Capítulo 5

Los Ridley

Cuando el hermano Michaelo llegó a la botica esta vez, Owen despertó con los golpes y advirtió que estaba solo. Trató de pensar por qué Lucie se había levantado temprano, pero estaba aturdido del sueño. Owen fue escaleras abajo y despachó a Michaelo con la promesa de ir tras él, si bien entonces fue a buscar a su esposa. Encontró a la criada, Tildy, atendiendo el fuego de la cocina.

—¿Has visto a tu ama esta mañana, Tildy?

—Fuera —dijo Tildy, sin mirarlo.

La brusquedad de la muchacha indicó a Owen que no quería hablar más, que incluso aquella respuesta era más de lo que le habría gustado decir. Owen sabía lo que eso significaba.

Fuera caía una nieve acuosa. Por la profundidad de sus pisadas sobre el sendero de piedra, Owen se dio cuenta de que ya hacía unas cuantas horas que nevaba, pero la nieve no revelaba huellas anteriores. Sin embargo, allí estaba Lucie, con la capa de rústica lana bermeja inflándose con el viento, arrodillada ante la tumba de su primer esposo. El propio arzobispo había consagrado el pequeño terreno de la parte de atrás del jardín. Nicholas Wilton había sido maestro boticario, y aquel jardín había sido a la vez su obra maestra y su pasión. Fue el día de la primera nevada de hacía dos años cuando Wilton cayó fulminado por una parálisis de la que nunca se recuperaría. Últimamente Lucie había estado acordándose de Wilton. Decía que era por la época del año. Owen trataba de ser paciente. Había accedido al requerimiento del gremio de que Lucie mantuviera el nombre Wilton mientras fuera boticaria. Había accedido a firmar los papeles que le habían pedido que firmara, renunciando a cualquier derecho sobre la tienda si Lucie moría antes que él. Todo aquello había sido un barullo administrativo que no tenía nada que ver con su amor por Lucie o con el de ella por él. Pero que llorara a Nicholas lo sacaba de quicio. Y esta historia de arrodillarse durante varias horas bajo la nieve no era ninguna tontería.

—Lucie, por el amor de Dios, ¿qué estás haciendo?

Ella levantó la mirada hacia él; tenía los ojos enrojecidos.

—No podía dormir.

—Te has dado cuenta de que está nevando, ¿verdad?

—Claro que sí. —Los ojos lo desafiaban a que añadiera algo.

Él supo que no debía. Cambió de tema.

—Me llaman del palacio del arzobispo. Ha habido otro asesinato en el recinto de la catedral.

—Entonces tienes que ir. —La voz de Lucie no indicaba afecto ni pena por el hecho de que él tuviera que irse tan temprano a realizar un cometido que, sin duda, pronto lo llevaría lejos.

Owen no tenía buenos recuerdos del primer esposo de Lucie. No entendía el cariño de Lucie por ese hombre. Nicholas no se la había merecido.

Claro que Owen tampoco se consideraba merecedor del amor de Lucie, aunque confiaba en serlo más que Nicholas.

—¿Quieres entrar conmigo y compartir un poco de cerveza o vino caliente antes de que me vaya?

Lucie asintió, se hizo la señal de la cruz y se incorporó para acompañar a Owen dentro de la casa. Mientras iban caminando por el jardín, Lucie cogió a Owen del codo y le dijo:

—No quiero herirte.

Owen la atrajo hacia sí y la abrazó fuerte. Era suficiente saber que a ella le importaba cómo se sentía él.

* * * * *

El arzobispo Thoresby estaba sentado ante una mesa lustrada, con un pergamino enrollado entre las manos.

—Una generosa donación para mi capilla de Nuestra Señora. Pero mi benefactor fue asesinado anoche, Archer. Te necesito otra vez.

—No me gusta dejar a Lucie en esta época del año —dijo Owen—. Esta mañana estaba arrodillada bajo la nieve ante la tumba de Wilton. Maldigo el día que consentisteis la consagración de esa tumba en el jardín. Despierta estados de ánimo mórbidos.

Thoresby se encogió de hombros.

—La tumba de Wilton no es una carga para mi conciencia en este momento. El asesinato de Ridley, sí. Anoche fue mi invitado. Salió de aquí sintiéndose enfermo y lo dejé irse solo. Lo asesinaron exactamente igual que a Crounce. No fue ningún accidente. Alguien esperaba a Ridley; estaba planeado. Y esta vez debemos encontrar al asesino.

