Capítulo 3

El orgullo de Ridley

Después de caer en la cuenta de que Owen venía de parte del arzobispo, Ridley cambió de postura en el muro bajo de piedra donde se había sentado. La cara del comerciante se estaba poniendo roja por el sol. Se tapó los ojos con la mano derecha para mirar a Owen. Las piedras preciosas que le cubrían los dedos brillaban.

—Ya sé por qué habéis venido. Bess Merchet encontró la… —Ridley tragó saliva—. ¿Por qué pondrían esa mano en mi habitación?

Owen reparó en los anillos. En los caminos atacaban a los viajeros por mucho menos. Ridley arriesgaba su propia vida y las de los dos sirvientes que lo acompañaban. Sin duda consideraba a éstos poco más que caballos de carga. ¡Qué imbécil arrogante, exhibiendo su riqueza de esa forma tan temeraria!

Owen abrió la boca y volvió a cerrarla. Parte de su irritación provenía de tener que parpadear con su ojo bueno para protegerse de los reflejos del sol. Quedarse deslumhrado le enfurecía. Pero para llegar donde quería debía refrenar su lengua.

—Uno de vuestros socios fue asesinado anoche. Cerca de la catedral.

—Uno de mis… —Ridley se protegió los ojos con las dos manos y miró a Owen—. No sería Will Crounce, ¿verdad?

Owen, otra vez cegado por la luz, sugirió que fueran a la sombra.

—La cara se os está poniendo de un rojo que asusta.

Ridley consintió y luego repitió la pregunta.

—¿Fue Will Crounce?

—Sí. ¿Os disteis cuenta de que era su mano?

—¿De Will? —Ridley se atragantó—. Yo… Dios santo, no. No miré bien. Pero aunque me hubiera fijado, ¿cómo va uno a reconocer…? No creo que fuera capaz de reconocer mi propia mano si me la cortaran. —Ridley se estremeció.

—¿Por qué os fuisteis sin decir nada a nadie acerca de la mano? ¿Sin siquiera advertir a los Merchet?

Ridley sacudió la cabeza y apartó los ojos, incómodo.

—Fui cobarde y desconsiderado, y ellos han sido siempre muy buenos conmigo. Pero no sabía qué hacer. Lo único que quería era irme lejos.

—¿Qué pensasteis que significaba?

—Me pregunté quién me gastaría una broma tan espantosa. —Ridley se hizo la señal de la cruz con la mano temblorosa.

Owen miró los prados del estío. Aquel camino iba paralelo al Ouse, aunque estaban muy al norte y el río no se veía. Pero era la tierra rica de la llanura de un terreno aluvial, muy diferente de los páramos y de los valles que había al norte o al oeste. Un paisaje benigno. Además de Owen, de Ridley y de sus dos sirvientes, no había nadie a la vista, aunque se advertía tierra cultivada. Era mediodía y los trabajadores estarían comiendo en algún lugar a la sombra. Una brisa agitó las flores silvestres. Había tanto silencio que Owen oía el zumbido de las abejas. De vez en cuando uno de los caballos relinchaba o un pájaro cantaba. Un paisaje poco adecuado para hablar de muerte.

—¿Sólo creísteis que alguien os gastaba una broma? ¿No se os ocurrió nada más siniestro? —preguntó Owen.

—Fue lo peor que fui capaz de imaginar. Y estaba confundido. Bebí demasiada cerveza anoche. Will y yo… —Ridley sacudió la cabeza—. Eso quiere decir que lo asesinaron.

—Eso parece.

Ridley respiró de manera profunda y entrecortada.

—Supongo que Bess Merchet os habrá contado que pasé la velada con Will en la taberna York y que él se fue enojado. —Ridley se levantó, fue hacia su caballo y sacó un odre de su bolsa—. Por la Virgen María y todos los santos… —respiró y tomó un trago—. Pensaba reconciliarme hoy con él; no me gustó que se fuera enfadado. —Bebió otro trago y miró a Owen—. ¿El arzobispo Thoresby cree que yo asesiné a Will?

—¿Y que dejasteis la prueba en vuestra habitación? No, Su Eminencia dice que no sois tonto. Pero espera que nos ayudéis a encontrar al asesino, o al menos que sepáis por qué alguien quería que Crounce muriera. Y quién puede ser esa persona.

Ridley se pasó la mano regordeta por la frente, donde la tirilla del gorro de fieltro estaba ya oscura de sudor. Bebió otro sorbo.

—¿Matar a Will? —Sacudió la cabeza, mirándose las botas—. No sé qué deciros. Will había prosperado, aunque nada lo hacía pensar. Se vestía humildemente, como siempre. Pero llevaba una bolsa con dinero. Siempre lo hacía, pobre Will. Iba preparado para cualquier negocio inesperado, decía. —Ridley sonrió con tristeza y echó otro trago.

