Capítulo 24

Adioses

Los hombres que cabalgaban delante de Edmund comentaban cómo les sonreía la Fortuna, por aquella orden de ir rumbo a la costa en un día tan caluroso. Todos se alegraban de salir de la ciudad hedionda. Edmund cabalgaba en silencio, detrás, tratando de no mirar el cielo azul. Le recordaba el maldito manto que le había regalado a Joanna Calverley, el manto que en aquel momento llevaba él. Se lo había pedido a la reverenda madre; quizás era de verdad un objeto sagrado y podía apresurar el ascenso de Stefan al cielo. Sor Isobel se lo había dado con gusto, contenta de librarse de él.

—Fuiste tú quien se lo dio a la pobre Joanna. Debe volver a ti.

A lo mejor realmente había estado bendito: había llevado a Joanna, la causa de todas estas desgracias, a su propia destrucción. A Edmund seguía intrigándole que todos hubieran estado tan empeñados en mantener a Joanna con vida. Él no había parpadeado al verla ensangrentada, con el cuello amoratado e hinchado. Ella misma había deseado la muerte. Pero agradecía, en el fondo, que las hermanas hubieran frustrado los intentos de Joanna de matarse de hambre. Para él era más satisfactorio que hubiera muerto de manera violenta, con dolor.

En aquel momento avanzaba por los recovecos de un acantilado del mar del Norte para identificar un cadáver arrojado a la orilla. Si era Stefan, Edmund lo envolvería en el manto azul y lo llevaría a Scarborough. Antes de partir a unirse con el rey Eduardo, el capitán Sebastian había mandado efectuar una búsqueda y, si se encontraba el cuerpo de Stefan, sería enterrado bajo la nave de la capilla del castillo. Esta cortesía era característica del capitán. Era lo que hacía tan leales a sus hombres. Lo había aprendido de Du Guesclin.

Desde el momento en que le había llegado la noticia, Edmund había rezado porque no fuera Stefan. Mientras el cuerpo de su amigo no se encontrase, habría esperanza. Podía imaginarse a Stefan vivo y bien, quizás combatiendo con las compañías blancas en el continente.

Sus acompañantes frenaron los caballos.

—Allí —gritó uno de ellos por encima del ruido del oleaje y el viento—, dentro de esa caverna.

Edmund cogió la linterna de su silla, se envolvió el cuello con el manto y caminó por la arena hacia la cueva. Los demás lo siguieron, pero se quedaron fuera.

Al entrar, se quedó inmóvil un momento, cegado después por el reflejo del sol en la arena. Aspiró con fuerza y olió a marea alta y otro olor: el de la mortalidad del hombre. Abrió un postigo de la linterna, se cubrió la boca y la nariz con el manto y fue hacia una improvisada lápida de rocas y maderos, sólo lo necesario para cerrar el paso a los animales carroñeros. El hedor se hizo más fuerte, cubriendo el aroma del mar. Edmund puso la linterna sobre una roca y apartó las maderas, siempre sosteniendo el manto contra su cara. Después levantó la linterna sobre el cuerpo lívido y a medias carcomido. Quedaba muy poco intacto, pero el cabello era rubio, la estatura y la complexión eran las de Stefan y el diente delantero roto lo hacía inconfundible. Una mano aferraba una bolsa de cuero atada por una correa a la cintura. Edmund depositó a un lado la linterna y soltó la bolsa, con manos temblorosas por la emoción.

—Fuiste un buen amigo, Stefan, y quiero corresponderte. Dentro de unos días me embarcaré para tu patria. Todas tus pertenencias terrestres serán entregadas a tu esposa y le diré qué buen hombre fuiste. Descansa en paz, amigo mío. A tu familia no le faltará nada.

Llamó a los hombres que esperaban fuera.

Cuando el cuerpo de Stefan fue envuelto en el manto y puesto sobre el caballo, Edmund miró dentro de la bolsa de cuero. Allí, tristemente intacto, estaba el sello del capitán Sebastian. El sello que habría dado a Joanna y a Hugh un pasaje seguro a Francia y a un matrimonio maldito. Edmund deseó con todo su corazón que Stefan hubiera llegado tarde para descubrir a Joanna con Hugh y hubiera sido abandonado, triste pero vivo, preguntándose por qué ella se había ido. En aquel momento tenía que encontrar un modo de contar esta tragedia a la esposa de Stefan y hacerla pasar por una muerte honorable.

* * * * *

Owen, Ned y Thoresby salieron de York un soleado día de agosto, con rumbo a Pontefract. Ned y Thoresby seguirían hasta Windsor con la comitiva del duque; Owen en cambio volvería al cabo de unos días. Lancaster lo había invitado a una misa solemne para bendecir a los nuevos capitanes y su aventura en Castilla, tras la que habría una fiesta en la que Owen sería el invitado de honor.