—¿Os habéis enterado de algo nuevo? La última vez no averiguamos nada.

—Sí, hay algo. Después de la muerte de Crounce, Ridley había cambiado. De ser un barril, su cuerpo se había convertido en casi un esqueleto, y de arrogante había pasado a ser humilde. —Owen pensó en ello.

—El miedo puede quitarle a uno el sueño y el apetito.

Thoresby se encogió de hombros.

—El veneno también.

Owen asintió.

—Tal vez Cecilia Ridley sepa algo —dijo Thoresby—. Le estaba administrando un remedio a su marido. Quiero que vayas y le des la noticia de su muerte antes de que haya tenido tiempo de hablar con nadie. Pregúntale quién pudo haberlo matado.

—Tendría que darle la noticia un hombre de la Iglesia, no un soldado.

—Tú ya no eres un soldado.

—Pero lo parezco. Con este parche y la cicatriz… —Owen sacudió la cabeza—. No soy la persona adecuada para esa tarea.

—Enviaría al arcediano Jehannes, pero no puedo prescindir de él en este momento. Además, Cecilia Ridley ya te conoce.

—Sí, y aquella vez también le llevé malas noticias. Me creerá el mensajero de la muerte.

—¿Te molesta?

—No es lo que me molesta más.

—Pues, ¿qué es?

—Dejar a Lucie ahora.

Thoresby ignoró el argumento con un movimiento impaciente y brusco de la mano.

—Tal vez tu esposa desee un poco de intimidad para llorar a Wilton.

Eso dolió.

—Tiene toda la intimidad que quiere.

—El matrimonio no es el cielo que te imaginabas.

—No me arrepiento de nada, Eminencia —replicó Owen.

Las cejas del otro se levantaron.

—¿Ah, no? Entonces eres muy afortunado. De todos modos, quiero que vayas a Beverley. Cecilia Ridley te conoce. Al parecer no le caíste mal; eres la persona más idónea para ir. Le he escrito una carta de condolencia; pídesela a Michaelo. Dos de mis hombres te acompañarán.

—¿Dos hombres? Cuánta generosidad, Eminencia.

—Te estás mostrando arrogante, Archer.

—Estoy empezando a aburrirme de esta rutina.

Owen tardó dos días en llegar a Riddlethorpe. Deseaba haber llegado en uno, pero el tiempo y los días cortos se lo impidieron. Cuando el portal con entramado de madera de la finca apareció por fin ante su vista, Owen estaba ya harto de sus compañeros y de su charla grosera. Se preguntó si él y sus camaradas de armas habían sido como éstos, o si Alfred y Colín eran especialmente estúpidos. Se morían por pelear, alardeaban de cada cicatriz o de cada hueso roto, hablaban de las mujeres refiriéndose a sus partes íntimas. Si Owen había sido así cuando visitó York por primera vez, era un milagro que Lucie le dirigiera la palabra. Comenzó a comprender por qué ella sentía tanto asco por los soldados.

Cuando el portero entrado en años les franqueó el paso a Riddlethorpe, Owen desmontó y dejó que Alfred y Colín se ocuparan de los caballos.

—Después buscad la cocina y quedaos allí —les ordenó. No quería arriesgarse a que incomodaran a Cecilia Ridley. La noticia que él traía ya era bastante atroz.

Los ojos de Cecilia Ridley temblaron de miedo cuando Owen atravesó la sala hacia donde estaba ella, junto al hogar.

—Capitán Archer —dijo ella. Miró a la espalda de Owen, para ver si se equivocaba y no había venido solo. Sin embargo, no había error alguno—. ¿Le ha pasado algo a Gilbert?

—Por favor, señora Ridley, sentaos. —Owen hizo una seña a una criada para que sirviera vino.

Cecilia Ridley advirtió el gesto y dobló su alta figura sobre una silla con la torpeza de alguien desorientado de repente. Puso las manos blancas una sobre la otra en su regazo y levantó la mirada hacia Owen, con el miedo en los ojos.

—¿Le ha pasado algo a Gilbert? —repitió.

—Vuestro esposo ha muerto.

Cecilia se estremeció como si Owen la hubiera golpeado. Luego hizo la señal de la cruz y bajó la cabeza.