—Será mejor que os toméis la bebida con tranquilidad. Tenéis un buen trecho hasta Beverley.

Ridley se enderezó y guardó el odre en la bolsa.

—Vuestro amigo no llevaba dinero consigo cuando lo encontraron —dijo Owen.

—Entonces lo mataron por el dinero. Por avaricia. En mi opinión, el más mortal de los pecados es codiciar los bienes del vecino.

Owen luchó por reprimir la sonrisa que le provocaron esas palabras, dichas por un tentador de ladrones.

—Crounce se encontró con una mujer en la puerta de la taberna. ¿Tenía una amiga?

—No me comentó nada de encontrarse con ninguna mujer —respondió Ridley.

—Tengo entendido que Crounce era viudo…

Ridley asintió.

—Y gustaba mucho a las mujeres, en efecto.

—¿A alguien en particular?

Ridley se quitó el gorro, se secó la frente y frunció el entrecejo mientras miraba la prenda sucia de sudor.

—Anoche fue la primera vez que hablábamos desde hacía tiempo. Pero creo que su favorita actual era Kristine de Melton, una viuda madre de un brillante muchacho a quien Will iba a apadrinar para entrar en el gremio. No es el tipo de cosas que uno hace por una simple conocida.

A Owen le pareció interesante la conexión.

—¿El nombre del muchacho es Jasper? —Ridley miró a Owen entornando los ojos mientras volvía a ponerse el gorro.

—¿Cómo sabéis el nombre?

—Jasper de Melton presenció el asesinato. Fue Jasper el que habló al arzobispo sobre la mujer encapuchada que esperaba a Crounce fuera de la taberna York.

—Entonces, ¿era la señora de Melton?

—Es muy poco probable. El arzobispo Thoresby dice que mandaron al muchacho a buscar a Crounce para llevarlo al lecho de enferma de la señora de Melton.

Ridley suspiró.

—Una mujer desconocida, entonces. —Sacudió la cabeza y miró a Owen directo a los ojos—. ¿Cómo mataron a Will? ¿Sólo le cortaron la mano? No lo descuartizaron, ¿verdad?

—Lo degollaron.

Ridley se santiguó y bajó la cabeza para murmurar una plegaria. Owen esperó en silencio. Sabía del torrente de bilis que ahoga a un hombre cuando se entera de los detalles de la muerte de un amigo. Cuando levantó la mirada, Ridley tenía los ojos húmedos.

—No se merecía un final así; Will no. Era un buen hombre. Ningún santo, pero un buen hombre.

—El asesino hizo lo de la mano después —dijo Owen—. ¿Se os ocurre por qué?

Ridley negó con la cabeza.

—Alguien comentó que en esa mano lucía un anillo de sello. ¿Estaba todavía cuando la encontrasteis?

Ridley se encogió al recordar la mano en el suelo.

—Que Dios lo tenga en su gloria. —Sacudió la cabeza despacio—. Creo que si el anillo hubiera estado en la mano, yo lo habría visto. Tal vez hasta me habría dado cuenta de que se trataba de la mano de Will. —Dejó caer la cabeza y se cubrió los ojos con los dedos enjoyados.

—A los ladrones se les corta la mano derecha —precisó Owen—. ¿Podía alguien considerar que Crounce le había robado?

Ridley no dio muestras de haber escuchado la pregunta.

Owen la repitió.

Ridley se estremeció.

—Perdón. —Se secó los ojos, avergonzado—. Nunca oí a nadie llamar ladrón a Will.

—¿No se os ocurre nadie que pudiera considerarse estafado por Crounce? ¿Ningún negocio que terminara mal? ¿Alguien que pensara que Crounce se había quedado, con malas artes, con lo que no era suyo?

Ridley se encogió de hombros.

—He trabajado muchos años en Londres y en Calais. Will era mi hombre aquí. Mientras ejecutara mis deseos y los de Goldbetter, yo no le preguntaba cuáles eran sus métodos.

—¿Por qué discutisteis anoche?

Ridley vaciló.

—Nada importante.

—Tal vez sí lo sea.

—Era un asunto privado. El alcohol nos desató la lengua y empezamos a decir disparates. No tiene nada que ver con la muerte de Will.

—Sé que tenía que ver con su esposa y con su hija. —Cuando vio que el color de las mejillas de Ridley subía de tono y se cubría de un avergonzado rubor, Owen cayó en la cuenta de que había cometido una crueldad; pero él debía saberlo todo. No podía ser que Ridley dijera que esto o lo otro no tenía relación con la muerte de su amigo. Se trataba de averiguar la verdad.

—Alguien nos oyó. No me sorprende, pues estábamos gritando. Pensaba pedirle disculpas hoy, invitar a Will a una buena comida.

