Capítulo 6

Goldbetter y Cía

Owen soñó con Cecilia. Ella estaba de pie en el umbral de la casa de su madre, con un recipiente debajo de un brazo y una cuchara de madera en la mano, y le preguntaba a Owen si vendría a casa antes de la noche. Él desandaba unos pasos, le daba un beso en la frente y luego se iba, pero haciendo un gran esfuerzo al tener que separarse de ella.

Se despertó confundido. ¿Por qué había soñado con que Cecilia era su esposa? ¿La deseaba? ¿Había dejado ella entrever de alguna manera que lo deseaba a él? La ternura del momento en que él miraba dentro de los ojos de ella y le besaba la frente seguía presente. Tenía que admitir que los ojos de Cecilia Ridley lo perseguían, que su fuerza lo impresionaba. Pero eso no explicaba que soñara que ella era su esposa.

Owen se vistió y se puso un poco de ungüento en la cicatriz antes de colocarse el parche. Se dijo a sí mismo que estaba cansado física y mentalmente y que el cansancio lo había desconcertado. También se convenció de que, en realidad, el sueño significaba que añoraba a Lucie.

No obstante, Owen deseó poder irse sin ver otra vez aquellos ojos oscuros.

Pero eso era imposible. Debía ayudar a Cecilia a lidiar con su yerno y luego tenía que hacerle más preguntas antes de regresar a York. Owen salió de su habitación de mala gana.

Abajo, la sala estaba a oscuras salvo por un resplandor de luz dorada que se observaba cerca del hogar. Sobre una mesita había dos lámparas de aceite. El fuego había sido avivado y ardía con fuerza. Una mujer joven revolvía algo en una olla.

Cecilia estaba sentada ante una mesa puesta cerca del hogar. La toca blanca como la nieve y el velo oscuro estaban sobre la mesa. El cabello, muy oscuro, le caía por la espalda en una gruesa trenza. Ella levantó la mirada, saludó a Owen con una cansada sonrisa y le hizo señal de que se acercara. Entonces dejó caer la mano en la mesa, sobre la toca.

—¡Sarah! Mi toca. —Cecilia se llevó la mano a la cabeza descubierta—. Perdonadme, capitán Archer.

La criada dejó la olla y, con una avergonzada inclinación de cabeza hacia Owen, procedió a soltarle la trenza a su ama y a levantar los pesados cabellos, haciendo una onda a cada lado del rostro de Cecilia.

Owen se sentó en el banco frente a Cecilia. Ella logró levantar la jarra y servirle una copa de cerveza sin mover la cabeza. Enseguida la toca y el velo estuvieron en su lugar.

—¡Ah! —suspiró Owen después de probar la cerveza—. Qué agradable bienvenida la de esta mañana. —Se alegraba de que los largos cabellos oscuros estuvieran cubiertos. No quería distraerse.

—No habréis podido dormir mucho —dijo Cecilia—. Lo lamento, después de un viaje tan largo.

Bien. Un tema de conversación inofensivo.

—Después de la cabalgada de ayer, siento las articulaciones rígidas. En otros tiempos ni lo notaba.

Los ojos oscuros lo miraron con afecto.

—¿Añoráis vuestra época de soldado? Me imagino que os acordáis de vuestros compañeros. Mi padre solía hablar de sus camaradas de armas como si le fueran más queridos que sus hermanos.

—Sí. Cuando uno ha peleado por su vida hombro con hombro con alguien… —Owen se calló. Si empezaba a hablarle a Cecilia de sus viejos camaradas y ella lo escuchaba con tanta comprensión, él estaba en peligro. Lucie odiaba todo lo que tuviera que ver con soldados. La comprensión de Cecilia era tan tentadora como sus cabellos. Entonces Owen se dio cuenta de que el sueño había sido una advertencia enviada por el cielo—. Es mejor no recordar el pasado.

Cecilia frunció el entrecejo, intrigada; no obstante, cambió de tema.

—¿De dónde sois? Tenéis un acento diferente. Más suave que el nuestro.

—De Gales.

—Ah, claro. Un capitán de arqueros tiene que ser de Gales.

