Capítulo 18

Negociación

Owen subía por los escalones de piedra, una vuelta tras otra, más y más alto, hacia las murallas del castillo de Scarborough. Sir William Percy lo había invitado a una charla a solas cerca del cielo, donde sería difícil que los oyera nadie. Owen se preguntaba si Percy sabría que las alturas incomodaban a un tuerto. Y no era que se le hubiera pasado por la mente negarse; al contrario, quería ejercitarse en actividades difíciles. Con la práctica, la razón y la experiencia terminarían compensando la falta de percepción de la profundidad. Se había obligado a subir a las murallas de Knaresborough una vez al día y varias veces de noche. Pero todavía no había probado las murallas de Scarborough; temía que las vertiginosas alturas de Knaresborough no serían nada en comparación con éstas, que se alzaban sobre el mar del Norte.

Llegó a la cima de la torre acalorado por el esfuerzo, pero respirando bien… al menos hasta que estuvo de cara al viento. Cielo santo, las ráfagas eran tan fuertes que tuvo que inclinarse y respirar por la boca; un cuerpo menos robusto que el suyo habría sido arrastrado. Y era verano. ¿Cómo sería una guardia nocturna en aquellas murallas en invierno? Un pasamanos habría sido una ayuda en el saliente sobre el que se encontraba, pero Owen se negó a que nadie advirtiera lo vulnerable que se sentía. Agradeció ver, al mirar hacia abajo al pie de las murallas y las rocas de la costa, que no lo mareaba más que el paisaje del río Nidd desde Knaresborough.

Vio a sir William en una garita de guardia de la torre siguiente. Fue hacia él, obligándose a mirar a un lado y otro, como si disfrutara de la perspectiva, y a no aferrarse a la pared lateral. Por suerte Percy había elegido un sitio ligeramente más abrigado del viento.

—Sir William.

—¿Cómo os fue con Edmund? —le preguntó el caballero, fijando en Owen sus ojos redondos. Era un comienzo abrupto.

—No puede ayudarnos en el tema del capitán Sebastian.

Percy asintió y parecía perversamente complacido.

—No importa. Quizá yo pueda ayudar en ese punto. Los hombres de las compañías blancas se caracterizan por su codicia. Mis hombres harán circular rumores en la ciudad de que el rey tiene una tentadora proposición para el capitán Sebastian; apuesto a que el capitán dará señales de vida. Sólo debes esperar: con un soborno aceptable, tendrás éxito donde Hugh falló.

Owen miró el mar del Norte que, a lo lejos y bajo el sol del verano, era de un azul grisáceo.

—Pero seguramente no estamos aquí arriba por eso, ¿no es así, sir William?

Percy se inclinó contra la muralla de la izquierda de Owen, tratando de ver su expresión:

—¿Qué dice tu prisionero sobre la muerte de Hugh Calverley?

Owen sólo percibía la presencia de Percy en su lado ciego; no podía verlo, ni satisfaría la curiosidad del hombre volviéndose hacia él. No quería que Percy estuviera a sus anchas.

—Edmund dice que no sabe nada de ese asunto.

—Nosotros no fuimos responsables. —El tono de voz era defensivo. Owen se volvió hacia Percy, simulando sorpresa.

—¿Vos? Por supuesto que no.

—No finjas inocencia conmigo, capitán Archer. Ayer se vio que pensabas que los Percy habíamos sido negligentes en investigar el crimen de Hugh y en notificarlo a la familia.

—Me sorprendió, eso es todo. —Owen sonrió y volvió a mirar el mar—. ¿A quién teméis complicar?

—No sé quién lo mató.

—Pero lo sospecháis, sir William. Estáis aquí arriba, guardián del castillo de Scarborough, y veis todo lo que pasa allá abajo. Tenéis informantes en todas partes de la ciudad. Lo admitís con la oferta de sobornar al capitán Sebastian. ¿Quién creéis que mató a Hugh?