—Habladme de la discusión.

—Yo he sido un esposo ausente y un padre ausente. Mis negocios me mantenían lejos de Riddlethorpe, a excepción de breves visitas. Will pasaba más tiempo con mi familia que yo. Él creía que yo era cruel con mi esposa, Cecilia. Yo pensaba que, para ser sincero, a lo mejor él estaba demasiado encariñado con mi esposa. Así fue como surgió la discusión. Y después empezó a hablar del esposo de mi hija. El muchacho fue elección mía, ¿os dais cuenta?, y resulta que es… impaciente… con mi hija. Cecilia es desdichada porque Anna, mi hija, es desdichada. Y Will me culpaba de todo.

—Es una acusación grave.

Ridley asintió.

—Pero hay mucho de verdad.

—¿El esposo de vuestra hija era socio comercial vuestro?

—Es Paul Scorby, de Ripon. Buena familia. Yo tuve algunos tratos comerciales con ellos hace mucho tiempo. Nada reciente. Pero son de buena estirpe. Mi hijo Matthew vivió en su casa y aprendió a entenderse con ellos. Paul Scorby es ambicioso, aunque tal vez es más un soñador que una persona práctica. No me di cuenta de eso en aquel entonces. Me pareció un buen partido para Anna.

—¿Crounce discutió con Scorby?

Ridley negó con la cabeza.

—No habría interferido hasta tal punto. No. No creo que nuestra discusión pudiera tener nada que ver con la muerte de Will.

Owen se encogió de hombros.

—Lamento no poder ayudar más —dijo Ridley.

Owen se protegió el ojo y miró a lo lejos.

—Para cuando lleguemos a Riddlethorpe puede que se os haya ocurrido algo.

Ridley se sobresaltó.

—¿Vais a Riddlethorpe?

Owen asintió.

—Os ofrezco mi protección.

Ridley frunció el entrecejo.

—¿Qué necesidad tengo yo de protección?

—Un buen amigo y socio vuestro ha sido asesinado, maese Ridley. Por causas desconocidas. Quizá Will Crounce tuvo un encuentro accidental con un ladrón, pero también pudo haber sido asesinado por alguien que conocía. Y ese alguien podría también conoceros a vos y estar siguiéndoos en este preciso momento.

Ridley se quitó el gorro y se secó la frente. Tenía el pelo mojado de sudor.

—Dios santo…

—Tenéis que pensar en vuestra seguridad.

Ridley miró a Owen con mayor atención.

—Parecéis más un criminal que un protector.

Owen se tocó el parche.

—No sois el primero que me lo dice.

—¿Cómo perdisteis el ojo?

—Al servicio del viejo duque de Lancaster, durante una campaña en Francia. Atrapé a alguien asesinando a los prisioneros por los que pedíamos rescate.

—¿Y ahora estáis al servicio de Juan Thoresby?

—De vez en cuando.

—¿Owen Archer, habéis dicho? —Owen asintió—. ¿Erais capitán de arqueros?

—Buena puntería.

—A decir verdad, había oído que os llamaban capitán. Y con ese acento del País Occidental. —Ridley se encogió de hombros—. Os habéis casado con la viuda de Nicholas Wilton, ¿verdad?

—Así es.

—La señora Archer es de noble linaje, al menos por parte de padre.

—Señora Wilton, no Archer.

Ridley frunció el entrecejo.

—¿Y por qué?

—El gremio. El arzobispo permitió a Lucie no sólo que continuara el trabajo que había comenzado como aprendiza de Nicholas Wilton, sino también que se casara conmigo. Pero el gremio insistió en que mantuviera el apellido Wilton para recordarme que no tendría derecho alguno a la tienda si ella muriese.

—Qué pena que ella no pudiera usar el apellido de su familia. Conozco a sir Robert D’Arby. Un gran caballero. Es más, si queréis corrobar mis antecedentes, el padre de vuestra esposa puede daros referencias sobre mí. —Ridley afirmó esto último con orgullo.

—¿El padre de mi esposa?

Ridley asintió.

—Le conseguí unos caballos a sir Robert durante el sitio de Calais. Él puede certificar mis buenos antecedentes, os lo aseguro.

—¿Cómo conocisteis a sir Robert?

—Ya sabéis cómo se libran las guerras: tratos entre nobles, y también entre ellos y los comerciantes locales, y viceversa. Sabíamos que el conflicto estaba cerca y que afectaría directamente a los que comerciábamos en la zona. Yo era consciente de que era importante causar una buena impresión en el hombre que podía convertirse en el gobernador de Calais, y en ese momento esa persona parecía ser sir Robert D’Arby.

Owen no tenía ganas de hablar de la familia de Lucie.

—Maese Ridley, considerando el desagradable regalo que dejaron en su habitación, me parece prudente revisar vuestro equipaje.

