A primera hora de la mañana Tildy se afanaba en la cocina mientras Lucie, Owen y Edmund discutían sobre la reunión de Edmund con Joanna.
Edmund estaba rígido y solemne, cuidadosamente acicalado para la ocasión, con su escaso cabello peinado y empapado en aceite perfumado. Llevaba unas hopalandas de color pardo claro, bien cortadas y casi nuevas.
—Preferiría estar a solas con Joanna. Si hay otros en el cuarto, se distraerá.
Lucie admitía que podía ser cierto.
—Pero Joanna cae con facilidad en la confusión. Mi presencia la tranquiliza. Eso te conviene. —Se preguntaba cuáles serían los verdaderos sentimientos de Edmund hacia Joanna.
—Yo debería estar presente —le dijo Owen a Lucie—. Conozco la historia de Edmund.
Y quizás se había encariñado demasiado con él para juzgarlo.
—Eres demasiado severo con Joanna —dijo Lucie—. Se agitará, por bien que lo planeemos. Pero conmigo hay una posibilidad de que siga tranquila más tiempo.
Edmund golpeó nerviosamente la mesa.
—Esto es una cuestión privada. Quiero hablar con ella a solas.
Owen negó con la cabeza.
—Nada en la vida de Joanna es privado hasta que averigüemos qué sabe de las muertes que han ocurrido a su alrededor. Sabe algo más de lo que ha dicho. Tenemos que averiguarlo.
Lucie sabía que debería haber tenido más confianza en la capacidad de Owen de tratar a Joanna, pero no podía quitarse de encima el sentimiento de que la asustaría y la obligaría a refugiarse más en sí misma y volverían al punto de partida.
—No tenemos que caer sobre ella como aves rapaces —advirtió—, o la asustaremos. —Apartó la vista del ojo irritado de Owen y miró a Edmund—. Aun así, tienes que entender que Owen o yo debemos estar presentes. Tenemos que observar cómo se comporta Joanna cuando te vea, qué dice. Quizá no era así cuando estabas con ella, pero ahora dice vaguedades y enigmas. Te costaría recordarlo todo y podrías olvidar algo que para nosotros es importante. Tu objetivo es diferente. Buscas a tu amigo; nosotros queremos saber mucho más.
Edmund bajó la vista a sus manos.
—Había tenido la esperanza de verla a solas. —En su voz resonaba la desilusión. Una vez más Lucie se preguntó cuáles serían sus sentimientos.
Owen estiró las piernas bajo la mesa y se recostó contra la pared con los brazos cruzados. Lucie notó que se había quitado el pendiente, señal de que volvía a adaptarse a la vida de York. Sonrió al verlo. Owen lo notó y asintió.
—Estás pensando que es más apropiado que haya una mujer con Joanna, para salirte con la tuya.
Qué equivocado estaba, pero qué mal estaría que ella le dijera lo que pensaba en realidad.
—Ahí tienes, ¿lo ves? Nos hemos puesto de acuerdo, sin más discusión.
Edmund se encogió de hombros.
* * * * *
El hermano Oswald recibió al trío con noticias de la larga noche pasada por la reverenda madre con sor Joanna.
—No como la otra, gracias a Dios. Esta vez fue un despertar sin sangre, un canturreo de la palabra «Mal, mal, mal». La madre se disculpa por no estar aquí para saludaros, pero necesitaba dormir.
—¿Quién vela ahora a sor Joanna? —preguntó Lucie.
—Sor Prudencia. Y el hermano Wulfstan está con ellas desde hace un rato. Los encontraréis dentro.
Owen se sentó en un banco al lado de la puerta, a esperar.
Lucie llamó. Abrió sor Prudencia y su rostro se iluminó al ver a la boticaria.
