La casa que tanto había intrigado a Hugh Calverley era una casa como cualquier otra: madera y adobe, ventanas con pergamino encerado que vibrarían con las tormentas del mar del Norte, un primer piso sobresaliente, una puerta de roble macizo. La seguridad que ofrecía la puerta era ilusoria, pues unas reparaciones en la pared de adobe revelaban que los intrusos habían encontrado éste más accesible.
Harry había conducido a Owen, Ned y Alfred a la casa la noche anterior. Habían enviado a Harry al castillo y se habían dispuesto a iniciar una larga vigilancia, acuclillados en las sombras, atentos al menor sonido de la calle: el chillido de las ratas, el agua que corría, el paso vacilante de borrachos y ladrones. Pero nadie había tenido ningún interés por la casa. Nadie había entrado ni salido. Parecía vacía.
Aquella noche era diferente. Después del crepúsculo se vio un resplandor pálido en la ventana de atrás, que sugería ocupación. Cuando la oscuridad se hizo completa y la calle se vació, Owen mandó con una seña a Ned a un lado de la puerta y él se situó al otro. Apoyando una oreja contra la estrecha abertura, escuchó con el puñal listo. Ned se inclinó hacia él, se señaló a sí mismo, señaló los hombros de Owen y después el piso superior. Owen asintió. Ned se quitó el cinto del que colgaba la espada, se lo pasó a Alfred y se puso uno de sus puñales entre los dientes. Owen se agachó, con las manos en las rodillas. Ned subió sobre sus hombros y Owen se alzó lentamente. Con el puñal, Ned hizo un agujero en el pergamino encerado y después cortó lentamente, tratando de no hacer ruido. No era un procedimiento silencioso, pues exigía cortar el pergamino seco, pero tampoco era un ruido que tuviera que alarmar por necesidad a quien lo oyera. Cuando consideró que había abierto lo suficiente, le indicó a Owen que lo alzara más. Owen lo hizo tomándolo por los tobillos. Ned se aferró a la parte superior del marco de la ventana, levantó los pies y se deslizó dentro por la abertura del pergamino, rasgándolo más a medida que pasaba su cuerpo.
Abajo en la calle, alguien había juzgado que la noche ya estaba lo bastante avanzada como para practicar el robo. Se deslizaba hacia Owen y Alfred, entrando y saliendo de los umbrales.
—¿Hay algún modo de advertir a Ned? —susurró Alfred. Owen negó con la cabeza y arrastró a Alfred consigo hasta donde la sombra era más oscura, al otro lado de la calle. El hombre dio una vuelta a la casa y después pegó la oreja contra la pared junto a la puerta delantera y escuchó largo rato. Finalmente fue hacia la puerta, se acuclilló, metió el puñal por la hendidura del marco y lo subió lentamente hasta que la puerta se abrió en silencio. Era evidente que el hombre sabía cómo funcionaba aquella puerta.
Cuando el desconocido se hubo deslizado adentro, Owen y Alfred fueron de puntillas hacia la casa. Se oyó un grito, el ruido de una pelea, maldiciones. Temiendo que fuera Ned, Owen se precipitó adentro. Había dos hombres en medio del cuarto, puñales en mano, describiendo círculos uno alrededor del otro, soltando maldiciones en voz alta. Uno sangraba de un corte en el brazo, cerca del hombro. Ned los miraba desde la escalera.
El hombre que sangraba notó la presencia de Owen y soltó un grito, tras lo cual se precipitó hacia el cuarto trasero. Owen corrió tras él mientras, con un grito, Ned saltaba y de un golpe hacía caer de espaldas al otro.
Alfred corrió tras Owen, pero los dos llegaron demasiado tarde. El hombre ensangrentado había desaparecido por el callejón oscuro.
Cuando volvieron, Ned estaba atando las manos del cautivo.