Había pensado en negarse. No quería viajar más, ni ver más a Thoresby. Pero Lucie había insistido, apoyada por Bess y Magda; Lucie argumentó que Owen tenía que ver a sus amigos una vez antes de que todos ellos se embarcaran en sus nuevas aventuras, pues quién sabía cuándo volverían a encontrarse otra vez en esta vida.

Al parecer, Lucie había estado pensando mucho desde la muerte de Joanna Calverley.

—La vida es corta y preciosa y la felicidad lo es más aún. Creo que deberíamos tragarnos nuestro orgullo y aceptar la casa de Corbett que nos quiere regalar sir Robert.

A Owen el cambio de humor le resultaba extraño.

—¿Esta nueva filosofía te ha convencido de aceptarlo como tu padre?

Lucie parecía incómoda.

—Es un hombre anciano. Me temo que podría llegar el momento en que yo lamente haber seguido rechazándolo.

—¿Y yo también tengo que tragarme mi orgullo?

—La intención de él no es insultar a nadie, Owen. Dice que eres un buen marido para mí y está orgulloso de ti.

—Por Thoresby.

Ella se encogió de hombros.

—Y por mi pasado como capitán de arqueros del viejo duque.

—¿Y qué tiene de malo? Sir Robert fue un soldado, como lo eras tú cuando te conocí; es la vida que mejor conoce.

—¿Lo llamarás «padre» cuando lo aceptes?

—Trataré.

Con semejante concesión por parte de Lucie, ¿qué podía decir Owen?

—Quizá con una casa más grande tendremos más oportunidades de pasar momentos tranquilos a solas.

Owen cabalgaba entre Ned y Thoresby, reflexionando sobre otra oferta inesperada. Un momento antes, mientras hacían un alto en una posada, Thoresby se había propuesto como padrino del niño en camino.

Ned había parpadeado mirando al arzobispo con incredulidad.

Owen había tratado de ser cortés, pero su suspicacia se había encendido de inmediato. ¿Qué querría Thoresby a cambio?

—El honor es muy grande, ilustrísima. Pero también es una gran responsabilidad. En especial si nuestro primer hijo es un varón.

El arzobispo había asentido.

—Y si es una niña, me propongo ser padrino de ella y también de tu primer hijo varón.

—Ilustrísima —tuvo que preguntar Owen—, ¿a qué debemos mi esposa y yo este honor?

Ned le había dado una patada bajo la mesa, con sus grandes ojos pardos dilatados por la sorpresa al ver el desparpajo con que su amigo se dirigía a un interlocutor tan importante.

Pero Thoresby se limitó a echar atrás la cabeza y a reír.

—Veo la pregunta que hay en tu ojo: qué es lo que quiero de ti a cambio. Predije esta reacción cuando discutí el tema con sir Robert y Jehannes.

—Vos… sir Robert no me dijo nada.

—Porque le pedí que no lo hiciera. Y a Jehannes. En la alegría que les causó a ellos la propuesta deberías encontrar tu tranquilidad.

Sabía que su sinceridad no sería tomada a mal, Owen bebió de su cerveza y se inclinó hacia delante, con los codos en la mesa.

—Pero aún no habéis explicado…

—Soy un hombre anciano, Archer, lleno de dolores y penas y limitaciones físicas que me recuerdan todo el tiempo mi mortalidad. La idea de jugar algún papel en una nueva vida… Bueno, es algo que me alegra. —Finalmente le dijo a Owen que lo pensara y lo discutiera con Lucie.

Owen tenía mucho que pensar mientras cabalgaban hacia Pontefract.

* * * * *

Mareado por el vino, Owen se dejó caer sobre un banco de piedra en la garita del centinela. Era una cálida noche de agosto y él, Lief, Gaspare y Ned habían salido a las murallas de Pontefract para respirar aire fresco después de estar horas ante mesas llenas de comida y bebidas.

—Me pregunto qué es lo que estoy celebrando —gruñó Owen.

—Una investigación bien hecha —dyo Ned dándole una palmada en la espalda que estuvo a punto de hacerlo caer—. Te las arreglaste para complacer a tres, quizás a cuatro señores con ella: Lancaster, Thoresby, el rey y, por lo que sabemos, el Señor de los Cielos también. Te imaginas… una novia de Cristo lasciva e incestuosa. Podría ser blasfemo el solo hecho de hablar de algo así.

—Estás borracho, Ned.

—Y tú también, Owen. Pero gracias a Dios soy un borracho alegre. Tú sólo te pones triste.

Lief y Gaspare se les unieron.

—¿Por qué está malhumorado nuestro amigo ahora? —preguntó Lief.