—¿Por qué?

—Por algo igualmente desagradable para vos. O perjudicial.

Ridley se puso pálido.

—No sé quién podría querer hacerme daño.

—¿Me permitís revisar vuestro equipaje?

—Por favor.

Ridley observó la inspección de Owen desde un lugar cómodo. Éste percibía la intranquilidad en el otro, pero no sabía si era porque temía lo que Owen pudiera averiguar o porque sabía algo que no quería que Owen descubriera. Sería lo primero, porque en el equipaje no había nada sospechoso.

Ridley pareció aliviado.

—Tal vez la mano no fue más que la broma de un loco.

Owen asintió.

—Debemos ponernos en marcha si queremos llegar a Beverley antes de la noche. ¿Aceptáis mi compañía?

Ridley observó a sus criados, que haraganeaban junto a los caballos de carga: uno, joven, y el otro, entrecano y con varios dientes de menos. Ninguno entrenado para pelear. Después miró a Owen: alto, ancho de hombros, amenazador.

—Sí, claro. Me alegro de vuestra compañía, capitán Archer.

El camino a Beverley serpenteaba a través de un terreno llano, pero no de páramos, y, aparte de la conversación, poca cosa podía distraer al viajero. Ridley cabalgaba cerca de Owen, recordando su amistad con Crounce. Owen se dio cuenta de la necesidad que tenía Ridley de hablar de su amigo, como parte del ritual de duelo.

—Había pensado pasar algún tiempo con Will, ahora que he dejado el negocio con Goldbetter y Cía. en manos de mi hijo Matthew.

—Sois generoso con vuestro hijo, entregándole el negocio.

—Es sólo parte de mi negocio.

—¿Y por qué sólo una parte?

Ridley guardó silencio durante un rato. Por fin, habló con una voz casi ahogada por el ruido que hacían los caballos.

—He empezado a sentir los años en los huesos. He construido una hermosa casa y quiero tiempo para disfrutarla.

Owen le creyó, pero dudó de que eso fuera todo.

* * * * *

Bess le dio a Lucie una palmadita en el hombro.

—No has cenado, ¿verdad?

Lucie se enderezó y se restregó los ojos. Había estado trabajando en el libro mayor desde que cerró la tienda, esperando poder terminar la copia en limpio de la lista de hierbas, raíces, polvos y otros ingredientes de la tienda que había preparado desde su regreso de casa de la tía Phillippa.

—Hace semanas que tendría que haber terminado esto, Bess. Si lo dejo así, corro el riesgo de que me sorprendan sin nada en una emergencia. Hay vidas humanas que dependen de mis registros.

—¿Y por qué Owen no hace la lista mientras tú no estás?

Lucie suspiró.

—Todavía está aprendiendo, Bess. Es suficiente con que vigile la tienda. Y lo hace bien. No tengo ninguna queja.

Bess resopló en señal de desaprobación.

—Buen momento para irse a una aventura encargada por el arzobispo.

—No ha sido elección suya.

—Bien, no importa. —Bess puso frente a Lucie una hogaza de pan duro que hacía las veces de plato, lleno de guiso, y sirvió cerveza en una copa grande—. Vamos a ver cómo le haces los honores a esto.

Bess se sirvió una copa y se sentó frente a Lucie a mirarla comer. Lucie rio y hundió una cuchara en el guiso.

—Me ha parecido que hoy la tienda estaba inusualmente llena —dijo Bess, apoyando sus fuertes brazos sobre la mesa, con las mangas todavía subidas después de un día de limpiar y de cocinar.

Lucie asintió.

—La gente utiliza cualquier excusa posible para venir a hacer preguntas sobre el crimen. Saben que llamaron a Owen al palacio del arzobispo, lo cual es bueno: Owen quería que averiguara más sobre el muchacho que presenció la agresión.

—¿Y qué has descubierto?

—Que la madre, Kristine de Melton, ha muerto hoy. Y Jasper de Melton ha desaparecido.

—¿Por qué?

—Supongo que el chico tiene miedo de que los asesinos vengan en su busca. Por si vio algo.

—¿En la oscuridad?

—Si tú hubieras asesinado a alguien, Bess, ¿no tomarías todas las precauciones para borrar tus huellas?

Bess suspiró.

—Pobre niño.

Lucie guardó silencio durante un rato, disfrutando de la buena comida de su amiga.

—Odio hacer preguntas. Fueron muchos años de convento en los que me dijeron una y mil veces que los chismes son pecado. Después no me quedo con la conciencia tranquila.

Bess resopló.

—No entiendo por qué se considera que los chismes son un pecado. Si no, ¿cómo va a enterarse una de lo que pasa?

Lucie sonrió.

—¿Y nadie tiene idea de dónde puede estar escondido el pobre muchacho? —preguntó Bess.