Owen alzó la linterna que iluminaba el cuarto, abrió sus portezuelas al máximo y fue a registrar el resto de la casa en busca de más intrusos o claves sobre su dueño. La casa estaba amueblada con simplicidad: en el dormitorio del primer piso había un jergón y un baúl vacío; abajo, una mesa de caballetes y dos bancos en el cuarto de la fachada, dos jergones y otro baúl en el cuarto trasero. Este segundo baúl contenía ropas de hombre. Nada que le diera una idea a Owen de por qué Longford había visitado la casa o quiénes eran los dos hombres.
Volvió al cuarto delantero.
—Es hora de dar un paseo por el castillo. —Apuntó la luz de la linterna al cautivo. Ned tiró de sus manos atadas para que se pusiera de pie. El hombre sangraba por la nariz y la boca. Owen buscó un trapo y le limpió la cara.
—Vamos, ponte de pie —dijo Ned, volviendo a tirar.
El hombre se puso de pie, pero mantuvo la cabeza baja, como si ocultara la cara. Era de estatura media, pero corpulento, de pecho ancho, con brazos y piernas musculosos. Era el que se había introducido en la casa mientras Alfred y Owen vigilaban. El otro era alto y flaco.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó Owen. El hombre no respondió.
Alfred lo tomó por el pelo y lo obligó a levantar la cara.
—¡Bastardo, asesino! —gritó Alfred y descargó dos puñetazos, uno en la boca, otro en el vientre, antes de que Owen lograra apartarlo.
—Cálmate, Alfred. Tenemos que hacerlo hablar. —Puso la linterna en la mesa y ayudó al hombre a volverse a levantar y le limpió la cara otra vez.
—¡Tú mataste a Colin, bastardo! —gritó Alfred, lanzándose otra vez hacia él.
Owen apartó a Alfred y llevó al hombre hacia la luz de la linterna.
—¿Así que eres el hombre que estaba vigilando San Clemente? —Lo observó con más cuidado. Moreno, con un principio de calvicie, cejas pobladas. Era todo lo que podía decir por el momento, con la sangre y la hinchazón—. Tal vez quieras decirnos tu nombre, así podremos llamarte de otro modo que «bastardo».
—¿De qué os serviría? —Las palabras del hombre salían turbias de su lengua hinchada. Tosió—. No fui yo quien mató al amigo de este hombre.
—¿Qué buscabas aquí esta noche?
—Terminar un asunto.
—¿Eres uno de los hombres del capitán Sebastian?
El hombre miró el suelo. Owen se encogió de hombros.
—Alguien en el castillo te reconocerá.
* * * * *
El criado de Hugh Calverley lo identificó como Edmund, uno de los hombres del capitán Sebastian. Supuso que el que se había escapado era Jack, a quien había visto a menudo en compañía de Edmund. Harry no pudo decirles nada más de utilidad.
—¿Cuál es el negocio inconcluso entre dos hombres de Sebastian? —preguntó Owen.
Los ojos oscuros de Edmund estaban muy abiertos por el miedo.
—Me habéis matado, al intervenir antes de que pudiera terminarlo. Al dejarlo escapar.
—¿Te proponías matar a Jack?
—O morir en el intento.
—¿Por órdenes de Sebastian?
Edmund apretó los labios y no dijo nada, pero sus ojos quemaban a Owen.
Dos de los soldados de los Percy se llevaron a Edmund para curarle las heridas y tenerlo bajo vigilancia.
* * * * *
Mientras Ned y Owen dormían, Louth bajó a la casa con algunos de los hombres de los Percy y la registró. Encontraron una chaqueta con un emblema de san Sebastián bordado en la parte interior y un pequeño cofre oculto, que contenía monedas de oro y un sello de san Sebastián. Sólo lo suficiente para saber que estaban en la pista buena.
Ned, Louth y Owen ordenaron que les llevaran a Edmund.
Louth le enseñó la chaqueta. Edmund se encogió de hombros.
—La gente pone cualquier clase de adorno a su ropa. Yo prefiero las prendas sencillas. Como podéis ver.
Louth le enseñó el cofre con el sello. Owen notó que Edmund parecía menos cómodo.
