Daimon corrió para alcanzar a Lucie, que bajaba por la calle de San David detrás del hermano Sebastian, su mantón claro flotaba tras ella. Era tan temprano que había poca gente en las calles y la humedad del río intensificaba el hedor a cloaca en las calles estrechas. Daimon no estaba enamorado de la gran ciudad de York; pero adoraba a la mujer que iba unos pasos delante de él y con gusto habría vivido y muerto en aquella atestada, oscura y maloliente ciudad si así conseguía estar cerca de ella. Lo había sabido momentos antes, cuando Lucie Wilton lo había despertado y le había susurrado que la acompañara a la abadía sin despertar a sir Robert.
—Sir Robert duerme tan profundamente —había dicho ella—. Sería una pena interrumpir su descanso.
Daimon no había podido apartar los ojos adormecidos del cabello de la mujer, de aquellas hebras rojas y doradas que brillaban a la luz de la lámpara. La señora Wilton se acuclilló en el suelo junto a su jergón, inclinándose hacia él. Tenía un aroma cálido y dulce. Demonios. Ya antes él la había encontrado hermosa, pero en aquel momento, con el cabello suelto, el cuerpo cálido de la cama, el aliento tan dulce… «Jesús —pensó—, dame fuerzas para controlarme.»
Ella había tenido que repetir sus órdenes.
Daimon, con gran esfuerzo, había apartado la vista de ella y lo había pensado.
—¿Dejar a sir Robert? —Movió la cabeza de un lado a otro—. No le gustará.
—Por favor, tenemos que ir rápido, Daimon. El hermano Sebastian espera en la cocina. Sor Joanna está herida.
—¿Malherida?
—¿Me mandarían llamar a esta hora si no fuera grave?
Aquélla había parecido una buena razón para correr el riesgo de despertar la ira de sir Robert. Daimon había accedido. En aquel momento entendía lo buena que había sido la decisión. Sir Robert se habría quedado muy rezagado. La señora Wilton miró hacia atrás cuando doblaban por el callejón Gacho, se detuvo, esperó a que Daimon lá alcanzara y le cogió la mano. ¡Gloria a Dios en las alturas!
—Ven, Daimon. Debemos llegar antes de que el portero se canse de esperarnos y vuelva a la cama.
Su mano cogió la de él con sorprendente fuerza. Daimon corrió a su lado, maravillándose de que sus pies siguieran tocando la tierra.
* * * * *
Tildy había despertado a Lucie con cara asustada.
—Es el hermano Sebastian de la abadía, señora Lucie. Dice que debéis ir.
Lucie había mirado la ventana, confundida.
—¿Es tan oscura la mañana?
—Es muy temprano, señora.
El hermano Sebastian. El secretario del abad. Lucie se sentó rápidamente al registrar el nombre. Debía de haber sucedido algo que el abad Campian no quería que se difundiera. Tildy la ayudó a vestirse. Temblando en el aire matinal, Lucie cogió un mantón. Abajo, en la cocina, el hei mano Sebastian esperaba. Estaba muy pálido.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Lucie.
—Sor Joanna quiso matarse, Nuestro Señor misericordioso la perdone. —Sebastian se santiguó.
Lucie hizo lo mismo.
—Pero ¿está viva?
El monje asintió.
—Hay mucha sangre.
Lucie trataba de impedir que los dientes le castañetearan.
—¿Quién la encontró?
—La reverenda madre se despertó al oír un sonido extraño. Toses. Como si se atragantara.
—¿El hermano Wulfstan está allí?
Sebastian asintió.
—El hermano enfermero dice que sor Joanna está viva, pero ha perdido mucha sangre. Quiere que tratéis de hablar con ella, para ver si podéis despertarla. Dice que vos podéis hacer más por ella.
Lucie cogió algunas semillas de hinojo de un estante que había junto a la puerta y las masticó para refrescar su aliento.
—¿Y sor Isobel?
—Se desmayó.
Ah. Qué característico de Isobel.
En aquel momento, mientras Lucie se apresuraba, casi corriendo, y arrastraba a Daimon tras ella, se preguntaba qué herida autoinfligida podía ser tan horrible como para hacer desmayar a la priora. Se estremeció y respiró hondo. En su estado, no tenía el estómago tan fuerte como era habitual en ella. Se preguntó si haría algo que la avergonzara.
El hermano Oswald y el abad Campian la esperaban en el umbral de la casa de huéspedes. El hospitalario alzó una linterna para ver la cara de Daimon.
—El chico debe quedarse con Oswald —dijo el abad Campian—. Dios os bendiga por venir, señora Wilton y a esta hora. El hermano Wulfstan tenía vivos deseos de que estuvierais aquí.
