Capítulo 1

El juicio final

El día del Corpus amaneció templado y soleado, en respuesta a las plegarias de los artesanos de York y de todos los que deseaban asistir a la procesión. Muchos vieron amanecer, pues la representación de los misterios comenzaba con la bendición de los artistas en el pórtico de la iglesia de la Santísima Trinidad, en la calle Grande, antes del alba, y de inmediato tenía lugar la primera función del día. El día anterior se habían señalado doce estaciones con los estandartes que exhibían las armas de la ciudad. Allí se reuniría el público. Las carrozas de la procesión, más de cuarenta, se abrirían paso por las calles y se detendrían en cada estación para actuar ante la gente que esperaba. Para los miembros de los gremios y otros artistas sería un largo día que finalizaría después de la medianoche, un día glorioso en el que cobraría vida la historia de la salvación de la humanidad por el sacrificio de Cristo, desde la caída de los ángeles hasta el Juicio Final.

La carroza del retablo del Gremio de la Lana acababa de dejar la estación situada detrás del puente del Ouse y se dirigía a los puestos de la plaza de Santa Elena. Era la última; sobre ella se representaba El Juicio Final. El joven Jasper de Melton trotaba junto a la carroza del retablo con su cuerno de grasa, intentando absorber todas las imágenes y todos los sonidos del día mientras comprobaba si chirriaban las ruedas de la carroza, señal de que debían engrasarse. Para un niño de ocho años era un trabajo importante. Sin una atención constante, las grandes ruedas de madera se detendrían en las calles eestrechas e irregulares. Jasper estaba orgulloso de su responsabilidad. Y nada menos que para el retablo del Gremio de la Lana, el más rico de York. Éste era un paso hacia su aceptación como aprendiz del gremio, honor que lo entusiasmaba y que henchía a su madre de orgullo y, a la vez, de esperanza de que su hijo tuviese una vida mejor que la que ella podría darle como viuda. Para ese día tan importante, Kristine de Melton le había hecho a Jasper un jubón nuevo de cuero.

Jasper vería pronto a su madre. Ella le había prometido esperar en la estación de la plaza de Santa Elena, frente a la taberna York.

Mientras la carroza rodaba hacia la plaza, Jasper distinguió a un hombre rubicundo que se acercaba y llamaba a maese Crounce. La cortina de la carpa de los actores se abrió y Will Crounce, alto y delgado, saltó de la carroza, casi tirando a Jasper al suelo, y se reunió con el hombre corpulento, a quien dio una palmada en la espalda.

—¿Cómo? ¿No estás en el retablo de Beverley, amigo mío? —preguntó Crounce.

—¿Yo? —El hombre corpulento rio—. No tengo talento para desgañitarme hasta ponerme rojo doce veces en un solo día.

Los dos se fueron caminando, muy juntos. Jasper se quedó preocupado. ¿Y si maese Crounce perdía la noción del tiempo y no aparecía en el retablo cuando le tocara? Hacía de Jesús; su ausencia se notaría. Jasper se puso nervioso nada más pensarlo, porque maese Crounce era el hombre que lo había apadrinado para el trabajo de aquel día y que lo apadrinaría como aprendiz al cabo de unas semanas. Su deshonra sería la deshonra de Jasper.

—¡Muchacho! —gritó un actor entrado en años—. La rueda chilla como un cerdo en el matadero.

Jasper se ruborizó y corrió a hacer su trabajo. Debía concentrarse en las ruedas. Si se preocupaba por los otros, no haría más que meterse en problemas.

Al dar la vuelta a la cabecera de la carroza, saliéndose del camino de ésta, Jasper comprobó que los de la Lana eran los siguientes en actuar. Entornó los ojos para protegerse de la luz del sol y escrutó la multitud reunida fuera de la taberna York. Al principio no vio a su madre. Pero al cabo de un instante la vio saludándolo con la mano y gritando su nombre. Él le devolvió el saludo, contento de haber estado concentrado en su trabajo al reconocerlo ella. No quería decepcionarla.

Con un chirriante estremecimiento, la carroza, larga y pesada, se detuvo. Una pequeña banda de músicos de la ciudad tocó un adorno y los actores salieron de la carpa. Todos menos maese Crounce. Jasper se mordió las uñas. Maese Crounce tendría que haber oído la llamada. Pero ¿dónde estaba? Los actores se colocaron cada uno en su sitio. Al final, cuando sus compañeros comenzaban ya a murmurar de su ausencia, maese Crounce saltó a la carroza por la parte de atrás y subió a su posición, una bamboleante plataforma que lo bajaría desde el cielo a la tierra después de su primer parlamento.

