Capítulo 23

María Magdalena

Lucie se paseaba por la cocina, de la puerta abierta al fogón, Bess estaba sentada a la mesa, descortezando ramas de menta. Lucie suspiró.

—Tantas respuestas, pero todavía tantas preguntas. Si Stefan quería a Joanna como dice Edmund, ¿por qué iba a matar al hermano que ella quería tanto?

Bess hizo a un lado su trabajo y fue a buscar la jarra de cerveza.

—Quizá necesites esto. Yo lo necesito.

Sirvió una copa, se la pasó a Lucie, se sirvió otra para sí y bebió. Su nariz y sus mejillas se encendieron bajo el impacto de la fuerte bebida que hacía su marido.

—Gracias a Dios por mi Tom. —Le sonrió a Lucie—. ¿En qué estás pensando?

Lucie estaba junto a la ventana, con la copa en la mano y el entrecejo fruncido.

—¿De qué hablaron Hugh y Joanna cuando se encontraron? Tengo que saber eso.

Bess gruñó.

—Es curioso, ¿verdad? Ella no se enfadó con su hermano por haberse ido sin una palabra, pero le reprochaba su abandono de años antes. ¿En qué andaban, esos dos?

Lucie se llevó la copa lentamente a los labios, pero se detuvo y la bajó.

—Y la medalla, Bess. María Magdalena. Una patraña tan extraña para una chica de trece años. La santa patrona de los pecadores arrepentidos. ¿En qué pecado estaba pensando Hugh cuando le dio esa medalla? —Lucie volvió a pasearse—. Supuse que Matthew Calverley tenía razón al decir que su esposa se desentendió de Hugh y Joanna por su tara familiar. Pero ¿no podría haber habido algo más? ¿Algo que hubieran hecho Hugh y Joanna?

Bess tomó otro largo trago, los ojos perdidos en la lejanía. Asintió.

—Y se proponían huir juntos.

Lucie al fin se sentó frente a Bess y tomó su cerveza, mirando la cara de su amiga y viendo sus propias preguntas reflejadas en los ojos astutos de Bess.

—¿Por qué Stefan mató a Hugh, en lugar de limitarse a capturarlo? Se ganaba enemigos matándolo. —Dejó la copa en la mesa y se apretó las sienes con las manos. ¿Qué más? Algo titilaba en algún rincón de su mente—. Stefan debe de haber espiado a Hugh y Joanna antes de ir a la casa de Hugh. ¿Qué vio que le despertó esa furia criminal? —Encontró la mirada franca de Bess y asintió—. «Noli me tangere.» ¿Quién le dijo eso a Joanna?

Bess chocó su copa con la de su amiga.

—¿Por qué huyó con Stefan para después matarlo? —Un asentimiento con la cabeza.

—¿Dónde está Daimon?

—Él y sir Robert fueron al Campo de San Jorge. Pero volverán pronto.

A Lucie le costó esperar para tener una escolta, pero de todos modos no tenía sentido llegar a Santa María antes de que Joanna se despertara.

* * * * *

Sir Robert volvió temprano de San Jorge, exhausto y admitiendo su edad. Bess se levantó de su asiento.

—Venid, sir Robert. Volvamos a la taberna y podréis descansar. Lucie tiene un recado para Daimon. Mover unas cosas pesadas. —Un guiño disimulado a Lucie.

Cuando Bess se hubo marchado con sir Robert, Lucie le pidió a Daimon que la acompañara a la abadía. Él accedió de inmediato, ansioso por complacerla en cualquier cosa.

Salvo por las campanas de las iglesias, los domingos la ciudad estaba más silenciosa que otros días. La gente andaba por las calles, pero lo hacía con pasos más mesurados. Era mediodía, el sol calentaba la espalda de Lucie cuando cruzaban los prados de la abadía. Vio poco de lo que la rodeaba, ensayando mentalmente su enfrentamiento con Joanna.

Sor Prudencia se levantó del lado de la cama de Joanna cuando entró Lucie y fue hacia ella, con las manos delante y su rostro arrugado marcado por la desazón.

