Capítulo 19

«… antes del sueño de la muerte»

La víspera del Corpus, Owen estaba sentado en una taberna mirando una jarra de espumeante cerveza. Al día siguiente subirían a los páramos y marcharían hacia Beverley y no quería hacerlo. Quería estar en York viendo la procesión con Lucie. Desde que había sabido que sería padre, había empezado a pensar en acontecimientos del futuro. Uno era la celebración del Corpus aquel verano; él y Lucie contemplarían la procesión y sonreirían al pensar en compartir las fiestas con su hijo en el futuro. Esperarían que hubiera buen clima el año siguiente para que el niño pudiera sentarse fuera con ellos. Por entonces tendría nueve meses. No lo suficiente para admirar lo que veía, pero ¿quién podía prever lo que recordaría un niño?

Además, se preocupaba por Jasper, cuyos problemas habían empezado durante el Corpus del año anterior. Su madre se había derrumbado cuando contemplaba la procesión, su amo había sido asesinado la noche siguiente. Al chico le resultaría penosa la fecha. Owen esperaba que Lucie hubiera sacado a Jasper de la abadía para hacerlo sentir parte de una familia en aquel triste aniversario. Cuánto mejor habría sido que él también hubiera estado allí.

Y Lucie. El niño nacería en tres meses. Ella necesitaba a Owen. Él quería estar con ella, tomarla en sus brazos, calmarla. Darle calor por la noche. Ayudarla a subir la escalera empinada al dormitorio. Y no estar allí, en una sucia y humeante taberna en medio de los páramos, bebiendo cerveza hecha de cebada tan mal molida que tenía que masticar los restos que quedaban después de tragar el líquido. Un segundo trago no los lavaba, sino que dejaba más restos y más y más a medida que bebía hasta el fondo de la jarra.

Edmund estaba cabizbajo sobre su jarra; sólo alzaba la mirada para registrar el recinto en busca de Jack. Cada día que pasaba, a Edmund le obsesionaba más la posibilidad de que Jack cabalgara tras ellos, sin que nadie lo viera. Ni Owen ni Alfred habían visto ninguna prueba de persecución, aunque en un par de ocasiones Owen había creído oír que los pasos de sus caballos producían demasiado eco.

Sólo Alfred parecía de buen humor, sonriéndole a la hija del tabernero, que lo miraba por encima del hombro cada vez que pasaba entre las mesas. Era joven y fea, con una lengua acida para los que le tiraban manotazos y pellizcos y un pie asombroso que daba siempre en el blanco. Alfred estaba deslumhrado:

—Ahí tenéis una mujer que sabe lo que vale y sabe comportarse.

Edmund cerró los ojos.

—Probablemente se ha acostado con más hombres que tú con mujeres y debe de tener alguna enfermedad.

Alfred se limitó a reírse.

—Estás celoso de las sonrisas que me dirige a mí, no a ti.

Edmundo lo miró con disgusto.

—No tienes cerebro en la cabeza.

La hija del tabernero le recordaba a Owen a Bess Merchet.

—Llevarla a la cama puede costarte más de lo que crees —le advirtió a Alfred—. Una mujer con esos músculos no cae en brazos del primer hombre que le echa los tejos.

—Puedo intentarlo —dijo Alfred y se puso de pie. Owen lo cogió del brazo.

—Tenemos que levantarnos temprano para llegar a Beverley. No quiero demoras en el camino porque hayas dormido poco y no puedas tenerte en la silla al galope. —En cuyo caso tampoco sería útil si tenían que combatir.

Por un momento, la cara de Alfred cambió, endureciéndose, los ojos se entornaron y su color subió. Movió los ojos lentamente a la mano de Owen sobre su brazo.

—Nunca sentí mucha simpatía por vos. Era Colin quien os quería.

Owen apretó más fuerte y dirigió a Alfred una mirada que le advertía que no estaba bromeando.

—No estoy pidiendo que me quieras. Pero estás bajo mis órdenes en este viaje. Tenemos qué hacer en Beverley y York. Y a Edmund hay que vigilarlo. Dejarás el galanteo hasta que terminemos este asunto. Después harás lo que quieras.

Alfred retrocedió; no le gustaba la mirada de Owen.

—Sólo me estaba divirtiendo. No era nada importante.

