cuenta.

—¿Hablasteis con él de ese tema?

Jack miró a Owen. La mirada significaba claramente que éste era un tonto por hacer esa pregunta.

—Él era el amo cuando mi amo estaba de viaje. No podía acusarlo. Además, fue maese Crounce el que me recomendó a maese Ridley. Habría sido un acto de desagradecimiento.

—¿Se tomó libertades con otras mujeres de por aquí?

Jack miró hacia la puerta, como para asegurarse de que estaban solos.

—A mí no me gusta andar con cuentos, pero, a decir verdad, sospeché de él y de la señora Ridley. Había algo en la manera de mirarse, algo demasiado parecido a lo que pasa entre marido y mujer.

—Yo me preguntaba lo mismo —dijo Owen—, de manera que no habéis traicionado a vuestra señora, Jack. Os agradezco la sinceridad.

Jack asintió y miró a Owen.

—No soy estúpido. Si así fuera, no habría llegado a capataz.

—Por eso he querido hablar con vos. El capataz ve el corazón de la finca.

Jack sonrió.

—No lo podríais haber dicho mejor. —Guardó silencio un momento—. ¿Y cómo perdisteis el ojo?

Owen estaba cansado de la historia y necesitaba salir al aire fresco. El humo le estaba haciendo lloriquear y cualquier dificultad en el ojo bueno lo incomodaba. Cuando le fallaba la vista del ojo derecho se sentía verdaderamente ciego. Pero le debía algo a Jack Cooper por su hospitalidad y su sinceridad.

Así que Owen le habló al capataz sobre el juglar bretón que él había rescatado y liberado, y al que encontró pocas noches después cortando las gargantas a prisioneros cuyos rescates habrían sido sumamente valiosos para el rey Eduardo. Cuando Owen atacó al juglar, su amante se abalanzó sobre Owen. Éste los mató a los dos, pero después de que la hija de puta le hubiera abierto el ojo.

Jack escuchaba con una expresión que iba de la maravilla al lamento.

—Creo que a mí me habría gustado la vida de soldado.

—Quizá. Pero ahora tendríais más heridas en el cuerpo de las que podríais contar, en el caso de que si siguierais vivo. Y podrías estar cojo o manco.

—Pero habría hecho algo que contarle a mi muchacho.

Owen se encogió de hombros.

—Si los hubierais tenido.

—¿Vos no los tenéis todavía? —preguntó Jack.

—No. Pero hace sólo un año que me casé.

—Bien —dijo Jack—, ya vendrán. —Asintió—. Y tendréis buenas historias que contarles.

Owen se puso de pie y se estiró. Se restregó el ojo.

—Dios os bendiga por la hospitalidad, Jack. —Owen le tendió la mano.

Jack se levantó de un salto y se la estrechó afectuosamente.

—No creo que el asesino fuera un marido celoso. Crounce era mujeriego, pero maese Ridley no. Al menos, que yo sepa. Entonces, ¿cuál fue el motivo?

—Ésa es la pregunta, Jack.

—¿Sabéis? Me preguntasteis si conocía otros socios además de maese Crounce. Estaba maese Goldbetter. Vino una vez, y vaya alboroto organizaron con él. Un hombre impresionante, y muy elegante en el vestir. Pero no llevaba ningún anillo que pudiera compararse con los de mi amo.

Los anillos. Owen se había olvidado de ellos. Se preguntó cuántos de los anillos de Ridley faltaban junto con la mano.

—¿Cómo actuó Goldbetter con los dueños de casa? —preguntó Owen.

—Ah, fue una buena visita —contestó Jack—. Sus bromas hacían ruborizar a las señoras. Halagaba todo lo que se le ponía por delante. Un hombre muy jovial.

—Gracias, Jack. Ahora debo irme. Que Dios quede con vos.

Owen volvió a la casa, sumido en sus pensamientos.

Cecilia lo esperaba, con restos de lágrimas en las mejillas y muy pálida.

—Han traído el cadáver de Gilbert —dijo, con una mano sobre el estómago y la otra cerca de la boca—. Es atroz lo que le han hecho. —Miró fijamente a los ojos, pidiendo consuelo.