Percy dio la vuelta hacia el lado bueno de Owen, aunque lo colocaba del lado del viento.

—Debes comprender lo que es la ciudad de Scarborough: un nido de contrabandistas, piratas y espías. Escoceses, flamencos, holandeses, normandos… —Entornaba los ojos a causa del viento, pero no se movía.

Owen miró el puerto, al sur y después en dirección de Whitby, al norte. La costa estaba interrumpida por entradas y en los acantilados se habían abierto cuevas.

—Veo por qué os conviene el lugar.

—Mantener la paz del rey entre gente como ésa requiera ciertas concesiones.

—Sin duda.

Percy retrocedió al abrigo de la muralla y se sentó con un gruñido en un banco de piedra.

—Dos de las tres familias poderosas que proveen la mayoría de nuestros alguaciles, los Acclom y los Cárter, son ladrones confirmados.

Owen se inclinó contra la pared mirando a Percy, con los brazos cruzados.

—¿Y eso significa…?

—A Hugh se le advirtió que cerrara los ojos… pero no siempre lo hizo.

—¿Pensáis que ofendió a los Acclom o a los Cárter?

Percy miró hacia abajo, al patio del castillo, donde un grupo de niños gritaba simulando una batalla.

—¿Acaso debía poner en peligro la vida de todos los que viven en este castillo por la muerte de un hombre que pocos lloran?

—Pero ¿sabéis con seguridad que esas familias estuvieron implicadas?

Percy negó con la cabeza.

—¿Qué os proponéis decirle a los Calverley?

—Que Hugh murió por el rey y el país.

—Decidme, sir William. Si tan poco os gustaba, ¿por qué seguía aquí en Scarborough?

Percy pareció sorprendido.

—Era bueno en lo suyo. Atrapaba espías, traidores, pendencieros… y reclutas de Sebastian. Muchos de ellos ahora están a mi servicio. Un buen soldado con frecuencia es el último hombre con el que uno casaría a su hija. Deberíais saberlo.

* * * * *

Owen y Ned aprovecharon la larga tarde para ver la casa de Hugh Calverley. El sordo Harry les indicó cómo se las había arreglado para transmitir mensajes entre el castillo y la casa de Hugh todos aquellos años sin que lo sorprendieran los hombres de Sebastian. Los llevó por un camino tan diabólicamente intrincado que ninguno habría dicho que seguían cerca del mar del Norte. La casa era baja y con tejado de tejas; habría podido ser tomada por una morada de campesinos salvo por la ausencia de niños y animales. Dos cuartos con suelo de tierra apisonada; en uno un fogón circular y un desván para dormir, en el otro una cuadra. En aquel momento no quedaba ningún rastro de Hugh Calverley.

—¿Sus hombres dormían aquí también? —preguntó Owen.

Harry, que tendía a inclinarse muy cerca de su interlocutor cuando leía los labios, se echó hacia atrás y asintió.

—Sí. Dormían en el otro cuarto, con los caballos.

—¿Y tú dormías aquí y Hugh arriba? —preguntó Owen.

Harry volvió a enderezarse y negó con la cabeza.

—Yo dormía arriba. El amo tenía una cama abajo, con colchón de plumas y cortinas.

—Elegante, para esta pocilga —observó Ned.

Harry no lo había estado mirando.

—¿Qué? —gritó volviéndose hacia Ned.

Ned repitió su comentario. Harry asintió.

—A mi amo y sus mujeres les gustaba la comodidad, señor.

—Y tú, Harry, ¿lo encontrabas cómodo? —preguntó Ned.

Harry sonrió.

—El amo Hugh me prometió que los Percy se encargarían de mí si algo le pasaba, y así ha sido. Fue un buen amo.

Owen vio la duda en la expresión de su amigo y se preguntó en qué estaría pensando.