—Dios la ayude, pero hoy Joanna no quiere comer ni beber, señora Wilton. Dice que ahora debe morir. Que es el deseo de María Santísima. Tenéis que hacerla entrar en razón.

Lucie le aseguró a la enfermera que lo intentaría.

—Y vos tenéis que comer y descansar. Id ahora. Yo la vigilaré.

—Debería quedarme con ella.

—Id con Dios, sor Prudencia —dijo Lucie con firmeza—. Quiero hablar con ella a solas.

—Ah. —De pronto Prudencia era todo sonrisas—. Entonces, por supuesto, os dejaré con ella. —Se marchó de buen humor.

Joanna yacía en la cama con la medalla apretada contra el corazón y los ojos fijos en Lucie.

—He confesado mis pecados. ¿Os enterasteis? —Su voz era ronca.

Lucie se sentó al lado de la cama, metió una cuchara en la copa de vino que la enfermera le había servido a Joanna, cogió la mandíbula de ésta con una mano y apretó la cuchara contra su boca cerrada. Joanna trató de volver la cara, pero Lucie la sostuvo con firmeza.

—Beberéis esto, sor Joanna, pues tenemos que hablar.

Joanna seguía apretando los labios.

—¿Tendré que hacer entrar a Daimon para que os abra la boca por la fuerza? Lo haré, sor Joanna, así que tendréis que ateneros a las consecuencias. Deberíais estar agradecida de que yo haya descubierto vuestro secreto, el pecado que no confesasteis. Si murierais sin confesarlo, moriríais en estado de pecado, no de gracia.

Joanna relajó la mandíbula, aceptó la cuchara y tosió cuando el líquido le pasaba por la garganta seca.

Lucie asintió y volvió a sentarse.

—Cuando queráis más, pedidme.

Joanna escrutaba la cara de Lucie:

—¿Qué secreto?

—Hablo de ese pecado del que os habéis arrepentido todos estos años. Del cual la medalla es un símbolo.

Los ojos de Joanna se enfriaron. Lucie aspiró con fuerza.

—¿Qué edad teníais cuando Hugh y vos os hicisteis amantes, sor Joanna?

Joanna apretó con más fuerza la medalla.

—¿Erais tan niña como para no saber lo que hacíais? El incesto no es un pecado venial, sor Joanna. ¿O Hugh os violó?

Los ojos de Joanna se dilataron. Levantó la cabeza de la almohada.

—¿Violarme? —Soltó una risita sorprendida—. ¿Acaso vuestro capitán necesitó violaros a vos? Yo diría que no. Yo diría que os alegrasteis cuando visteis el hambre en sus ojos. —Le dirigió una mirada de complicidad—. ¿Y por qué no amar a mi hermano? ¿Por qué habría de negarme la perfección sólo porque yo era su hermana? Para vos vuestro capitán debe de ser apuesto. —Hizo un ademán para quitar importancia a los posibles reparos—. Hugh era más apuesto. Fuerte, valiente, todo lo que un hombre debe ser. Yo lo adoraba. —Arrugó el entrecejo—. Eso también es pecado.

Lucie se preguntó qué significaría este nuevo humor.

—Entonces ¿planeasteis huir juntos?

Los ojos de Joanna fueron burlones un momento y se llenaron de lágrimas al siguiente, aunque trató de mantener la sonrisa congelada en la cara.

—Huiríamos a Francia. —Se le escapó un sollozo. Se secó los ojos. La sonrisa se había desvanecido—. Pero él no era perfecto. Lo que le hizo a Will Longford… —Cerró los ojos. Su palidez preocupaba a Lucie. Hasta los labios los tenía blancos. Lucie le ofreció la copa de vino. Joanna bebió sin apartar la vista de Lucie—. No podía confesarle este pecado al hermano Wulfstan.

Era curioso que el hermano Wulfstan inspirara timidez a Joanna. Era el único que parecía inspirársela.

—Queréis cometer un pecado más grave aún: terminar con vuestra vida.

—Es el deseo de la Santísima Virgen.

Lucie sabía lo inútil que era discutir con Joanna sobre aquel asunto.

—¿Por qué quería Hugh el sello de san Sebastián?

Joanna pareció sorprendida.