—Estaba enfermo —dijo con suavidad. Sin una palabra, la criada puso una copa de vino entre las manos de su señora.

—No fue enfermedad, señora Ridley. Lo asesinaron.

Ella miró a Owen y sacudió la cabeza.

—No. Ha estado enfermo.

—Lo asesinaron igual que a Will Crounce. La garganta…, la mano…

Cecilia abrió los ojos de par en par.

—¿Igual que a Will? ¿No fue la enfermedad? —Se llevó la copa a los labios e hizo una pausa—. ¿Estáis seguro?

—Muy seguro.

Ella bebió.

—Pero había estado enfermo.

Por su vida como soldado, Owen estaba familiarizado con las conmociones. La insistencia de Cecilia Ridley sobre la enfermedad de su esposo era un signo de la dureza del golpe. El arzobispo había dicho que Ridley estaba enfermo y que la señora Ridley le estaba administrando un medicamento. Tal vez ella no había querido que su esposo saliera de viaje.

—Había cenado con el arzobispo —explicó Owen—. Alguien le tendió una emboscada en el recinto de la catedral.

Cecilia Ridley frunció el entrecejo.

—Pero está vigilado.

—Los portones que dan al recinto están vigilados, como cuando atacaron a Crounce. Pero dentro de las murallas vive mucha gente. Otras personas entran y salen con tanta regularidad que los guardias no les impiden el paso.

—Gilbert llevaba una importante suma de dinero.

—Ya se la había entregado al arzobispo.

Cecilia Ridley estudió el rostro de Owen.

—Así que pensáis que alguien se propuso matar a Will y a Gilbert.

—Sí.

Ella se miró las manos y permaneció en silencio unos minutos.

—Entonces, que Gilbert encontrara la mano de Will fue una advertencia.

—O una amenaza.

—¿Quién…? —Tragó saliva—. ¿Quién ha encontrado la mano de Gilbert?

—Nadie hasta el momento.

Ella asintió, sin levantar los ojos.

—¿Dónde está el cadáver?

—El arzobispo Thoresby dispuso lo necesario para que os lo trajeran bajo vigilancia.

Ella asintió de nuevo.

—Señora Ridley, esa enfermedad de vuestro esposo, ¿cómo y cuándo lo atacó?

Los profundos ojos se ensancharon y las manos juguetearon con las llaves.

—¿Cuándo? Bien, yo… —Se encogió de hombros—. No sabría deciros.

—El arzobispo me dijo que vuestro esposo estaba tomando una pócima que le habíais preparado.

Una mano nerviosa voló hacia la nuca.

—¿Gilbert le contó eso a Su Eminencia?

—¿Cuándo había empezado a tomar ese remedio?

Ella frunció el entrecejo.

—No me acuerdo.

—Él le echaba la culpa de su enfermedad al asesinato de Will Crounce.

Cecilia Ridley miró a Owen unos minutos, como si tuviera la cabeza en otro lado. Él iba a repetir su último comentario cuando ella dijo:

—Sí. La muerte de Will supuso un gran trauma para Gilbert. Él…, sí, bien, supongo que su enfermedad tuvo su origen en eso.

—¿Qué le estabais dando vos?

—No estoy muy segura. Algo que mi madre solía preparar. Una cosa para calmar los nervios; Gilbert no dormía bien. —Dejó caer la cabeza un momento, como ocultando una emoción.

—¿Señora Ridley?

Ella levantó la mirada, con los ojos llenos de lágrimas, hasta encontrar la de Owen.

—¿Qué voy a hacer sin él, capitán Archer?

Vaya situación. Owen no servía para consolar. Además, ¿qué consuelo podía ofrecer? El esposo estaba muerto. Eso no lo cambiaba nadie.

—¿Hay algún familiar a quien queráis que mande ir a buscar?

—No. —Se secó los ojos—. No, no servirían de nada.

Owen se puso de pie.

—Será mejor que os deje sola unos minutos. Saldré al patio a echar un vistazo a mi caballo.

Cecilia cogió un paño de su manga, se secó los ojos y levantó la cabeza. Tenía los ojos enrojecidos, pero secos.

—No es necesario que salgáis con este frío. Yo debo subir a atender a mi hija. Después comeremos algo.

Owen observó la espalda de Cecilia cuando ésta se alejaba. Caminaba derecha, tensa. Una mujer admirable.

—¿Más vino, capitán Archer? —le preguntó una criada.

