Capítulo 22

La vaina de la espada

«Lo conduje a la muerte.» Las palabras resonaban en la cabeza de Edmund mientras salía deprisa de la casa de huéspedes. Al pie de la escalera se detuvo, sin saber qué camino tomar. No tenía idea de lo que se proponía hacer. Maldijo el día en que Longford presentó a Stefan y Joanna Calverley.

Pero ¿qué debía pensar de Stefan? ¿Por qué había matado a Hugh Calverley? Hugh era un problema y Stefan estaba acostumbrado a matar, como todos los hombres de Sebastian, pero nadie le había ordenado matar a Hugh y no tenía motivo para hacerlo por su cuenta; si no era él, algún otro lo habría hecho en poco tiempo más. Y Joanna quería mucho a su hermano. ¿Cómo debió de sentirse ante ese asesinato a manos de su amante? Había dicho que ella llevó a Stefan a la muerte. Que estaba perdido en el mar. ¿Porque Stefan había matado a Hugh?

Edmund odiaba a Joanna.

Y la compadecía.

Mirando a su alrededor mientras el cielo se plateaba con el alba, vio que se había alejado hasta la fachada de occidente de la iglesia abacial. Contento de haber tomado una decisión, aunque distraído, Edmund abrió la puerta de la iglesia y entró. En medio del silencio se arrodilló ante una imagen de la Virgen María y lloró por Stefan.

* * * * *

Isobel se puso de pie cuando Wulfstan se acercó a la puerta.

—Dios os bendiga, hermano Wulfstan. Ahora velaré a Joanna.

Wulfstan hizo la señal de la cruz sobre ella y estaba a punto de salir cuando se detuvo, balanceándose sobre sus pies calzados con sandalias mientras pensaba.

—¿Oísteis todo lo que Joanna me dijo? —Sus ojos se encontraron. Wulfstan vio el dolor en el rostro de la reverenda madre mientras se santiguaba. Había oído.

Isobel bajó la vista.

—Perdonad, hermano Wulfstan, pero no pude evitarlo.

—No hay nada que perdonar. Agradezco que hayáis oído. Empiezo a ver el plan de Dios en esto.

Isobel frunció el entrecejo.

—Pero Joanna estaba haciendo su confesión. No debía haber testigos.

Wulfstan no recordaba las reglas precisas de la confesión; ahorraba lo que quedaba de su memoria para su trabajo en la enfermería. Lo que sí recordaba era que un confesor no debía repetir lo que le decía el pecador, algo que él nunca había sentido la tentación de hacer. ¿La reverenda madre podía hablar? Seguramente Dios quería que la verdad se supiera.

—Fue conveniente que estuvierais presente, reverenda madre. Y nos beneficia a todos. No puedo revelar lo que me fue dicho en confesión. Pero vos sí podéis.

Isobel pareció horrorizada.

—Oh no, hermano Wulfstan. No es exacto.

¿Sería por alguna regla que él había olvidado? Sabía muy bien que su memoria no funcionaba como antes. Pero en este punto, estaba decidido.

—Por favor, reverenda madre. Aquí no se trata de pecados veniales que no perjudican más que al pecador. Ha habido gente asesinada. Más de uno. Por favor, enviad por sor Prudencia y hacedla velar por vos mientras descansáis. Después de la misa os acompañaré a la casa de la boticaria Wilton. Tenéis que decir lo que habéis oído.

Isobel hizo una mueca como si quisiera protestar, pero frunció los labios e inclinó la cabeza asintiendo.

—Su ilustrísima el arzobispo lo aprobará. Está ansioso por resolver la historia de Joanna y devolverla a San Clemente. —Isobel miró la cama—. Pero es preciso vigilar a Joanna. Y Prudencia está tan cansada.

—Puse leche de amapolas en la infusión —dijo Wulfstan—. Joanna dormirá pacíficamente toda la mañana. Sor Prudencia no tendrá problemas en estar en el cuarto mientras ella duerme.

—Si eso es lo que queréis. —Aunque Isobel fue obediente, en su voz se percibía el resentimiento.