—No. No siempre es así. En realidad, no son muchos los hombres como el viejo duque, Enrique de Lancaster, que confían en su juicio lo suficiente para permitir que un galés tenga mucho poder.

—Yo confío en vos. Y Anna también. Me dijo que teníais las manos cálidas, secas, y un ojo que no ocultaba los pensamientos.

Owen no quería hablar de sí mismo. Ni deseaba escuchar cumplidos.

—¿Alguna señal de Paul Scorby?

Cecilia negó con la cabeza.

—Los hombres que están en el portal saben que cuando venga tienen que escoltarlo hasta aquí. —Suspiró—. Desearía que Anna estuviera muy lejos de este lugar, pero esta mañana le ha subido la fiebre y ha comenzado a sangrar otra vez, así que teníais razón. Viajar en este estado sería peligroso para ella.

El padre Cuthbert se unió a ellos y les dio la bendición.

—¿Puedo acompañaros cuando llevéis a maese Scorby a ver a vuestra hija? Me siento responsable por la presencia aquí de la señora Scorby. Quizá no debí haber cedido. Ella se habría quedado en su casa, pues sabía que sola no llegaría.

—No debéis culparos —dijo Cecilia—. Es mejor que esté aquí. Sus criados le tienen miedo a Paul. No la habrían ayudado demasiado.

Paul Scorby no se hizo esperar mucho. Entró en la sala y fue derecho hasta Cecilia, exigiendo saber por qué le había negado la entrada la noche anterior.

Cecilia se puso de pie para enfrentarse a su yerno. Como era tan alta como él, fue un movimiento inteligente. Paul Scorby ya no podía mirarla desde arriba, sino que tuvo que retroceder para tener sus ojos a la misma altura que los de ella. Mentalmente, Owen aplaudió el coraje de Cecilia.

—Mi hija tiene que estar tranquila, Paul. Lo entenderás cuando la veas. Está muy malherida.

Paul Scorby miró a Owen y al sacerdote.

—¿Malherida?

Cecilia cogió una lámpara.

—Te llevaré a verla.

Owen y el padre Cuthbert se pusieron de pie.

Paul Scorby frunció el entrecejo.

—La veré a solas.

—No, Paul —replicó Cecilia, tranquila—. A solas, no. —Y dicho esto, se dirigió a la escalera.

Scorby la siguió y, detrás de él, fueron Owen y el sacerdote.

Cuando entraron en el dormitorio, una criada estaba inclinada sobre Anna, secándole la frente.

—Gracias, Lisa —dijo Cecilia—. Déjanos y ve a comer algo mientras nosotros hablamos con la señora Scorby.

La muchacha se escabulló por la puerta.

Owen observó el rostro de Paul Scorby cuando éste se acercó a su esposa. El ojo herido de Anna seguía cerrado por la hinchazón. Cuando Paul se aproximó, Anna ocultó la mano vendada y levantó la colcha para taparse la boca herida. Paul Scorby enrojeció de vergüenza. Lanzó una rápida mirada a su suegra y sus ojos volvieron a posarse en su esposa.

—Además de lo que ves, Anna tiene contusiones internas —explicó Cecilia con voz tensa—. Tiene el estómago oscuro de las heridas que sangran por dentro.

Scorby se dirigió al padre Cuthbert.

—¿Cómo le permitisteis viajar en este estado? —preguntó.

El sacerdote, joven y sin experiencia del mundo, quedó tan pasmado por el comportamiento del otro que abrió la boca aunque sin emitir sonido alguno.

—Dios te perdone, esposo —dijo Anna.

Scorby giró en redondo con expresión de sorpresa.

—¿Que me perdone a mí? —Se arrodilló junto a ella—. ¿Qué estás diciendo, Anna?

Ella apartó la mirada de él.

Scorby miró a Cecilia.

—¿Tiene fiebre?

—Sí. —Cecilia se cuidó de no mirar a su yerno a los ojos.

Paul Scorby tendió una mano hacia la barbilla de Anna.

—¡No me toques! —gritó la muchacha, e intentó apartarse de la mano de su esposo.

