Capítulo 4

Tierras del norte

Una dama impertinente y un hombre humillado

Fiesta de san Martín. Una de las fiestas menos predilectas de Thoresby. A medida que se hacía viejo, el arzobispo odiaba cada vez más el mes de noviembre, el principio de una larga oscuridad. En especial le desagradaba noviembre en York. Por lo general se las ingeniaba para quedarse en Windsor hasta la primavera, pero ese año Thoresby tenía varios arcedianos portándose mal y le pareció prudente hacer sentir su presencia entre ellos. Los problemas con sus arcedianos tenían una desagradable tendencia a incluir el asesinato.

Sin embargo, la fiesta no fue del todo sombría. Gilbert Ridley había hecho una generosísima donación a la capilla de Nuestra Señora, una de las contribuciones de Thoresby a la gloriosa catedral y la más cercana a su corazón. Considerando el tamaño del donativo, cuando menos tenía que invitar al hombre a cenar con él.

El arzobispo estaba preocupado por la cena; era la primera vez que hablaría con Ridley desde el asesinato de Will Crounce, y para Ridley sería obvio que Thoresby no había hecho el menor esfuerzo para encontrar a los asesinos de Crounce, a excepción de las investigaciones iniciales llevadas a cabo por Archer. Gilbert Ridley podría pedir una explicación.

Pero Ridley no podía estar demasiado enojado si había donado todo ese dinero para la capilla de Nuestra Señora, donde sería enterrado Thoresby…

Y, después de todo, Archer no había averiguado nada. Hasta el mensajero de Ridley y Crounce, Martin Wirthir, se había zafado de Thoresby y de Archer. Martin Wirthir parecía haberse evaporado en el aire.

Thoresby se paseaba preocupado. Era inútil. Debía admitir ante sí mismo, si bien ante nadie más, que era la situación que se vivía en Sheen la que había apartado de sus pensamientos el asesinato de Will Crounce.

Cuando Thoresby llegó a Windsor, había órdenes —expresadas como una petición, aunque la petición de un rey— de que Thoresby fuera al castillo real de Sheen y escoltara a la reina Phillippa a Windsor. Como sentía un amor profundo y devoto —platónico, por supuesto— hacia la reina Phillippa, Thoresby se había alegrado de cumplir dicha orden.

Pero una nueva dama de compañía había echado a perder la oportunidad de Thoresby. Una impertinente recién llegada que pertenecía a una familia enriquecida por el comercio, Alice Perrers, de apenas diecisiete años, ofendió a Thoresby con su presencia en la misma habitación que la reina Phillippa. Descarada en su forma de hablar, de mirada atrevida y con una risa que alteraba la tranquilidad de Sheen, Alice Perrers se había convertido, inexplicablemente, en la preferida de la reina Phillippa.

Y cuando la comitiva llegó a Windsor, Thoresby descubrió, con gran desagrado, que el rey Eduardo se regodeaba en los nada disimulados intentos de Alice Perrers de cortejarlo. Pero eso no fue nada en comparación con lo que Thoresby descubrió después.

En su segundo día de estancia en Windsor, Thoresby fue invitado a cenar con el rey en sus aposentos. Al igual que Alice Perrers, que lucía un vestido muy escotado de una lana suave, delgada y adherente. En un momento determinado, al volverse para hacer una reverencia al rey, la silueta de Alice Perrers y la manera en que sus manos revolotearon junto a su estómago le revelaron a Thoresby que estaba preñada.

Thoresby se quedó pasmado. La muchacha no era nadie. Ni siquiera una belleza. Sin atractivo, como la misma reina, pero además carente siquiera de un ápice de la dulce naturaleza de ésta. Y sin embargo, a juzgar por la servil atención que le dispensaba el rey, era obvio que Alice Perrers era su favorita. Que una mujer tan ordinaria fuera invitada a comer con el rey, que se le permitiera hacer gala de su bastardo…, porque Thoresby sabía que no estaba casada.