—Dios sea con vos, señora Wilton. Nuestra pobre Joanna acaba de despertarse y el hermano Wulfstan la ha convencido de que tome algo de caldo. Podrá hablar con vos en un minuto, gracias al Señor. —Hablaba en un susurro, con muchas miradas por encima del hombro al viejo monje sentado junto a la cama de Joanna—. Me preocupé pensando que le habrían dado demasiado sedante anoche y que no se despertaría a tiempo, pero el hermano Wulfstan me asegura que la infusión es ligera.
Wulfstan se volvió, vio que era Lucie y se levantó, dando una bendición a modo de saludo. Lucie fue hacia él y le presentó a Edmund en voz baja.
—¿Cómo está Joanna? ¿Perdemos el tiempo tratando de hablar con ella hoy?
El sol de la mañana caía sobre la cara del monje, iluminando los pelos blancos que habían escapado de la navaja ocultos en las arrugas. Sus ojos eran bondadosos.
—Aunque parezca extraño, tiene un buen día. Hoy por primera vez creo haberla oído hablar con claridad. Me preguntó si Dios comprende que podemos equivocarnos con quienes amamos y si Dios aceptaría su arrepentimiento de actos cometidos bajo la inspiración del demonio.
Lucie observó a Joanna, que estaba recostada sobre las almohadas, con los ojos cerrados.
—¿El demonio?
Wulfstan asintió.
—Que Dios te conduzca a la verdad, Lucie. —Los bendijo a Lucie y Edmund y después tocó el brazo de Prudencia—. Venid. Dejémoslos hacer su trabajo.
Había dos sillas junto a la cama, una del lado de la ventana, la otra junto a la pequeña mesa donde estaba la lámpara y las medicinas de Joanna. Lucie le indicó a Edmund que se sentara al lado de la ventana para que Joanna pudiera verlo con claridad a la luz del día. Él cruzó los pies de la cama sin que Joanna lo notara. Lucie se sentó y la llamó por su nombre.
Los ojos verdes se abrieron.
—Señora Wilton. —Joanna miraba más allá de Lucie—. ¿El capitán no ha vuelto con más noticias terribles? —Su voz era ronca, pero se elevaba más que en días anteriores. Lucie la ayudó a beber un sorbo de vino aguado.
—Hoy os he traído un visitante diferente. Ha hecho un largo camino para hablar con vos. Espero que seáis amable con él.
Joanna frunció el entrecejo y buscó con los dedos la medalla de la Magdalena.
—¿Dónde?
Lucie indicó con la barbilla el otro lado de la cama. Joanna volvió la cabeza, entrecerró los ojos y después los abrió mucho.
—¡Santa María, Madre de Dios!
Edmund, con aire solemne, le hizo una leve reverencia.
—Hola, Joanna. ¿O has vuelto a ser sor Joanna?
—Ojalá todo fuera como antes. —Los ojos de Joanna se habían llenado de lágrimas—. ¿Has venido a enterrarme otra vez?
Edmund se inclinó hacia ella:
—En verdad, nunca quise tomar parte en esa comedia.
Joanna, echándose hacia atrás como si quisiera evitar su contacto, se volvió hacia Lucie:
—Tiene que marcharse —dijo con firmeza.
—¿Por qué? —preguntó Lucie—. En una época fue vuestro amigo.
—¡No! —Ahora Joanna hablaba en un susurro sonoro y estiraba la mano derecha hacia Lucie—. Ninguno de ellos fue amigo mío. Mintieron. Me robaron el alma.
Lucie le cogió la mano, pero se resistió cuando Joanna trató de acercarla.
—Nadie os robó el alma, sor Joanna. Estáis aquí viva, con vuestra alma inmortal todavía alojada en vuestro cuerpo.
Joanna negó con la cabeza con exageración, como una niña malcriada.
—No. No tengo alma. Ya no.
—Joanna, por favor dime dónde está Stefan —dijo Edmund—. Después te dejaré en paz.
Joanna se volvió hacia él, con una repentina sonrisa.
—¿Dejarme en paz? En verdad, dulce caballero, ¿qué paz puedo tener?
Edmund vaciló, con un gesto de perplejidad, ante el humor agresivo de Joanna.