Owen soltó el brazo de Alfred. Se había hecho el silencio alrededor y los miraban con curiosidad y temor.

—Estamos llamando la atención —dijo Owen bajando la voz. Cogió la jarra de Alfred, la agitó y dijo en voz alta—: ¿Vacío? ¿Es esto lo que te ha dado dolores de vientre?

Alfred levantó el puño, se volvió de pronto hacia el salón y soltó un eructo. Sonrió y relajó la mano.

—Así está mejor. —Se sentó, golpeando la mesa—. Así que tomaré otra, ahora que preguntáis.

Edmund sacudió la cabeza.

—Eres un cerdo.

—Pero no un asno. Sé reconocer una mirada asesina cuando la veo. —Una vez que Alfred hubo bebido su cerveza, fue tambaleándose a la cama.

Edmund le siguió pronto. Owen se quedó abajo hasta que hubo hecho un estudio meticuloso de cada cara en el salón. Los recordaría si volvían a aparecer en su viaje.

* * * * *

Pese a la creciente inquietud, llegaron sin incidentes a Beverley al crepúsculo del día siguiente, abriéndose camino entre la marea de la gente que abandonaba la ciudad después del Corpus y dando rodeos cuando encontraban alguna carreta de algún gremio a la que estaban quitando los adornos. Cuando llegaron a la casa de Ravenser, sólo querían beber algo e irse a la cama. Ravenser reconoció su estado y los llevó a un dormitorio, pero retuvo a Owen cuando Alfred y Edmund hubieron entrado.

—¿Quién es el hombre corpulento? No salisteis de York con él.

—No. Es uno de los hombres del capitán Sebastian. Viene con nosotros para ayudarnos a interrogar a Joanna.

Ravenser arqueó una ceja, tal como habría hecho su tío.

—¿Desatado?

—Hemos llegado a un acuerdo con él —dijo Owen.

Ravenser le dirigió una mirada que claramente decía que lo consideraba un imprudente.

—Tengo que enterarme de este asunto. Pero antes te daré esta carta y te dejaré a solas para que la leas. —Sacó una carta sellada del interior de sus elegantes hopalandas. El sello de Wilton, ahora de Lucie, con un mortero y una mano—. Yo también recibí una —dijo Ravenser.

Owen volvió a bajar al salón con una lámpara de aceite y se enteró del intento de suicidio de Joanna. Lucie le preguntaba si creía que aquel ataque de Joanna a sí misma podría ser una respuesta a la noticia de la muerte de su madre. Owen decidió pensar en eso más adelante y siguió leyendo: Lucie se sentía gorda y torpe, sir Robert estaba demostrando ser un jardinero paciente y eficaz, Jasper iría a pasar en la casa la víspera del Corpus; y Lucie había adoptado un gatito rubio de la calle por el que Melisenda sentía una marcada antipatía. Owen gruñó. Melisenda ya era bastante molestia en la pequeña casa. ¿Qué necesidad tenía Lucie de adoptar otro gato? Escribía que confiaba en que Owen tendría tiempo de ver la catedral de Beverley, de la que se decía que era casi tan hermosa como la de York. Suponía que por entonces necesitaría un lugar tranquilo donde pensar. Owen sonrió. Tenía razón. Y su preocupación era un consuelo; un hombre podía llegar a sentirse muy solo. Lucie terminaba con la inesperada petición de que Owen inspeccionara la tumba en Beverley una vez más. «“Nadie debería sufrir la tumba antes del sueño de la Muerte”… Es muy importante, amor mío.»

Ravenser fue a reunirse con él.

—¿Te has enterado de lo de sor Joanna?

Owen asintió.

—Una pena que no haya podido hablar.

—La mujer es peligrosa. Mi tío no ve dificultad en devolverla a San Clemente una vez que sepamos que todo está en orden, pero yo no estoy de acuerdo.

—¿Su ilustrísima está en York en estos momentos?

Ravenser negó con la cabeza.

—En Windsor o en Sheen, por asuntos del rey, pero espera volver poco después que tú. ¿Qué piensas de la obsesión de la monja por un enterrado vivo?

—¿Lucie os escribió sobre ese tema? —¿Qué le había dado? Owen ocultó su ira con una expresión desdeñosa.

—Jaro no podía estar vivo cuando lo enterraron.

Ravenser frunció el entrecejo al recordar el cadáver.