Lucie negó con la cabeza.

—Pero el hombre que me encontré en el camino, ¿te acuerdas?, el que me ayudó a sacar el carro del barro cuando yo volvía de Freythorpe Hadden, se ofreció a buscarlo en los lugares donde por lo general van a parar los huérfanos.

—¿El hombre por el que Owen se puso tan furioso? ¿El desconocido que tenía la voz tan bonita?

Lucie rio por lo que Bess había recordado.

—Sí, él me habló de Will Crounce aquella noche. Me dijo que observara a Crounce en el retablo del Gremio de la Lana. Al menos, él tenía una razón para preguntar por la muerte. Debe haber sido amigo de Crounce.

—¿No le preguntaste?

—En realidad, sí, pero todo lo que dijo fue: «Boroughbridge es una ciudad pequeña».

—Me dijiste que es extranjero, ¿no?

—Tiene un acento raro, distinto del de mi madre; no es francés normando, pero es más parecido al de ella que al que tenemos por aquí.

—¿Será flamenco? ¿Como los comerciantes textiles que se instalaron bajo la protección del rey?

—Nunca he hablado con ellos, así que no sé decirte.

—¿Cómo se llama?

—Martin.

Bessie hizo una mueca.

—Poco afortunado.

Lucie sacudió la cabeza.

—Es un nombre bonito, Bess. No puedo estar de luto toda la vida por mi bebé. —Lucie y su primer esposo habían perdido a su único hijo, Martin, a causa de la peste.

—Owen tendría que darte un hijo —soltó Bess.

—No es por no intentarlo que no hemos sido bendecidos todavía.

Bess se encogió de hombros.

—¿Así que no sabes de dónde es el Martin ese?

—No se lo pregunté.

A Bess no le gustaba tanto misterio.

—¿Lo invitaste a tu casa?

—Vino a mi tienda, Bess, no a mi casa.

—¿Y cuando lo trajiste en el carro?

Lucie miró a su amiga con atención.

—¿Qué es esto, Bess? ¿A qué vienen todas esas preguntas? ¿Y qué hay de las demás personas que me han preguntado hoy por Will Crounce?

—El Martin ese conocía a Crounce de antes. Es un extranjero misterioso. Podría ser el asesino.

—Bess, qué tontería. ¿Iba a arriesgarse a venir aquí si fuera el asesino?

—Como las mariposas a las llamas, Lucie, hija mía. Quiere saber qué comenta la gente sobre el crimen.

—¿Y por qué iba a ofrecerse a buscar a Jasper de Melton?

—No lo sé. ¿Él qué dijo?

—Que a esa edad él también andaba por la calle. —Lucie apartó de sí el pan que hacía las veces de plato y lo sustituyó por el libro mayor—. Estoy ocupada, Bess. No tengo tiempo para más chismes.

Bess movió la cabeza.

—Te estás cavando la tumba con tanto trabajo, Lucie.

Lucie levantó la mirada con una sonrisa.

—Tú también, Bess.

Bess resopló.

—Así es. Tengo que ir a vigilar a Tom.

Después de que Bess se hubiera ido, a Lucie le fue difícil concentrarse en el libro. Ciertamente, ella sentía que Martin ocultaba algo. ¿Por qué confiaba en él, entonces? La pregunta le empezó a dar vueltas en la cabeza y no la dejó trabajar.

—Tal vez sea hora de irse a la cama —le dijo a Melisende, que dormía cerca del hogar, recuperando fuerzas para la cacería nocturna. Lucie cerró el libro, apagó el fuego y levantó a la gata, que se quejó.

—Sin Owen, arriba hará frío —le dijo Lucie a Melisende mientras, muy decidida, subía a la Reina de Jerusalén por las escaleras mientras ésta no paraba de contorsionarse.

* * * * *

Ya había oscurecido cuando Owen y Ridley cruzaron con sus caballos un portal de piedra y entraron en el cercado de Riddlethorpe. A juzgar por el tamaño de la casa y por el tiempo que habían cabalgado desde que Ridley anunció que habían entrado en sus tierras, Owen dedujo que en Goldbetter y Cía. éste había amasado una respetable fortuna. Abajo, la casa era de piedra, y arriba tenía un entramado de madera. Una mujer alta esperaba en lo alto de los escalones, junto a la puerta, a la luz de una lámpara sostenida por una criada. Otros criados ayudaron a Owen y a Ridley a desmontar y luego se llevaron los cuatro caballos.

—Mi esposa, Cecilia —dijo Ridley camino del umbral—. Cecilia, el capitán Archer. Está al servicio del arzobispo Thoresby.