Owen asintió y levantó la copa.

—¿Hay enfermos en la casa?

La muchacha levantó la mirada hacia Owen y se ruborizó al encontrarse con su ojo.

—Sí, señor, doña Anna. Está aquí para que su madre la cuide. —Sirvió el vino y se fue deprisa.

Mientras reflexionaba sobre su deprimente misión, Owen oyó voces airadas en el patio y luego pisadas de gente que corría y el ladrido de los perros. El hermoso perro de caza que dormitaba junto al hogar se incorporó y se puso a ladrar. Owen se levantó para investigar, contento por tener algo con qué distraerse. Fue por el pasillo que había entre las despensas y salió por la cocina, donde recogió a Alfred y a Colin, que rezongaron por tener que apartarse del fogón.

—Os moríais por pelear desde que comenzamos este viaje. Dadme las gracias, por favor.

—¿Una pelea? —Alfred, que tenía los ojos entornados, los abrió de par en par debido a la expectación.

Una niebla helada bajaba a medida que se hacía oscuro. Owen escudriñó las tinieblas y distinguió una luz que se dirigía al portal. Con cautela, llevó a sus hombres hacia allí. Cuando se acercaban, Owen oyó una voz iracunda que gritaba:

—¡Que el diablo os lleve! ¿Cómo me podéis negar la entrada? ¡Soy el marido! Si le ha pasado algo, soy yo quien debe ocuparse de ella. ¿Con qué derecho la habéis traído aquí?

—Paz, hijo mío. —El interlocutor estaba al otro lado del arco de la entrada para peatones; era un sacerdote, cuya espalda quedaba iluminada por una lámpara sostenida por un criado.

Owen creyó que quizás había cometido un error al salir sin su arco. Avanzó hasta el sacerdote. En el umbral, bloqueado por uno de los criados que sostenía dos enormes perros que tiraban de las sogas, había un hombre muy enojado que se mantenía apenas fuera del alcance de los animales. Después de indicarles a Alfred y a Colin que se quedaran junto al sacerdote, Owen subió la escalera hasta la ventana superior para ver quién acompañaba al recién llegado. Había dos hombres armados sentados sobre sus caballos, nerviosos. Owen se tranquilizó. No iban a tener dificultad alguna en defender el portal contra esta pequeña partida. Volvió hasta donde estaba el sacerdote.

—No hice más que cumplir las órdenes de su madre —decía el sacerdote—. No puede entrar nadie mientras la señora Scorby esté en su actual estado de nervios.

—Tonterías. —El caballero enojado señaló al criado que sostenía la lámpara—. Jed, dile a mi suegro que estoy aquí.

—Me temo que no podrá hacer eso —dijo el sacerdote.

—¡Mierda! ¡Cómo que no puede! Entonces decídselo vos, padre. Haced venir a Ridley.

—No está, maese Scorby.

Así que éste era el yerno antipático. Owen lo observó con interés. Scorby había llegado hasta allí previendo problemas, a juzgar por la cota de malla que asomaba por debajo de la capa. Su rostro, incluso bajo la poca luz que había, temblaba de emoción.

—¿Y quién es el que está detrás de vos? —preguntó Scorby, percibiendo la intensa mirada de Owen—. ¿Habéis traído asesinos para impedirme el paso?

Sorprendido, el sacerdote miró hacia atrás para ver quién lo acompañaba.

—Viene de parte del arzobispo de York —respondió el sacerdote—. No es ningún asesino, pero están con él dos hombres armados que parecen dispuestos a pelear, si se da el caso.

Por la expresión que se dibujó en el rostro de Scorby, Owen se dio cuenta de que el sacerdote no había estado acertado.

—¿Así que están preparando una pelea? ¡Venid aquí! —gritó dirigiéndose a sus hombres.

Haciendo sonar el metal, los hombres de Scorby estuvieron enseguida detrás de él, con los cuchillos en la mano.

Scorby empujó a Jed a un lado. El sacerdote se mantuvo firme.

—Apartaos, padre —le advirtió Scorby.

Owen se puso delante del sacerdote.

—Id adentro, padre —le dijo en voz baja—. Aseguradle a la señora Ridley que tenemos el asunto bajo control. —Alfred y Colin se unieron a Owen.

Scorby sacó una daga.