Su falsa humildad irritó a Wulfstan. Era mejor expresar una opinión que guardar un rencor silencioso. Además, ¿qué quería Isobel sino llegar a la verdad? Pero Wulfstan no era hombre de dejarse amedrentar.

—Os estaré agradecido por vuestra ayuda, reverenda madre. Id en paz.

Al salir del cuarto, Wulfstan pensaba en Edmund. ¿Qué decirle sobre su amigo? «Perdido en el mar.» Esto era lo que Joanna había dicho el día anterior. Y aquella noche había confesado que había conducido a Stefan a su muerte. ¿Se habría ahogado? ¿Se referiría a eso?

El hermano Oswald se interpuso en el camino de Wulfstan.

—Perdonad. Sé que tenéis mucho en qué pensar. Pero tenéis que saber que había alguien en el corredor. Corrió pasando a mi lado antes del amanecer. Estaba demasiado oscuro para verle la cara. Pero no llevaba ropas de monje.

A Wulfstan le costó hacerse cargo de este nuevo problema. Un efecto de la vejez. Parpadeó varias veces.

—¿En el corredor? ¿Alguien estaba escuchando?

Oswald se encogió de hombros.

—No podría asegurarlo. Lo vi sólo cuando se iba corriendo.

Wulfstan pensó en el hombre del cual Alfred protegía a Edmund. Quizás estuviera dentro de los muros de la abadía.

—Cuidado con él, Oswald.

Oswald frunció los labios y alzó los ojos al cielo.

—Rezo porque nos libremos pronto de esta monja que tantos problemas trae. —Lo dijo en voz baja, pero con más sentimiento del que había percibido Wulfstan en el capellán—. Supe desde el primer momento que traería problemas a Santa María.

Wulfstan le aseguró que Joanna se marcharía tan pronto como supieran que estaría a salvo en San Clemente. Después se apresuró en busca de Alfred para advertirle que custodiara la enfermería, pues Jack podía haber encontrado un modo de entrar. Si era así, Edmund estaba en peligro. Wulfstan suspiró. Había dudado de la confianza del arzobispo en la seguridad de la abadía desde el comienzo. A un intruso le sería fácil entrar fingiendo ser un peregrino.

* * * * *

Owen se despertó mucho antes del amanecer. Antes de que pudiera volver a dormirse, recordó algo que le había dicho Lucie la noche anterior. Había expresado su preocupación porque Owen se hubiera encariñado demasiado con Edmund. Eso lo había intrigado. ¿Qué había de malo en sentir simpatía por alguien? Lucie había sido vaga en sus respuestas. «Quizá nada. Sólo me preguntaba si lo conocerás tan bien como crees.»

Owen había hecho a un lado el tema como una charla sin consecuencias, pero en aquel momento se desveló preguntándose si Lucie habría visto algo que a él se le había escapado. La miró dormir, con la mejilla en una mano. Era un sueño tan profundo y tranquilo. No debía despertarla y menos en un periodo en el que dormía tan poco. Pero cuánto deseaba poder preguntarle lo que había querido decir.

¿Conocía bien a Edmund? Sabía poco de su vida, salvo que era aprendiz de constructor de barcos en Whitby cuando conoció a Stefan. ¿Cuánto tiempo habían pasado juntos Stefan y Edmund? No tenía idea. ¿Habría estado casado? ¿Enamorado? Nunca se le había ocurrido hacerle esas preguntas.

¿Qué era lo que había dicho Lucie? «¿Qué siente Edmund por Joanna? Ella es hermosa. Dices que el padre y el hermano la describieron como una coqueta. Y piensa cómo se atavió él para ir a verla.»

Owen se sentó. Era cierto. Pero ¿qué significaba? Lamentaba haber dejado a Edmund en la enfermería de la abadía. Si estuviera allí, lo despertaría para hablar.