Joanna aferró la medalla, e inclinó la cabeza hacia ella.
Edmund se inclinó y tocó el manto.
Joanna se lo quitó de las manos.
—¿Te das cuenta de lo que has tocado?
Edmund sonrió:
—Es el manto que te regalé cuando íbamos a Scarborough.
—¿Tú? —Joanna pareció escandalizada—. ¡Nunca! —Se sentó erguida, apretando el manto contra sí. A Lucie le dijo—: ¿Veis? Malditos embusteros. No debemos confiar en ellos. No podemos dormir ni descuidarnos. Deben morir. ¿Qué más hay para ellos? —Se volvió hacia Edmund, que había puesto cara de alarma—. La Santísima Virgen me lo puso sobre los hombros cuando me despojaron del alma. Hacía mucho frío.
Edmund se santiguó.
—Dios me perdone, pero yo te dije que era el manto de la Virgen. Tenías tanto frío y tanto miedo que quise consolarte.
—Y ahora tratas de engañarme y quitármelo. Te has enterado de los milagros que ha hecho el manto y lo codicias.
—No es el manto de Nuestra Señora, Joanna —exclamó Edmund—. Se lo compré a un tejedor de Beverley.
Joanna hundió la cabeza en los hombros y alzó las rodillas. Con las manos sostenía la medalla de la Magdalena a la altura de la frente.
Lucie comprendía la frustración de Edmund.
—Tenemos que ser pacientes. —Acarició el cabello de Joanna—. Todo lo que quiere saber Edmund es dónde está Stefan. Se ha perdido.
Joanna alzó la vista hacia Lucie.
—Stefan era malo. Lo mismo que Longford.
Lucie comprendía que Joanna la utilizaba para no hablar con Edmund. Movió la lámpara de modo que iluminara la cara de Joanna y se puso de pie.
—Os dejaré para que habléis. —Fue a la silla que estaba junto a la puerta, lejos de ellos, en las sombras.
Joanna permaneció inmóvil un momento y después se volvió para ver si Edmund seguía allí. Cuando lo vio esperando con paciencia, se rio de él.
—Te conozco. El fiel Edmund.
—La fidelidad es una virtud de Stefan, no mía.
—Hubo un tiempo en que yo pensé lo mismo. Pero cuando Hugh me dijo… —Joanna se inclinó hacia Edmund con una expresión solemne, como si estuviera a punto de revelarle algo de la mayor importancia—. Ya ves, Edmund, me lo dijo todo.
Edmund se movió en su silla, con aire incómodo.
—¿Hugh? ¿Qué te dijo?
—Todo —respondió Joanna agitando un dedo en dirección a él.
—¿Qué es todo?
—Stefan quería utilizarme y después tirarme. —Se recostó sobre las almohadas, se cubrió los ojos con las manos, que después dejó caer a los lados, como si estuviera exhausta.
—Ése había sido nuestro plan, lo confieso, pero Stefan cambió de opinión. Tú lo sabes. Saliste de Scarborough con él. No se habría marchado contigo si se propusiera darte de lado.
—¿Y por qué no? Fuimos al mar a ver partir los barcos. Los barcos de Sebastian. Lo hacíamos con frecuencia. Y ahora. Ahora Stefan verá para siempre los barcos que parten… —Alzó la medalla de la Magdalena hacia la cara de Edmund—. ¿Recuerdas esto? ¿Ves esto? —Era el lado donde estaba María Magdalena con Jesucristo ante la tumba; indicó la inscripción. Edmund frunció el entrecejo. Joanna se rio—. No sabes leer. Por supuesto. Stefan tampoco sabía. Pero comprendió lo que decía. Noli me tangere. Conocía muy bien esa frase.
Edmund parecía sinceramente confundido.
—No comprendo.
—«No me toques.» Es lo que le dijo Cristo a ella. Ella lo había dado todo por Él y Él le dijo eso. —El tono de Joanna no era divertido ni enfadado, sino más bien escandalizado—. María Magdalena había encontrado la tumba vacía. La mía no lo está, ¿lo sabías?