—¿Por qué el esposo de Anna, la hija de Ridley, viene aquí preparado para alterar la paz? —preguntó Owen, manteniendo una voz serena, sin emoción.

—Porque ese maldito sacerdote la trajo aquí sin mi permiso.

Owen miró hacia atrás al sacerdote que se iba, un hombre pequeño y delgado, se giró y volvió a dirigirse a Scorby.

—No me digáis que el sacerdote ha podido contra vos en vuestra propia casa.

Scorby bufó.

—Me gustaría ver si es capaz de intentarlo. No, ese cobarde esperó a que yo me fuese.

—Entonces tal vez hayáis interpretado mal sus acciones. Hablaré con la señora Ridley, para ver de qué se trata todo esto. Entretanto, os sugiero que os dirijáis a Beverley, donde podéis hospedaros.

Scorby levantó la daga. Owen aferró la muñeca que sostenía el arma y la retorció. Scorby maldijo y la daga cayó al suelo. Owen cogió la otra mano de Scorby. El otro no era débil, pero no pudo librarse de la fuerte llave de Owen, aunque su cara se puso colorada a causa del esfuerzo. Era un hombre terco incapaz de calibrar la fuerza de su oponente y retirarse con elegancia. Owen se había encontrado en otras ocasiones con hombres como éste. Scorby sería problemático. Owen lo dejó ir. Sin apartar la mirada de él, dijo:

—Alfred, alcánzale a este hombre su daga. Luego escoltaremos a estos tres hasta sus caballos.

Cuando Alfred se acercaba a Scorby, uno de los hombres de éste se le aproximó con un cuchillo. Colin le gritó a Alfred, que usó su cabeza cubierta de malla para golpear a su atacante en el estómago y derribarlo. El puño derecho de Scorby salió disparado hacia el lado ciego de Owen, pero éste, que percibió el movimiento, asió el brazo levantado con la mano izquierda y con la derecha propinó a Scorby un puñetazo en el estómago.

—Ahora, como he dicho antes, vamos a escoltarlos hasta los caballos.

Y eso hicieron.

Mientras hacía girar a su caballo, Scorby gritó:

—Volveré. Decidle a esa puta que volveré.

Owen se volvió hacia Alfred y Colin.

—Gracias, muchachos.

Colin sonrió.

—Ha sido un placer.

—¿Placer? —Alfred resopló—. Para mi gusto, se han rendido demasiado pronto.

Owen asintió.

—Pueden volver. Esta noche quedaos fuera, arriba. No creo que sea incómodo. Mandaré subir un poco de cerveza, pero no os durmáis.

Volvió a la sala preguntándose por qué al sacerdote se le había ocurrido decir que el amo no estaba.

Cecilia Ridley se encontraba al otro lado de la puerta.

Deus jueva me, no esperaba que viniera tan pronto siguiéndoles los talones.

—¿La esposa de Scorby está arriba en la cama?

—Sí.

—No es muy habitual.

—Espero, por el bien de todas las madres y de todas las hijas, que no lo sea.

—Bien, esta noche mis hombres protegerán los portones ante cualquier amenaza de Scorby.

—Gracias.

—¿Qué está sucediendo aquí, señora Ridley?

La brusca pregunta pareció suponer una afrenta para aquellos ojos oscuros.

—Estoy segura de que no tiene nada que ver con la muerte de mi esposo.

—¿Cómo lo sabéis?

—Gilbert es… —Cecilia sacudió la cabeza—, era el defensor de Paul Scorby. Eligió a Paul para Anna. Yo nunca quise ese matrimonio.

—¿Por qué eligió él a Scorby?

—Nuestro hijo, Matthew, vivió con la familia durante algunos años. Cuando se fue, la familia sugirió el matrimonio entre Paul y Anna. Gilbert lo vio como un arreglo ideal, dinero de nuestro lado y conexiones por parte de ellos, y el joven era ambicioso y muy trabajador.

—¿Por qué, entonces, vuestra hija viene aquí sin su esposo?

—A Anna la atacaron, acudió al padre Cuthbert y le rogó que la trajera aquí. Paul no estaba.

—¿Quién la atacó?

Cecilia Ridley miró a los criados. Al verlos con las cabezas juntas al lado del hogar, hablando sin duda del sobresalto que habían tenido junto al portal, Cecilia invitó a Owen a sentarse en un banco que había cerca de la puerta.