—Acabo de deciros que mi hermano y yo éramos amantes. ¿No os he escandalizado?

—Quiero la verdad. Por el momento, es lo único que me preocupa.

Joanna se encogió de hombros.

—El sello le serviría de presentación como hombre de Du Guesclin y nos daría un salvoconducto a Francia.

—¿Desde Scarborough?

—No. Desde más al sur.

—¿Por qué Francia?

—Allí nadie sabría que éramos hermanos. Podríamos casarnos.

Lucie se maravilló de su ingenuidad. Joanna y Hugh no habían tenido en cuenta lo largo del brazo de la Iglesia. Pero quizá la Iglesia cerrara los ojos a Du Guesclin. Así que habían planeado casarse.

—¿Y Stefan?

Joanna volvió la cabeza a un lado.

—Él nunca me propuso matrimonio.

—Me extraña que lo hiciera vuestro hermano. Los mercenarios casi nunca se cargan con una familia. Pero es cierto que Hugh debió de quereros mucho para enfadarse tanto con Longford.

Joanna contuvo el aliento. Se santiguó.

—No puedo perdonarle lo que le hizo a Longford. Creí que había sido rápido. ¡Pero lo que debe de haber sufrido! Dios santo, cuando yo sentí que la tierra me caía encima, no podía recordar cómo se respiraba. No podía gritar. La tierra me aplastaba, me pesaba.

—Creía que no os habían enterrado de verdad.

Joanna negó con la cabeza.

—No fue de verdad. Pero la sensación…

—¿Le dijisteis esto a Hugh?

—Él ya odiaba a Longford. Lo que yo le di fue sólo la excusa. Longford lo había hecho quedar como un tonto ante los Percy. Yo conocía a Hugh. Por eso se marchó sin una palabra. Sabía que yo no querría que lo hiciera.

—¿Era un hombre cruel?

—Una vez quemó la mano de un criado por un error sin importancia. Hugh se reía mientras el chico aullaba. Yo no pude soportarlo. Cogí la mano del chico y la metí en la nieve. —La voz de Joanna de pronto se hizo más neutra—. Mi madre odiaba a Hugh.

—Pero vos lo queríais.

—Se necesita fuerza para ser cruel.

Lucie creía lo contrario.

—¿Por qué odiaba vuestra madre a su hijo?

Joanna se esforzó por sentarse, rechazando la ayuda de Lucie. Alzó las rodillas y rodeó las piernas con los brazos.

—El modo en que murió, metiéndose al agua… ¿Se quitó la vida? ¿Por él? ¿O por nosotros? —Lucie no dijo nada—. Mi madre nos descubrió desnudos en mi cama. Hugh y yo. No nos castigó. Sólo dijo que un hijo nacido de nosotros sería maldito. Me dio una planta para masticar, para que no concibiera monstruos.

—¿Entrasteis en San Clemente por arrepentimiento? ¿Fue por eso por lo que tomasteis los hábitos?

Joanna apoyó la frente en las rodillas.

—Si no podía tener a Hugh, pensé que no quería a ningún hombre. Pero me equivocaba. Encontré a Stefan.

Así que había querido a Stefan. Al menos se había interesado en él.

—¿Dónde está Stefan, sor Joanna?

Joanna alzó la vista hacia Lucie. Los ojos verdes estaban otra vez llenos de lágrimas.

—No está en ninguna parte. —La voz era un susurro trémulo.

—¿Qué pasó?

Joanna cerró los ojos y se balanceó de un lado a otro, dejando caer las lágrimas.

—Tenía esposa. ¿Lo sabíais?

—Sí —susurró Lucie.

—Estoy maldita. Mi amor siempre es pecado.

—¿Stefan os siguió a la casa de Hugh?

—Hugh me contó lo que había hecho. Pero no toda la verdad, como la dijo vuestro capitán. Hugh sólo dijo que había vuelto a Beverley para enterrar a Longford en mi tumba… vivo. Prometió protegerme. Cuidarme. —Su voz se quebró. Lucie le pasó la copa de vino y Joanna bebió—. Tenía el sello. Había escrito cartas pidiendo nuestro salvoconducto, selladas con el emblema de Sebastian. Iríamos a Francia. Pero teníamos que ir rápido. En seguida. Estaba recogiendo sus cosas. Dijo que la casa ya no era segura. Sus hombres lo habían abandonado.