—¿Ella se despertó?
El abad negó con la cabeza.
—Subid, por favor. Sebastian os esperará aquí y os llevará a mi despacho cuando hayáis terminado. Prepararé comida y vino para que desayunéis.
Lucie recogió sus faldas y subió la escalera. En el cuarto situado a la derecha del de Joanna vio el resplandor de una lámpara. Tras una ligera vacilación, entró. La criada se inclinaba sobre Isobel.
—¿Sigue desmayada? —preguntó Lucie.
La muchacha alzó la cabeza con los ojos muy abiertos por el miedo. Lucie se acercó más y vio las manos de Isobel manchadas de sangre. Junto a la cama, en una mesita, había una jarra y una copa.
—¿Vino? —preguntó Lucie.
La criada asintió.
Lucie llenó la copa y bebió. Su temblor pasó. Volvió a beber, agradeciendo el calor que le subía por la garganta.
—Manten abrigada a la reverenda madre —dijo Lucie—. La veré después de que haya atendido a Joanna.
La muchacha asintió.
Lucie la dejó, salió al corredor, aspiró con fuerza y abrió la puerta de Joanna… sólo para retroceder un paso, tan fuerte era el hedor dulzón de la sangre.
—Deus juva me —susurró al tiempo que se santiguaba y aspiraba el aire limpio del pasillo. Tras lo cual, haciendo acopio de valor, entró en el cuarto y se acercó al hermano Wulfstan, sentado al lado de la cama con dosel de Joanna, con una lámpara de aceite en la mesita, la llama bailoteando en la brisa que entraba por la ventana abierta.
Lucie apretó el hombro de Wulfstan.
—Hermano Wulfstan. Soy Lucie Wilton. He venido a ayudaros.
Él se despertó con un sobresalto, se frotó los ojos, alzó la vista hacia Lucie y apretó su mano, que seguía sobre su hombro.
—Dios te bendiga, Lucie. Creo que deberíamos tratar de despertarla y ver si puede hablar; así nos dirá si tiene algún dolor. —Se puso de pie.
—¿Se hirió a sí misma? —dijo Lucie.
Wulfstan asintió.
—No es agradable de ver.
—¿Por qué lo hizo?
—Ha dormido casi todo el tiempo desde que la sangramos y purgamos. No tenía idea de que estuviera lo bastante despierta como para hacer una cosa así.
—¿Sor Isobel no ha dicho nada?
—La reverenda madre ya estaba desmayada cuando yo llegué. No he podido hablar con ella.
Lucie asintió.
—Abrid la cortina.
Wulfstan le dirigió una mirada preocupada.
—No sé si hacerlo, teniendo en cuenta tu estado. A Owen no le gustará que te expongas de este modo.
Lucie apretó con fuerza los puños, tratando de no revelar su impaciencia. El hermano Wulfstan una vez le había hecho un favor que iba mucho más allá de la amistad. No perdería la paciencia con él.
—Por favor, hermano Wulfstan. Abrid la cortina.
Lucie alzó la lámpara. Wulfstan apartó la cortina. El hedor de sangre se intensificó. Sin poder evitarlo, Lucie dio un paso atrás y volvió la cabeza a un lado.
Wulfstan cogió la lámpara.
—¿Estás bien, Lucie? ¿Necesitas salir?
—Estaré bien en un momento —dijo ella—. Es sólo que hay tanta sangre.
—Si hubiera estado más débil no habría sobrevivido, creo.
Lucie volvió a inclinarse sobre la cama, acercando la lámpara al cuerpo de Joanna. Estaba boca arriba, con la mano derecha levantada a la altura del hombro, aferrando un cuchillo ensangrentado.
—¿De dónde sacó el cuchillo?
—Es de la cocina. Debe de haberlo guardado después de una de sus comidas.
En el cuello, también manchado de sangre, se abría una herida, de forma irregular. Joanna había hecho más de un intento, supuso Lucie. Apartó la cabeza, respiró con fuerza y volvió a mirar. Las manos de Joanna estaban cubiertas de sangre, lo mismo que la cara. Lucie había visto un puchero con agua y algunos trapos en el suelo junto a la cama.
—¿Me humedeceríais un trapo? —Wulfstan lo hizo y se lo puso en la mano. Lucie lavó la cara de Joanna. No tenía heridas allí, gracias a Dios. Estaba a punto de lavar el cuello de Joanna, pero Wulfstan se lo impidió.
—No toques la herida. Debe coagular antes —dijo.
—Virgen Santa —dijo Lucie santiguándose y temblando por lo que casi había hecho—. No estoy preparada.