—A los criados les dijimos que habían sido unos ladrones que entraron en la casa. —Apretó fuerte las manos y mantuvo los ojos bajos.

—¿Vuestra hija está malherida?

Cecilia asintió, pero no levantó la mirada.

—Por eso no queréis a vuestro yerno. Porque pega a vuestra hija.

Owen notó que Cecilia respiraba hondo. Ella levantó la cabeza y mostró los ojos oscuros llenos de lágrimas.

—No es que considere a Paul un mal hombre, capitán Archer. Sólo que no es el esposo adecuado para Anna. Mi hija quería ingresar en una orden religiosa. Otro hombre, con más paciencia, habría sido capaz de convencerla de que el matrimonio puede ser un estado feliz, se la habría ganado para sí. Pero Paul… —Cecilia sacudió la cabeza—, se pone furioso con los ayunos de Anna. Y cuando ella se aparta de él, se enfurece aún más. Yo percibí la impaciencia en su carácter. Se lo advertí a Gilbert.

Se oyeron más gritos fuera.

Cecilia miró a Owen con temor en los ojos.

—¿Cuánto tiempo pensáis que vuestros hombres podrán mantener la seguridad de la casa?

—Scorby y sus hombres no son luchadores entrenados como nosotros. Sin embargo, no podemos quedarnos indefinidamente.

—Yo tendría que ir a hablar con Paul.

—Tal vez si él viera el estado de vuestra hija…

Ella le dirigió una mirada sorprendida.

—Él la dejó en ese estado. ¿Cómo puede ignorarlo? —Habló con voz queda, pero en ella temblaba una emoción contenida.

—¿Qué pensáis hacer?

Cecilia Ridley se encogió de hombros.

—Mantenerlo lejos de ella de una forma u otra.

—¿Me permitís verla?

Ella le dirigió a Owen una mirada penetrante, no del todo amistosa.

—¿Para qué?

—Soy aprendiz de boticario. Podría ayudarla.

—Pensaba que estabais al servicio del arzobispo.

—También.

—Vuestra vida es bastante complicada, capitán Archer.

Él sonrió.

—No sabéis ni la mitad, señora Ridley.

—¿Qué llevó a un capitán de arqueros a convertirse en aprendiz de boticario?

Owen se palpó el parche.

—Un recuerdo de la facilidad con que la muerte puede atraparnos.

Cecilia miró a Owen un momento. Luego pareció decidir algo, se levantó y le indicó que la siguiera escaleras arriba.

La habitación estaba junto a la utilizada por Owen cuando había venido en verano. Un brasero la mantenía caliente. En la cama yacía una joven mujer, con una mano vendada tendida sobre la colcha. Tenía la cara lastimada e hinchada, y un lado de la boca cortado. Los miró con un solo ojo, porque el otro estaba ennegrecido y demasiado hinchado para poder abrirlo.

—¿Mamá? —La voz sonó quebrada, aterrada.

La señora Ridley cruzó rápidamente la habitación hasta la cama.

—No pasa nada, Anna. Es el capitán Archer. Y además boticario, aunque no lo parezca. Dice que tal vez pueda ayudarte.

Owen se preguntó cómo hacía Cecilia Ridley para aparentar tanta calma teniendo a la hija tan malherida, al esposo asesinado y al yerno pegando gritos ante el portal. Pero era bueno que así fuera, ya que la hija se veía aterrorizada incluso sin ser consciente de todo lo que estaba sucediendo. Owen se arrodilló junto a ella y le preguntó:

—¿Tenéis la mano rota?

—Un dedo —dijo Cecilia—. Lo enderezamos y entablillamos.

—¿Y os aplicaron un emplasto de consuelda?

Cecilia asintió.

—¿Tenéis algún otro hueso roto?

—No. El resto son contusiones en la cara y en el estómago. Y los cortes de la boca. —Cecilia le explicó a Owen lo que había hecho por su hija.

Éste le indicó a Cecilia que saliera de la habitación con él. Se detuvieron en un descanso que daba a la sala.

—Un poco de valeriana en vino la calmará —sugirió Owen—. ¿Decís que tiene el estómago lastimado? ¿Sangró?

—Sí, pero ahora ya no.

—¿Creéis que soportará un poco de vino con valeriana?

—Ha soportado vino solo.

—Es importante mantenerla tranquila. —Owen se restregó la cicatriz de la mejilla izquierda—. Dios mío, ¿qué tipo de hombre es capaz de hacerle esto a su esposa?