—¿Qué quieres que haga, Anna? —preguntó él, con la voz rota por la emoción.

Buen actor, pensó Owen.

—Déjame sola —susurró Anna.

Scorby se puso de pie.

—Bien, yo no puedo quedarme aquí y tú no puedes viajar. —Miró a su suegra—. ¿Os quedaréis con Anna hasta que se cure?

—Cuando esté bien para viajar, ella desea ir al convento de San Clemente —respondió Cecilia.

A Scorby se le cayó la máscara por un momento. Enojado, puso los ojos en blanco.

—Otra vez eso.

El padre Cuthbert recuperó el habla.

—Será mejor para los dos que la señora Scorby esté en paz con su Salvador antes de volver con vos.

Scorby le dirigió una sonrisita al sacerdote.

—Ah, ya; sospecho que en todo esto han influido vuestros santos consejos. ¿Le permitís comer estos días, ya que sufre por otras razones?

—Paul —exclamó Cecilia—, no voy a permitir que se insulte a un sacerdote en mi casa.

Paul Scorby giró en redondo y salió de la habitación.

Cecilia se arrodilló junto a su hija, le apartó los cabellos húmedos de la cara y la besó en la frente.

—Ahora descansa, mi amor. Él hará lo que tú quieras, eso te lo aseguro yo.

Encontraron a Paul Scorby de pie junto al fuego, tomando cerveza. Si uno miraba los rasgos y se los imaginaba sin la expresión petulante de los ojos y de la boca fruncida, era un hombre bien parecido. Hasta los hombros sugerían una lástima de sí mismo que resultaba impropia. Un hombre como éste era peligroso. Owen se asombró del mal criterio de Gilbert Ridley al haber casado a su hija con un individuo así.

Cecilia cogió la jarra de cerveza y le ofreció más a su yerno. Él aceptó. Cecilia puso una mano sobre aquélla con la que Paul sostenía la copa, impidiéndole beber por un momento.

—¿Vas a hacer lo que ella desea, Paul?

Él frunció el labio superior en una mueca.

—Por supuesto que sí. Negarme seguramente sería un sacrilegio. Cualquier día de éstos el Papa en persona vendrá como peregrino a rezar a los pies de mi esposa. —Scorby bebió la cerveza de un trago y salió de la sala.

El padre Cuthbert respiró hondo.

—Dios nos ha acompañado.

Cecilia y Owen intercambiaron miradas.

—Quisiera ir a sentarme con la señora Scorby y rezar las oraciones de la mañana —dijo Cuthbert.

—Eso le dará consuelo, sin duda —dijo Cecilia.

Cecilia le indicó a Owen que se sentara. Sirvió dos copas de cerveza, puso una frente a él y bebió un sorbo de la otra.

—Mi yerno se comporta como un niño malcriado.

—Pero no es un niño; es un hombre enfurecido.

—Lo sé. No soy ninguna tonta.

—No lo he pensado ni por un instante. Sólo quiero estar seguro de que sabéis lo peligroso que puede ser ese hombre.

Cecilia suspiró.

—Será un alivio para vos iros de aquí. Somos una familia muy desdichada. —Se restregó la nuca.

—Estáis cansada.

—Mucho. Me he quedado casi toda la noche con Anna; pero no ha sido en vano. Mientras estaba allí sentada, mirando la cara desfigurada de mi hija, he pensado algo que… no sé de qué manera, porque sé muy poco al respecto, pero tal vez pudiera tener algo que ver con…, con las muertes.

Owen se inclinó hacia delante.

—Cualquier cosa que recordéis puede ayudar.

—Gilbert hablaba poco conmigo de negocios, pero de ese incidente me enteré. Fue hace trece años. Mucho tiempo para que alguien mantenga la esperanza de vengarse. Pero si han estado en prisión… —Con los ojos, Cecilia pidió la opinión de Owen.

—Así es. La prisión le da a un hombre mucho tiempo para regodearse en el odio.

—¿Habéis estado preso?

—No, pero he estado al mando de hombres que sí lo estuvieron. La prisión puede deformar a una persona hasta arrancarle el alma y convertirla en un animal.