—No tiene nada que celebrar —exclamó Ned—. Ha olvidado el honor ofrecido por Juan Thoresby, el arzobispo de York y lord canciller de Inglaterra, que propone ser padrino del primogénito de Owen y Lucie y del primer varón si la primera es una niña.

—Santa María y todos los Santos —balbuceó Lief—. Un chico con semejante padrino seguramente prosperará.

Owen soltó un eructo.

Gaspare le dio una palmadita en la espalda.

—¿Por qué esa cara? Qué rápido se olvidaban de Joanna Calverley. Owen miró las caras de sus amigos y después alzó la vista a las estrellas.

—Ella podría haber ido allí. Podría haber muerto en gracia. Pero los suicidas son los únicos de los que sabemos con toda certeza que se quemarán en el infierno por toda la eternidad. Sus muertes mismas son terribles pecados.

Lief se sentó con un gruñido.

—Ah. Es la monja que te persigue. ¿Cómo sabes que no se arrepintió de su acto y pidió perdón mientras caía? ¿Cómo lo sabes?

Owen frunció el entrecejo. Había bebido demasiado para encontrar una respuesta. Era posible…

—Tendría que pensarlo.

—Lo que quiero saber es si Lucie y tú os habéis vuelto sensatos y habéis aceptado el generoso regalo de sir Robert —dijo Lief—. Alice y yo nunca diríamos que no a una casa así.

Owen se encogió de hombros.

—Sir Robert compró la casa y dice que quedará vacía hasta que nos decidamos, porque él ha tenido bastante de la ciudad por un buen tiempo. Espera mi regreso para volver a Freythorpe Hadden y caminar por sus campos. Dice que en la ciudad no encuentra aire suficiente para respirar.

Gaspare alzó la botella de vino y tomó un largo trago, antes de pasársela a Owen.

—Brinda por tu nueva casa, Owen.

—Y por la fortuna de tu hijo con ese padrino que tendrá —dijo Lief.

Owen bajó la cabeza.

—Ya he bebido demasiado.

Gaspare y Ned rieron a coro.

—¿Es posible haber bebido demasiado vino? —preguntó Ned.

—Para llegar a viejo —empezó Lief, e hizo una pausa para hipar—, un hombre debe conocer sus límites.

Gaspare y Ned intercambiaron sonrisas.

—Esposas e hijos —dijo Gaspare—. Cómo doman a un hombre.

Todos alzaron las caras hacia las estrellas y dejaron que el aire de la noche los enfriara.

* * * * *

Mientras tanto, abajo, en el despacho privado de Lancaster, Thoresby y el duque tomaban una última copa de vino antes de retirarse.

—Vuestro hombre Archer vale su peso en oro, canciller. Lamento haberlo perdido en vuestras manos.

—A veces lamento que me haya elegido a mí, mi señor.

—Un hombre como él esquiva toda autoridad.

Thoresby intuyó que el duque lo estaba observando.

—¿De qué se trata?

—No parecéis complacido con el resultado de esta investigación.

—Insatisfecho. Pero complacido.

—¿Porque no hay nadie a quién castigar?

—Dios nos hace esclavos de nuestras pasiones. Lo cual es un cruel recordatorio de nuestra naturaleza.

Lancaster se encogió de hombros.

—Bueno yo estoy sumamente complacido y satisfecho. Habéis sido generoso con vuestra ayuda, canciller. Tengo que pagaros en igual medida.

Thoresby se echó atrás y observó a Lancaster por encima de su copa. Como su padre Eduardo en la juventud, era un verdadero león dorado. Y era casi tan poderoso como lo había sido su padre a esa edad. Podía no ser rey de Inglaterra y Gales, pero era duque de Lancaster, título que posiblemente valía más que el de rey. Ser tan poderoso siendo tan joven… Podía hacer mucho por Thoresby.

—Conocéis mi deseo, mi señor. Alice Perrers debe abandonar el dormitorio de vuestro padre. Cualquier ayuda que deis a esa expulsión será muy apreciada. —No sería codicioso cuando había tanto en juego.

Lancaster hizo girar el vino en su copa y miró el remolino.

—La señora Alice. Había oído hablar de vuestra mutua antipatía. Pero después he oído decir que os admira.

Esas palabras molestaron a Thoresby. ¿Qué se propondría ahora la perra?

—Una nueva treta, mi señor, nada más, podéis estar seguro.

—Confieso que la encuentro vulgar y fría, pero tiene un ingenio rápido y dotes para alegrar a la reina… Eso, diría yo, debería hacérosla querer.

—Alegra a la reina mientras conspira para usurpar su lugar.

Lancaster se apretó con dos dedos el puente de la nariz.

—La muerte la ayudará muy pronto.

Thoresby lamentó haber sacado el asunto a colación.

—Quizá deberíamos hablar de la señora Alice en otro momento.