Cecilia Ridley ignoró a Owen y le preguntó a su esposo:

—¿Ocurre algo, Gilbert? —Los ojos grandes y oscuros en su rostro delgado le daban el aire de un cervatillo asustado. Iba vestida con gran sencillez, con una toca y un velo blanco y un vestido de lana rústica color bermejo, sin asomo de la ostentación del esposo. Se observaba en ella una serena nobleza.

—A mí no —respondió su esposo—, pero Will Crounce ha sido asesinado.

Cecilia Ridley frunció el entrecejo como si no comprendiera.

—¿Will no ha venido contigo?

—¿No me has oído, mujer? —exclamó Ridley—. Will está muerto. Lo mataron.

La visible conmoción en el rostro de Cecilia hizo que sus ojos se volvieran todavía más dominantes y apretaran la piel aún más contra los huesos.

—¿Will? Dios mío. —Se santiguó.

—Será mejor que os sentéis dentro —dijo Owen, suavemente.

Cecilia Ridley apretó los brazos contra su estómago y asintió, con los ojos fijos en un punto que se hallaba más allá de los rostros de su esposo o del invitado.

—No lo puedo creer… Estuvo aquí hace apenas cuatro días.

—Cecilia… —dijo Ridley en tono de advertencia.

La mujer se sobresaltó, miró a Owen, luego a su esposo, y se hizo a un lado para permitirles entrar en la sala.

—Perdón. Querréis algo que os fortalezca después del viaje. —Sus palabras rituales carecían de entonación. Cuando su esposo pasó junto a ella, lo tocó en el brazo—. ¿Pasó cuando tú estabas allí? —le susurró.

Ridley asintió y la apartó. Entró en la sala con aire irritado. Se dejó caer en un banco cerca del hogar y un muchacho lo ayudó a quitarse las botas sucias del viaje.

—Will fue asesinado después de pasar la velada conmigo. Lo degollaron. —El muchacho, que ahora estaba ayudando a Owen, se sentó soltando una exclamación.

—Ya está, Johnnie —dijo Cecilia Ridley, sacando al muchacho de la sala. Acto seguido, sacudió la cabeza mirando a su esposo—. Los criados se irán si hablas de esas cosas delante de ellos. —Todo dicho con la voz apagada de costumbre.

Ridley se encogió de hombros.

—Pero eso no es lo peor. Alguien le cortó una mano a Will y la puso en mi habitación esta mañana, mientras yo dormía.

Owen observó a Cecilia Ridley, listo para ayudarla a sentarse. Sin embargo, el comentario de Ridley pareció sacarla de su estado de conmoción.

—Qué molesto para ti, Gilbert. —Lo dijo suavemente, pero de todas formas sonó áspero. Ella miró a Owen y luego otra vez a su esposo—. ¿El capitán Archer está contigo porque eres sospechoso de asesinato?

—¡Dios santo!, no, mujer. —Ridley dirigió a Owen una mirada dolorida—. Siempre sospecha lo peor, qué mujer tan lúgubre. —Miró a su esposa—. Tráenos algo de beber y déjanos solos.

Cecilia Ridley se fue después de servirles un poco de vino. La muchacha que había sostenido la lámpara les sirvió carne fría, pan y queso.

Ridley advirtió que Owen observaba lo que le rodeaba. Con un solo ojo sano, Owen dejaba muy patente su curiosidad, ya que para mirar a su alrededor giraba completamente la cabeza.

—Os llama la atención la simplicidad, cuando el edificio es tan imponente —conjeturó Ridley.

Al pensar en los anillos de Ridley, Owen había esperado encontrar tapices y almohadones bordados, todos los adornos de una familia orgullosa de su riqueza. Pero la gran sala estaba casi desnuda. El suelo de madera estaba fregado, y los pocos bancos y sillas retirados contra las paredes, todo apartado a excepción de las dos sillas y la mesa puesta para el amo y su invitado. Los escasos tapices que había no eran nada especial y estaban colocados para evitar que las corrientes de aire llegaran al hogar. La única señal del gusto de Ridley eran unos estantes situados en la pared más alejada, en los cuales había en exposición platos y copas de plata. Expuestos pero jamás en uso, supuso Owen. Les habían servido en platos de madera y copas de peltre. Llegó a la conclusión que la esposa de Ridley se resistía a la ostentación que sin duda su esposo quería. A Owen esto le parecía bien.

—La casa es bastante nueva —dijo Owen—. ¿Tiene despensa en el sótano?

Ridley esbozó una gran sonrisa de orgullo.

—Guardamos vino, carnes secas y fruta. En mis viajes he aprendido mucho. Os la mostraré por la mañana. Otra mujer lo luciría, pero Cecilia odia todo eso. Justamente anoche me quejaba de ella cuando hablaba con Will. Él la defendía, aduciendo que era virtuoso por su parte preferir la simplicidad. ¿Es pecado disfrutar de lo que Dios nos da? Todas las telas que le he traído, las joyas, la plata… fijaos cómo exhibe la plata, como si estuviera en venta, no como si fuera para comer. —Ridley sacudió la cabeza—. Ya sé lo que estáis pensando, que viene de familia de clase baja. ¡En absoluto! Es sobrina de un obispo. Y su padre era caballero.