—De acuerdo. No veo cómo a alguien podrían romperle el cuello dentro de la tumba. Entonces ¿es su propio entierro falso lo que la persigue?

—Según Edmund, no estuvo mucho tiempo enterrada. Unas pocas paladas de tierra sobre ella, nada más. ¿Una experiencia tan fugaz puede dejar una cicatriz tan honda?

—¿Edmund os contó eso? ¿El hombre que duerme arriba?

—Participó en el entierro. —Owen se frotó los ojos, agotado por días de viajar con la tensión de los espectrales perseguidores de Edmund—. Tengo mucho que contaros, pero la obsesión de Joanna tocante a un enterrado vivo… quizás es lo que más me molesta, sir Richard. ¿Inspeccionasteis a Jaro con atención?

—Abrimos la tumba, cortamos la mortaja, vimos el cuello roto. —Ravenser inclinó la cabeza a un lado y se echó atrás en la silla—. ¿Qué estás pensando?

—Que debería echar un vistazo a esa tumba. Y hablar con el sepulturero.

—¿Dudas de nuestra competencia?

—Me dicen que Jaro era un hombre muy corpulento. Gordo. Pueden ocultarse muchas cosas dentro de un cadáver.

Ravenser se apretó el puente de la nariz.

—Confieso mis propias dudas sobre el asunto. —Cerró los ojos y volvió a echar atrás la cabeza—. Te acompañaré. ¿Cuándo quieres proceder?

—¿Puede ser mañana?

—Mañana —susurró Ravenser para sí mismo. Abrió los ojos—. Te pido que esperes un día más, hasta que todos los festejantes de Corpus Christi se hayan marchado. La ciudad está tan atestada todavía que no se puede hacer nada sin público.

Owen asintió.

—Mañana hablaré con el sepulturero y el cura que enterraron a Joanna.

—Haré que vengan aquí.

Owen se metió la carta de Lucie en el cinturón, dio una palmada en los brazos de la silla y se puso de pie, estirándose. Ravenser sonrió.

—¿No estás cómodo mucho rato sentado en una silla, eh?

—Es cierto. Años de campañas. El cuerpo pierde el hábito.

—Espero con ansiedad lo que tengas que contarme mañana sobre Scarborough.

* * * * *

Alfred y Edmund estaban levantados mucho antes que Owen. Éste durmió como un bendito y al fin se despertó cuando entró un criado con una copa de vino especiado y la petición de Ravenser de que bajara a verlo lo antes posible. En el despacho de éste lo esperaba el desayuno: pan y más vino.

Las paredes del despacho, cubiertas de tapices bordados en colores brillantes, llamaron la atención de Owen. En los tapices no había historias, sino que más bien parecían los bordes de manuscritos iluminados, sobre todo uno, en el que figuras de animales formaban un alfabeto. Hacía mucho que Owen no se jactaba de inspeccionar una habitación sin que se notara, ya que su ojo único le obligaba a mover la cabeza como un pájaro.

Ravenser estaba junto a la ventana, que había abierto para dejar entrar una brisa fresca, y sonrió al ver las miradas de Owen.

—¿Te gustan?

Owen se sentó, cortó una pequeña rebanada de pan, masticó y lo regó con vino. Suspiró y se echó hacia atrás.

—Me gustan, pero con reservas, sir Richard. Me atraen, me invitan a girar la cabeza para ver todas sus bellezas.

—¿Te distraen? —Ravenser se sentó delante de Owen, que asintió con la cabeza.

—No podría trabajar en este cuarto.

—Quizá por eso cuestan tanto de gobernar los irlandeses. Se distraen demasiado con sus sueños.

—¿Son tapices irlandeses?

—Viví en Irlanda un corto tiempo.

—Dicen que los irlandeses se parecen mucho a nosotros.

—Me había olvidado. Tú eres galés.

—También difíciles de gobernar. Y soñadores.

Ravenser se encogió de hombros.

—Quiero saber algo del capitán Sebastian.

Owen le habló de la conversación que habían tenido en la iglesia. Ravenser resopló.

—Traidor arrogante. ¿Por qué habría de esperar un ennoblecimiento?

—Es un excelente capitán, dicen. Se han concedido títulos por menos que eso.

Ravenser miraba con atención a Owen.