Cecilia sostuvo la mirada de Owen con sus ojos oscuros, luminosos en el rostro pálido y delgado.

—Bien. Mejor que os hable del incidente.

—¿Por qué os habéis quedado despierta con Anna esta noche? La habíais encontrado mejor.

Cecilia se encogió de hombros.

—No podía dormir.

—Es como una maldición, ¿verdad?, esa ansiedad que aparece cuando uno más necesita el alivio del sueño. Mi esposa me ha enviado algo que quizá sirva para tranquilizaros. Quedó viuda hace unos años y recuerda lo imposible que era descansar.

—Lo tomaré con gusto dentro de unas noches, cuando sepa que Anna está verdaderamente mejorando y que Paul ha regresado a Puipon.

Owen asintió.

—¿Queréis que vaya a comprobar si ya se ha ido de la finca?

—Por favor.

Owen se alegró de la oportunidad de estirar las piernas y vaciar la vejiga. El viento fuerte traía olor a mar. Se acercaba otra tormenta desde el mar del Norte.

El hombre del portal le aseguró a Owen que Paul Scorby se había ido.

—¿Cuándo te parece que llegará la tormenta?

—Por el olor, parece que pronto. Pero para el mediodía ya habrá pasado.

Owen esperó que el hombre tuviera razón con lo de la tormenta, aunque había previsto estar ya en camino antes del mediodía. El viento hacía restallar la capa de Owen mientras caminaba de regreso a la casa.

Cecilia Ridley se paseaba frente al hogar.

Owen se sentó y se sirvió otra copa de cerveza.

—Ahora contadme lo que sucedió hace trece años.

Cecilia volvió a sentarse.

—¿Sabíais que Gilbert y Will eran miembros de la compañía de John Goldbetter?

—Sí.

—Las compañías de comerciantes de lanas financiaron la guerra del rey Eduardo con Francia, ¿también sabíais eso?

—No puedo negar que lo había imaginado.

—Chiriton y Cía. fue la organizadora y Goldbetter y Cía., hace unos veinte años, le prestó dinero para el rey. Al final todos esperaban hacerse ricos, por supuesto. Pero el rey no ganó con la guerra tanto como esperaba, por lo que trató de darle largas al asunto, intentando contentar a todos con privilegios aduaneros. Y luego, justo cuando comenzaban a saldar la deuda, el rey les quitó dichos privilegios a sus propios comerciantes y se los dio a los de la Liga Hanseática, una federación de comercio de las ciudades alemanas, muy poderosa. El rey resultó ser un amigo desleal para sus propios súbditos.

—No creía que el rey fuera tan imprudente. Traicionar a su pueblo con las cosas de comer es peligroso.

—Al parecer, más tonto que peligroso. Los comerciantes hallaron la manera de ganar dinero a pesar del rey. Chiriton y Cía. decidió recuperar sus pérdidas mediante exportaciones ilegales. Pero los descubrieron. El rey ofreció olvidar las transgresiones si se le daba una lista de deudores; la corona cobraría los préstamos y obtendría beneficios.

—¿Esperaba que Chiriton y Cía. traicionara a sus socios?

Cecilia sonrió.

—Ahora entiendo por qué Gilbert, que Dios lo tenga en su gloria, decía que los soldados eran malos comerciantes. Vos tenéis un fuerte sentido del honor. Gilbert nunca quiso que soldado alguno trabajara para él, excepto un hombre llamado Martin Wirthir, y Wirthir tuvo poco que ver con los hechos.

Ese nombre otra vez.

—¿Conocisteis a Martin Wirthir?

—No.

Por el momento, Owen dejó el tema a un lado.

—¿Así que Chiriton y Cía. traicionó a sus socios?

—Sí. Pero la compañía había manipulado tanto sus libros que era difícil interpretarlos, y la corona llamó a algunos socios por error. John Goldbetter fue uno de ellos. Lo acusaron de deber todavía títulos y cartas de crédito. Con la ayuda de Gilbert, presentó documentos que demostraban que había pagado sus deudas hacía años. Entonces Goldbetter presentó una contrademanda, por la que acusaba a Chiriton y Cía. de deberle más de tres mil libras. Llegaron a un arreglo fuera del tribunal. El día de mi santo de ese año, Gilbert fue aún más generoso que de costumbre. Ignoro los detalles del acuerdo, pero es obvio que el dinero cambió de manos.