—Un buen trabajo de metal.
Louth fingió inspeccionarlo por primera vez, alzándolo hacia la luz de la lámpara y volviéndolo de un lado y otro.
—Es cierto. Muy bonito. —Sir William Percy había notado que no era exactamente el mismo que Hugh había perdido en manos de Longford.
Owen se impacientaba.
—Creemos que pertenece a un tal capitán Sebastian, a quien el rey nos ha mandado encontrar. Tendrás que decirnos dónde está.
Edmund puso unos ojos como platos.
—¿Os envió el rey Eduardo? —Su tono era menos hostil.
Louth asintió.
—Entonces el capitán Sebastian debe de ser importante.
Louth se encogió de hombros:
—Hay muchos modos de ser importante. Tu capitán está a punto de entrar en la guerra en las filas opuestas a las de su rey. Eso le da una desagradable clase de importancia.
—¿Y qué tiene que ver conmigo? —La cara de Edmund era redonda, casi infantil, aunque su calvicie negara la juventud. Su voz era baja y suave. Sus modales, en aquel momento que no estaba atacando, eran casi corteses. Sus cejas gruesas se arqueaban por el esfuerzo de mantener inexpresiva la cara. Un esfuerzo inútil, porque sus ojos eran muy expresivos.
Louth le enseñó la carta del rey.
Owen notó que los ojos de Edmund se deslizaban sobre la carta sin detenerse.
—¿No sabes leer?
—No soy clérigo —dijo Edmund ruborizándose—. Ni lo sois vos, apuesto.
Owen sonrió.
—Tienes razón en que no soy hombre de Iglesia, pero si apuestas a que no sé leer perderás. —Se sentó al lado de Edmund, estiró las piernas y cruzó los brazos sobre el pecho—. Así que no eres clérigo. ¿Qué eres entonces?
Edmund movió los ojos hacia un lado y otro, como si tratara de recordar una respuesta ensayada, que salió después de una pausa demasiado larga como para poder creerla.
—Carpintero naval.
Owen miró a Edmund de arriba abajo. En la cara, cuello y manos su piel rubia estaba bronceada por el sol y las manos eran callosas, pero no tan curtidas como las tendría un carpintero de a bordo. Owen notó otra parte útilmente legible de la anatomía de Edmund: la boca, que se fruncía cuando no se sentía cómodo con lo que había dicho, como en aquel momento. Pero Owen simuló tomar en serio la respuesta.
—Carpintero. Supongo que es un trabajo corriente en esta ciudad. Y estabas en York vigilando San Clemente porque… A ver si adivino. Quizá porque las hermanas te deben dinero por un barco que les hiciste.
Edmund se miraba los pies, con los labios apretados.
Louth miró a Owen y después a Edmund, intrigado.
Owen dejó que el silencio se extendiera. Después de varios minutos de dejar correr un sudor nervioso por entre sus cabellos escasos, Edmund alzó la vista y preguntó:
—¿Qué le ofrece el rey al capitán Sebastian?
Owen hizo una señal a Ned, que se adelantó con una bolsa de cuero llena de monedas y la sacudió.
Edmund inclinó la cabeza, calculando el peso.
—Enseñádmelo.
Ned abrió la bolsa y dejó caer algunas monedas de oro en la mano.
Edmund arqueó una ceja.
—¿Cómo es que el rey es tan generoso con un posible traidor?
Ned devolvió las monedas a la bolsa.
—El rey admite que el capitán podría no darse cuenta de que se trata de un acto desleal —dijo Ned—. Y, para decir la verdad, el capitán Sebastian y sus hombres son más útiles al rey combatiendo por don Pedro que colgados de un patíbulo.
Edmund aspiró nerviosamente.
—El rey es sabio.
—Así que admites conocer al capitán Sebastian —dijo Ned con una sonrisa.
Edmund se secó la frente.
—¿Qué ganaría con admitirlo?
Owen se echó hacia atrás y miró al techo, rascándose la abundante barba normanda.
—¿Tu vida? —Bajó la vista a Edmund—. ¿Es un buen pago?