—El dice que tiene necesidades y que ella se niega; y que eso lo vuelve loco.

—Si hay otra cosa que pueda hacer, señora Ridley…

Ella le tomó la mano y se la apretó.

—Sois un buen hombre, capitán Archer. —Los ojos de ella le recorrieron la cara y se detuvieron en su boca.

Estaba demasiado cerca. Demasiado concentrada en él. Owen resistió la necesidad de dar un paso atrás.

Cecilia sonrió a través de las lágrimas, se alisó la falda y suspiró.

—Y ahora debo ir a enfrentarme a mi yerno.

* * * * *

Owen estaba acostado en la habitación que había junto a la de Anna, alterándose bruscamente a cada ruido que se oía en la casa. Cecilia Ridley creía que Scorby se quedaría lejos durante la noche, que lo había convencido de dormir en una posada —Beverley era una ciudad lo bastante grande para tener varias posadas cómodas—, pero Owen no podía descansar. Daba vueltas y se agitaba en el jergón, al tiempo que escuchaba los pasos ansiosos de Cecilia Ridley por la habitación de la hija.

Los pasos de la habitación de al lado cambiaron súbitamente de ritmo, avanzaron decididos hacia la puerta y luego sonaron en el exterior. Se oyó un golpe en la puerta del cuarto de Owen.

—Adelante.

Cecilia Ridley sostenía una lámpara junto a su cara.

—Perdonadme por interrumpir vuestro sueño.

—No he podido dormir.

Entró, cerró la puerta a sus espaldas, depositó la lámpara de aceite sobre una mesita, cerca de Owen, y se puso a caminar de un lado al otro de la habitación a los pies del jergón, con las manos entrelazadas en la espalda.

—¿Qué pasa? —preguntó Owen.

—Tenéis que ayudarnos. Anna no puede quedarse aquí.

Dios santo, a esa mujer le estaba entrando el pánico.

—Quiero ayudaros, señora Ridley. No puedo dormir pensando en vuestra pobre hija; pero no se la debe mover. No mientras sangre así.

—Ya no sangra.

—Si monta un caballo, puede comenzar a sangrar otra vez.

Cecilia giró en redondo y se sentó a un lado del jergón de Owen.

—Será peor lo que le suceda si no escapa. Debéis daros cuenta de esto. —Tenía los ojos oscuros, inmensos y fervientes a la luz trémula.

Owen entendió lo que ella temía. ¿No era lo mismo que lo había mantenido despierto a él: el miedo a oír el ruido del otro irrumpiendo en la casa? No obstante, Anna no estaba en condiciones de viajar.

—No entiendo cómo vuestra hija soportó el viaje hasta aquí —dijo Owen—. Volver a viajar tan pronto… —Negó con la cabeza—. No, no puede ser.

—Cielo misericordioso, no hay otra solución. —Cecilia se inclinó hacia Owen, como si con su cuerpo pudiera convencerlo de la gravedad de la situación—. Dijisteis que había que tranquilizarla. ¿Cómo puede estar tranquila si tiene miedo de que él entre para llevársela? No hay en todo el reino raíz de valeriana suficiente para quitarle ese miedo del corazón.

Cierto, y para curarse Anna tenía que estar tranquila. Una lluvia de agujas calientes que le atravesaron el ojo ciego le advirtieron a Owen que se estaba involucrando demasiado en los problemas de las Ridley. Se llevó una mano a la cicatriz y se dio cuenta de que no tenía puesto el parche. Claro, había pensado dormirse. Era asombroso que Cecilia Ridley lo mirara con tanta intensidad sin pestañear ante aquel desagradable párpado que no se cerraba del todo sobre el ojo ciego. La luz de la habitación no era lo bastante débil para ocultarlo. Owen estiró la mano y cogió el parche que había dejado en la mesa que se hallaba junto a él.

Cecilia Ridley entendió que era la señal de que empezaba a vestirse, de que había decidido ayudarla. Se puso de pie.

—Bien. Voy a prepararla.

—Por favor. No he dicho que sí a nada. Sólo deseaba evitaros la visión de este ojo.

Cecilia volvió a sentarse.

—Pero es que fue justamente eso en vos, la cicatriz, vuestro sufrimiento, lo que me hizo pensar que nos ayudaríais. ¿Podríais descansar si estuvierais cerca de la persona que os hizo esto?