—No importa. —Wulfstan señaló la manta, en la que había manchas de sangre, lejos del cuello—. ¿La examinarías? Yo no pude decidirme…
Lucie asintió.
Wulfstan se volvió.
Lucie bajó la manta. El camisón de Joanna estaba ensangrentado en la pelvis y los muslos. Lucie levantó el camisón y soltó un pequeño grito.
—¿Qué sucede? —susurró Wulfstan—. ¿Me necesitas?
—No. Es sólo… Santo Cielo, ¿por qué se odia tanto a sí misma? —Se inclinó sobre Joanna y lavó el estómago y los muslos con el trapo. Los muslos estaban intactos. Pero había una herida profunda en el vientre de Joanna. En zigzag, como si se hubiera apuñalado y después hubiera movido la hoja del puñal hacia un lado y otro para hacerse más daño. ¿Cómo había sido capaz?—. Se ha herido en el estómago —dijo Lucie, volviéndose y cubriendo a Joanna—. Hay que lavar y vendar la herida.
—He mandado llamar a sor Prudencia. Trata de despertar a Joanna, Lucie.
Pero por más que lo intentó, no obtuvo respuesta. Al fin, exhausta y débil por el hambre, Lucie dejó a Joanna al cuidado de los dos enfermeros.
* * * * *
La imagen de las heridas de Joanna acosó a Lucie mientras seguía a Sebastian hasta el despacho del abad. ¿Cómo había reunido la mujer la energía suficiente para hacerse aquellas heridas? ¿Qué podía haber obligado a Joanna a realizar tal acto de violencia contra sí misma? ¿La terapia sugerida por Magda habría tenido más éxito del debido? ¿Se habría despertado, sola, frente a frente con un recuerdo que había tratado de sepultar, vivido en aquel momento que su mente se había aclarado? ¿O era la noticia que le había dado Owen, la muerte de su madre, lo que la había llevado a la desesperación? Parecía una respuesta excesiva al duelo por un ser querido, pero Lucie sabía tan poco del corazón de Joanna que no podía descartarlo.
El hermano Sebastian abrió la puerta de un cuarto al que volvían alegre un fuego muy adecuado para la fría madrugada y un tentador aroma de pan con hierbas recién horneado. El abad Campian se levantó de la silla donde había estado leyendo. No era un hombre joven, pero su rostro era liso, sin arrugas de risa o preocupación. Un hombre que se cuidaba de mantener bajo control las emociones. Hizo la señal de la cruz sobre Lucie y la invitó a sentarse a la mesa. Sebastian salió y cerró la puerta sin ruido. Campian sirvió vino para los dos. Lucie notó lo blanco de sus manos. Owen le había dicho que el abad Campian tenía las manos más limpias que hubiera visto nunca. Llamaban la atención. Lucie alzó la vista a los ojos de Campian, esperando verlos a ellos también limpios de emoción. Pero él la miraba con agudo interés y preocupación.
—¿Habéis podido despertar a sor Joanna?
—No. Sigue desvanecida, por la pérdida de sangre.
El abad se sentó ante su intacta copa de vino, con las manos cruzadas sobre la mesa, la mirada en las manos, quizá para dejar que Lucie comiera.
Ella bebió, tratando de borrar el recuerdo del olor de la sangre. El vino la reanimó. Tenía que recordar no beber hasta marearse. Magda le había dicho que uno de los mayores peligros en el embarazo eran las caídas, no sólo porque podía lastimar al niño, sino porque había observado que las articulaciones de las mujeres parecían más estiradas y delicadas cuando estaban embarazadas, quizá preparándolas para el parto. Lucie suspiró. Tenía restringido cada movimiento por una serie de reglas y precauciones; no eran tan rígidas como las que había sufrido en San Clemente, pero eran molestas de todos modos. ¿Sería de eso de lo que había huido Joanna? ¿De las reglas? ¿De ojos que seguían cada movimiento que hacía? Había huido para encontrar a su hermano. ¿Él tendría más libertad?
Por supuesto que la tenía. Owen era más libre que Lucie también.
Suspiró, cogió un trozo de pan y lo mordió. Estaba caliente y sabroso. Le despertó el apetito. Tenía que comer, para olvidar la imagen espantosa de las heridas de Joanna.
—¿No tenéis hambre?
La voz suave del abad la sobresaltó. Vio que la estaba mirando con cara pensativa.
—Lo que acabo de ver… Me cuesta olvidarlo.
Campian asintió.