Edmund hundió los hombros y se miró las manos.
—No sé con qué reglas se juega este juego.
Era peligrosamente sincero para el papel que había adoptado. Owen se puso de pie y fue hacia la alta ventana, con las manos unidas en la espalda.
Louth, a quien los silencios ponían incómodo, intervino:
—Mataste a uno de los hombres del arzobispo cuando te estaba llevando a una reunión con el arzobispo, Edmund. Tu vida no corría peligro. Así que mataste a un hombre sin motivo, a un hombre que llevaba las armas del arzobispo, que casualmente también es el canciller de nuestro rey. Ese delito se castiga con la muerte. Pero si ayudas en el asunto del capitán Sebastian, quizá te perdonemos la vida.
Los ojos de Edmund brillaban por el miedo.
—Ya dije que no lo maté yo. Me limité a correr hacia los hombres que me ayudarían a escapar.
—Entonces lo llevaste hacia la muerte —dijo Owen.
Edmund bajó la cabeza.
Owen volvió a sentarse y se inclinó confidencialmente hacia Edmund.
—¿Qué era lo que querías en San Clemente que no te atreviste a decir al arzobispo?
Edmund cruzó los brazos y apretó las mandíbulas. Owen podía oler su miedo.
—¿Por qué atacaste a Jack? ¿Estaba contigo en York?
—¿Qué haréis conmigo?
—Depende. ¿Nos ayudarás, Edmund? ¿A cambio de la libertad de volver a tu casa?
Edmund, con los ojos todavía fijos en los pies, suspiró.
—Eso no me lo podéis conceder. Cuando Jack le diga al capitán que lo ataqué, quedaré marcado con una sentencia de muerte.
—¿Por qué lo atacaste?
—Es un demonio asesino.
—Alguien podría decir lo mismo de ti.
Edmund se encogió de hombros.
—¿Qué quieres de nosotros, Edmund? ¿Protección de Jack?
Los ojos expresivos se volvieron a un lado.
—Ya no sé en quién confiar.
Owen decidió cambiar de tema.
—¿Dónde está Will Longford?
La mirada de Edmund pasó de Owen a Louth, de éste a Ned y otra vez a Owen.
—¿Vosotros tampoco sabéis dónde ha ido?
Owen hizo caso omiso de la pregunta.
—¿Cuándo lo viste por última vez?
—La última vez lo vi en Beverley. —Edmund intentó sonreír.
—¿Cuándo lo viste por última vez en Beverley? —preguntó Louth.
Edmund se miró los pies.
—¿Quién es el dueño de la casa donde entraste anoche? —dijo Owen, volviendo a cambiar de tema.
—El capitán Sebastian.
—Vaya —exclamó Owen, súbitamente contento—. ¿Se aloja en ella alguna vez?
—El capitán no es tonto. —Edmund miraba sus uñas sucias—. ¿Por qué os interesa Will Longford?
—Sir Nicholas encontró una carta en su casa enviada por Bertrand du Guesclin, el condestable del rey de Francia. Nos gustaría hablar con Longford sobre Du Guesclin.
—Como ya dije, Longford desapareció. No sé adónde fue.
—¿Cuándo desapareció?
Edmund se apretó las manos para impedir que temblaran.
—Longford y su criado Jaro debían venir aquí a finales de abril y nunca llegaron. —Inspiró con fuerza—. El capitán Sebastian me envió a Beverley a recordarles la cita. Pero no estaban. Nadie los había visto.
Owen miró a Louth, le indicó que hiciera silencio y se volvió hacia Edmund.
—Así que fuiste a la casa de Longford. ¿La registraste?
Una expresión de pesar pasó por la cara de Edmund. Asintió.
—Después de… —Bajó la cabeza y se llevó una mano a la frente—. Sí. Entré en la casa.
—¿Después de qué, Edmund? —La voz de Louth sonaba aguda por la tensión.