Edmund se inclinó hacia ella, acercando la cara para que no pudiera mirar hacia otro lado.
—¿Dónde está Stefan? —le preguntó, pronunciando claramente cada palabra.
—Él destruyó mi amor —exclamó Joanna con voz quebrada—. Y después no pude tocarlo.
Edmund retrocedió un poco.
—¿Stefan?
Joanna miraba la medalla con ojos tristes.
—Stefan no fue fiel.
—Te ama, Joanna.
—Noli me tangere —susurró Joanna, llevándose la medalla a la cara.
De pronto Edmund se levantó, cogió la medalla y dio un tirón.
—¡Pues entonces, me responderás! —La cadena se rompió.
Joanna soltó un grito, estiró las manos hacia él y le arañó la cara. Edmund por su parte la cogió de los hombros y la zarandeó.
—¡Dime!
Lucie corrió hacia ellos. Owen entró, vio a los dos combatiendo y a Lucie peligrosamente cerca y se apresuró a retirar a Edmund. Joanna quería lanzarse hacia ellos.
—¡Hermano Oswald! —gritó Owen.
El capellán, que estaba en el umbral, corrió y cogió las manos de Joanna, obligándola a recostarse.
Owen, todavía sosteniendo a Edmund por los hombros, notó las marcas ensangrentadas en su rostro.
—¿Por qué, Dios santo, Edmund?
Edmund miró a Owen un momento, sin verlo. Se tocó la cara, apartó los dedos manchados de sangre y miró la medalla en la otra mano. Se derrumbó en la silla.
—Santa María, Madre de Dios —susurró, soltando la medalla y cubriéndose la cara con las manos.
Lucie no sabía a quién atender primero: a Edmund, con la cara cubierta de sangre, o a Joanna, que sollozaba histéricamente. Owen resolvió el dilema pidiendo un trapo húmedo. Se arrodilló y lavó los arañazos de Edmund, que se sometió en un embarazoso silencio.
—¿Tengo que quedarme? —preguntó Oswald. Había soltado a Joanna pero seguía a los pies de la cama, vigilándola con atención—. No está calmada todavía.
—Ni lo estará por un largo rato, me temo —dijo Lucie—. Pero no creo que tengamos más violencia. Quizá deberíais esperar en el corredor.
El capellán asintió y salió arrastrando los pies.
Lucie se arrodilló al lado de Joanna y le apartó el cabello de la cara cubierta de lágrimas. Owen le tendió la medalla de la Magdalena y ella la puso en la mano de Joanna, que la apretó contra el corazón. Sus sollozos se transformaron en hipos. Lucie la ayudó a tomar vino.
—Quedaos quieta un rato —le susurró. Joanna asintió y cerró los ojos. El vendaje en el cuello estaba manchado de sangre. Lucie lo desenvolvió, limpió la herida, puso un emplasto y vendó con telas limpias.
Owen se inclinaba sobre el poste de la cama, mirando a Edmund, que se limpiaba él mismo la cara en aquel momento.
—Después nos encargaremos de esos arañazos. Por el amor de Dios, Edmund, ¿qué demonio te obligó a atacarla?
—Se burla de mí. Sabe lo que le ha pasado a Stefan y no lo dirá. —Se apretó el trapo contra la cara caliente y después cerró el puño—. Pero no. No lo hace por maldad. Seguramente está loca.
Owen le sirvió una copa de vino; Edmund la tomó agradecido.
Joanna de pronto cogió el brazo de Lucie.
—Sólo necesitábamos el sello —susurró con ojos implorantes—. ¿Por qué tuvo que ser tan cruel? En realidad, ellos no me enterraron. No fue de verdad.
—¿Quién, Joanna?
—Mi madre tenía razón. Ella comprendió. —Joanna miró a Edmund—. Si Stefan me quería, ¿por qué nunca me propuso matrimonio?