—Dios la ayudará a encontrar la paz que busca de un modo menos pecaminoso. A mi estómago tampoco le ha sentado bien el olor, ni el espectáculo. Para vos debe de ser mucho peor. Os agradezco que hayáis venido. Vuestro marido no me lo agradecerá.
—Comprenderá.
—No creo que el capitán Archer comprenda nada desagradable que pueda sucederos, señora Wilton. —Campian sonrió. Era una sonrisa peculiar, que no formaba arrugas y se expresaba sólo en la boca y los ojos.
Lucie pensó que debía de ser difícil hacer amistad con Campian, pero sabía que él y Wulfstan eran viejos amigos.
—¿Os parece que vivirá?
—Si podemos impedir que vuelva a herirse. Ojalá supiera de qué está huyendo. Me gustaría ayudarla.
—¿Qué veis en ella para desear ayudarla?
Lucie pensó un momento.
—En realidad, no podría decirlo. Salvo que es una pecadora, que sufre de algo tan horrible como para hacerle desear terminar su vida. Yo he sentido una desesperación parecida. Hubo momentos en que deseé la muerte. Pero nunca atenté contra mi vida. Cuánto más debe de sufrir ella, no sólo para concebir el acto, sino para tratar de llevarlo a cabo y seguir intentándolo hasta desvanecerse por la pérdida de sangre.
—¿Crees que eso fue lo que la detuvo? ¿La pérdida de sangre?
—Eso y el agotamiento por el tremendo esfuerzo que tuvo que hacer para herirse.
—¿Es posible que no haya sido ella?
Lucie negó con la cabeza.
—No creo.
—¿Cómo podéis estar segura?
—Dije que no lo creo. No sé si será así. Pero después de hablar con Joanna y de ver algo de lo que hay en su corazón, puedo creer que lo ha hecho. —Levantó la copa con manos trémulas.
—Lamento haberos hecho estas preguntas.
—Tenéis derecho. Ella está en vuestra casa.
Lucie miró el pequeño cuarto. En la pared de enfrente había un fresco en que se veía a un monje benedictino arrodillado ante una mujer con un manto azul oscuro, besándole la mano. Presumiblemente la Santísima Virgen María, a quien la abadía estaba consagrada. La pintura era sencilla, casi infantil, salvo por los ojos de María, que de algún modo expresaban una inmensa simpatía y bondad.
Campian notó la mirada de Lucie.
—Una pintura torpe, pero me he encariñado con ella.
—Los ojos de la Virgen. ¿Fueron pintados al mismo tiempo que el resto del fresco?
Campian pareció sorprendido por la observación.
—¿Lo habéis notado? El don del hermano Pedro floreció cuando llegó a sus ojos.
—Es como si el resto del fresco fuera sólo un fondo, una explicación de la expresión de esos ojos.
El abad y la boticaria se miraron con renovado aprecio.
—¿Ha pintado algo más?
Campian negó con la cabeza. La expresión de sus ojos era triste. Lucie miró, sorprendida, los ojos del hombre y después los del fresco. El rostro sin expresión, el alma revelándose sólo en la mirada.
—¿Qué pasa? —preguntó el abad.
—Nada —dijo Lucie, bebiendo un sorbo de vino para disimular su sonrisa.
—Jasper progresa en sus estudios.
—Espero con ansiedad el día en que vuelva con nosotros —dijo Lucie—. Creo que será un buen aprendiz. Es rápido e inteligente.
—Quiere mucho al capitán Archer.
—Han pasado mucho tiempo juntos. Owen le enseña a manejar el arco.
—Vuestro marido posee una curiosa combinación de talentos.
—Así es. —Los ojos de Lucie volvían al manto azul del fresco—. Por supuesto, habéis oído hablar del entusiasmo que despertó el manto azul que tiene Joanna.
—Ah, sí —dijo Campian sonriendo—. Rumores de milagros.
—¿Son todas…?, las reliquias sagradas…, ¿son todas…? —No se decidía a decirlo.
El abad asintió, comprendiendo la pregunta no formulada.
—¿Son lo que se dice que son?
Lucie esperó.
El abad se cogió las manos y las miró.
—Rezamos para que lo sean, señora Wilton. Y si gracias a ellas sucede un milagro, deben de serlo, ¿no? —La miró a los ojos.
—¿Alguna vez tenéis dudas? Estoy pensando en lo que pasa ahora en San Clemente.
Campian suspiró.
—Perdonad la pregunta.
Los ojos de Campian eran tristes, aunque la boca sonreía.
—No predicaríamos tanto la fe si no supiéramos que todos los fíeles dudan a veces, señora Wilton.
Una repuesta mucho más sincera de lo que Lucie había esperado.
—Gracias, padre.