Edmund permaneció en silencio unos minutos, estrujándose las manos. El guardia abrió la puerta a un criado que llevaba una jarra y cuatro vasos. Pusieron una mesa entre Edmund y sus interrogadores y la jarra y los vasos quedaron sobre ella. El criado hizo una reverencia y salió, tras lo cual el guardia volvió a cerrar la puerta. Edmund seguía inmóvil. Owen sirvió la cerveza y le ofreció un vaso a Edmund, que lo cogió con manos trémulas, se lo llevó a la boca, bebió, lo dejó sobre la mesa y se secó la boca con la manga.
—La criada. Jack la mató. —Louth gimió al oírlo—. Sin que nadie le hubiera dado la orden. Para limpiar el terreno y poder buscar, dijo. Dijo que ella no importaba. —En los ojos de Edmund había una luz culpable.
—¿Quién es este Jack? —preguntó Owen.
—El bastardo que dejasteis huir anoche.
—¿Y era tu compañero?
—No. Bueno, últimamente tuve que trabajar con él. No lo conocía bien y lo envié a él primero, sin pensar ni por un instante… —Edmund volvió a coger el vaso y bebió otro largo trago.
—¿No fue porque Maddy llevaba un manto azul y la confundió con sor Joanna? —preguntó Louth.
Edmund negó con la cabeza.
—¿Cómo saber cuando un demonio así se esconde bajo la apariencia de un soldado corriente?
—¿El capitán Sebastian lo mandó contigo? —preguntó Ned.
Edmund asintió.
—¿Le dijiste lo que había hecho Jack? —preguntó Owen.
—Sí. Dijo que correspondía a la naturaleza de un buen soldado actuar sin piedad cuando era necesario y que mi aversión a esos actos era cosa de mujeres.
—¡Bastardo insensible! —susurró Louth.
Owen había oído aquellas teorías antes. El viejo duque no toleraba a hombres así; decía que una actitud de ese tipo era el sustituto del sentido común y el valor en los incompetentes. En este caso, a Owen le pareció que también podía ocultar un motivo más profundo. Tal vez sí había sido el manto lo que condenó a muerte a Maddy. Tal vez el capitán Sebastian había ordenado a Jack que matara a sor Joanna y Edmund no lo sabía.
—¿Encontraste lo que buscabas en casa de Longford?
—No.
—¿Qué era?
Edmund no dijo nada. ¿Le quedaría un resto de lealtad al capitán Sebastian?
—¿Y después fuiste en busca de sor Joanna a San Clemente?
Edmund aspiró y miró a Owen a los ojos.
—He estado pensando toda la noche. Como podéis ver, el capitán no está contento conmigo. Y no lo estará cuando Jack hable con él. No os entregaré al capitán Sebastian. Pero os diré todo lo que pueda.
—¿Qué pides a cambio?
—Información sobre Joanna Calverley.
Owen inclinó la cabeza hacia un costado.
—¿Qué quieres saber?
—¿Ha ido a verla un hombre a York? Rubio. Apuesto.
—No.
—¿Nadie fue a verla?
—Por lo que sé, el único que intentó verla fuiste tú, Edmund. ¿Por qué preguntas?
Edmund miró una araña que iba hacia él y cuando estuvo a su alcance la aplastó con el pie.
—Ella desapareció con mi compañero.
Ah. En aquel momento estaban haciendo progresos.
—¿Y ese compañero tuyo se llama Stefan?
Edmund pareció sorprendido.
—¿Cómo lo sabéis?
—¿Tú y tu compañero trajisteis a Joanna a Scarborough?
—¿Qué contó ella?
—Muy poco.
Edmund frunció el entrecejo.
—Es una mujer extraña. No entiendo por qué a Stefan le importa tanto.
—¿Fue Stefan quien le dio el manto azul y le dijo que era de la Virgen?
Edmund sonrió ligeramente.
—Fui yo. Lo hicimos para divertirnos. Eso era cuando Stefan todavía estaba jugando con ella. Podíamos hacerle creer cualquier cosa.
—¿Tomaste parte en el falso entierro?