—Pero no a ti, ¿eh? ¿Guardas rencor por eso, Archer?

Owen se echó a reír.

—¿Un arquero galés, nombrado caballero? Nunca he estado tan loco como para esperarlo.

Ravenser no se rio.

—Pero el viejo duque y mi tío te han confiado asuntos delicados. Es extraño que no pretendas más.

—Llevo buena vida, sir Richard. Mucho mejor de lo que habría soñado nunca. ¿Para qué quiero cargar con la responsabilidad de pagar impuestos, armas y ropas para mis escuderos y soldados?

Ravenser gruñó.

—¿Y qué hay de los guardianes de Scarborough, los Percy? ¿Cómo se comportaron?

—Han aprendido, creo que con ayuda de un poco de oro, a apartar la vista de las transgresiones de los Acclom y los Cárter, las familias dominantes en la ciudad, que son contrabandistas y ladrones. Sir William me explicó la necesidad de ceder. Si lo hace con ellos, lo más probable es que lo haga también con Sebastian. Y sir William no ha informado a Matthew Calverley del asesinato de su hijo. Piensa que los Acclom o los Cárter fueron quienes mandaron matarlo. Es mejor mantener el silencio.

—Ya veo. —Ravenser juntó las yemas de ambas manos, las apretó y cerró los ojos—. Hablas de una familia poderosa, Archer. —Le tembló una vena en el ojo.

—Olvidad lo que dije si os molesta, sir Richard. Lo dije como explicación, no como acusación. —Owen no tenía deseos de cargarse con investigaciones añadidas; más bien estaba dispuesto a abandonarlas todas.

Ravenser asintió y después miró alrededor para asegurarse de que no había ningún criado presente.

—¿Y del crimen de Maddy?

Owen le habló de Jack.

—Lamento que se nos haya escapado. Edmund cree que nos sigue, esperando una oportunidad para atacar. Alfred y yo estamos empezando a creerle.

—¿Has visto señales de persecución?

—No. Es sólo un presentimiento.

—Bien. —Ravenser apartó la silla de la mesa—. Es hora de ir a Santa María.

—Creí que el vicario vendría aquí.

—Al parecer, Thomas está enfermo. Tendremos que hablar con él en su dormitorio.

* * * * *

Ni el cura ni el sepulturero habían proporcionado ninguna información nueva, aunque ambos reconocieron a Edmund, lo que eliminó cualquier duda que hubiera podido tener Owen sobre su historia.

—Estaba allí con sus amigos, muy respetuoso y con cara de mucha tristeza —dijo el cura.

Antes de volver con Ravenser, Owen decidió ir andando desde la puerta Norte a la casa de Longford, con Edmund como guía. Una de las historias de Joanna era que se había perdido. Quería ver si era posible. El trayecto lo hicieron Owen y Edmund solos. Alfred había sido enviado a la taberna a tratar de pescar cualquier información útil.

Edmund condujo a Owen por la calle principal hasta un pequeño patio de iglesia. Lo sombreaba un roble y una fuente tentaba al sediento.

—Aquí es donde perdió la medalla de la Magdalena. Stefan vino y la recuperó del cura.

—Ese cura puede tener algo interesante que decir. ¿Cómo lo encontró Stefan?

Edmund se encogió de hombros.

—No lo acompañé. Nunca pensé en preguntarle.

Owen entró en la iglesia, un ambiente fresco y oscuro que olía a cera, incienso y humedad. Le recordó la sugerencia de Lucie de reflexionar en el silencio de la catedral. Eso lo haría más tarde. Había una anciana arrodillada ante una imagen de María.

—Dios sea contigo, comadre —dijo Owen—. Busco al cura de esta iglesia. ¿Sabes dónde puedo encontrarlo?

—Está casi siempre en la catedral, porque es canónigo —dijo la mujer, sin apartar los ojos de la imagen.

Owen había olvidado que el cura podía ser un canónigo de Beverley. Le preguntaría a Ravenser por él. Cuando estuvo en el exterior indicó a Edmund por señas que lo condujera a la casa de Longford. El camino no era difícil. Si Joanna se había perdido, era por otro motivo que unas vueltas en falso. La casa era visible desde la calle principal que habían seguido desde la puerta Norte.

Edmund se quedó en el umbral, viendo a Owen recorrer el salón principal.