—Dicen que tu amo te pegaba en la cabeza. —Ned pronunció cada palabra moviendo claramente los labios—. Y que por eso te quedaste sordo.

Harry se tiró del lóbulo de una oreja y se encogió de hombros.

—El amo Hugh tenía mal carácter, eso es cierto. Pero en general era muy paciente conmigo. Y yo tenía ropa y pan y un buen fuego. Y ahora en mi vejez, trabajo en el castillo. —Sus dientes ennegrecidos formaron una sonrisa—. Nunca esperé tanta suerte.

* * * * *

Owen miró el fuego de la chimenea del salón hasta que la visión se le hizo borrosa. La copa de vino que tenía en la mano atraía a las moscas, a las que espantaba con actitud distraída. No podía apartar a Harry de sus pensamientos, la gratitud expresada en aquellos ojos húmedos por la satisfacción de sus necesidades básicas y las palizas que le habían ensangrentado las orejas con demasiada frecuencia. Owen se había acostumbrado tanto a su cómoda vida que había olvidado a gente como Harry. Sus padres habían sido campesinos libres, pero pobres. A ellos la casa que en aquel momento tenía él en York les habría parecido lujosa. Y sir Robert D’Arby estaba dispuesto a duplicar su tamaño. ¿Por qué tenía tanta suerte? ¿Debería volver a Gales y ver cómo le iba a su familia? Lucie lo había acusado una vez de ser cruel, por no volver y decir a su familia que había sobrevivido como arquero de Enrique, duque de Lancaster. Pero ¿qué podía hacer Owen por su familia? ¿Los avergonzaría ofreciéndoles ayuda? ¿Quedaría alguien vivo?

Sir William Percy entró en el salón y se dirigió a Owen.

—Ya lo tienes.

Owen alzó el ojo hacia su anfitrión y lo enfocó lentamente.

—¿Lo tengo? —Sacudió la cabeza, sin comprender.

—El capitán Sebastian se reunirá contigo y con Ned mañana al mediodía, en la iglesia de Santa María Virgen, al pie del castillo.

Owen se enderezó, de pronto alerta.

—¿De veras?

Percy sonreía de oreja a oreja:

—He trabajado bien para Lancaster, ¿eh?

—Habéis trabajado de veras bien, sir William. —Se puso de pie—. Iré a decírselo a Ned y a sir Nicholas.

Percy lo detuvo alzando una mano carnosa.

—Dije tú y Ned. Sir Nicholas, después, si el capitán queda satisfecho.

Owen apuntó su ojo bueno al centro de la cara de Percy.

—¿Por qué?

—Vosotros sois soldados. Él se siente a gusto con soldados. Sir Nicholas es un eclesiástico. El capitán dice que hablan en círculos.

Owen y Percy se rieron a dúo.

* * * * *

Owen se detuvo a admirar las nuevas tallas que flanqueaban el portal de Santa María Virgen, cabezas del rey Eduardo y de la reina Felipa. La pareja real había pronunciado sus votos matrimoniales en la catedral de York y todo Yorkshire los había adoptado. Owen se preguntaba si la gárgola que asomaba por la cornisa, sobre la cabeza de Felipa, habría tenido por modelo a Alice Perrers. Él nunca había visto a la amante del rey, pero sabía que los talladores de piedra solían divertirse con esa clase de bromas y la descripción que hacía Thoresby de ella coincidía en buena medida con la gárgola.

Ned tocó el brazo de Owen y le señaló con la barbilla dos caballos ricamente enjaezados en el patio de la iglesia, custodiados por un escudero con una ropa muy parecida a la que había encontrado Louth con el emblema de Sebastian bordado en el forro.

—Nuestro hombre se nos adelantó.

Owen asintió. El escudero miró nerviosamente alrededor y Owen pudo oír, oculto por un lado del edificio, un caballo que piafaba impaciente.

—Ha venido preparado por si hay problemas.

—Como sabíamos que haría —añadió Ned con una sonrisa.