Edmund se frotó la cara y echó la cabeza atrás. Owen reconocía los signos del agotamiento.
—¿Ella fue quien os pidió ayuda?
—Longford nos lo pidió. —Edmund sacudió la cabeza—. He hecho cosas extrañas en mi vida, pero cuando a Longford se le ocurrió la idea de simular su muerte y entierro…
—¿Fue idea de Longford?
Edmundo adelantó la barbilla a la defensiva.
—Ella lo pidió. Quería que su rastro terminara en Beverley. No quería que sus parientes o la Iglesia la siguieran. No sé si era por la reliquia que había hurtado, o qué, pero quería desaparecer. —Se restregó las manos encorvándose, después se enderezó y estiró los brazos.
—¿Y a Joanna le gustó la idea del entierro? —preguntó Owen.
—No tenía alternativa. Longford le había impuesto una misión, así que tenía que hacer lo que él dijera, o atenerse a las consecuencias.
De modo que a ella el plan no le había gustado. Probablemente estaba asustada.
—Háblame del entierro.
Edmund se encogió de hombros.
—Hay poco que contar. Stefan y yo la sacamos de la mortaja mientras Jaro emborrachaba al sepulturero. Cuando el sepulturero se durmió, llenamos la fosa y nos marchamos con Joanna escondida en un carro.
—¿Estaba drogada?
Edmund asintió.
—Jaro había preparado una pócima. Creo que le dio demasiado. Tardó mucho en despertar.
—Entonces ¿estaba vivo Jaro cuando te marchaste?
Edmund puso expresión intrigada mientras miraba las caras atentas y solemnes que lo rodeaban.
—¿Por qué? ¿No lo está ahora?
—Jaro está enterrado en la fosa donde pusisteis la mortaja de Joanna —dijo Ned—. Con el cuello roto.
Edmund permaneció en silencio al oír la noticia. Se rascó la rodilla.
—No sabía nada.
¿Por qué mentiría en este punto?
—¿Quién podría querer matarlo? —preguntó Owen.
—Apenas si lo conocí. Era un buen cocinero y parecía leal a Longford. No eran caballeros, capitán Archer. Estoy seguro de que hacían enemigos dondequiera que fueran.
Juzgando a partir de lo que le habían dicho Louth y Ravenser, Owen estuvo de acuerdo. Decidió cambiar de tema.
—¿Cuándo viste por primera vez a Joanna Calverley?
Edmund se irguió.
—Fue a ver a Longford con una reliquia para vender. Nosotros llegamos al día siguiente.
—¿En una misión ordenada por el capitán Sebastian?
—Sí. Mandaba llamar a Longford.
—Ir a buscar a Longford era un trabajo repetido.
Edmund asintió.
—Ya conocíamos bien el camino.
—¿Y él os presentó a Joanna?
—No de inmediato. Le había dado algo para tenerla dormida mientras pensaba cómo usarla. —Miró a los tres hombres uno tras otro—. Entenderéis por qué digo que era un hombre que se buscaba enemigos.
—¿Cómo os involucró a vosotros? —preguntó Louth.
—Se le había ocurrido un plan. La utilizaríamos para llegar a su hermano. Longford estaba obsesionado por Hugh. Pensaba que después de haberlo engañado, bueno, Hugh se habría enfadado tanto que estaría planeando su venganza. Así que Longford quería que hiciéramos ir a Hugh a un sitio donde el capitán Sebastian pudiera encontrarlo.
—¿Y aceptasteis? —preguntó Owen.
—Stefan y yo pensamos que podría ser divertido, ver qué haría Hugh. Y no queríamos dejar a una joven como ésa en casa de Longford.
—¿Qué os proponíais hacer con ella una vez que hubiera servido como cebo para Hugh?
—Abandonarla, supongo —respondió Edmund con aire indiferente—. Es una mujer muy bella. No le faltaría un protector. Y resultó que fue el mismo Stefan el que quiso conservarla a su lado.
Owen parpadeó ante el cinismo de todo el plan.