Edmund, que se pasaba el trapo mojado por las heridas, movió la cabeza.
—¿Cómo habría podido hacerlo, Joanna? ¿Y su esposa e hijos?
Los párpados de Joanna eran muy pesados sobre los ojos verdes. El vino y su estallido, tras los sedantes de la noche, estaban arrastrándola hacia el sueño.
—¿Esposa e hijos? Nunca me lo dijo. —Se rio débilmente—. Qué maldición, equivocarse tanto al querer a alguien.
Lucie agradeció a Dios que Joanna estuviera demasiado adormecida para reaccionar emocionalmente, pero quería preguntarle una cosa más antes de que cerrara los ojos.
—Hablasteis de un sello, sor Joanna. Decidme más.
Joanna suspiró.
—Una cosa tan patética, desperdiciar tantas flechas en un solo hombre frágil. —Los ojos se cerraban; las palabras se hacían borrosas.
—¿San Sebastián?
Joanna sonrió ya casi dormida.
—El capitán no es tan frágil. —Tocó el brazo de Lucie—. Edmund el Fiel pregunta por su amigo, ¿no es eso?
Edmund se puso de pie, esperanzado.
—Sí —dijo Lucie—, es lo único que pregunta. ¿Dónde está Stefan, sor Joanna?
—Mar adentro. Adieu, dulce Stefan. —Los dedos de Lucie se relajaron.
* * * * *
Cuando Edmund salió, Lucie abrió la boca al ver la hinchazón que empezaban a producir los arañazos.
—Tenemos que llevarte con el hermano Wulfstan. Una noche en la enfermería no te hará daño.
Edmund seguía mirando la casa de huéspedes.
—¿La oísteis? Stefan está muerto.
—«Mar adentro» significa muchas cosas —dijo Owen—. ¿Duele?
—No importa.
Owen y Lucie intercambiaron una mirada, asintieron con la cabeza y condujeron a Edmund a la enfermería.
* * * * *
Después del oficio nocturno, Wulfstan pasó por la enfermería para ver a Edmund. Henry había hecho un excelente trabajo aplicando emplastos a los arañazos y Edmund parecía dormir pacíficamente. El sueño era la mejor reparación. Como Edmund había tiritado al ponerse el sol, más por no haber comido que por los arañazos, el hermano Henry había encendido un fuego en el pequeño brasero. La enfermería en aquel momento estaba mucho más confortable que la celda de Wulfstan. Pidiendo perdón a Dios por su autoindulgencia de anciano, Wulfstan acercó una silla al brasero, se sentó y se quedó dormido.
Lo despertó el hermano Oswald. El capellán lo zarandeaba por el hombro y le explicó susurrando:
—La reverenda madre os pide asistencia. Sor Joanna se agita y llora en el sueño. La reverenda madre quiere sedarla, pero teme que pueda equivocarse.
—¿Dónde está sor Prudencia? —preguntó Wulfstan al tiempo que bostezaba.
—En su cama, en el monasterio.
Wulfstan se frotó los ojos.
—En un momento. Iré en un momento. —Murmuró algo para sí mismo mientras se arrojaba un poco de agua a la cara y se frotaba los ojos para arrancarse el sueño.
Cuando se apresuraba tras el capellán, no notó que tenía una segunda sombra.
* * * * *
Joanna estaba realmente agitada. El olor de su sudor envolvía la cama. Y aun así, tenía los ojos cerrados y sus movimientos eran los de alguien que soñaba.
—¿Podréis calmarla? —preguntó Isobel retorciéndose ansiosamente las manos—. Temo que se haga daño.
Wulfstan retrocedió con las manos metidas en las mangas.
—No quiero darle más. No si no se despierta.
Sor Isobel gimió.
—Dios santo, ¿qué haré con ella?
Wulfstan se inclinó sobre Joanna y le tocó la frente con el dorso de la mano.
—Está tan caliente.