Entraron por la puerta oeste. Saliendo del fuerte resplandor del sol, el ojo de Owen tardó un momento en adaptarse a la oscura nave de la iglesia, sólo iluminada por antorchas en las paredes. Un hombre muy alto vestido con ropa oscura se levantó de un banco plegable y chasqueó los dedos. Un niño abrió el ojo de una linterna.

—Por el parche y la altura, sois Owen Archer. —El capitán Sebastian era un tipo grande como un oso, con voz retumbante. Owen estaba acostumbrado a ser el más alto en cualquier reunión. Sebastian lo superaba en altura no más de cuatro dedos, pero su corpulencia lo hacía parecer mucho más imponente.

—Capitán Sebastian. —Owen alzó las manos para dar a entender que no tenía armas.

Sebastian hizo lo propio y después volvió sus ojos oscuros hacia Ned, que se apresuró a levantar las manos.

—¡Bien! —tronó Sebastian—. ¡John! —El niño se apresuró a abrir dos bancos plegables más—. Sentémonos —dijo el capitán. Su sonrisa dejaba ver dos filas de dientes sanos.

Salvo por la altura, a Owen le recordaba a Bertrand du Guesclin. Hizo un comentario sobre el parecido y Sebastian pareció alegrarse.

—Pero vuestra memoria ha suavizado su apariencia. Du Guesclin es mucho más feo que yo. —Echó la cabeza atrás y soltó una carcajada que le salió como un rugido. Un sacerdote desde el altar miró hacia ellos y Owen pudo imaginarse su cara de disgusto. Sebastian era evidentemente un hombre que no veía motivos para susurrar sólo porque se encontraba en una iglesia—. Pues bien —dijo Sebastian inclinándose hacia delante con las manos en las rodillas—. ¿Traéis una carta del rey Eduardo?

Ned la sacó del bolsillo. Sebastian asintió, pero no hizo ningún movimiento para cogerla.

—Es sobre don Pedro el Cruel, ¿no?

—Sois el último de los caballeros ingleses en oír la advertencia —dijo Ned—. Nuestro rey se ha comprometido a recuperar el trono de Castilla para don Pedro, que es el rey por derecho. Cualquier caballero inglés que se oponga a don Pedro comete traición.

Sebastian sacudió la cabeza de un lado a otro con impaciencia.

—¿Y ofrece oro?

Ned sacó la bolsa.

—Nuestro rey está curiosamente confundido respecto de un hecho, caballeros. —Sebastian se irguió—. Aunque merezco el título más que nadie que conozca, no soy caballero.

Ned frunció el ceño y se dio golpecitos en la mano con la carta.

—Pero ¿sois el Sebastian que hizo un pacto con cuatro caballeros ingleses?

—Sí. Me necesitaban desesperadamente.

Owen sabía adónde conducía esto.

—Entonces ¿no cambiaréis vuestra lealtad en esta guerra?

Sebastian se rascó la barba.

—Es cierto que no sé leer, pero entiendo lo bastante de leyes para saber que la carta del rey no tiene alcance sobre mí. Si lo que habéis dicho es exacto, se refiere a «caballeros». Así que sigo en libertad de seguir a mi conciencia.

—Abandonaréis a vuestro rey por un detalle. —La voz de Ned sonaba tensa por la desaprobación.

Sebastian hizo una mueca.

—Para vos es un detalle, para mí es mucho más.

Owen miró a Ned, esperando que su amigo avanzara otro argumento, pero en lugar de eso Ned se guardó la carta y la bolsa con un movimiento rápido y airado. Owen y Sebastian intercambiaron una mirada intrigada. Sebastian chasqueó los dedos. El criado se acercó.

—¡Vino! —El muchacho llevó un odre y se lo entregó al amo. Sebastian se echó al coleto un trago generoso y le pasó el odre a Owen, que bebió.

Con un codo en la rodilla, Sebastian se inclinó hacia Owen.