—¿Qué sucedió?
—Nos causó problemas desde el primer momento. Hechizó a Stefan. Se ha portado como un idiota desde que salimos de Berverley con ella.
—¿Dónde está Stefan ahora?
—Eso es lo que trato de averiguar. Joanna ha vuelto a York y Stefan ha desaparecido. Quiero saber qué pasó.
—¿Qué piensas que puede haber pasado?
Edmund se encogió de hombros.
—Creo que ese idiota ha ido a combatir con un dragón por su dama, eso es lo que pienso. No puede hacer lo suficiente por ella. Ropas buenas. Colchones de plumas.
—¿Luchar con un dragón?
—Se consideraba su defensor. Empezó a no gustarle el plan de utilizarla para atrapar a Hugh Calverley. Le dijo que no se acercara a él, que a Hugh lo culparían por su huida del convento y su falso entierro y que los Percy, o Sebastian, lo castigarían severamente. Stefan sabía que ella no quería ocasionar daño a Hugh. Le dijo que encontrarían algún otro modo de reunirla con su hermano.
—¿Y tú no decías nada? Me parece que eso iba contra el plan original.
—Él me aseguraba que tenía un plan distinto y mejor.
—¿Y le creíste?
Edmund vaciló y al fin negó con la cabeza. Owen se echó hacia atrás, estirando las piernas.
—Entonces ¿no conocía Joanna a Stefan antes de verlo en casa de Longford?
—No.
—¿Estás seguro de eso? Es extraño que vosotros dos llegarais justo un día después que ella. Parece una cita.
Edmund volvió a negar con la cabeza.
—Stefan y yo fuimos compañeros mucho tiempo, capitán.
—¿Estás seguro de que no habían planeado el encuentro en casa de Longford?
—Estoy seguro. Él nunca la había visto antes. Ya dije que ella lo hechizó. Antes, él nunca se había acostado dos veces con la misma mujer.
—¿Por qué?
—Es su modo de serle fiel a su esposa.
—¿Esposa? Entonces Stefan es un ciudadano de Scarborough, no un miembro de la compañía blanca de Sebastian, ¿verdad? —Tal podía ser la razón por la que Joanna había decidido volver al convento.
—Stefan pertenece a la compañía de Sebastian. Su esposa e hijos están en Noruega, Él les envía dinero.
Una circunstancia interesante.
—¿Prefiere estar lejos de ellos?
—Lo juzgáis sin conocerlo. Stefan tuvo problemas allí. Está esperando un mejor momento para volver. Quizás un indulto.
Owen había conocido hombres en aquella situación. Su lealtad podía ser difícil de juzgar.
—¿Piensas que Joanna descubrió que estaba casado?
Edmund se encogió de hombros.
—No me metía en sus conversaciones privadas.
Owen hizo a un lado aquel tema por el momento.
—De modo que viajaste a Beverley en mayo, buscando a Longford por órdenes del capitán.
Edmund asintió.
—No lo encontramos. Pero nos enteramos del regreso de Joanna. Jack pensó que ella podía llevarnos a Longford.
—¿Hablasteis con ella?
—No. Cuando llegué ya estaba encerrada en el convento.
—Así que seguiste al grupo a York. —Edmund no dijo nada—. ¿Qué te proponías hacer con Joanna cuando la encontraras?
—Preguntarle por Longford. Y por Stefan.
—¿Y después Jack la estrangularía? —preguntó Louth. Edmund se sobresaltó al oírlo.
—No. Yo no dejaría que volviera a hacer algo así.
—¿Por qué no te dirigiste a sir Richard de Ravenser o a sir Nicholas para que te dejaran hablar con Joanna? —preguntó Owen.
Edmund observó a Louth.
—Después de la muerte de la sirvienta temía no ser bien recibido.
—Odiabas a Joanna por interponerse entre tu compañero y tú —sugirió Owen.
Edmund gimió.