¿Y Jack? ¿Era de veras el enemigo de Edmund? ¿Estaba siguiéndolo? Si era para matarlo, ¿por qué seguirlo hasta York? Una emboscada habría sido más fácil de preparar en los páramos que en la ciudad. Y hasta la conversación con el tabernero en Beverley, Owen y Alfred habían dudado de los temores de Edmund. Habrían sido sorprendidos con la guardia baja, lo que es ideal para un atacante. ¿Qué estaba esperando Jack entonces?

Owen temía que Lucie tuviera razón, que él se hubiera hecho una idea sobre Edmund y el misterio que lo rodeaba y estuviera obrando desde un punto de vista que podía ser peligrosamente erróneo.

Con cuidado de no despertar a Lucie, Owen salió de la cama y se vistió.

* * * * *

Edmund miraba fijamente la pintada escultura de María, Reina de los Cielos. Su manto era de un azul más cálido que el que le había regalado a Joanna, pero por lo demás se le parecía. ¿Podía ser Joanna realmente tan inocente como para creer que él le había dado una reliquia sagrada para que se abrigara con ella? ¿O fingía creérselo para jactarse de supuestos milagros? ¿O estaba loca? Había captado algo extraño en ella desde el comienzo, pero había pensado que era sólo su malestar por haber quebrantado sus votos. Y sin embargo, la conducta de Joanna nunca había sido la de una hermana enclaustrada que vacilaba en pecar. Había coqueteado con Stefan desde el primer momento y hasta con Edmund, de un modo más sutil. ¿Sería todo aquello una triste batalla por un alma ya perdida en la locura?

Pero Joanna ya no le preocupaba. Tenía que ver a Stefan. Resolvió volver a Scarborough y recorrer la costa en busca del cadáver de Stefan. Allí no tenía nada más que averiguar. Dudaba que Joanna fuera capaz de decir dónde había dejado a Stefan.

Y temía que si volvía a acercarse a ella sentiría la tentación de zarandearla hasta hacerle perder la poca razón que le quedaba.

Así que lo mejor era marcharse inmediatamente.

Cuando los monjes entraban en el coro para la primera misa, Edmund salió de la iglesia, demasiado deprimido para escuchar sus cánticos. Vio que otros se marchaban también. Era triste pensar que podía haber otros hombres tan llenos de dolor que no podían soportar los hermosos cánticos de los monjes.

En el patio de la abadía, la alquimia de Dios estaba transformando la luz plateada en oro. Edmund rodeó lentamente los edificios del claustro encaminándose hacia el portillo que daba a la ciudad. Necesitaría un caballo y esperaba poder robar uno en las cuadras de la Taberna York antes de que se despertaran los mozos. Después podría estar solo con su dolor en el largo regreso.

* * * * *

Owen encontró al hermano Wulfstan camino de la enfermería.

—Dios sea con vos, hermano Wulfstan. Habéis salido temprano. —No le gustó la expresión preocupada del monje.

El viejo enfermero hizo la señal de la cruz.

—Sois la respuesta a mis plegarias. Temo haber hecho una tontería al dejar a Edmund solo en la enfermería. Pido a Dios que Alfred haya mantenido una vigilancia estricta. —Le habló de su visita a la casa de huéspedes y del intruso.

Los largos pasos de Owen lo llevaron antes a la enfermería, donde descubrió a Alfred durmiendo junto a la puerta.

—¡Idiota! —gruñó y le dio una patada.

Alfred se despertó con un sobresalto, los ojos hinchados por el sueño interrumpido. Se puso de pie al ver a Owen.

Wulfstan, que acababa de llegar, repitió la historia del intruso en la casa de huéspedes.

Pero Owen ya estaba dudando de los temores de Wulfstan.

—Si fue Jack, ¿por qué iba a ir a espiar allí? ¿No habría aprovechado la oportunidad de atacar a Edmund en la enfermería, sabiendo que estabais ausente?

Wulfstan frunció el entrecejo.

—Alfred estaba aquí, custodiando la puerta.

—Pero contaba con que vos estuvierais dentro, custodiando la puerta del otro lado. —Owen trataba de mantener la voz neutral.

Wulfstan pareció asustado.