—¿Stefan oyó esto?

—No sé qué oyó. Creo que oyó una buena parte.

—Por favor, sor Joanna. ¿Por qué Stefan mató a Hugh?

Joanna tenía la cara encendida por el vino y la emoción.

—Le dije a Hugh que no creía que se propusiera llevarme con él. Volvería a abandonarme. Stefan era mejor para mí. Él me había salvado. Hugh me dijo que Stefan no había tenido intenciones de salvarme: lo que pasó es que no le gustó la idea de enterrarme viva, que era lo que se proponía Longford. Stefan pensaba que era demasiado extravagante. Él prefería el veneno. Un modo más sutil e indoloro de librarse de mí y al mismo tiempo herir a Hugh.

No parecía propio del hombre que había descrito Edmund.

—¿Eso es cierto, sor Joanna?

Joanna negó con la cabeza, siempre apretándose las rodillas contra el pecho.

—Hugh mentía. Estaba celoso. Yo le había dicho que estaba tratando de salvar el niño de Stefan, por eso él quería que yo odiara a Stefan. Y lo entendí. —Sus ojos se suavizaron con lágrimas—. Vi el ansia en los ojos de Hugh. No podía herirlo. No a Hugh. Me atrajo hacia él y me besó. Nunca se había necesitado más. Al poco rato estábamos desnudos, rodando por el suelo. De pronto alguien me cogió y me hizo a un lado. Stefan. Su cara estaba tan sombría. Tan furiosa. Yo no le conocía ese lado. Hugh estaba desnudo y desarmado, debilitado por el sexo. Busqué las cosas de Hugh… para cubrirlo… pero Stefan me golpeó en la cabeza. Quedé aturdida. —Sollozó—. Santo Dios, ojalá hubiera estado inconsciente. No podía detener a Stefan, no podía ayudar a Hugh, sólo podía mirar. Stefan desenvainó el puñal y cayó sobre mi hermoso hermano. —Gimió—. Lo apuñaló una y otra y otra vez. En el pecho, en el vientre, en la garganta, hasta en la cara. —Se cubrió los ojos con las manos—. La sangre bailaba por todas partes. Nos empapó a Stefan y a mí. Cuando me puse de pie, resbalé. Tenía sangre de Hugh en la boca, en los ojos. La sangre de mi hermano. Stefan me abofeteó y me gritó para que yo dejara de gritar. Yo no sabía que había estado gritando. Me abofeteó tan fuerte que me caí y me golpeé en la cabeza. No podía volver a levantarme. Tenía tanto miedo, por mí… Sabía que con toda aquella sangre, Hugh tenía que estar muerto. Stefan me envolvió en algo y me llevó a hombros. —Vació la copa de vino.

Lucie la volvió a llenar y se la dio a Joanna y después caminó lentamente hasta la ventana, en una bruma de sangre. Respiró con fuerza. Se volvió y preguntó desde donde estaba, porque todavía no quería volver a sentarse:

—¿Adónde os llevó Stefan?

Joanna parecía curiosamente calmada.

—A una caverna. Junto al mar. —Su voz era firme—. No me hablaba. No me dejó tocarlo.

—¿Por qué os quedasteis con él?

Joanna frunció el entrecejo como si la pregunta la intrigara.

—Para matarlo, por supuesto. —Su mirada directa, un desafío más que una disculpa, helaron a Lucie—. Había matado a mi Hugh. Tenía que morir. —Un largo suspiro trémulo—. Tenía mucho tiempo para pensar. Recordé lo que había dicho Hugh, cómo se había propuesto envenenarme. Y le creí. ¿Cómo podía hacerme esto alguien que me había querido? Y pensé que Hugh había asesinado a Longford del mismo modo en que Longford se había propuesto matarme a mí. Así que planeé envenenarlo.

—¿Envenenasteis a Stefan?

Joanna se frotó los ojos, cansada.