Cuando Dios Padre comenzó a hablar, la multitud se quedó en silencio. Para ese papel siempre elegían a un actor con voz de bajo.

Cuando al principio vi mi mundo hecho, mares y vientos, cúspides y rosas, y lo que ahora son todas las cosas, hálleme con mi obra satisfecho.

La voz del actor retumbaba como un trueno lejano. Seguramente Dios hablaba así, pensó Jasper.

Ángeles, vuestras trompetas tocad, a todas las criaturas convocad.

Los ángeles tocaron las trompetas.

A Jasper le dio escalofríos pensar que aquel día se les permitía vislumbrar el Juicio Final. Juró vivir una vida buena para no tener miedo cuando llegara el día del ajuste de cuentas…

Por nuestros pecados, en el infierno, lejos para siempre de la salvación, moraremos en un eterno invierno y ya no habrá para nosotros redención.

Cuando habló el tercer ángel, Jasper miró a Jesús, que, por fin, aparecía en escena.

Desde el cielo, Jesús habló: «Este mundo de aflicción llega a su fin…».

Entre la muchedumbre alguien rio. Jasper miró a su alrededor y vio a una bonita mujer que estaba con dos hombres: el individuo corpulento que había llamado a maese Crounce y otro. La mujer era quien había reído. El primero de sus acompañantes la miró enojado; el otro frunció el entrecejo y se inclinó hacia ella para decirle algo.

A Jasper le llamó la atención la blasfemia de la mujer. Pues, aunque se tratara de un papel que interpretaba maese Crounce, es decir, un mero mortal manchado por el pecado como todos los hombres, aquel día era Jesús.

Sin embargo, Jasper olvidó el incidente de inmediato cuando Jesús pronunció las palabras «Toda la humanidad lo verá», y la plataforma comenzó su crujiente descenso en medio del humo. Era la parte preferida de Jasper. Cuando el humo se hubo disipado, maese Crounce estaba de pie, como Jesús, en la plataforma principal, con la capucha echada hacia atrás. Y entonces Jasper pudo verle los ojos, que brillaban con la santidad de su personaje. Con la representación, maese Crounce se transformaba. «Mis apóstoles y mis amados…»

A Jasper, su maestro le parecía maravilloso. Le encantaba escucharlo. Lamentablemente, una vez que Jesús hubo pronunciado las últimas palabras, Jasper tuvo que comenzar el recorrido de las ruedas, engrasándolas para la partida. Aguzó el oído para escuchar las últimas líneas:

Aquéllos que sin temor hayan pecado, por penas mil será su quejido, mas aquéllos que se hayan redimido, serán por siempre benditos a mi lado.

Al llegar a la última rueda, Jasper miró hacia donde había estado sentada su madre. Ni rastro. ¿Cómo podía haberse ido mientras hablaba maese Crounce? Pero entonces vio que se la llevaban entre dos vecinos. Iba arrastrando los pies y con la cabeza caída hacia un lado. Virgen Santísima. ¿Qué había pasado? Aquella imagen atormentó a Jasper el resto del día. Ni la visión de los ojos brillantes de maese Crounce bastó para quitarle el miedo.

* * * * *

Jasper no volvió a su casa hasta el día siguiente, poco antes de que amaneciera. Su madre dormía. La señora Fletcher, una vecina, estaba cuidándola. La habitación pequeña y sin ventanas apestaba a sangre y a sudor, un olor que asustó a Jasper.

—¿Qué ha pasado? —preguntó.

Los grandes ojos de la señora Fletcher miraron a Jasper con tristeza.

—Problemas de mujeres. Ocurrió en medio de toda la gente. Una mujer en su estado no tendría que haberse acercado a la multitud.

¿Vivirá?, se preguntó el muchacho, pero no tuvo fuerzas para pronunciar las palabras en voz alta.

La señora Fletcher suspiró y se puso de pie.

—Me voy a dormir un rato. Pórtate bien y acuéstate junto a ella, así te despertarás si ella despierta, ¿estamos? —Le dio una palmadita en la cabeza—. Por la mañana vendré a ver cómo está, después de dar de comer a los míos.