—Santo Dios, no había pensado en eso. Tendría que haber alertado al hermano Henry.

Entraron en la enfermería.

—Dios mío, que ese pobre hombre no pague por mi atolondramiento —dijo Wulfstan.

Encontraron la cama vacía.

Wulfstan se volvió hacia Owen, con los ojos redondos:

—¿Qué podemos hacer?

Owen dio lentamente una vuelta por el cuarto, observándolo todo; después inspeccionó la puerta interior. Se volvió para preguntar:

—¿Qué os hizo pensar que el intruso en la casa de huéspedes era Jack?

—¿Quién podía ser sino él? —dijo Wulfstan abriendo las manos.

—El mismo Edmund.

—Pero ¿por qué?

—Para oír lo que tenía que decir Joanna, sin duda. ¿El hermano Oswald os vino a buscar aquí?

Wulfstan inclinó la cabeza.

—Sí.

—Edmund sólo quiere encontrar a Stefan. Cree que Joanna sabe dónde está.

Wulfstan se sentó en la cama vacía de Edmund y se frotó los ojos.

—¿Qué fue lo que dijo Oswald? Que no era un monje. —Alzó la vista con esperanza—. Es posible que tengáis razón. Gracias a Dios.

—No sabemos nada con seguridad. Y ahora que Edmund está fuera y sin protección, lo que no fue cierto puede llegar a serlo. ¿Qué fue lo que oyó?

—No puedo revelar su confesión.

—Hermano Wulfstan, por todos los cielos…

—Quizá… —Wulfstan frunció el entrecejo y pensó un momento—. Quizá podría deciros lo que me dijo sor Joanna sobre otros. Eso no forma parte de la confesión.

Owen asintió con entusiasmo.

—Seguramente no hay ningún daño en eso.

Wulfstan aspiró con fuerza y se santiguó.

—Edmund puede haber oído que Hugh Calverley asesinó a Will Longford, que Stefan mató a Hugh y después, bueno, que alguien llevó a Stefan a la muerte.

Owen tardó un momento en digerir las noticias. ¿Ese «alguien» sería Joanna? ¿Todas estas semanas de esfuerzos se resolvían en una confesión?

—¿Qué significa que «lo llevó a la muerte»?

—No lo sé. Se puso histérica.

Owen volvió a caminar, pensando en lo que podría hacer Edmund.

—Buscará un caballo.

La cara de Wulfstan se iluminó:

—¿Os ayudo a buscarlo?

—No es necesario.

Wulfstan asintió con tristeza:

—Os haría más lento todo.

Owen notó su desilusión. La vejez era una humillación que requería mucha plegaria para ser soportada.

—Me habéis ayudado mucho, hermano Wulfstan.

—Que Dios me perdone por interpretar las reglas según mi conveniencia.

* * * * *

El guardia del portillo dirigió a Edmund una mirada de curiosidad.

—Es una mañana movida, ¿eh? A ti no te he visto antes.

—Soy Edmund de Whitby. El capitán Archer me trajo ayer a visitar a Joanna Calverley. Ella me recompensó con estos arañazos. —Se acercó y alzó la cara para enseñar sus heridas. El guardia hizo una mueca y asintió.

—Estas monjas son peores que gatos monteses. El hermano Wulfstan te curó, ¿eh?

—Sí. Ayer estaba mucho peor. Y no es que en mi cara hubiera mucha belleza que destruir.

Los dos hombres se rieron.

—¿No esperarás a que el capitán Archer termine su asunto esta mañana?

—¿Que termine su asunto?

—Entró por aquí no hace mucho. ¿No lo viste?

Edmund se preguntó por qué habría ido Owen, aunque evidentemente no quería verlo.

—No. Se está ocupando en otra cosa.

El guardia asintió, abrió la puerta de roble y dio un paso al costado para que pasara Edmund.

—Espero que no te volverás a acercar a una monja de ahora en adelante.