Owen no deseaba dar su opinión.

—¿Os molesta si hago algunas preguntas más?

—Depende.

—Sobre vuestro negocio; nada personal.

Ridley se encogió de hombros.

—¿Cuál era vuestra relación laboral con Will Crounce? ¿Hay otros socios que puedan saber algo?

A Ridley le pareció una línea de interrogatorio muy razonable.

—Cuando John Goldbetter decidió que me necesitaba en Londres y en Calais, no en York o en Hull, busqué a un hombre joven que ya supiera algo del comercio de la lana, y conocí a Will Crounce. El padre de su esposa, Jake Stephenson, estaba en el gremio de York y le enseñaba la profesión a Will, pero sufrió algunos contratiempos y se alegró al poder recomendar a su yerno.

—¿Estáis seguro de que a Stephenson no le pareció mal esa transacción?

Ridley pareció sorprenderse y asintió.

—Ya veo. Estáis pensando si Jake Stephenson está de alguna manera involucrado en la muerte de su yerno. Imposible. Murió. Casi toda la familia murió a causa de la peste. Era una de esas familias que parece vivir bajo una maldición. No obstante, y a pesar de todo, yo tenía una buena relación con ellos.

—¿Así que Crounce cuidaba de vuestros intereses en York y en Hull?

—A decir verdad, de los intereses de Goldbetter. Todos trabajamos para Goldbetter.

Owen hizo un gesto abarcando toda la sala.

—A vos os ha ido bien.

Ridley asintió.

—He sido un socio leal en tiempos buenos y malos. Goldbetter confía en mí.

—¿Qué opinaba Goldbetter de Crounce?

Ridley meditó la pregunta.

—No sé si llegó a conocerlo. Para John Goldbetter bastaba con que yo estuviera satisfecho con el arreglo.

—¿Crounce trabajaba con alguien más?

—Empleados ocasionales. Gente que viene y va.

—¿Cómo se comunicaban?

—Mediante mensajeros.

—¿Alguien en particular?

Ridley agitó el vino en la copa. Owen tuvo la clara sensación de que la demora no era para escarbar en la memoria, sino que a Ridley la pregunta le había resultado incómoda y estaba decidiendo cuánto decir. Owen lo observó. Esta fue una parte del interrogatorio que Owen hizo bien. Un arquero está entrenado para esperar, para vigilar, permanece inmóvil, pero está listo para disparar. Él se había entrenado para observar a una persona en silencio mientras esperaba una respuesta, sin repetir la pregunta. Esto servía para dejar claro que él sabía que los demás habían oído la pregunta la primera vez, táctica que Owen había aprendido observando a Bess Merchet. Era una manera sutil de poner en práctica sus viejas habilidades.

—No es un personaje muy respetable, por eso vacilo —respondió por fin Ridley—. Pero no tendría motivos para asesinar a Will.

—A lo mejor me gustaría hablar con él. Puede saber algo útil.

Ridley acarició su doble papada y frunció el entrecejo.

—Hay un problema. No tengo idea de cómo encontrarlo.

—No hablaréis en serio.

Ridley se encogió de hombros.

—Aparecía a intervalos regulares y recibía sus órdenes. Y ahora que le he pasado el negocio a mi hijo y que Will nos ha dejado, dudo que vuelva a aparecer.

—Un arreglo sorprendentemente ineficaz.

Ridley suspiró y levantó ambos brazos al cielo.

—Tenéis que entenderlo. Con una guerra intermitente con Francia, es imposible encontrar a alguien honrado y que a la vez pueda llevar mensajes a uno y a otro lado del canal. Wirthir estaba siempre dispuesto y era totalmente de fiar, a cambio de una buena paga, por supuesto; así que yo no hacía preguntas. Pero sospecho que además era medio pirata o contrabandista.

—¿Wirthir?

—Martin Wirthir. Flamenco. Se alojaría con alguien en York mientras Will preparaba sus respuestas, que a veces implicaban previamente cumplimentar ciertas transacciones. Pero no tengo ni idea de dónde se instalaba.

—¿Vuestro hijo no va a utilizarlo?

Ridley negó con la cabeza.

—Mi Matthew es un ingenuo. Es culpa mía por haberlo dejado al cuidado de su madre tanto tiempo. Debería haberlo mandado antes con los Scorby. Pero aprenderá. Su ambición le enseñará. Por el momento, cree que su negocio puede funcionar satisfactoriamente actuando con total honradez. A él nunca le gustó Wirthir.

—¿Vuestro hijo está en Calais?