—¿Qué esperáis encontrar?

—Nada. Seguramente lo que podía encontrarse ha sido encontrado ya. Sólo quería ver. Ver si la casa me decía algo sobre su dueño.

—¿Y qué os dice?

—Las paredes están manchadas y agujereadas, las sillas y la mesa han sido arregladas más de una vez. De lo que se deduce que tiene un carácter borrascoso. Quizá cuando bebe solo.

Edmund asintió.

—Habéis averiguado algo sobre él. Will piensa que Dios le jugó una mala pasada con la pierna. Después de tantos años de ser soldado, caerse del caballo escapando de un marido cornudo y romperse la pierna. —Sonrió al ver la sonrisa de Owen—. ¿No lo sabíais?

—Nadie habló mucho sobre Longford; sólo se habló de su relación con Du Guesclin, con el capitán Sebastian, con Joanna y Hugh Calverley… De modo que huía de un esposo enfadado. Un final vergonzoso para una carrera.

—Will se jacta de sus amoríos y todo eso. Pero son una maldición para él.

Owen ya había visto lo que quería.

—¿Hay buena cerveza en algún lugar de Beverley?

—Os enseñaré mi taberna favorita.

No tuvieron que ir lejos. El tabernero los miró cuando entraron, sobre todo el parche y la cicatriz de Owen. Después reconoció a Edmund.

—Hacía mucho que no te veía. ¿Longford ha vuelto también?

—No. Estoy por otro asunto. Viajando con el capitán Archer, aquí presente, antiguo capitán de arqueros del viejo duque de Lancaster.

El tabernero abrió mucho los ojos.

—¿Combatisteis con Enrique de Grosmont?

Owen estaba acostumbrado a esta reacción.

—Lo hice.

—Entonces, ¿cómo es que viajáis con alguien como Edmund, en nombre de Dios? Él y todos sus amigos son delincuentes, lo mismo que el que vino a preguntar por él.

Edmund se puso tenso:

—¿Quién?

—El que vino contigo la última vez. Cuando estabas buscando a Stefan.

—¿Jack?

—No recuerdo el nombre.

—¿Cuándo estuvo aquí? —preguntó Edmund.

—Ayer. Por la mañana.

—¿Lo volviste a ver?

El tabernero negó con la cabeza y se volvió hacia Owen.

—¿Por qué estáis viajando con Edmund?

—El rey ha recibido con los brazos abiertos a sus amigos, que vuelven a estar a su servicio.

Los ojos del tabernero se dilataron y fueron de Owen a Edmund y otra vez al primero.

—Entonces es cierto lo que dicen, que nuestro rey está desesperado por oro para combatir al rey Carlos. Malos tiempos para nosotros cuando nuestro rey necesita a gente como Will Longford.

Una vez que Owen hubo despachado al tabernero con una versión de primera mano de una de las hazañas menos conocidas del viejo duque, él y Edmund empezaron a juzgar la cerveza.

—Demasiado amarga, pero limpia —asintió Owen—. Podría tomar otra.

Edmund vació su jarra y llamó al tabernero pidiéndole otra ronda.

—Os dije que estaba detrás de nosotros.

—Ahora está delante de nosotros. Haciendo tiempo, supongo.

Cuando el tabernero se acercó con la jarra, Owen le preguntó:

—El hombre que buscaba a Edmund, ¿preguntó por alguien más?

—Por un arquero tuerto, que supongo que sois vos y por Longford, por Stefan… y por una monja, Dios nos asista. Le pregunté si se refería a la que había muerto y resucitado con el manto de la Virgen. Dijo que no era asunto mío, cosa que tomé como un sí.

Owen le agradeció la información.

Edmund se dedicó a la bebida mientras Owen lo observaba. Llevaba varios días en el camino con Edmund. ¿Qué había averiguado sobre él? Era un hombre callado, meditativo, firme en sus lealtades.

—No pareces la clase de hombre que se une a alguien como Sebastian.

—Supongo que no lo soy.

—¿Qué liarás después de esto?

—Si encuentro a Stefan, mi vida seguirá como antes. Pero sin Stefan… —Se secó la boca con la manga—. Volveré a la construcción de barcos, supongo.

—¿Eres constructor de barcos? ¿De veras?

Edmund asintió.