De pronto los ojos de Joanna se abrieron. Puso una mano sobre la de Wulfstan y se la llevó a la boca, donde besó la palma. Wulfstan trató de desprender la mano de aquella incómoda intimidad, pero Joanna apretó con más fuerza. En la otra mano tenía la medalla de Magdalena.
—María Magdalena es la santa patrona de los pecadores arrepentidos —dijo.
—Sí lo es, sor Joanna. Que la Virgen María os proteja.
Joanna apretó con más fuerza la mano del monje y dijo con expresión de súplica:
—Quiero confesarme con vos, hermano Wulfstan.
—Hija mía, sólo soy el enfermero. Mandaré a llamar al abad Campian.
—¡No! No puedo. No lo conozco. Vos habéis sido bueno conmigo.
—Él también es bueno. Y es un hombre justo, sor Joanna. Me temo…
—Tenéis que confesarme.
Por la Virgen y todos los santos, ¿por qué él? ¿Por qué?
—¿Por qué ahora, hija? ¿Por qué lo has dejado para tan tarde?
—No puedo descansar, padre. Ahora que conozco mi error, no puedo descansar.
El hermano Wulfstan se volvió hacia la reverenda madre en busca de ayuda, pero ella le hizo una seña desde su silla, cerca de la puerta:
—Si eso puede darle un descanso reparador, hermano Wulfstan…
—Dios os bendiga por venir esta noche, padre —dijo Joanna, soltándolo y haciendo la señal de la cruz. Se cogió las manos.
El viejo monje, confesor involuntario, se sentó a su lado y la bendijo. La expresión de Joanna era la de un niño inocente, con la esperanza de escapar del castigo gracias a la promesa de portarse bien.
—Si me confieso y me arrepiento de veras, ¿podré salvarme de la condenación?
A Wulfstan no le gustó cómo sonaba eso.
—¿Cuál es el error del que hablas?
—Confié en el maligno. No sabía. No hasta que supe cómo murió Will Longford. Me proponía llevarme el secreto a la tumba. Pero si hablando puedo salvarme de las llamas eternas… —Se llevó las manos a la boca y empezó a llorar.
Wulfstan se volvió hacia Isobel, pero la vio sentada con la cabeza gacha, rezando. La llama de la lámpara temblaba en la corriente de aire que entraba por la puerta, entreabierta.
Fuera, la sombra de Wulfstan se inclinó sobre la apertura de la puerta, tan cerca como se atrevió.
El hermano Wulfstan suspiró, inclinó la cabeza y rezó pidiendo que Dios lo ayudara a pasar la prueba. Al terminar secó la frente de Joanna con un trapo perfumado.
—Oiré tu confesión, Joanna. Dime qué pecado es el que te aterroriza.
Joanna cerró los ojos.
—He vivido como la Magdalena.
Wulfstan apartó la vista del rostro tenso y lloroso.
—Me entregué a Stefan porque era hermoso y bueno. Él me sacó de la tumba. Me llevó a Scarborough. Prometió encontrar a mi hermano Hugh. Yo amaba a Stefan. Hasta que me mintió. Y por eso yo… —Negó con la cabeza—. No. No fue por eso.
Wulfstan tuvo la esperanza de que aquello fuera todo lo que había que confesar. Levantó la mano sobre la cabeza de Joanna.
—Por tus pecados de la carne, te absuelvo en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.
Joanna cogió la mano de Wulfstan.
—¡No! Eso es lo de menos. Tenéis que oírlo todo.
Wulfstan se soltó la mano suavemente y la metió en la manga, al tiempo que inclinaba la cabeza.
—Continúa, hija.
—Él me parecía todo lo bueno que hay en la creación de Dios. Fuerte, valiente, bello, libre. No comprendí que era malo. Ni siquiera cuando volvió y me dijo que había enterrado vivo a Will Longford. —Wulfstan alzó la cabeza con viveza, sorprendido por lo que había oído. Joanna lo miraba a los ojos. Asintió—. Oh, sí. Él y sus dos hombres. Porque le dije cuánto miedo había tenido en la tumba. Me desperté. Me desperté y supe dónde estaba. Fue sólo un momento, pero tan horrible. No había aire. No había luz. Tenía los miembros sujetos dentro de la mortaja para mantenerme rígida, como un cadáver. Stefan dijo que me bajaron y que el sepulturero arrojó algo de tierra encima de mí mientras Jaro lo distraía. Pero Stefan no supo que yo me había despertado y había sentido la tierra cubriéndome.