Ridley asintió.

—Viajará entre Calais y Londres, como hacía yo.

—¿Y cómo es que os sentíais tranquilo cruzando el canal?

—John Goldbetter tiene todo tipo de conexiones.

—¡Ajá!

Cuando los dos hombres terminaron de comer, Cecilia Ridley volvió para acompañar a Owen a una habitación pequeña y privada.

—Ésta es la habitación de mi hijo cuando está en casa. He pensado que aquí estaríais cómodo. Gracias por acompañar a Gilbert. —En aquel momento la cara de Cecilia tenía un poco de color. Le tocó el brazo—. Por favor, ¿podéis contarme algo más de la muerte de Will?

—Pudo haber sido un robo, aunque para ser eso hubo demasiada violencia. Falta un anillo que llevaba en la mano derecha. Lo conocíais bien, ¿podríais describirme el anillo?

—Era un anillo de sello. Lo usaba para sellar sus cartas. No era nada aparatoso; muy distinto de los anillos de Gilbert.

—¿Eran buenos amigos?

La mano de Cecilia Ridley revoloteó hasta su cuello.

—Will era muy bueno conmigo. Me ayudaba con las cuentas. Encontró un capataz cuando el nuestro murió de peste. Siempre venía con regalos los días de los santos de los niños.

—Esta pregunta os parecerá cruel, pero, perdonadme, tengo que hacerla. ¿Pensáis en alguien que pudiera desear la muerte de Will Crounce?

Cecilia negó con la cabeza.

—Era un buen hombre, capitán Archer. No se me ocurre que nadie pudiera odiarlo hasta ese punto.

* * * * *

Por la mañana, Ridley le mostró a Owen el piso de abajo, en el que se hallaba la despensa donde almacenaba el vino de Gascuña o el cuarto con suelo de piedra en el que se guardaban todos los registros de la finca. Owen quedó muy impresionado con una habitación para el curado, donde se secaban, ahumaban o salaban los alimentos. Un pequeño hogar y una gran pileta de piedra con un desagüe la dotaban de todo lo necesario. Owen nunca había visto nada parecido. Ridley estaba satisfecho. Y, al ver el genuino placer que experimentaba éste con su casa, Owen empezó a sentir una mayor simpatía hacia él.

De todos modos, Owen se alegró de dejar Riddlethorpe. Había una tensión entre Ridley y su esposa que le provocó la sensación de que estaba de más. Desde luego, tendrían mucho que decirse sobre el crimen del socio y amigo.

Como le dijo Owen a Lucie mientras comían:

—Lo más raro de todo fue cómo cambiaba la cara de Cecilia Ridley si el esposo estaba cerca. Se oscurecía, se volvía de piedra. Eso, mi amor, es un matrimonio desdichado.

Lucie pensó en todo lo que él le había contado. La gran casa, la simplicidad de Cecilia Ridley, el tema de discusión entre Crounce y Ridley la noche del asesinato o lo que había dicho Cecilia Ridley sobre Crounce.

—A mí me parece que Cecilia Ridley tenía mucho más afecto por Will Crounce que por su marido.

Owen la miró con el ojo bueno.

—Yo pensé lo mismo.

Lucie se mordió el labio, pensando.

—Si Gilbert Ridley ha vivido lejos la mayor parte de su vida de casado, no hay nada sorprendente en eso; sin embargo, si es tan evidente para nosotros, ¿no lo habrá sido también para Ridley?

—¿Dices que él pudo haber matado a Crounce por robarle el cariño de su esposa?

Lucie iba a asentir, pero suspiró y sacudió la cabeza.

—No. No encaja en tu descripción de Gilbert Ridley. Su única pasión es el dinero. No su esposa.

—¿Qué averiguaste sobre Jasper de Melton?

—Ha desaparecido. La madre murió y él se esfumó.

—Lo que me temía. El muchacho tiene miedo de que los asesinos vuelvan a buscarlo.

—Eso si no han vuelto ya —dijo Lucie, aunque no le gustó nada decirlo en voz alta.

Owen se rascó la cicatriz.

Lucie respiró hondo.

—El extranjero que me ayudó en el camino de Freythorpe se ofreció a buscar al muchacho.

Owen dio un puñetazo en la mesa.

—¿Y qué vino a hacer aquí?

—¿Me has oído? Se ofreció a ayudar.

—No quiero su ayuda.

A Lucie le relampaguearon los ojos. Se levantó de un salto, arrojando su banco al suelo.

—No me digas. Yo me humillo y arriesgo mi alma inmortal chismorreando para ti con los ciudadanos de York, ¿y tú rechazas la ayuda que he encontrado? ¡Qué generoso! —Y con esas palabras, salió de la habitación rápidamente.

Owen se sintió un hipócrita por haber criticado el matrimonio de Ridley.