—No sabía cómo hacerlo. Y no podía hacerlo con lo poco que teníamos.

—Pero de todos modos os quedasteis.

—Yo… —Se encogió de hombros—. Todavía lo quería.

Lucie se apretó los párpados con las yemas heladas de los dedos.

—Una noche, después de tomar mucho vino, Stefan me desnudó y me pegó, con la empuñadura de su espada, con las manos, con las botas… gritando todo el tiempo que yo estaba sucia, que lo había ensuciado a él, que lo había convertido en un asesino. Cuando yo estaba sangrando y amoratada y vomitando, me ató las manos a un poste para que no pudiera tocarlo y me poseyó. Con tanta violencia que pensé que quería matarme. Y después volvió a pegarme. Y volvió a poseerme. Cuando terminó, agotado, me dejó donde estaba, atada, desnuda, sucia. No sé cuánto tiempo permanecí allí. Sé que fueron días… veía la luz ir y venir. Me quedé allí esperando morir. Rezaba para que la muerte no se retrasara. Tenía tanto frío. Desnuda sobre las piedras. El sol que veía brillar fuera no llegaba hasta donde estaba. —Hizo una pausa y se santiguó—. Y entonces, una noche, ella vino a mí. —La voz de Joanna cambió, se hizo más baja.

—¿Quién?

Joanna sonrió.

—María Santísima. Me dijo que no me dejaría morir antes de devolver el frasco con su leche que había robado de San Clemente. Le dije que no podía moverme. Ella me dijo que podía aflojar la cuerda que me ataba las manos y deslizaría por el poste. Le obedecí. Había ido a enseñarme el camino de la salvación. Era mediodía cuando liberé mis manos. Mis primeros movimientos fueron tan dolorosos. Era casi de noche cuando me envolví en el manto, cogí mis ropas y fui al agua a lavarme. —Se mordió el labio y bajó la vista—. Y allí estaba él, tirado en las rocas.

—¿Stefan?

Los ojos de Joanna miraban algo que Lucie no podía ver.

—Debió de resbalar. El acantilado siempre estaba húmedo.

—Entonces ¿no lo mataste tú?

Joanna volvió a mirar fijamente a Lucie.

—Sí lo maté. Si yo hubiera escapado, él no habría caído. Estaba furioso. Deberíais verlo tan claro como lo veo yo. Soy culpable.

—¿Estaba muerto?

—No fui a mirar desde cerca. Me lavé y me vestí. Tenía que cumplir la misión que me encargaba la Virgen. Después podría morir en paz. Era todo lo que quería.

A Lucie le costó creer que Joanna no se hubiera acercado a ver si Stefan todavía respiraba, si todavía se le podía salvar.

—¿Os marchasteis sin saber?

Joanna asintió.

—Había terminado.

¿Quién era más cruel? ¿Hugh o Joanna?

—¿Entrasteis en Scarborough? ¿Se lo dijisteis a alguien?

Joanna la miró de reojo.

—¿Decirle a quién? Edmund me habría matado en ese mismo instante. No podía permitirlo hasta que hubiera encontrado el frasco y lo hubiera devuelto.

—¿Podéis ser tan insensible? Stefan podía estar vivo. ¿No os habéis preguntado si seguirá allí?

Joanna se encogió de hombros.

—Supongo que sí. Salvo que haya resbalado hasta el mar. Espero que haya sucedido eso. Es una muerte más amable.

Mirando a la loca que tenía ante ella (pues Joanna estaba loca, de eso ya no tenía dudas) todo lo que quería Lucie era el consuelo de los brazos de Owen. Se estremeció de frío en medio de aquel cálido día de julio.

* * * * *

Al salir, Lucie agradeció que Daimon no hiciera preguntas y se limitara a acompañarla a la iglesia de la abadía. Se dejó caer delante de la escultura de la Virgen, puso la cabeza en las manos y lloró. Maddy, Jaro, Colín, Longford, Hugh, Stefan, Jack… todos muertos; y Joanna deseaba la muerte. Hasta la señora Calverley parecía haber deseado la muerte para escapar a la trágica verdad de sus hijos. No sólo su amor prohibido, sino su cruel insistencia en salirse con la suya, por más gente que pudieran destruir mientras tanto. Para Lucie, lo más abrumador era que nada de aquello tenía remedio. Aunque Joanna y Hugh hubieran logrado escapar a Francia y vivir como una pareja casada, habrían ganado su momentánea felicidad con tres muertes y habrían vivido sabiéndolo. Un confesor podría haberlos absuelto de sus pecados mortales… de todos menos uno.