Wulfstan frunció el entrecejo.
—¿Y Stefan esperó tanto tiempo para vengarte?
Joanna, impaciente, negó con la cabeza:
—No fue Stefan. Hugh.
—Se lo dijiste a Hugh.
—Pero no le dije que Longford no podía saber que yo me despertaría. —Se aferró al brazo de Wulfstan—. ¿Habría sido tan cruel si lo hubiera sabido?
—¿Tu pecado fue decirle a tu hermano y hacer parecer a Longford más culpable de lo que era? —El monje sentía el frío de la mano de ella a través del tejido del hábito.
—Mi pecado fue mucho peor. Mientras Hugh estaba ausente… Oh, cielo santo, si me lo hubiera dicho. —Cerró los ojos para contener las lágrimas, que de todos modos le rodaron por las mejillas y apartó la mano para secarse—. Creí que Hugh había vuelto a abandonarme, como la primera vez que fuimos a Beverley. Íbamos a vivir una gran aventura, pero de pronto me envió a la casa de mi tía.
El hermano Wulfstan se movió incómodo en la silla. ¿Había algún pecado en eso?
—Mientras Hugh estaba ausente, le conté a Stefan que había visto a mi hermano en Scarborough. Así que Stefan me siguió cuando volvió Hugh.
Wulfstan negó con la cabeza.
—No comprendo. Pensé que Stefan te había llevado a Scarborough para buscar a tu hermano.
—No. —Joanna habló con impaciencia, como si creyera que ya se lo había dicho—. Stefan me previno que no debía ver a Hugh. Dijo que él y Hugh eran enemigos jurados.
A su pesar, Wulfstan se sentía arrastrado por el interés de la historia.
—Pero te había prometido encontrar a tu hermano.
—Me mintió.
Wulfstan cerró los ojos y aspiró con fuerza.
—Sigue.
—Stefan me siguió a la casa de Hugh y lo mató.
Santo Dios, no era de extrañar que la joven pareciera loca.
—¿Porque Hugh mató a Will Longford?
Joanna se mordió el labio.
—Debe de haber sido por eso. —Su expresión era de incertidumbre.
Wulfstan esperaba que en aquel momento sí hubiera terminado, aunque seguía sin ver dónde estaba el pecado.
—¿Y entonces huiste?
—Huimos, Stefan y yo. Y después… —Apartó la vista y permaneció en silencio.
Wulfstan esperó.
En voz muy baja, casi inaudible para Wulfstan, Joanna exclamó:
—No podía dejarlo vivir.
El dolor que resonaba en aquellas palabras hizo que Wulfstan se santiguara. Ya sabía lo que venía. En aquel momento sabía cuál era el pecado. Pero tenía que decirlo Joanna. Él no podía decirlo por ella.
—¿Qué quieres decir, Joanna?
Ella volvió a mirarlo, con ojos que asustaban por su carga de dolor.
—Lo conduje a la muerte. —Le tendió una mano a Wulfstan—. ¡Ayudadme! Ayudadme a pedir perdón. No sabía. No vi lo que había hecho Hugh. Lo horrible que era. Y Edmund dice que Stefan me quería. Me quería. —Se quebró, llorando histéricamente.
—Joanna. Antes de que pueda absolverte, debes confesar tu pecado. ¿Qué quieres decir con que lo condujiste a su muerte?
Pero Joanna estaba demasiado histérica. No diría nada más. Wulfstan añadió unas gotas de leche de amapolas a la infusión de valeriana y se la hizo beber. No la dejó hasta verla dormida.