—Insistís en pensar lo peor. Puedo ver que vos y él —dijo señalando a Ned— habéis combatido juntos. ¿Cómo os sentiríais si él desapareciera de pronto, junto con su amante? ¿Y si después ella apareciera en otra parte y fuera encerrada y custodiada de modo que se os impidiera saber qué había pasado? ¿Si no pudierais encontrar a vuestro compañero, ni hablar con la única persona que podría deciros dónde está?
Era un grito que le salía del corazón. No era en absoluto el criminal que Owen había esperado. Aquel hombre no les daría respuestas sencillas.
—Sentiría lo mismo que tú.
No hablaron durante un momento. Owen se puso de pie, miró el cielo que se veía a través de la ventana y estiró la espalda. Sentía cierta tristeza por aquel hombre y su amigo. Stefan, desterrado de su país, dejando a una esposa e hijos. Y Edmund. ¿Qué era Edmund? ¿A qué daba su lealtad?
Fue Edmund quien rompió el silencio.
—Me preocupo por Stefan. Quiero verlo en paz consigo mismo. No ha tenido mucha paz. Me dijo que sentía que su alma estaba en peligro, que su amor por Joanna era un pecado grave, pero no podía impedirlo.
—¿Un pecado grave porque era una monja?
—Por todo. Los votos de ella, los votos matrimoniales de él, sus hijos, nuestro plan de utilizarla en contra de su hermano… Y supongo que también estaba pensando en que no la utilizaríamos contra Hugh.
Era un asunto peliagudo. Pero esas complicaciones eran parte del amor, al menos en la experiencia de Owen. Él había querido a Lucie desde el momento en que la había visto por primera vez, cuando ella todavía estaba casada y Owen era aprendiz de su marido.
—Debes tener una explicación sobre lo que sucedió entre Stefan y Joanna.
Edmund había vuelto a rascarse la rodilla. Miraba la sangre que manchaba sus calzas. Volvió la cabeza hacia un lado y otro y finalmente miró a Owen con tristeza.
—Desaparecieron en la época en que Hugh Calverley fue asesinado. Al principio pensé que Stefan se había llevado a Joanna para que no se enterara. Pero cuando descubrí que ella estaba viajando sola… —Bajó las manos.
—¿Joanna quería a su hermano?
—Hablaba de él como si fuera el soldado perfecto y el hermano perfecto. Dios lo había bendecido con todas las virtudes humanas.
—Opinión que tú no compartías.
—Hugh Calverley era un hombre brutal, feo y estúpido.
—Pero Joanna no lo creía así.
—Para nada.
—¿Y Stefan?
—Creo que estaba tratando de ver a Hugh con los ojos de Joanna.
—Entonces no crees probable que ellos, después de matar a Hugh Calverley, hayan huido y hayan decidido separarse un tiempo, o para siempre.
Edmund negó con la cabeza.
—No. Estoy seguro de que no fue eso lo que pasó.
—¿Quién crees que mató a Hugh?
—El hombre tenía muchos enemigos, capitán Archer.
—¿Y la desaparición de Stefan? ¿Qué ha hecho al respecto el capitán Sebastian?
—Muy poco. Me dio a Jack y los otros. Pero Jack es un asesino, no un espía. Me sorprende que el capitán lo haya enviado conmigo. —Suspiró—. Creo que el capitán piensa que Stefan asesinó a Hugh. —Asintió al ver la cara de sorpresa de Owen—. Otro motivo por el que he perdido su simpatía. Digo que piensa que ayudé en ese crimen y después ayudé a Stefan a huir con la hermana. Y puso a Jack a mi lado para que me vigilara. Con la esperanza de que yo lo conduzca hasta Stefan y Longford. Pero ¿con qué fin? Eso es lo que me pregunto. —Volvió a llevarse una mano a la frente—. Desde que esa mujer entró en nuestras vidas, nada ha ido bien. Quiero volver a York con vos. Quiero hablar con Joanna y encontrar a Stefan.
Owen miró a Louth y Ned. Ned se encogió de hombros. Louth negó con la cabeza.
—¿Cómo sabemos que podemos confiar en él?