Thoresby se propuso averiguar todo lo posible sobre Alice Perrers.

Pero logró muy poco.

Era una hija de la peste, como se llamaba a los nacidos durante la primera epidemia de la peste negra en Inglaterra, y había quedado huérfana por ese mismo flagelo. Los tíos habían pagado a una familia de comerciantes para que la criaran. Y luego, hacía unos años, los tíos decidieron que Alice regresara al seno de la familia y educarla para ser una cortesana. Alice tenía algo de dinero —lo suficiente para atraer a un esposo respetable—, más formación de la que le convenía —Thoresby estaba indignado ante sus impertinentes comentarios— y una actitud defensiva que traicionaba su educación en una casa de comerciantes. Thoresby la despreciaba.

No podía preguntar a los cortesanos cómo los tíos Perrers habían comprado el favor de la reina, pero, como lord canciller, Thoresby tenía acceso a todos los registros legales y financieros. Así, hizo que su escribiente principal, el hermano Florian, inspeccionara los registros en busca de dos nombres: Crounce y Perrers.

El hermano Florian informó que Crounce había sido un miembro de poca importancia de Goldbetter y Cía.; se lo mencionaba una vez, como origen de una carta presentada por Ridley a un tribunal de la corona en defensa de Goldbetter. Perrers no aparecía en los registros de la corona.

—No obstante —dijo el hermano Florian con una sonrisita afectada—, todo Londres sabe que la Perrers esa carga con el bastardo del rey.

—Cielo santo. —Thoresby miró a Florian, incrédulo ante lo que oía—. ¿Cómo pudo elegir a semejante criatura? Humillar a la reina con esa… Es imposible. ¿Estáis seguro?

—Confirmado por mis mejores fuentes.

Thoresby sintió que el mundo se había puesto patas arriba. Por ello, sin quitarse a Perrers de la cabeza y habiendo descubierto que Crounce era un miembro tan insignificante de Goldbetter y Cía., Thoresby perdió interés por el asesinato de éste y lo registró como un caso de robo.

Pero ¿eso había satisfecho a Ridley?

Cuando Michaelo introdujo a Gilbert Ridley en la sala, Thoresby, confundido, se quedó mirando al comerciante. Recordaba a Ridley como un barril, mejor dicho, como un jabalí. Pero el hombre que estaba frente a él estaba pálido, y era cualquier cosa menos redondo. Tenía un aspecto demacrado, con la carne fofa y el mal color de quien está recuperándose de una enfermedad grave.

—No sabía que hubieras estado enfermo —le dijo Thoresby.

Ridley negó con la cabeza y se sentó a la mesa.

—No, no he estado enfermo. Bien, al menos no de algo que pueda considerarse una enfermedad. Yo… —Ridley suspiró y se pasó los dedos enjoyados por la frente—. Ha sido difícil aceptar la muerte de mi amigo. Vos lo recordáis. Will Crounce. Lo asesinaron aquí, cerca de la catedral. Lo degollaron. —Ridley sacudió la cabeza.

Thoresby asintió.

—Claro que me acuerdo de lo que le pasó a Will Crounce. —Como viera que a Ridley le temblaban las manos al llevarse a la boca la copa de clarete, Thoresby pensó en tranquilizarlo—. Lamento que nuestra investigación no haya logrado nada. Will Crounce dejó pocos datos de su vida y, al parecer, no tenía enemigos.

—Sé que habéis hecho lo posible. Yo no pude colaborar con Archer, el hombre que está a vuestro servicio. Os aseguro que agradecí mucho su ayuda en aquel momento.

Ridley dirigió al arzobispo una extraña sonrisa. ¡Por todos los sacramentos!, era como si el hombre hubiera encontrado a Dios a través de la muerte de su amigo, pensó Thoresby. Como si hubiera encontrado la caridad y la humildad, dos gracias de las que antes tristemente había carecido.