Edmund marchó deprisa hacia la puerta de Bootham, donde se apiñaba un grupo grande de devotos bien vestidos. Se mezcló con ellos y entró en la ciudad y caminaba por el callejón de San Pedro antes de que el guardia parpadeara. Pero su camino estaba bloqueado por un carro volcado, las manzanas que se habían dispersado en la calle y los gritos del granjero a dos hombres que discutían tranquilamente sobre cómo volver a poner el carro sobre sus ruedas. Era un triste recordatorio: las manzanas habían sido la fruta favorita de Stefan. Edmund fue por el callejón Gacho. Por suerte el accidente había ocurrido más allá del cruce.

El callejón Gacho era más estrecho y oscuro que el de San Pedro. Más conveniente para sus fines de avanzar en secreto. Pero le recordó aquella otra calle oscura, donde él y Jack y sus hombres se habían vuelto para atacar a Colin y Alfred. Desde el momento en que Joanna había aparecido en su vida, Edmund había estado en un sendero abrupto hacia el infierno.

* * * * *

Owen y Alfred fueron hacia el portillo de la abadía.

—¿Pasó un hombre por aquí? ¿Con arañazos en la cara?

El guardia sonrió.

—Sí. Me enseñó los bordados que le hizo la monja.

Alfred se echó a reír, pero Owen siguió serio.

—¿Cuánto hace de esto?

—Unos instantes.

—¿Solo?

—Sí. Salvo que fuera a encontrarse con los tres que pasaron antes.

—¿Qué tres?

El guardia se encogió de hombros.

—Dijeron que eran vuestros hombres y que venían a informarse de la monja.

Maldito sea, Edmund estaba metiéndose en una trampa.

—¿Armados?

El guardia bajó al cabeza y se frotó la barbilla.

—Sí. Puñales y espadas.

—¿Uno de ellos era rubio, delgado, con los dientes torcidos?

El guardia asintió.

Owen y Alfred salieron deprisa, Alfred murmurando que eso era prueba de que Edmund había matado a Colin y estaba utilizando a sus amigos otra vez para escapar del castigo.

Cuando pasaban por la puerta de Bootham, Owen giró sobre sí mismo y dijo:

—¡Deja de juzgarlo antes de conocer los hechos! A veces hablas como un campesino. Me desesperas.

Callado y malhumorado, Alfred siguió a Owen por el callejón de San Pedro. Pero alzó la vista cuando Owen aminoró la marcha y susurró:

—Hay problemas delante.

Dos nombres estaban cargando manzanas en un carro poco más allá del callejón Gacho. Owen se fijó en su ropa, en el distintivo del capitán Sebastian. Echó una mirada por el callejón, preguntándose si Edmund habría sido tan ingenuo de meterse por allí. El carro volcado era un truco tan viejo que ya no debería engañar a nadie.

Los hombres del carro vieron el parche de Owen; al cabo de un momento saltaban sobre las manzanas e iban a por él y Alfred. Los cuatro giraron en círculos, con los puñales listos; pero cuando el guardián de Bootham vio el problema y fue corriendo, los hombres de Sebastian trataron de escapar por el callejón Gacho. Owen y Alfred los persiguieron y cuando el guardia les dio alcance ya los habían inmovilizado y les estaban atando las manos.

—¿Dónde está Jack? —le preguntó Owen a uno de ellos.

Pese a las manos atadas y al puñal de Owen en la garganta, el hombre soltó una carcajada burlona, sin ceder.

Owen soltó un juramento y envainó el puñal.

—Perdemos el tiempo, Alfred. Ven. —Dejaron a los hombres bajo la custodia del guardia y entraron en el callejón Gacho. En la oscuridad, Owen se detuvo y escuchó. Delante oía los gruñidos de hombres combatiendo. Indicándole a Alfred con una seña que no se apartara de él, se deslizó hacia delante, con el puñal en la mano. En el cruce con la calle Negra luchaban dos figuras, arrancando resplandores de los puñales. Owen se pegó al edificio de la esquina, sombreado por el saliente del primer piso, y los observó.