Jasper se quitó el jubón nuevo; lo necesitaría limpio para la entrevista que iba a tener con el maestro del Gremio de la Lana. Lo guardó en un pequeño baúl que contenía los tesoros de su madre: una copa de madera tallada y un arco largo, cuidadosamente pintado, que había pertenecido al padre de Jasper. Cansado hasta el agotamiento, el muchacho se subió al jergón relleno de paja, se echó junto a su enferma madre y se quedó dormido.

Aunque en la habitación no había ventanas, los ruidos de la ciudad despertaron a Jasper. Las paredes eran delgadas: dejaban salir el calor en invierno y lo dejaban entrar en verano. Se oía, asimismo, campanas que repicaban, ruidos de postigos, carros que pasaban traqueteando, gente que se saludaba a gritos, un perro que ladraba como si lo estuvieran apaleando. La madre de Jasper seguía durmiendo, con las mantas hasta la barbilla. El muchacho orinó en un cubo que había en un rincón, lo llevó abajo por las escaleras exteriores y vació el contenido en la alcantarilla que corría por el centro de la calle. Si lo pescaban lo multarían, pero era más importante volver con su madre lo antes posible. Esperaría a que regresara la señora Fletcher para ir a buscar agua.

Poco antes del mediodía, la señora de Melton abrió los ojos.

—Te vi con el jubón —dijo moviendo apenas la boca, de manera que las palabras, más que oírse, se adivinaban. Logró esbozar una triste sonrisa—. Estoy orgullosa de ti.

A Jasper se le hizo un nudo en la garganta y se mordió el labio. Su madre se moría. A sus ocho años, él ya sabía lo suficiente acerca de la muerte y era capaz de reconocerla.

—Estaba esperando a la señora Fletcher para ir a buscar agua —explicó—. ¿Tienes sed? ¿Te parece que vaya por agua aunque te deje sola un momento?

—No me moveré. —Sus labios dibujaron de nuevo una sonrisa débil.

Jasper cogió el jarro del agua y salió, restregándose la cara con la manga para eliminar todo rastro de lágrimas. Sintió alivio al encontrarse con la señora Fletcher en la escalera.

—Mamá está despierta. Voy a buscar agua —dijo.

—Eres un buen chico. Subiré a ver si necesita algo.

Al caer el día, la señora de Melton comenzó a agitarse y a suspirar. Le subió la fiebre.

—Jasper —le susurró—, ve a la taberna de York. Busca a Will. Tiene un amigo allí; seguro que estarán juntos.

Jasper miró a la señora Fletcher, que asintió con la cabeza.

—Yo cuidaré a tu madre. Ve a buscar a Will Crounce. Dile que debería venir.

La taberna York no quedaba lejos. Jasper se asomó y distinguió a maese Crounce sentado con el gordo que lo había saludado desde la multitud el día anterior. Discutían. Como pensó que era un mal momento para interrumpir, Jasper retrocedió hasta la puerta. Esperaría un rato y luego volvería a asomarse para ver si todo estaba más tranquilo. Pasó rozando a una persona encapuchada que estaba en la puerta, debajo de la lámpara. A juzgar por su aroma, Jasper supuso que era una mujer. El joven siguió andando y se sentó a la sombra del edificio.

Poco después, maese Crounce apareció en el umbral, balanceándose ligeramente y con la cara contorsionada de ira. Jasper nunca había visto a maese Crounce con aquella cara. El hombre alto también salió. Asustado, Jasper vaciló y desperdició la oportunidad. La mujer encapuchada alargó una mano blanca y delicada hacia maese Crounce. Éste se volvió, lanzó una pequeña exclamación de placer y se fue con ella.

Jasper no entendía muy bien la relación entre su madre y maese Crounce, pero la sospechaba. Y, si no se equivocaba, aquella mujer misteriosa ocupaba el lugar de su madre. ¿Debía seguirlos igualmente? ¿Cómo reaccionaría maese Crounce? ¿Qué podía decir Jasper frente a la nueva amante de su maestro?

Decidió seguirlos. Tal vez se separaran pronto y entonces Jasper tendría una nueva ocasión para hablar con maese Crounce sin ponerlo en una situación embarazosa.

La pareja cruzó el portal de la catedral. La mujer debía de vivir dentro del manso. Tal vez estuviera al servicio del arzobispo o de cualquiera de los arcedianos. Para Jasper, pasar no fue difícil. A menudo trabajaba con los albañiles y los carpinteros. Su padre había pertenecido al gremio de estos últimos; era el gremio quien pagaba el alquiler de la habitación donde vivía con su madre y, de vez en cuando, le daban trabajo a él. Todos los guardias conocían a Jasper. El que estaba aquella noche lo conocía bien.