—¿Así que habéis visto a Du Guesclin?

—Fui capitán de arqueros para Enrique de Lancaster cuando combatió a Du Guesclin en Rennes. —Owen pasó el odre a Ned que tomó un trago y se lo devolvió al criado.

Sebastian sonreía de oreja a oreja.

—Ah. Rennes fue un momento glorioso.

—Du Guesclin es un maestro de la trampa —dijo Owen— y sus trucos hacen las delicias de los trovadores. Se dice que es un hombre con una buena cabeza.

Sebastian asintió vigorosamente y chascó los dedos pidiendo el odre.

—Por eso él y yo apoyamos a Enrique de Trastámara contra don Pedro. Trastámara podrá ser un bastardo, pero don Pedro es algo mucho peor a los ojos de Dios: es un asesino. Los derechos están del lado de Trastámara.

—Don Pedro es rey por derecho de nacimiento —le recordó Ned.

Sebastian bebió, le pasó el odre a Owen y se encogió de hombros.

—Lo mismo era el padre de nuestro rey… y sin embargo lo hicimos a un lado por el bien del reino.

—Es cierto —dijo Owen—, pero el rey Carlos juega esta carta para librarse de los mercenarios ingleses, no porque crea que Trastámara tiene más razón que don Pedro. —Bebió y pasó el odre. Sebastian se encogió de hombros.

—Entonces Carlos lo hace por el bien de su pueblo.

Era el momento idóneo para empezar a negociar, pero Ned no dio indicios de querer hacerlo. Owen no quería perder la ocasión.

—Capitán Sebastian, confío en que obedeceréis la orden del rey Eduardo si al oro se añade el título de caballero.

Sebastian sonrió satisfecho.

Ned se atragantó con el vino.

—Vuestro amigo no me considera digno del ennoblecimiento —dijo Sebastian—. Aunque antes me había tomado por un caballero.

—No tenemos derecho a ofrecerlo —protestó Ned.

—Tranquilo —dijo Owen—. Sólo pregunté para saber los términos que debemos informar a sir Nicholas.

—¿El príncipe Eduardo encabezará la expedición? —preguntó Sebastian.

Owen asintió.

Sebastian alzó la mano derecha:

—El oro y el título de caballero y combatiré del lado de mi príncipe, no importa cuál sea mi opinión personal de la causa.

Owen sonrió.

—Era lo que pensaba. —Los tres hombres se estrecharon las manos.

Cuando Owen se levantaba para salir, Sebastian le preguntó:

—¿Qué hay de Edmund de Whitby? Oí que le pegasteis y lo llevasteis preso al castillo.

—Debe responder en York por la muerte de uno de los hombres del arzobispo. Yo lo llevaré.

Sebastian entrecerró los ojos.

—¿Un hombre del arzobispo? Qué imprudente ha sido Edmund. —Sacudió la cabeza—. ¿Los Percy no pueden juzgarlo aquí?

—No.

—¿Y para llevarlo a York hay que malgastar un buen caballo? Seguramente lo ejecutarán.

—Me limito a obedecer órdenes —dijo Owen encogiéndose de hombros.

Sebastian chasqueó los dedos para que el criado recogiera las cosas.

—Hay dos hombres a los que ambos queremos encontrar, capitán Archer. Will Longford y el amigo de Edmund, Stefan. Si los encontráis, decidles que los necesito.

Owen prometió hacerlo.

* * * * *

Ya en el castillo, Ned se encaminó al patio de armas y pasó largo rato acometiendo con la espada a un muñeco de paja. Cuando se tambaleaba de fatiga, empapado de sudor, se le acercó Owen.

—¿Qué pasa, amigo?

Ned se volvió hacia Owen, con la espada en alto y después se relajó, la envainó y se sentó en el suelo.

—No puedo hacer lo que haces tú. Y eso es lo que quiere, sabes. Tengo que reemplazar al espía que le robó el lord canciller.