Y aquel pecado, el incesto entre hermanos, los habría condenado para toda la eternidad. A menos que se separaran. Y entonces todo habría sido en vano.

Y en aquel momento incluso Hugh había muerto.

Y Stefan. Dejando a Joanna sola con sus recuerdos. Recuerdos que hacían parecer a la muerte una bendición.

Pasó largo rato mientras trataba de serenar las emociones que la poseían. Las campanas llamaron a nonas. En el coro, los monjes cantaron su oficio y partieron. En algún momento de la tarde, Daimon le había llevado un banco. En aquel momento estaba sentada, apoyando la cansada espalda contra una columna, mirando fijamente a la Virgen, sin saber si tenía que rezar por Joanna. Cuando las campanas llamaron a vísperas, alguien se arrodilló a su lado y la cogió en sus brazos fuertes.

—Lucie, amor mío —susurró Owen—. Ha terminado. Ven. Vamos a casa.

Ella se secó los ojos y miró la cara de Owen, cargada de preocupación.

—¿Terminado? No. No para Joanna. Nunca terminará para ella. —Owen le cogió la cabeza y la apretó contra su pecho, pero Lucie había visto a Edmund susurrar algo a Daimon, el cual abrió la boca y se santiguó. Se apartó de Owen—. ¿Por qué dices que ha terminado? ¿Qué ha terminado? —Lo miró a los ojos.

Owen negó con la cabeza.

—No ahora. Vamos a casa.

—¿Qué le pasó a Joanna?

Owen trató de levantarla, pero Lucie se resistió.

—Tú lo dijiste, Owen. Ahora explícate.

—Saltó por la ventana. Se quebró el cuello.

Lucie sintió que el estómago se le retorcía.

—Pero no confesó su pecado más profundo, Owen. No a un confesor. Sólo a mí.

Owen volvió a abrazarla y la besó en la frente.

—Quizá con eso bastó. Rezaremos para que así sea.

* * * * *

Jasper y sus amigos de la escuela rondaban la cárcel del arzobispo para ver a los hombres engrillados.

—¿Qué hicieron? —preguntó uno de los chicos.

—Mataron a una monja —respondió otro—. La tiraron por una ventana.

Jasper negó con la cabeza.

—Nadie la empujó. Ella se tiró.

Todos se volvieron hacia él con ojos muy abiertos, recordando su autoridad.

—¿El capitán Archer la vio saltar?

—No.

—¿Alguien la vio?

—Sor Prudencia, la enfermera —dijo Jasper—. Lloró muchísimo y dijo que fue culpa de ella. Pero el capitán le dijo que cuando la gente está decidida a hacer algo así, nadie puede detenerlo, sólo postergarlo. —Jasper miró las caras atentas que se alzaban hacia él. Era una ventaja añadida por ser aprendiz de la boticaria Wilton—. Esos hombres llevan la insignia del capitán Sebastian de Scarborough. Era un traidor, pero ahora combate por nuestro rey.

—¿Por qué cambió?

—El capitán Archer fue a Scarborough y lo convenció de que se pasara al bando del rey.

Todas las cabezas se volvieron para mirar la ropa de los hombres engrillados.

—Pero mirad al que viene con el capitán Archer. Lleva la misma insignia, pero está libre.

Jasper corrió a esconderse tras la esquina del edificio. A Owen podía no gustarle verlo allí.

—Ése es Edmund de Whitby —les dijo a sus amigos—. Ayudó mucho al capitán, así que su ilustrísima el arzobispo lo perdonó. Pero debe volver a Scarborough y responder a los Percy. Irá bajo custodia, pero no encadenado.

Sus amigos siguieron mirando un rato y los desilusionó que no hubiera ninguna decapitación o ahorcamiento.