—Hicimos lo que pudimos —precisó Thoresby.

Ridley asintió.

—Will y yo… Ya conocíais nuestra sociedad. Éramos jóvenes, teníamos esperanzas y pensábamos que nos iría bien. Y así fue. Lo logramos. Sin Will no habría sido posible. Él tenía un don especial para relacionarse con la gente; algo que yo nunca tuve: voz amable, una manera de hablar que tranquilizaba. —Ridley bebió un largo sorbo de vino. Tenía lágrimas en los ojos.

—No tuvimos suerte en nuestro intento de encontrar al flamenco que trabajaba como mensajero entre tú y Will, Martin Wirthir —dijo Thoresby—. Sospecho que en York ya anda con otro nombre.

—Es poco probable que Wirthir vuelva a York. No tiene razones para volver.

Thoresby asintió.

—Y nadie vendría voluntariamente al País del Norte. Es un lugar al que a uno lo envían.

Ridley negó con la cabeza.

—No estoy de acuerdo. Yo siempre estaba impaciente por volver a casa, a los páramos, a los brezos, al silencio de las nevadas en invierno o a las primeras heladas que crujen bajo nuestras pisadas.

—Querido amigo, hablar en términos tan poéticos de esta tierra baldía…

—Para mí no lo es. Habláis como un hombre del sur, pero nacisteis en los valles, ¿verdad?

Thoresby frunció el entrecejo.

—No recuerdo haberte hablado de mi familia. —No le gustaba que la gente se tomara demasiada confianza.

Ridley inclinó la cabeza a guisa de disculpa.

—Os estoy ofreciendo una gran suma de dinero para lo que, según he oído, será vuestra tumba. Quería saber todo lo posible sobre vos, para asegurarme de que es así como quiero agradecerle al Señor la vida que me ha dado.

Guardaron silencio mientras Lizzie, la criada, servía la comida frente a ellos.

Thoresby vio a Ridley sacar una bolsa de un morral que había llevado consigo y agregarle una pequeña cantidad de polvo al vino. Lizzie lo olió con curiosidad al pasar y arrugó la nariz.

—¿Qué le pones al vino? —preguntó Thoresby.

Ridley lo bebió, se estremeció y se limpió la boca.

—Un tónico que me prescribió mi esposa. Me lo viene dando desde el solsticio de verano. Tiene un gusto horrible, pero ella espera que me calme los nervios y me arregle el estómago. Últimamente ha suavizado un poquito el gusto, aunque sigue siendo asqueroso. De todas formas, le hago caso. Debo confesar, no sin alarma, que la ropa cada vez me cae más suelta.

Lizzie dejó otra botella de vino junto a Ridley y miró el talle del hombre, donde un adornado cinturón sostenía la túnica.

Thoresby le siguió la mirada y asintió.

—Parece una afección complicada. Tal vez te conviniera hablar con la boticaria que hay al lado de la posada. Lucie Wilton sabe mucho.

Ridley negó con la cabeza.

—A Cecilia no le gustaría.

—¿Ni siquiera si viera que mejoras?

—No hay ninguna garantía de eso.

Lizzie desapareció.

—Bien, come con ganas —le dijo Thoresby a su invitado—. Necesitarás más reservas de grasa para el invierno.

Ridley rio y se sirvió más vino.

—Hasta mi joyero se ha beneficiado; he tenido que mandar reducir todos los anillos.

Thoresby observó los dedos enjoyados de Ridley, recordando los comentarios de Archer sobre la imprudente magnificencia de aquél en su camino.

—Espero que no exhibas tus joyas cuando estés en una ciudad extraña o de viaje.

Ridley levantó la mano izquierda y movió los dedos. La perla y el feldespato eran grandes; los engarces de oro, pesados.

—El capitán Archer consideró que me comportaba como un pavo real peligrosamente insensato. Desde entonces soy más prudente. Pero aquí en la ciudad es importante tener un aspecto suntuoso. Es bueno para los negocios.