Owen se acuclilló al lado de su amigo y buscó sus ojos apenados.

—¿Qué tonterías estás diciendo?

—Lancaster. Quiere hacer de mí otro Owen Archer y yo no puedo hacerlo. Ni siquiera se me pasó por la mente que a Sebastian nunca nadie lo llamaba «sir».

—¿Y crees que yo lo noté? No. Él mismo nos lo dijo, Ned.

—Pero tú captaste su intención de inmediato. Supiste que aceptaría a cambio del título.

Eso era cierto.

—No fue el viejo duque quien me enseñó a pensar así, Ned. Se necesitaron un clérigo y un abogado para hacerme ver las vueltas que tiene la mente humana. —Se puso de pie y se desperezó—. Una jarra grande de cerveza impedirá que te duelan las articulaciones. Ven, Ned. Emborrachémonos una última vez antes de que yo vuelva a York y tú al rey.

* * * * *

Sir William y Ralph Percy parecieron complacidos al conocer la intención de Owen de partir al día siguiente; pero se sintieron confusos al saber que quería llevarse consigo a Edmund.

—Me conducirá a los escondites de Longford en Beverley —dijo Owen— y quizá suelte la lengua de la monja. Debemos satisfacer a mi señor Thoresby.

Ralph escupió al fuego.

—Te matará cuando te vea dormido.

—No creo. Y Alfred lo vigilará con la muerte en el corazón: sigue haciendo responsable a Edmund de la muerte de su amigo.

Louth y Ned tomarían un camino más directo para ver al rey con las demandas de Sebastian.

* * * * *

—¡Joanna, basta! ¡Joanna, mira lo que has hecho! —Lucie aferró el brazo de la monja, pero Joanna se desprendió y siguió cavando. Lucie, torpe por el embarazo, perdió el equilibrio y cayó de rodillas. Cuando se esforzaba por ponerse de pie, volvió a tambalearse al oír el aullido de terror de Hugh que surgía de lo profundo de la tierra—. Escucha, Joanna. ¡No está muerto! ¿Por qué estás enterrando vivo a tu hermano? —Joanna había arrastrado a Hugh hasta el borde de una fosa desmesuradamente honda, tan honda que las nieblas ocultaban el fondo y lo había arrojado dentro con un movimiento de sus botas; todo el tiempo parecía distraída, como si estuviera realizando una labor rutinaria mientras pensaba en otra cosa. Y en aquel momento, del mismo modo, arrojaba tierra encima de su hermano vivo. Lucie quiso taparse los oídos para no oír el malévolo ruido de la pala en la tierra, el susurro que hacía ésta al caer, los golpes que daban terrones y piedras al caer sobre Hugh. Una y otra vez. Y seguía gritando—: ¡Joanna, por piedad! —Pero Joanna mantenía el ritmo, con la mirada fija en la lejanía. ¿Cómo podía gritar tanto Hugh? Joanna le había desgarrado el cuello con los dientes. Lucie se arrastró hasta Joanna y se aferró al ruedo de su falda—. Por el amor de Dios, Joanna, si no te detienes, al menos hazlo rápido. —Después la cogió por el tobillo y la pala se descargó sobre su cabeza. Entonces caía, caía hacia los gritos—. ¡Mi pequeño! ¡Mi pequeño!

Lucie se cogió el vientre y respiró hondo. Un calambre por retorcerse en la pesadilla, nada más, gracias a Dios. Respiró con fuerza, lentamente, mientras el dolor pasaba. Pasó. Se sentó en el borde de la cama. Perfecto. Se puso de pie. No había dolor. Gracias a Dios.

Fue andando adormilada hasta la ventana y miró el primer resplandor del alba en los tejados de la ciudad. ¿De dónde venía aquel sueño? ¿Por qué soñaba con Joanna hiriendo a su hermano y enterrándolo vivo? Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros los pecadores…