—Joven Jasper, ¿no es muy tarde para ti?

—Mi madre está enferma —explicó Jasper—. He venido a buscar ayuda.

—Ah, ya me he enterado. Se puso mal durante la representación, ¿verdad?

Jasper asintió.

El guardia le indicó que pasara.

Jasper permaneció inmóvil a la sombra de la gran catedral, atento por si oía las pisadas de la pareja. Habían doblado a la izquierda, hacia la entrada occidental. Qué raro. Hacia allí estaba el patio de la catedral, la cárcel, el palacio del arzobispo y la capilla. Puede que la mujer trabajara de criada en el palacio. Jasper se apresuró para alcanzarlos. Hacia la derecha, la catedral era altísima: una imponente oscuridad que resonaba con la brisa y con los movimientos de las criaturas de la noche. Los dos a quienes seguía rodearon la enorme fachada oeste. Jasper se apresuró al pasar por delante de las torres, tropezando por miedo a quedarse solo en aquel lugar que, después de la caída del sol, era mejor dejar a Dios y a los santos.

Cuando la pareja dobló la esquina noroeste en dirección al patio de la catedral, se oyó una risa, que retumbó de forma misteriosa. Jasper se detuvo y se santiguó. No había sido ni maese Crounce ni la dama, y no era un sonido amistoso. Maese Crounce trastabilló. Ante el desconcierto de Jasper, la mujer se apartó de su compañero y corrió hacia el muchacho, que se escondió entre las sombras de la gran catedral para que ella no lo sorprendiera espiando.

La risa volvió a retumbar.

—¿Quién está ahí? —preguntó Crounce, aunque sus palabras, mal pronunciadas a causa del alcohol, no impresionaban a nadie.

Dos hombres salieron de entre las sombras, se abalanzaron sobre Crounce y lo echaron al suelo. Uno se inclinó sobre el hombre caído y el grito de Crounce murió en medio de un gorgoteo y de un suspiro. El otro atacante se incorporó, alzó una espada y la bajó con una fuerza aterradora. Se agachó, recogió algo y acto seguido los agresores salieron corriendo.

Jasper corrió hacia el amigo de su madre.

—¿Maese Crounce? —El hombre no respondió. Jasper se arrodilló y le tocó la cara. Crounce tenía los tojos abiertos. El olor a sangre era intenso—. ¿Maese Crounce? —El muchacho estiró la mano para coger la del hombre. Pero no había mano, sólo algo caliente y mojado. Mudo de la impresión, Jasper corrió a buscar al guardia.

—¿Qué pasa, muchacho? ¿Has visto un ángel?

Jasper tomó aliento, se dobló por la cintura y comenzó a vomitar.

El guardia se alarmó.

—¿Qué pasa?

Jasper se limpió la boca con un manojo de hierba y respiró hondo unas cuantas veces.

—Maese Crounce. Lo han matado. ¡Le han cortado la mano!

* * * * *

Cuando la luz del sol llegó a su cama, en la taberna York, Gilbert Ridley maldijo y se dio la vuelta. La cabeza le martilleaba. Había bebido demasiada cerveza, y ¡ay! cómo lamentaba las duras palabras que había cruzado la noche anterior con Will Crounce. Si sobrevivía a aquella mañana, iría a la catedral y haría penitencia por haber sido soberbio y colérico. Ridley se volvió y contuvo el aliento al sentir unas punzadas de dolor en los ojos. Unos carros pasaban traqueteando y sonaban campanas. Maldita ciudad. Maldita la excelente cerveza de Tom Merchet.

Un olor hizo que la atención de Ridley se dirigiera al centro de la habitación. Allí había algo, en el centro, como para hacerle tropezar. No se acordaba de lo que había podido dejar allí. ¿Carne? Seguramente dejó la puerta abierta. ¿Tan borracho estaba que se había quedado dormido a pesar del ruido de abajo? Ridley cerró los ojos; sentía el estómago revuelto. Era la vejiga llena de cerveza; era eso lo que le dolía. Se incorporó, cogiéndose la cabeza y el estómago, y esperó a que la habitación se inmovilizara. Lo que había en el suelo. Parecía una… Dios santo, era una mano. Una mano cortada. Ridley corrió hasta el orinal y vomitó.