—Maté a la persona que me hizo esto.

Esto la hizo vacilar. Apretó las manos contra el regazo y las contempló un largo rato.

Algo en el terrible esfuerzo necesario para mantener aquella espalda tan rígida y aquellas manos tan quietas hizo que Owen pensara en Lucie.

—Me recordáis a mi esposa.

—¿Eh? ¿Y qué haría la señora Archer en mi lugar?

Owen no corrigió el nombre. Le pareció mejor que Cecilia no sospechara la menor imperfección en su relación con Lucie. Pero ¿qué haría Lucie? Owen pensó en la noche en la que Thoresby, arzobispo de York y lord canciller de Inglaterra, le había dado una orden a Lucie y ella se había negado. Había decidido lo que era mejor para su esposo, Nicholas, y nada en el cielo ni en el infierno la haría cambiar de idea. La espalda de Cecilia Ridley parecía igual de obstinada.

—Lucie haría que Scorby afrontara lo que ha hecho —respondió Owen—. Lo llevaría arriba para que viera el estado de Anna. Seguramente le pegó y se fue enseguida. Tal vez no se dio cuenta de lo lejos que había ido.

Cecilia abrió los ojos de par en par, revelando una expresión de incredulidad.

—¿Estáis loco? Anna está aterrorizada. ¿Y si vuelve a atacarla?

—Yo estaré en la habitación. Observaré la reacción de él y estaré listo para protegerla. Pero sospecho que Paul Scorby se irá tranquilo cuando vea el estado en que está su esposa. No tiene nada que ganar obligándola a viajar.

Cecilia negó con la cabeza.

—No. No quiero que Anna pase por eso.

—¿Pero sí exponerla a otro viaje?

—Sólo hasta el convento de San Clemente, en las afueras de York.

—No puede viajar.

—No podéis dejar que él se le acerque.

—Al margen de lo que vos sintáis, Anna está casada con Paul Scorby. El tiene derecho a verla. —A Owen no le gustó el dolor patente que se reflejó en el rostro de la mujer. No quería desilusionarla. Sin embargo, debía hacerlo. Llevar a Anna Scorby a caballo a través de la nieve podía matarla. No obstante, Cecilia Ridley todavía no parecía convencida—. ¿Tenéis razones para temer que Paul Scorby pueda intentar algo más que pegarle? —preguntó Owen.

—¿No es suficiente?

—No me entendéis. Os pregunto si tenéis razones para creer que Scorby quiere matar a Anna.

Cecilia pareció indecisa.

—Nunca lo he pensado. Pero mirad cómo la ha malherido. Creo que no puede controlarse.

—Probemos esto, ¿eh? Veamos si, obligado a enfrentarse a lo que hizo, y ante otros, es capaz de aprender algo.

—Tal vez…

—Tengo curiosidad por saber una cosa. ¿Cómo se involucró el sacerdote en esto?

—Anna le rogó que la trajera aquí, esperando que su padre pudiera… —Cecilia parecía afligida—. Dios santo. Por un momento me había olvidado de Gilbert. ¿Cómo es posible?

Owen le tomó las manos.

—Ahora tenéis muchas cosas que soportar. Sois maravillosamente fuerte.

Cecilia le dirigió una débil sonrisa.

—¿Sabéis? —dijo Owen—. Aunque es un honor para mí que me hayáis ofrecido el papel de defensor, no puedo correr el riesgo. Debéis recordar que estoy aquí por encargo de Juan Thoresby, arzobispo de York y lord canciller de Inglaterra. A él no le gustaría que yo incumpliera la ley por vos, señora Ridley. Y a mi esposa tampoco.

Cecilia Ridley se ruborizó y retiró las manos.

—No pensé… No, claro que no debéis incumplir la ley.

Owen asintió.

—Por eso, cuando vuestro yerno vuelva por la mañana, dejadlo entrar. Yo también subiré.

Cecilia se puso de pie y recogió su lámpara.

—Eso haré. —Caminó despacio hasta la puerta y se volvió justo antes de llegar a ella. Los ojos se veían oscuros a la luz de la lámpara—. Ruego a Dios que tengáis razón, capitán Archer.

Dicho esto, dejó que Owen se agitara y diera vueltas en la cama justo hasta antes del alba, momento en el que se sumió en un sueño intranquilo.