Cuando uno de ellos se apartó de su oponente con un grito de dolor, Owen reconoció a Edmund. El otro se había apoderado del brazo de Edmund y lo doblaba, hasta hacerlo caer a tierra. Era Jack, el feo Jack de Scarborough, el asesino de la pequeña Maddy.

Cuando Jack ponía un pie sobre la espalda de Edmund y tiraba el puñal para sacar la espada, Alfred se adelantó.

—La vaina de la espada de ese bastardo —le susurró a Owen— hace juego con el puñal que le quité al asesino de Colin. —Antes de que Owen pudiera retenerlo, Alfred saltó con la espada desenvainada y con un grito escalofriante cargó sobre Jack, que giró para hacer frente a su atacante. Alfred descargó un golpe en el hombro del asesino, en el mismo momento en que éste le acuchillaba el costado.

* * * * *

Cuando Lucie abrió la puerta de la tienda, el rostro mortalmente blanco por el miedo, Owen se maldijo por ir directamente allí sin antes limpiarse la sangre.

—¡Gracias a Dios, estás vivo! —exclamó Lucie, echándole los brazos al cuello—. ¿Estás malherido?

La sintió temblar.

—No estoy herido —mintió. Pero ella no tardó en descubrir su mano sangrante—. No es nada. Una pelea con un carro de manzanas. Edmund y Alfred son los que necesitan atención.

Lucie condujo a todos a la cocina, donde Tildy ya estaba atendiendo al fuego.

—Jasper fue a por agua.

—Ocupaos de Alfred primero —dijo Edmund mientras se sentaba en un banco—. Mis heridas son menos serias y mucho más merecidas.

Jasper entró cargando un cubo de agua. Miró con ojos muy abiertos a los hombres ensangrentados y se santiguó.

—No estamos ni de lejos tan mal como parecemos, chico —le aseguró Owen.

—Ven, Jasper —dijo Tildy—. Trae esa agua y después mira la mano del capitán.

Jasper lavó la palma de Owen con un astringente de caléndula, después aplicó un emplasto de lengua de serpiente y vendó la mano con un trapo limpio.

Owen estaba asombrado por la seguridad con que actuaba el chico.

—Has aprendido mucho de Lucie y de Wulfstan.

Jasper asintió, pero no apartó la vista de su trabajo.

—Creo que esto se curará rápido —dijo con solemnidad.

Lucie y Tildy mientras tanto limpiaban la herida profunda de Alfred con una pasta para cortar la hemorragia y después la vendaban. Pero Lucie no se confiaba.

—Necesita atención de Wulfstan, Owen. Tenemos que llevarlo hoy mismo.

—No puedo ir a ninguna parte hasta que responda al alguacil. —Owen se dejó caer en un banco al lado de Edmund—. Hemos roto la paz de York. Un hombre ha muerto… debemos responder por él. —Se volvió hacia Edmund—. Tú debes responder por él. ¿Qué te obligó a vagar por las calles solo esta mañana? ¿Y cómo caíste en una trampa tan vieja? ¿No reconociste tu propio uniforme?

La cara de Edmund estaba tan pálida como la de Lucie.

—No buscaba problemas. Estaba pensando en Stefan, llevado por las mareas. —Cerró los ojos—. Por mí no me preocupo.

—Entonces ¿está muerto Stefan? —preguntó Lucie.

—No tengo ninguna duda.

Mientras Tildy aplicaba una compresa caliente en su hombro dolorido, Edmund contó a Owen y a Lucie su resolución después de oír la confesión de Joanna.

—¿Qué confesión? —preguntó Lucie.

Owen le contó lo que sabía. Edmund añadió algunos detalles.

Lucie se puso de pie frotándose el cuello.

—Cielo santo. Y todavía quedan tantas preguntas sin respuesta. ¿Y el sello de san Sebastián? Joanna dijo «sólo necesitábamos el sello». ¿Quiénes serían esos «nosotros»?

A Owen no le gustó la energía de Lucie.

—¿Te quedarás aquí mientras voy a ver al alguacil?

Pero Lucie no respondió porque estaba curando las heridas de Edmund.