Owen permaneció allí, pétreo, resistiendo la tentación de tomar a Cecilia Ridley en brazos para confortarla. Reconoció el deseo en los ojos de ella y no se consideraba lo suficientemente santo para resistirse. Debía hacer algo para calmarla. En la bolsa del cinturón tenía el polvo de raíz de valeriana que Lucie había sugerido para que la viuda durmiera. Pidió vino, volcó en la copa un poco del polvo y se sentó a observar cómo Cecilia Ridley se bebía la mezcla. Esperó a que le volviera el color a la cara. Para Cecilia, las heridas del cuerpo de su esposo habían sido perturbadoras, aunque éste estaba lavado y envuelto en una mortaja que incluía hierbas de aromas agradables.

—No teníais por qué mirar —dijo Owen.

—Yo creo que sí. Quería asegurarme de que lo habían preparado de forma adecuada. Ahora estoy tranquila. —Cecilia bebió más vino.

—¿Podéis describir todos los anillos que llevaba puestos vuestro esposo cuando partió?

—¿Anillos? ¿Qué importan los anillos? —exclamó Cecilia.

—Si faltan algunos, podríamos buscarlos y quizás encontrar así a los asesinos de vuestro esposo.

—¡Ah! —Cecilia le dirigió una mirada de disculpa—. Claro. —Se restregó los ojos—. Debería recordar lo que Gilbert llevaba ese día. —Apoyó la cabeza entre las manos y pensó.

Owen esperaba no haber vertido demasiado polvo en la bebida. No quería que le hiciera efecto tan pronto.

Pero por fin Cecilia levantó la cabeza y le hizo a Owen una señal de asentimiento.

—Ese día Gilbert lucía los anillos que por lo general utilizaba para impresionar. Dijo que el arzobispo Thoresby era un hombre orgulloso. Y como esta donación era para la capilla en la que el arzobispo quiere que lo entierren, Gilbert quería que el arzobispo estuviera orgulloso de tener nuestro dinero. Llevaba cuatro anillos: uno tenía una perla; otro, un rubí; otro, una adularía, y el último era de oro repujado sin piedra.

Owen recordó el resplandor de los anillos de Ridley bajo el sol del verano.

—Para llevarlos de viaje, era toda una fortuna.

Cecilia se encogió de hombros.

—Gilbert sentía un orgullo necio por su éxito. Sin embargo, creo que cabalgaba con guantes.

Owen llamó a Sarah, la criada, que esperaba cerca.

—Ahora tenéis que dormir —le dijo a Cecilia. Ya averiguaría él qué anillos había en la mano que le quedaba a Ridley y en la bolsa que éste había dejado en York.

Cecilia se puso de pie y trastabilló. Sarah la sostuvo y le ofreció el hombro a su ama para que ésta se apoyara. Cecilia le dijo:

—De pronto me he sentido muy mareada. Gracias por ayudarme. —Cecilia miró a Owen—. Gilbert llevaba también una bolsita allí adonde iba; con dinero y otras cosas importantes. No la he visto entre las cosas que han traído. —Se pasó la mano por la frente—. ¿Qué le habéis puesto al vino?

—Raíz de valeriana —respondió Owen—. Vais a dormir un rato. Es importante que descanséis.

—Habría preferido elegir yo el momento —dijo Cecilia, pero permitió que Sarah la ayudara escaleras arriba.

Owen esperó a que desaparecieran de su vista para comenzar la búsqueda. La bolsa de Ridley contenía poca cosa: un par de botas fuertes; un gorro bordeado de piel con un largo velo atrás para proteger la nuca; una cartera que contenía hilo, aguja y un par de tijeritas; y otra en cuyo interior había un peine, un pedazo de acero pulido, una botellita de aceite de rosas, una navaja y un mondadientes de marfil. Sin duda, el equipo de viaje de un caballero elegante. Un sencillo par de polainas y una camisa sucia completaban el contenido. No se observaba ninguna joya.

Owen se acercó al cadáver. Cecilia no había vuelto a envolverlo con la mortaja, sólo la dejó caer encima. Owen se lo agradeció. Prefería levantar una tela, antes que desenrollarla. Parecía menos falta de respeto, aunque no sabía muy bien quién podía ofenderse, si el cadáver o Dios.

La mano izquierda estaba con la palma hacia arriba. Owen trató de hacer girar los anillos de los dedos, pero la hinchazón de éstos lo impedía. Se arrodilló y alzó la mano del muerto: una perla y una adularía. De modo que el anillo del rubí y el del oro repujado estaban probablemente en la mano cortada. Owen dudaba de que siguieran en ella, si la encontraban alguna vez.