Owen lo pensó.

—¿Y creéis que Chiriton y Cía. le ofreció a vuestro esposo algo más que dinero? ¿Nombres, tal vez?

Cecilia se encogió de hombros.

—Se me ocurrió. Como muchas otras posibilidades. Simplemente os señalo que los negocios de Gilbert acaso conllevaran cierta falta de honradez. Algunas traiciones.

—¿Algo que enojaría tanto a alguien hasta el punto de abocarlo al crimen?

—Para algunas personas la ambición puede ser una pasión incontrolable. Hay más. Hace tres años John Goldbetter fue llevado otra vez ante la corona y declarado proscrito. Un año después obtuvo un perdón real, a petición del conde de Flandes. Supongo que llegó a alguna especie de trato con el conde, y posiblemente también con la corona. Pero hubo algo en eso que perturbó a Gilbert. Le pasó el negocio a nuestro hijo Matthew y se vino a casa.

—¿Inmediatamente antes del asesinato de Crounce?

—Sí.

—¿Vuestro esposo testificó en persona?

Cecilia asintió.

—Estaba muy orgulloso de comparecer ante tan augusta compañía. Alardeaba de ella.

—¿Conoció al rey?

—No, con gran pesar suyo. No obstante, le presentaron al Príncipe Negro y eso lo apaciguó bastante.

—¿Así que el conde de Flandes pidió el perdón de Goldbetter?

—El comercio de la lana es el aire que respira Flandes.

—Cierto. ¿Vuestro esposo conocía al conde?

Cecilia se encogió de hombros.

—No hacía gala de ello, pero era muy reservado con cualquier cosa relacionada con el otro lado del canal; así que tal vez por eso no lo divulgó.

—¿Y vos creéis que todo esto tiene algo que ver con las muertes de vuestro esposo y de Will Crounce?

Cecilia miró su copa, que empujaba hacia delante y hacia atrás.

—Cuando me prometieron a Gilbert, yo me enojé. Me sentía humillada. Él era un mercader. Se dedicaba al comercio. Yo era hija de un caballero y sobrina de un obispo. Mi abuelo había peleado con el abuelo de nuestro rey, Eduardo el Justo.

A Owen no le gustaba el rumbo que tomaba la conversación. Él era un plebeyo casado con la hija de un caballero.

—¿Y eso qué tiene que ver con la muerte de vuestro esposo?

Cecilia levantó la mirada y advirtió la expresión de Owen.

—Perdonadme, os parecerá que me he ido por las ramas. Voy al grano. Mirad, odiaba la idea de casarme con alguien cuyo principal propósito en la vida fuera hacer fortuna. Un hombre ambicioso. —Se restregó el puente de la nariz con gesto cansado—. Pero yo era una bobalicona: no sólo los comerciantes son ambiciosos. Gilbert no era peor que cualquiera de los otros involucrados en esta guerra con Francia. Hasta el rey está en ella por la riqueza que la doble corona de Inglaterra y Francia le supondrían. Todos guardan su riqueza con más celo del que dedican a sus esposas.

—¿Qué estáis diciendo?

Cecilia Ridley se puso blanca de repente. Se llevó una mano a la boca. Negó con la cabeza.

—Nada. Es… Sólo que probablemente Gilbert y Will fueron asesinados por un socio comercial. La ambición es obviamente el motivo más común para el asesinato.

Owen la observó. Cecilia había disimulado bien con el último comentario. Sin embargo, él había advertido en ella una vacilación; había estado a punto de… ¿qué? ¿Traicionarse? ¿Hablar demasiado?

—¿Eso es todo lo que deseabais decir?

Ella mantuvo los ojos apartados.

—Siento haber hablado tanto. Estoy cansada.

Bien, eso era cierto. Pero mientras iba arriba a preparar su equipaje, Owen seguía intrigado.