—No en la calle, diría yo.

Ridley se encogió de hombros.

Comieron un rato en amable silencio y luego Ridley comenzó a tantear al arzobispo para saber noticias de la corte.

—Dicen que hay una nueva dama de compañía que se ha adueñado del corazón del rey.

Thoresby se encogió. Incluso aquí esa ambiciosa de Perrers ensombrecía su estado de ánimo.

—Últimamente me he mantenido aislado —explicó Thoresby—, menos en lo referente a mis deberes como canciller.

Ridley renunció al tema.

Después de la cena, mientras estaban sentados ante el fuego con un poco de brandy, Thoresby tocó el punto que le interesaba.

—La suma que estás ofreciendo para la capilla de Nuestra Señora es grande, Ridley. Tanto dinero puede pagar una hermosa ventana de vitral. En realidad, dos. Es la donación más común cuando la cantidad es tan grande. La historia de un santo con tu rostro, y tal vez el de tu esposa, dibujado en la ventana, y cosas como el escudo de la familia en una esquina, o tu nombre y filiación gremial, ya sabes.

Ridley negó con la cabeza.

—Con esta donación no quiero llamar la atención hacia mi persona en especial. Quiero que el Señor sepa que lo hago con el corazón; no es un soborno.

Thoresby se reclinó en el asiento y estudió a aquel hombre cambiado.

—¿Por qué tanta generosidad, Ridley? —preguntó con voz queda.

Ridley se puso colorado.

—¿No deseáis aceptar mi donación?

—No es eso. Pero… una suma tan grande. Y yo detecto, perdóname por mencionarlo, que hay un cambio en ti, que te has suavizado. No se trata de una penitencia, ¿verdad? ¿Algo te atormenta?

—Cielo santo, Eminencia —exclamó Ridley, poniéndose de pie—. ¡Si hubiera sabido que mi dinero despertaba tanto recelo, jamás lo habría ofrecido!

—Por favor, amigo mío, siéntate. Debes perdonarme. Pero esta capilla es importante para mí. Seré enterrado en ella y quiero que esté libre de toda crítica. No quiero dinero manchado de sangre en ella.

—Éste no es dinero manchado de sangre. Si lo preferís, es un símbolo de mi devoción, de mi conciencia, desde la muerte de Will, de que he llevado una vida bendita y de que puede terminar demasiado pronto. Tengo que tomar las medidas que más deseo antes de que la muerte me llegue por sorpresa.

Thoresby lo entendía muy bien.

—Por favor, perdóname. —Le ofreció más brandy a Ridley. Éste aceptó con gusto.

—Lamento muchas cosas de mi vida, Eminencia, aunque sé muy bien que el dinero dado a la Iglesia no puede borrarlas.

—¿Qué tipo de cosas?

Ridley permaneció en silencio un momento. Luego suspiró y dijo:

—Le di mi hija a un hombre que, me doy cuenta ahora, es el diablo en persona. Me gustaría poder cambiar eso.

Thoresby sonrió.

—A menudo los padres sienten eso acerca de los esposos de sus hijas.

Ridley se ruborizó.

—No toméis a la ligera una confesión sincera.

—Perdóname otra vez —dijo Thoresby—. ¿Hay esperanzas de una anulación?

—No. El matrimonio ha sido definitivamente consumado. —Ridley se pasó las manos enjoyadas por los ojos en un gesto de cansancio—. Mi yerno parece ser también un estúpido arrogante. Le dice a todo el mundo que pronto será nombrado caballero. Sin embargo, no ha hecho nada para ganarse el título. No ha sido diplomático ni soldado. Las únicas batallas que ha librado han sido contra mi hija.

—Lo siento. —Thoresby estudió la mano temblorosa de Ridley, el dolor reflejado en los ojos de éste—. No, es más que sentirlo. Me duele, por ti y por tu familia.