—Era joven, un aprendiz en Whitby, trabajando en un barco para Sebastian. Conocí a Stefan, oí sus historias… Sonaba como una vida de hombre: combatir, seducir mujeres, beber, navegar, volver a combatir. —Sonrió con tristeza mirando sus nudillos maltratados—. Pero el sabor de todo eso se debilita con el tiempo. Me gustaría tener una esposa, hijos… un hogar. —Se encogió de hombros—. Sigo siendo un soñador, como veis.

—Pero si Stefan quiere continuar en esta vida, ¿lo acompañarás?

—Sí.

—¿Por qué?

Edmund puso la mano sobre la mesa, con la palma hacia abajo, y separó los dedos. Sacó el puñal e inició un peligroso juego consistente en clavarlo en la mesa entre los dedos, cada vez más rápido. Cuando el puñal rozó un dedo, se detuvo, levantó la mano y se chupó el dedo que sangraba.

—Vuestro amigo Ned es mucho más hábil con el puñal que yo, ¿eh? Stefan también. Nunca falla. Nunca.

Owen no veía la relación.

—¿Y por eso seguirás en esta vida? ¿Porque admiras la habilidad de tu amigo con el puñal?

Edmund negó con la cabeza.

—Porque como constructor de barcos no volveré a encontrar a un hombre así. Sólo conoceré hombres cautos, que se proponen ganar dinero y mantener a sus familias alimentadas y abrigadas. Siempre puedo volver a eso. Pero no puedo encontrar otro como Stefan. —Se chupó el dedo—. O como vos. Fue interesante conoceros. Parecíais tan duro que estuve seguro de que uno de nosotros tendría que matar al otro. Y sin embargo, decidisteis confiar en mí.

—Fuiste tú quien decidió confiar en mí, negociar conmigo —dijo Owen.

—Un constructor de barcos nunca tiene que tomar esa clase de decisiones.

—Ni tiene que cuidarse la espalda.

—Eso es por vuestra culpa, capitán Archer. Yo tenía a Jack arrinconado. Estaría muerto si me lo hubierais dejado.

A Owen no era necesario recordárselo.

* * * * *

Al alba la ciudad estaba fría y llena de sombras intrigantes. Owen fue caminando hasta el cementerio de Santa María, con Ravenser, Edmund y Alfred, sin muchas esperanzas de que el esfuerzo diera ningún fruto. Pero tenía que intentarlo, para quitarse de encima la sensación de que había más en aquella tumba de lo que habían notado Ravenser y Louth.

El tío Dan ya estaba en el sitio, cavando, acompañado de su hijo. La tumba estaba en el límite del terreno, a la sombra de un árbol. Owen miró los edificios que los rodeaban. A media distancia, sólo paredes traseras o laterales de casas y ninguna calle transitable. Salvo que un vecino hubiera ido a hacer sus necesidades en la oscuridad, un entierro nocturno habría podido realizarse sin testigos.

—Ahí está, tal como lo dejamos —dijo el tío Dan, retrocediendo.

Owen se adelantó, cubriéndose la mitad inferior de la cara para protegerse del horrible olor dulzón de la carne podrida y miró el enorme cuerpo en descomposición. El hombre había sido más alto que la media y más gordo, con un torso ancho y piernas musculosas. La cara se estaba descomponiendo. El terreno era muy húmedo allí, entre el Beck y el Walkerbeck. Los cuerpos se deshacían pronto. La cabeza estaba torcida en un ángulo no natural.

—¿Es Jaro? —preguntó, mirando a Edmund, que asintió.

—Vaya si lo es. Os dije que era un buen cocinero.

Owen apartó la cabeza y aspiró con fuerza, después se agachó en la cabecera de la tumba, indicando a Alfred y Edmund que fueran a los pies.

—Será pesado. Levantémoslo por la mortaja si podemos, si no se ha podrido todavía.

El tío Dan se arrodilló al lado de Owen, jadeando por el hedor.

—Entre cuatro será más fácil.

Levantaron, la mortaja resistió y sacaron el cadáver de la fosa. Lo apoyaron en el suelo a un lado.

—Cielo santo —dijo Ravenser. Debajo de Jaro había una mortaja manchada de sangre, entreabierta, vacía. Pero sobre el borde superior se veían unos dedos curvados, desgarrados y ensangrentados. Y debajo de la mortaja se notaba la presencia de un hombre, su cabeza y torso claramente modelados por la tela.