Lancaster rechazó la sugerencia con un ademán.

—No me hagáis caso. Demasiada comida y bebida suelen ponerme triste. La señora Alice también tiene una cabeza clara cuando se trata de negocios. Creo que está aconsejando sabiamente al rey en cuestiones financieras de la corte.

—Espera mantener los cofres llenos para recibir más regalos, sin duda.

Los ojos azules estaban fijos en Thoresby.

—¿Qué os jugáis en esto, canciller? ¿Por qué tomáis un interés tan personal en Alice Perrers?

¿Cómo podría explicarlo Thoresby, cuando no entendía él mismo la intensidad de su disgusto por la mujer?

—Soy devoto de vuestra madre la reina. Ha sido mi amiga desde que entré en la corte hace muchos años. La señora Alice ofende a vuestra madre cada vez que respira. Ésa es la pasión que me mueve en esto, mi señor duque.

Lancaster se relajó.

—Mi madre siempre habla muy bien de vos.

Una vez que Thoresby había esquivado limpiamente aquel tema desagradable, tenía que apartar la conversación de la despreciable Alice.

—Tengo entendido que el rey favorece a Guillermo de Wykeham para la sede de Winchester.

El comentario hizo que la cabeza de Lancaster se levantara bruscamente. En aquel momento los ojos azules estaban fríos.

—Wykeham. He ahí a uno al que me gustaría ver lejos de la corte.

Aquello era interesante. Thoresby quería oír más.

—Parece un hombre inteligente y sagaz —sugirió—, aunque de origen bajo.

Lancaster echó la cabeza atrás y cerró los ojos.

—No me importa nada del origen de Wykeham, pero el día de su nacimiento fue una de las fechas más lamentables de mi historia. —Fijó los ojos en Thoresby—. No hay ningún hecho que yo pueda señalar y decir «Así es como se propone destruirme», pero creedme, ese hombre me destruirá. Hay una luz en sus ojos cuando me mira.

Thoresby no se imaginaba cómo nadie que no fuera el rey podría destruir al duque de Lancaster. Pasó los dedos por la cadena simbólica de su cargo, que le colgaba del cuello.

—¿Creéis, como yo, que Wykeham sigue en la sucesión para esto?

—Yo no lo perdería de vista si fuera vos. —Lancaster se inclinó a servir más vino, bebió del suyo y de pronto soltó una carcajada—. Ahora recuerdo. Fue en pascua. La señora Alice estaba sentada a la mesa principal, con las joyas más extraordinarias. Ya sabéis qué bajos le gustan los escotes. Sobre el pecho izquierdo tenía perlas pegadas en figuras que simulaban mordiscos. Como si alguien la hubiera mordido allí y hubiera dejado los dientes clavados. Y para mi perplejidad afirmaba que vos, mi señor canciller, habíais sido su inspiración. Con una sonrisa astuta juraba que no diría nada más. ¿De qué se trataba, eh? Ese bastardo de Wykeham se había puesto muy colorado… casi tanto como vos ahora. ¿Qué pasa? ¿Queréis agua?

Todavía tosiendo, Thoresby se sirvió un vaso de agua y bebió largamente. Santo cielo, la mujer casi lo había matado con aquel golpe. Qué solución inteligente para aquella molesta herida que él le había infligido. Qué condenadamente inteligente. La odiaba.

—No puedo imaginar a qué se refería la señora Atice diciendo que yo fui su inspiración. Pero debería saber que sugerir que yo apruebo su estilo audaz me avergüenza, a mí y a mis amigos.

Lancaster asintió.

—Lo utilizó un tiempo, según me dicen y después se cansó. Pero no fue tan buena idea. El pegamento que usó para las perlas dejó marcas. Pálidas, pero visibles. Y muy parecidas a marcas de dientes. Aunque en realidad demasiado perfectas para ser reales. ¿Quién tiene dientes tan perfectos?

—Vos, mi señor duque —dijo Thoresby, sintiéndose malvado.

Lancaster le dirigió una sonrisa expresiva.

—Y vos también, mi señor canciller. —Se rio de la confusión de Thoresby—. Pues bien. ¿Cuál será vuestra próxima jugada?

¿Lo sabía? ¿Cómo podría saberlo? Thoresby mantuvo la expresión neutra.

—No estoy seguro, todavía.

—Si queréis que haga algo por vos antes de embarcarme para Castilla, tenéis que decírmelo pronto.

Thoresby asintió.

—Pero antes —siguió el duque—, tengo que pediros otro favor. Me propongo hacer valer mi influencia oponiéndome al nombramiento de Wykeham a la sede de Winchester. Cuando llegue el momento, espero vuestro voto.

Thoresby inclinó brevemente la cabeza.

—Somos aliados, mi señor duque.