Ridley bebió un sorbo de brandy y respiró hondo.

—Así que vuestra tumba estará en la capilla de Nuestra Señora —dijo, cambiando de tema—. ¿Por qué la elegisteis?

Thoresby no respondió de inmediato, sorprendido por el cambio.

—¿Por qué la elegí? Ah, bien, fue una plegaria a Nuestra Señora la que me envió la señal que yo necesitaba: la Iglesia me llamaba a su seno.

—¿No fuisteis hijo segundo?

Thoresby sonrió.

—Sí, pero me había abierto un interesante camino en la corte y ascendía con agradable rapidez. Seguro que habría logrado una posición en ella. —Thoresby miró el fuego—. Aunque hoy en día ser una estrella ascendente en la corte no es un gran honor, se ha vuelto demasiado fácil.

—Entonces, tal vez haya esperanzas para mi yerno, ¿eh? —dijo Ridley, sonriendo. Luego eructó bastante ruidosamente.

Thoresby interrumpió su enigmática observación del fuego y levantó los ojos.

Ridley enrojeció.

—Perdonadme, Eminencia. —Volvió a eructar.

—¿Se debe a algo que había en la comida?

—No. Es así todas las noches. Ya hace meses que me sucede.

—¿Incluso con el tónico de tu buena esposa?

Ridley asintió.

—¿Sabéis? A veces tengo la poco benevolente sospecha que con sus remedios los síntomas, en vez de mejorar, han empeorado. Pero desde hace un tiempo hemos alcanzado un delicado equilibrio en nuestros afectos, y yo no haría nada que pudiera perjudicarlo.

—El brandy te ayudará a digerir la comida.

—Es calmante, muy calmante. —Ridley hizo una mueca mientras disimulaba otro eructo. Se puso de pie—. Eminencia, creo que es hora de regresar a mi habitación en la taberna York. Mañana me espera un largo viaje y, como veis, no estoy tan fuerte como antes.

Thoresby acompañó a Ridley hasta la puerta. Lizzie le llevó la capa.

—¿Quieres que mi secretario, el hermano Michaelo, te acompañe hasta la posada? —ofreció Thoresby.

Ridley parecía incómodo.

—No es necesario, de verdad. Estoy acostumbrado a esto. Y la posada queda muy cerca.

* * * * *

Thoresby lamentó no haber insistido en su ofrecimiento a la mañana siguiente, cuando el arcediano Jehannes le explicó que había tropezado con el cuerpo de Ridley en el manso de la catedral.

—He oído decir que la herida de un degollado es como la espantosa sonrisa de la muerte —dijo Jehannes, gris de cara—, y eso fue exactamente lo que pensé. Los ojos, mirando hacia el cielo, los labios azules y, debajo de ellos, otro horrendo par de labios rojos como la sangre… —Se estremeció—. Y un muñón donde debería haber tenido la mano derecha.

Thoresby acompañó a Jehannes hasta una silla.

—Siéntate. Michaelo ha ido a buscar un poco de brandy. Perdóname por hacerte hablar de eso, pero ¿había dos anillos en la mano izquierda de Ridley?

Jehannes asintió.

Más tarde, esa misma mañana, unos albañiles que trabajaban en la capilla de Nuestra Señora encontraron un trapo ensangrentado, aunque no había en él señales de la mano ni de anillos con piedras preciosas.

A Thoresby el asunto no le gustaba nada. Era imposible considerarlo una coincidencia. Obviamente, la mano de Crounce había sido dejada en la habitación de Ridley el verano anterior como una advertencia. Entonces, ¿a quién le habían dejado ahora la mano de Ridley? Thoresby mandó llamar al alcalde. Había que avisar a todos los alguaciles, a todos los guardias de la ciudad. Debían informar sobre cualquier novedad, aunque fueran rumores. No cometería el error de dejar escapar al asesino por segunda vez.

Entonces el arzobispo mandó llamar a Owen Archer.