Owen levantó la mortaja desde un lado, evitando las manos. Era un hombre, la cara distorsionada por el terror, la boca bien abierta, sin lengua, los ojos saltones, el torso arqueado. Tenía una sola pierna.

—Creo que hemos encontrado la causa de la pesadilla de Joanna. El hombre enterrado vivo: Will Longford. —Se volvió hacia un lado y respiró.

Deusjuva me —susurró Edmund, cayendo de rodillas al lado de Owen.

—Quien lo hiciera, aprovechó el peso de Jaro para impedir que Longford saliese —dijo Owen—. Y no lo hizo solo.

Ravenser se santiguó y pronunció una plegaria.

—¿Y ahora qué? —preguntó Edmund.

Owen se puso de pie y se sacudió el polvo de las rodillas.

—Ahora estoy más ansioso por volver a York y descubrir cómo es que Joanna sabía esto.

* * * * *

Andamios y tiendas de albañiles y otros artesanos se apiñaban contra la fachada y el lado sur de la catedral de Beverley. Owen pasó frente a las bases de las torres frontales y entró en la nave. Era alta y larga, llena de luz de verano.

Un tallador de piedra que estaba trabajando adentro le señaló el ala norte.

—Mi padre hizo su mejor trabajo allá.

Owen descubrió intrincadas tallas de músicos, personas y animales, hechas con cierto humor. Sus expresiones y ademanes eran tan vivaces que aguzaba el oído para oír la música.

Avanzó lentamente por la nave, observando las figuras. En el altar de San Juan de Beverley se detuvo, se arrodilló y rezó una oración.

—¿Me buscabais?

Owen se levantó para saludar al cura que había encontrado la medalla de Joanna.

—Quería preguntaros sobre una monja que podéis haber encontrado hace un año. Había perdido una medalla en el patio de vuestra iglesia.

El joven cura asintió.

—Sé que estáis relacionado de algún modo con ella. Una historia curiosa, su muerte y resurrección.

—No murió, padre, seguramente lo sabéis.

El cura se encogió de hombros.

—Todos creemos lo que nuestra conciencia nos indica, capitán Archer. Sí, la recuerdo. Se había quitado el velo y estaba arrodillada en el barro cuando la encontré. No tenía idea de lo que había pasado. El hombre que vino a buscar la medalla me dijo que un niño había tratado de robarla pero ella lo había asustado y la medalla se había caído en el barro. En aquel momento ella sólo me dijo que tenía que alcanzar a sus acompañantes.

—¿Acompañantes?

—Una monja nunca viaja sola.

—Pero ¿no visteis a los acompañantes?

El cura negó con la cabeza.

—El hombre. Habladme de él.

—Alto, rubio, de físico parecido al vuestro. Supuse que sería un soldado. Quizá su amante. —Cerró los ojos con una mueca de desaprobación—. Es algo que pasa todo el tiempo.

—¿Y aun así creéis que murió y resucitó?

El cura abrió las manos.

—Cristo llevó a la Magdalena a una vida nueva. Esta niña apreciaba su medalla de la Magdalena. Quizá su santa patrona intercedió para salvar el alma de sor Joanna. He oído hablar del milagro de San Clemente.

Owen dejó pasar todo eso.

—¿Sabéis algo más del hombre?

—Nada.

—¿Vino alguien más en busca de la medalla? ¿O de la monja?

El cura negó con la cabeza.

—¿Ahora está otra vez en San Clemente?

—Está en York, bajo la protección del arzobispo.

—San Clemente se enriquecerá con su regreso. En todos los sentidos. Dios es benévolo.

Cuando el sacerdote se marchó, Owen se quedó en la catedral mirando el polvo que bailaba en lo rayos de sol. Aquella fascinación por el supuesto milagro de Joanna lo inquietaba, le hacía dudar de todos los milagros. ¿Vendrían todos de rumores tan infundados? ¿Cómo podía saberse cuáles eran ciertos y cuáles falsos? ¿Y el manto? Había mucha gente que pensaba que era realmente el manto de la Virgen. ¿Cuántas otras reliquias eran engaños? Se santiguó y trató de rezar, pero volvió a mirar los músicos de piedra. Al menos ellos estaban bien y eran verdaderos.